Memento mori

Memento mori


La pelea de gallos, se admiten apuestas

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La pelea de gallos, se admiten apuestas

Estanco de Charo Torres

Barrio de la Rubia

7 de enero de 2011, a las 12:41

El inicio de las rebajas en plena crisis económica y los últimos coletazos de la Navidad habían empujado a buena parte de los habitantes de Valladolid a la calle; algunos de ellos, para comprar tabaco en el estanco de Charo Torres. El día se había despertado bastante claro, y los termómetros iban sumando grados a medida que pasaban las horas.

Los integrantes del Grupo de Homicidios se enfrentaban a la tensión del momento a través de los equipos de transmisión.

—¡No para de entrar gente, carallo! —se quejó Peteira metido en su papel de taxista estacionado en la parada situada frente al establecimiento.

—Voy a poner un estanco cuando me jubile, eso lo saben los chinos —contestó Jacinto Garrido, caracterizado como limpiacristales en la tienda de informática ubicada a veinte metros de la puerta del estanco.

—Entonces ya para el año que viene. Yo para entonces espero estar trabajando en una multinacional de videojuegos —intervino el agente Botello, que llevaba sentado desde las diez menos cuarto de la mañana en el café Novecento, desde donde dominaba visualmente toda la calle Mota.

—Áxel, ¿estás vigilando o jugando con tu Nintendo DS?

—No me queda otra que vigilar, la maquinita me la he dejado en la mesilla de tu hija. ¿Cómo coño se llamaba?

Dos días antes, el inspector había tenido que pelear mucho con Travieso y Pemán para que se aprobara el operativo. Finalmente, dieron luz verde gracias de nuevo a la intervención de la juez Miralles. Aurora había hecho valer su criterio sobre la necesidad de atar todos los cabos bien atados antes de dar por cerrado un caso de tamaña envergadura con las pruebas obtenidas hasta la fecha. El plan era bien sencillo, lo trazó Sancho junto a los subinspectores Peteira y Matesanz. El gallego, desde su posición dentro del taxi, sería el encargado de reconocer al sospechoso para alertar al resto del equipo; sobre todo a Carmen Montes, que estaría dentro del estanco en el papel de promotora de una conocida marca de tabaco. En cuanto entrara por la puerta, ella le abordaría con una interesante promoción con el objeto de distraerle y poder identificarle positivamente. En el momento en el que este le diera la espalda para pedir, Carmen sacaría su pistola y le daría el alto. En ese preciso instante, cada uno tendría un cometido. Sancho y Matesanz irrumpirían desde la trastienda para apoyar a Carmen Montes en la detención. Peteira y Botello entrarían en el estanco para sacar a los clientes que pudieran haber quedado dentro. Carlos Gómez estaba estacionado con su vehículo camuflado en la esquina del paseo Zorrilla con la calle Mota, y Arnau en el cruce de la calle Mota con la carretera de Rueda.

Siempre existía la posibilidad de algún imprevisto, pero estaba seguro de que le atraparían si acudía a su cita con el tabaco. De lo que ya no estaba tan convencido era de que fuera a aparecer esa mañana.

La puerta de la trastienda permanecía ligeramente abierta para poder ver la entrada del estanco que les quedaba justo enfrente, y Sancho alternaba la vigilancia con Matesanz en turnos de treinta minutos. Así llevaban desde que Charo Torres subió la verja a regañadientes a las diez menos dos minutos de la mañana.

—Muchachos, nos dejamos de tonterías a la voz de ya —ordenó el inspector a través del equipo de transmisión.

Los minutos pasaban, pero no pasaba nada.

Exteriores del restaurante Milagros

Vizcaya

Aquel horizonte le traía muchos recuerdos. Había llegado con tiempo de sobra a la cita con Pílades para poder dar un paseo por los acantilados que tapian el golfo de Vizcaya. Allí se podía respirar el olor que destila la bravura del mar Cantábrico; roca viva, tierra fértil y hierba empapada. Las nubes bajas dejaban pasar los rayos del sol a la espera de cargarse de agua para liberarla con fuerza una vez avanzada la tarde. Solo se oía el ruido de las olas en su eterna pelea por ganar terreno a la costa. Le reconfortaba la tranquilidad de aquel lugar. Ese encuentro iba a ser muy distinto de los anteriores, protagonizados por largas conversaciones en las que le hizo creer que era la única persona que había sido capaz de entrar en su mente para que le ayudara a dar sus primeros pasos y conocerse a sí mismo. Controlarse. Ahora ya había sacado todo lo que necesitaba de él y tocaba reemprender el viaje.

A no mucha distancia, aquel paisaje, aquel olor y aquel sonido también estaban siendo percibidos por Pílades.

Estanco de Charo Torres

Barrio de La Rubia

Sancho era consciente de que iba a ser muy complicado conseguir que le permitieran repetir el dispositivo si ese día se marchaban con las manos vacías. De cualquier forma, el inspector tenía un plan B que empezaría a las 14:01 en el caso de que, como ya intuía, la jornada se saldara nuevamente sin ningún detenido relacionado con el caso. Le esperaban tres horas de viaje por carretera y muchas preguntas que hacer.

—Atención a todas las unidades —advirtió Peteira—. Posible sospechoso caminando por la acera del estanco. Varón blanco de metro ochenta, gafas de espejo y aparentemente rapado. Lleva una gorra azul, cazadora y pantalones vaqueros.

Sancho y Matesanz sacaron sus armas.

—Todo el mundo en posición —ordenó el inspector.

—Atención. Va a entrar en el estanco —avisó Peteira.

Sancho aguzó la vista, pero en el momento en el que entraba en el estanco se cruzó con una mujer que salía y no pudo verle con nitidez.

—Buenos días, caballero —intervino Carmen dirigiéndose al sospechoso—. ¿Qué marca de cigarrillos fuma, por favor?

—Lucky.

—Pueden tocarle todos estos regalos si compra un cartón de Marlboro. Solo tiene que facilitarnos sus datos y, si le toca, le damos el premio aquí mismo.

—No me interesa, gracias.

—De acuerdo. Muchas gracias.

El sospechoso esperó a que fuera atendida la persona que tenía delante y pidió tres paquetes de Lucky. Charo Torres miró a Carmen y negó con la cabeza.

—Abortamos.

Una breve maldición del inspector precedió a la orden de seguir con los ojos bien abiertos. Sancho miró su reloj. Solo quedaban veinticinco minutos para la hora de cierre del estanco. Inspiró profundamente y, tras un furioso masaje en el mentón, recobró la calma.

A falta de cinco minutos para las 14:00, la tensión era máxima. No había ningún cliente en la tienda, y Charo Torres estaba tan ansiosa por cerrar como Sancho por montarse en el coche y apretar el acelerador. Cuando llegó la hora, el inspector dio orden de mantenerse en posición durante algunos minutos más que se consumieron de la misma forma que los doscientos cuarenta anteriores: sin novedad. Salió al exterior y habló con Peteira y Matesanz para mantener el dispositivo a partir de las 17:00 y hasta el cierre. Sin dar más explicaciones, caminó ligero hasta el coche. Con el destino marcado en su navegador, aceleró con la idea de recorrer los trescientos siete kilómetros en menos de tres horas. Había que correr.

Restaurante Milagros

Carretera de Barrika a Sopelana (Vizcaya)

Cuando entró en el local, se sentó en la mesa que tenían reservada, la de siempre. Estaba situada justo al lado de la ventana y, a su espalda, se extendía una pared pintada en estuco con tonos amarillos y ocres con un dibujo de ramas de espino rodeando la imagen de una virgen flanqueada por dos farolillos anaranjados. No existía un lugar parecido al Milagros. Unos enormes cactus de metal oxidado y una vieja furgoneta Volkswagen T2 de color azul con el nombre del local pintado en tipología surfera marcaba el acceso a una gran terraza exterior ajardinada y con vistas al mar. Aquella era una zona suntuosa para tomar el aperitivo sentado o para tumbarse en una hamaca a disfrutar de una buena copa después de cenar. En el interior, convivía armónicamente la zona del bar con el restaurante gracias a un elemento unificador: la decoración. Se definía como una amalgama anárquica de distintos elementos que revestían al Milagros de una atmósfera tan confusa como exótica. Era como si Buñuel, Tarantino y Almodóvar se hubieran peleado con uñas y dientes por ornamentar los distintos espacios del lugar. Imágenes tradicionales de la santería coexistían con sillones rojos que parecían haber servido en locales de dudosa reputación; lámparas que bien podrían haber colgado del techo de la mansión de Nosferatu con diversos muebles de corte oriental. Todo ello, salpicado de motivos hippies y surferos que le daban un atractivo toque zen y vanguardista. La extravagante carta era fruto del maridaje entre la cocina tradicional vasca, la mexicana y la japonesa. Canciones de grupos como Massive Attack, The Knife, Iggy Pop, M83, La Roux, The Cinematic Orchestra, Radio Head, Caribou, Pearl Jam, Bob Marley, The B 52’s, New Order, Blondie o Jürgen Paape, entre muchos otros, condimentaban el ambiente del Milagros, pero todo aquello le importaba poco a Orestes durante la espera que precedía a un reencuentro tan ansiado como incierto.

La última vez que hablaron en persona fue allí mismo, un junio de hacía ya dos años, y, en aquella conversación, él ya había decidido poner fecha de inicio a su obra. Había llegado el momento de hacer balance y de tomar decisiones de cara al futuro. Cuando le vio aparecer subiendo con dificultad los peldaños de la escalera que daba acceso al restaurante, le invadió una sensación de lealtad que le aquietó el ánimo. Esperó unos instantes a que se acercara a la mesa para levantarse y darle un abrazo cordialmente sincero.

—Pílades.

—Orestes.

Tomaron asiento enfrentando sus miradas durante unos segundos sin decir nada. Se estudiaron.

—Otra vez aquí, en nuestra mesa. Me alegro de verte —se arrancó Pílades.

—Otra vez aquí, sí. ¿Cómo estás, amigo mío?

—Algo tenso, la verdad.

—Pues parece que hemos intercambiado los papeles; yo estoy bastante tranquilo. ¿Qué quieres tomar?

—Necesito un buen trago de cerveza.

—Por supuesto. Y dime, ¿el restaurante Daco[76] de Belgrado sigue liderando tu ranking o ha habido algún cambio en este tiempo?

—El «datso» —pronunció— sigue siendo el número uno. Hay cosas que nunca cambian.

—Otras muchas que sí.

—Cierto.

—Sigues teniendo pendiente el invitarme a cenar allí.

—No. Tengo pendiente llevarte, nunca hablé de invitarte.

Orestes rio con mesura mientras llamó la atención de la camarera, una mujer joven de acento sudamericano que lucía sugerentes tatuajes y silueta sinuosa. Pidió dos cervezas y ambos hojearon la carta.

—¿Algo para compartir y un segundo, como siempre? —propuso Orestes.

—Por mí, de acuerdo. Yo tengo claro el atún a la brasa. ¿Tú?

—Creo que el calamar al carbón. ¿Y qué te parece el bogavante en tempura y la ventresca de bonito?

—Te cambio la ventresca por las verduras braseadas.

—Magnífico.

—Te queda bien ese look de marine americano. En el campo de rugby con esa peluca tan ridícula no me di cuenta de que te habías rapado. Te has arriesgado mucho. Demasiado. Pero ya veo que estás muy tranquilo —apuntó Pílades con toda la intención de retomar la conversación.

—Lo cierto es que sí. Como te expliqué por teléfono, lo he dejado todo bien atado para que inculpen a alguien que ya no va a tener la oportunidad de defenderse. Ha salido todo a pedir de boca y, como tú vaticinaste aquel día, me siento bien.

—¿Puedes ser más concreto en esa parte? Necesito saber qué es exactamente lo que sientes en estos momentos.

—Es difícil de explicar. Diría que es una mezcla entre alivio y placer. Me siento aliviado por haber satisfecho una necesidad que estaba en la base de mi pirámide. ¿Recuerdas? Y placer, por haber sido capaz de desarrollar todas mis capacidades intelectuales en el juego. La pena es que aquí no hay un marcador que diga por cuánto he ganado el partido, pero yo diría que al menos por cinco a cero, ¿no? Bueno, tengo que reconocer que tenerte de portero en el equipo contrario ayudó bastante y que el último gol fue en propia puerta, pero ya tenía el resultado muy a mi favor para entonces.

La risa irónica de Orestes dejó al descubierto su mayor debilidad. Pílades se guardó el contraataque para otro momento.

—¿No tienes miedo de haber dejado algún cabo suelto que les lleve hasta ti? —masculló de forma intencionada sin separar la mirada de la cerveza.

Orestes eludió responder y buscó a la camarera con los ojos. Cuando les preguntó por el vino, sugirió con exquisitez y altanería ampliar la variedad de vinos de la Ribera del Duero. Finalmente, eligió un caldo argentino de la Patagonia. Cuando se marchó la camarera, retomó la conversación:

—Después de tantos años en España sigues arrastrando ese acento tuyo centroeuropeo.

—Como te decía antes, hay cosas que no cambian nunca.

—Bueno, yo sí he cambiado, ¿sabes?

—Explícate.

—He conseguido aprender a canalizar mi rechazo hacia los demás, y eso me hace más fuerte.

—¿Y cómo dirías que lo has logrado?

—Demostrando al mundo que no estoy en el mismo plano que ellos. Puedo manejarles a mi antojo. Soy dueño de mis decisiones y de su destino.

—¿El de todos?

Orestes meditó la respuesta.

—El de todos los que estén a mi alcance.

—¿El mío también?

—También —aseveró mordaz—. Necesito fumar, y tengo que salir fuera con esta maldita ley. ¿Me acompañas mientras traen los primeros?

—Prefiero esperarte aquí, si no te importa. No estoy para muchos trotes, ya sabes.

—Estás haciéndote mayor.

AP-1, a 171 kilómetros de Plentzia

Ciento sesenta y tres kilómetros por hora marcaba el velocímetro del coche de Sancho camino de la población costera vizcaína. A pesar de ello, la velocidad del vehículo era muy inferior a aquella con la que su cerebro formulaba preguntas sin respuesta. Estuvo tentado en varias ocasiones de llamarle por teléfono, pero no quería ahuyentarle si estaba en lo cierto.

Apretó de nuevo el acelerador en busca de respuestas.

«¿Quién te llamó para que nos ayudaras? ¿Acaso fuiste tú el que te ofreciste a intervenir? ¿Por qué querías estar dentro?, ¿para ayudarnos o para controlarnos? ¿Le conoces, verdad? ¡Claro que le conoces! Normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es. ¿Y qué parece? Parece que nos estás ayudando, pero solo lo parece. ¿Es eso lo que me querías decir? Me la has jugado bien jugada. Vas a tener que explicarme al detalle cómo fuiste capaz de describir tan acertadamente su rostro. Le conoces. Sé que le conoces. Así consiguió entrar en el sistema, ¿no? Tú le diste el acceso. Vas a tener que contármelo todo, y muy despacito para que yo lo entienda. Cinco muertos. Martina. ¡Maldito seas, jodido Carapocha!».

Pisó a fondo y frunció el ceño mientras hacía el cálculo velocidad-tiempo. Menos de una hora para llegar a Bilbao y veinte minutos más hasta Plentzia.

Restaurante Milagros

Carretera de Barrika a Sopelana (Vizcaya)

La conversación había ido subiendo de tono al mismo ritmo al que disminuía el contenido de la botella de vino. Antes de pedir los postres y aprovechando que su acompañante había salido a fumarse otro cigarro, Carapocha fue al baño y regresaba en ese momento.

—¡Uhhh! ¿Tenemos problemas de próstata, abuelo? —preguntó con marcado retintín.

—No. Me he levantado con el disco duro intestinal en proceso de desfragmentación. Me hubiera gustado compartir contigo la forma en que he dejado el lienzo, pero no quería interrumpir tu dosis de nicotina.

—Se agradece el detalle. Ya que lo dices, se te nota en la cara el esfuerzo. Estás blanco. Quiero decir, más blanco de lo normal.

—Me gustaría retomar la conversación en un punto en el que necesitamos profundizar más.

—¿Necesitamos? Te escucho.

—Gracias. Una cosa es que hayas sido capaz de encontrar la forma de asumir que eres una persona distinta a las demás y vivir consecuentemente, y otra bien distinta es que realmente estés convencido de que eres dueño de los destinos de quienes te rodean. Cada uno es dueño de su destino.

—Te hemos demostrado cinco veces que no estás en lo cierto.

—¿Hemos?

Orestes atribuyó su desliz a la falta de costumbre y se conjuró para mantener la concentración que requería el diálogo. Carapocha buscó respuesta en aquellos ojos negros. No lo consiguió. Decidió probar suerte en otro momento, pero tuvo la certeza de que algo no marchaba bien.

—Tienes que entender algo, chavalín —retomó forzado—: poder intervenir en el destino de las personas no te concede el derecho a decidir sobre la vida o la muerte.

—Vaya, vaya… ¡Cómo ha cambiado el discurso! ¿Sigues tratando de provocarme con eso de «chavalín»?

—Pensaba que ya lo habías superado.

—No me toques los cojones, ¿vale? No hace mucho, me empujabas a dar rienda suelta a mis instintos en este mismo lugar.

—¡No! —se opuso Pílades elevando la voz—. Yo te sugerí un camino para que pudieras encontrarte a ti mismo y tratar de controlar esos impulsos. Traté de conocerte para ayudarte, pero tú tenías que ir mucho más allá; es eso, ¿no?

—Llamemos a las cosas por su nombre, querido Pílades. Tu pretensión no era solo la de ayudarme, como dices, querías penetrar en mi mente para controlarme. ¡¡Controlarme!! El aprendiz ha superado al maestro, ley de vida.

—No estés tan seguro de eso, aprendiz.

—Es la primera vez que te veo tan a la defensiva —atacó frontalmente.

Carapocha adoptó una postura dominante en la mesa que no pasó desapercibida para Orestes, que reaccionó acortando la distancia con su interlocutor. El psicólogo abrió fuego:

—A ninguno de los dos se nos escapa que todavía queda un cabo suelto en toda esta historia, y necesito saber qué has pensado hacer con él.

Orestes forzó una mueca cargada de vanidad y soberbia.

—¿Contigo?

—Sí, conmigo. ¿Qué piensas hacer?

—La cuestión es qué pretendes tú que haga —enfatizó prolongando una pausa para cargar el momento de dramatismo—. ¿Cuál es el siguiente paso? ¿Crees que puedes tacharme como si fuera uno más de tu oscuro cuaderno de bitácora? ¿Con quién creías que estabas tratando?

—Con un monstruo latente. Eso lo supe desde nuestro primer encuentro en Nueva York, en el año 1999. Por eso traté de enseñarte a controlar tu odio a través de las muchas terapias que mantuvimos en Berlín. Eras un caso claro y solo era cuestión de tiempo que empezaras tu sangrienta carrera de asesinatos. Pensé que, estando a tu lado, podría entender algo mejor la mente criminal para saber cómo enfrentarme a tipos como tú —expuso con franqueza.

Orestes se tapó la boca para tratar de amortiguar la carcajada.

—Y ya soy tu gran incomodidad. ¿De verdad creías que podrías controlarme como a una marioneta? ¿Que así encontraría la paz? ¿Cuál era el límite que habías marcado? ¿Una? ¿Quizá dos muertes? No hay límites una vez se empieza, y eso deberías saberlo tú mejor que nadie. Mi objetivo principal no era otro que absorber los conocimientos de un experto en la materia. Asume tu derrota.

Carapocha retrocedió a su trinchera.

—Creí que podría controlar tu voracidad, pero me equivoqué. Ahora lo sé. Tenía que haberte neutralizado antes. Ya no hay vuelta atrás, reconozco mi fracaso.

—¿Neutralizado? ¿Y cómo pensabas hacerlo? He ido siempre dos pasos por delante de ti. Otro fracaso más como el de Dutroux, Nilsen, Pitchuskin… o como el de tu Erika.

—¡No mezcles a Erika en esto, maldito bastardo! Ella no era ningún monstruo.

—No. Pero igualmente eres responsable de su muerte por dejar que se enfrentara sola a uno de aquellos «monstruos», como tú los defines. Eres tan culpable de su muerte como de las de tantos otros a los que creías controlar. Tu vida es un continuo descalabro.

Carapocha pareció apagarse de forma repentina y Orestes aprovechó para seguir torpedeando la línea de flotación de su rival.

—¿Quién se ha aprovechado de quién? Te creía más inteligente, casi a mi altura. Casi —recalcó—. Pero tienes razón, eres el único cabo suelto que me queda por atar, aunque todavía no tengo claro si atarlo o cortarlo. ¿Me explico?

En ese instante, los rasgos faciales del psicólogo se pusieron de acuerdo para manifestar un estallido de felicidad y, acortando aún más la ya estrecha distancia que separaba su cara de la de Orestes, le preguntó en voz baja:

—¿En serio creías que iba a presentarme aquí sin salvavidas? ¿Me crees tan estúpido? Aunque te resulte imposible asumirlo, me he enfrentado a mentes superiores a la tuya y he salido bien parado. Subestimar a las personas es tu gran error, chavalín. ¿Ves esto? —preguntó mostrando su colmillo al tiempo que sacaba una cuartilla doblada del bolsillo interior de su cazadora—. Es el código. Tu código.

Orestes exageró una expresión de desconcierto y, tapándose de nuevo la boca con la mano, repitió:

—El código… claro, claro. Infinita ingenuidad. ¿De qué cojones me estás hablando?

Carapocha no respondió. Orestes plantó los codos encima de la mesa y entrelazó los dedos para apoyar la barbilla fingiendo su avidez por escuchar lo que el psicólogo le tenía que contar.

—Claro, querido, ese código que has creado para firmar tu autoría. ¡Qué mala memoria tienes!

Los ojos de Orestes se hicieron más pequeños y se oscurecieron antes de hablar.

—Te escucho, viejo.

—Como sabes, a los asesinos en serie que actúan movidos por su ego infinito, como es tu caso, les gusta dejar pistas sobre la autoría de sus crímenes, pero, claro, sin ponérselo muy fácil a la policía. Es parte del juego. Con el paso del tiempo, todos necesitan que su obra sea conocida por el mundo entero. Eso sí, tan creativo como te consideras, podrías haber sido algo más original. Pasajes de la Biblia, muy manido, ¿no crees? —cuestionó chasqueando la lengua y negando con la cabeza.

Orestes tragó bilis para no abalanzarse sobre su acompañante.

El sorbo de café le supo extrañamente amargo.

—Por eso has escrito este último poema —infirió agitando la cuartilla—, que no rima, pero que te sirve igualmente.

El psicólogo desdobló el papel y empezó a leer: «Y dijo Dios: “Sea la luz”, y la luz fue. Y Ruth respondió: “No me ruegues que te deje y que me aparte de ti, porque donde quiera que tú fueres, iré yo, y donde quiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios”. Y se volvieron los pastores glorificando y alabando a Dios de todas las cosas que habían oído y visto, como les había sido dicho».

Carapocha hizo una pausa para mirar a su contendiente antes de retomar el intercambio de golpes intelectuales.

—Yo ando flojo del libro sagrado de los católicos, pero a quienes reciban este código les resultará tan sencillo dar con la clave como meter la frase en Google para saber los capítulos y versículos a los que pertenece. La primera cita es del Génesis, capítulo uno, versículo tres. La segunda, del Antiguo Testamento de Ruth, capítulo uno, versículo dieciséis. La tercera, del Nuevo Testamento de Lucas, capítulo dos, versículo veinte. ¿No lo pillas?

Su cara era un no.

—No estás muy vivo hoy para ser un superdotado; será el vino. Verás, es bien sencillo: el capítulo se corresponde con uno de tus poemas según su orden de aparición, y el versículo es la letra. Así de simple. Catorce citas para las catorce letras que conforman tu nombre y apellido, Augusto Ledesma. Pero espera, espera —le indicó haciendo un gesto con la mano—, que esto te va a encantar; a ver si por fin crees que he estado a tu altura. He preparado ocho envíos anónimos que llegarán mañana sábado a ocho medios de comunicación cuidadosamente escogidos, cada uno con el código y los cuatro poemas. ¿Crees que les dará tiempo a publicarlo en la edición del domingo?

Orestes se ahogaba en su propia hiel y no pudo articular palabra.

—Por fin tendrás tu reconocimiento en los medios, aunque quizá no te llegue en el mejor momento. Eso sí, será muy sonado. A lo grande, como tú querías. A nadie le resultará extraño que no pudieras permitir que otro se llevara los méritos de tu obra y que, finalmente, no te hayas resistido a la tentación de dar la posibilidad al mundo de continuar el juego para perseguirte. Ese sí es un gran reto, deberías agradecérmelo. Y mientras tú te escondes, yo me iré tan lejos que te resultará complicado recordar esta carita llena de agujeros.

Una riada de sensaciones desconocidas para Orestes se desbordó anegando su, hasta el momento, intacta osadía.

—Eso que te está recorriendo el cuerpo se llama pánico —definió Carapocha al tiempo que guardaba el folio.

Orestes trató sin éxito de forzar una sonrisa.

—Voy fuera a fumar.

—Si te levantas de esa silla —le advirtió con tono amenazante—, voy a señalarte con el dedo ahora mismo. Puedes tratar de acabar conmigo aquí y ahora con este tenedor, pero hay muchos testigos. ¿No crees? Perderás la oportunidad de jugar en las grandes ligas. Quédate ahí bien quietecito, que vas a escuchar cómo sigue esto, chavalín.

Aceptó la orden sin rechistar.

—Muy bien. Acércate —musitó invitándole a que se acercara a él con el dedo—. Este anciano tiene un vuelo dentro de pocas horas. He decidido retirarme una buena temporada.

—¿Crees que me conoces? —le interrumpió turbado—. No sabes quién soy. Daremos contigo.

Carapocha inclinó ligeramente la cabeza hacia su derecha.

—Es extraño, no había conocido un caso de sociopatía narcisista que hubiera derivado en un trastorno de identidad disociativo. Augusto y Orestes, Orestes y Augusto. Te has creado una personalidad para cobijarte de tus víctimas, así los recuerdos macabros perseguirán a otro mientras continúas tu obra. Ahora empiezo a ver las cosas claras. No entiendo cómo no me percaté antes.

—Lo que creas que sabes no es relevante, tarde o temprano te cogeremos —porfió.

—Lo dudo, pero es lícito que lo intentes… que lo intentéis —rectificó resaltando el plural con sorna—, al tiempo que huís los dos de la policía. Os lo vais a pasar en grande. ¡Menudo reto! Ahora, vas a quedarte aquí sentado mientras yo empiezo mi viaje. Y no se te ocurra marcharte sin pagar, no vayan a detenerte por una tontería así. Cuida los detalles y recuerda la fórmula: planificación, procedimiento y perseverancia. Por cierto, me ha encantado tu nuevo coche, una maravilla de la ingeniería alemana. No sabes lo que me ha costado rajar las ruedas.

Orestes se mordió el labio y probó el sabor de su propia sangre.

—Que tengáis mucha suerte, querido, la vais a necesitar —auguró Carapocha a modo de despedida.

Orestes quiso dar la réplica, pero la furia engullió sus palabras y solo pudo observar el particular balanceo de Pílades en su camino hacia la salida.

Aturdido por el revés, permaneció unos minutos mirando por la ventana cómo unas nubes de color hormigón cubrían el cielo tiñendo de gris violáceo el inicio de la tarde. Su propio reflejo en la ventana le hizo volver a la realidad. Tenía que cambiar de planes de inmediato, y empezó a barajar diferentes posibilidades. La primera de ellas fue la de salir corriendo de allí en dirección al aeropuerto más cercano. Por suerte, hacía unos días había tomado la determinación de llevar consigo sus utensilios de trabajo: dispositivos electrónicos, kit de postizos, caja de herramientas y, por supuesto, la carpeta con documentación falsa; todo bien escondido en el coche. Todavía disponía de cinco identidades completas con sus pasaportes, tarjetas de crédito y licencias de conducir. Podría volar a cualquier parte del mundo y contaba con dinero suficiente y a buen recaudo para pasar una buena temporada de aislamiento. Eso sí, tendría que soltar las amarras de su vida anterior, nada de lo que no pudiera prescindir. Empezar de cero no era un problema. A pesar de ello la furia y la impotencia le hicieron golpear la mesa con la palma de la mano. Necesitaba aire.

Cuando se calmó, volvió a la mesa. Había llegado a la conclusión de que no era el momento de tomar decisiones precipitadas y nacidas del pánico. Primero, debía analizar la situación, localizar los puntos problemáticos, aislarlos y buscar soluciones individualizadas para cada uno de ellos. Así se lo enseñó el hombre que le acababa de complicar la existencia. Decidió tomarse un buen gin-tonic; probablemente, la música le ayudara a determinar el camino a seguir.

Al rato la camarera le trajo la cuenta y, cuando terminó de revisarla, se quedó encasquillado en el membrete de la factura. Tras unos segundos, se reclinó en la silla con las manos en la cabeza.

—¡Qué hijo de la gran puta! —repitió tres veces in crescendo.

Pagó y corrió hasta su coche. Como esperaba, las ruedas estaban intactas.

Plentzia (Vizcaya)

A las 16:29, el coche del inspector cruzaba el magnífico puente que salva la ría de Plentzia y da la bienvenida a la pequeña población vizcaína cuando sonó su móvil. Era Matesanz.

—Sancho.

—Soy Matesanz. Tengo malas noticias.

Sancho encajó las piezas y medio resopló contraído.

—Mejía. ¿Cuándo ha sido?

—Acaban de avisarnos.

—¿Cuándo es el funeral?

—Creen que mañana a las 18:00 en San Benito.

—Allí estaré. Gracias por avisarme. Si hay alguna novedad en el dispositivo…

—Por supuesto —le interrumpió—. Te llamo de inmediato.

—Gracias. Hasta mañana.

En cuanto colgó se desahogó varias veces contra el volante, pero no había tiempo para más lamentaciones. Con la palma de la mano dolorida, buscó la dirección de Carapocha en la agenda. Camino de Guzurmendi, Siberia, sin más. Sin perder un segundo, preguntó desde el coche a una persona mayor por la dirección.

—¿Camino de Guzurmendi, Siberia, por favor?

—¿Qué buscas?, ¿al Carapocha?

Sancho elevó sus pobladas cejas, sorprendido.

—A ese mismo.

—Lo tienes muy sencillo, pues. Tira todo seguido y cuando dejes el puerto a tu izquierda, coges la segunda calle que sube a la derecha. Esa es Guzurmendi Bidea. Después, todo tieso para arriba y, cuando la carretera se bifurca, tú sigue en Guzurmendi. Es la segunda casa de la izquierda, una con un camino rojo. Verás que pone «Siberia» en la entrada. No tiene pérdida. Ten cuidado de no meterte en el centro, porque aquello es un laberinto de la hostia.

El inspector llevaba años sin escuchar ese acento que tanto le gustaba y tardó en asimilar las indicaciones.

—Muchas gracias.

—Agur.

Clavó el freno cuando leyó «Siberia». Dejó el coche junto al muro de piedra y saltó sin dificultad la valla de madera que marcaba el acceso a la finca. Era de grandes dimensiones y presentaba buen estado de conservación y cuidado: césped y setos bien cortados, árboles vigorosos y demasiado silencio. Se palpó el costado para asegurarse de que llevaba el arma antes de dejar el dedo pegado en el timbre. Nadie contestó. Decidió entonces rodear la casa, construida en planta rectangular, de muros de mampostería gris, buscando algún signo de actividad en el interior. Nada. Blasfemó en alto como nunca lo había hecho, utilizando términos que ni siquiera era consciente de conocer y que podían haber sido extraídos de algún ritual satánico. Anduvo sin rumbo, caminando en círculos hasta que se decidió. Hizo un gran esfuerzo por calmarse y, cuando notó que estaba en disposición de hablar, apretó el botón de llamada. Al segundo tono, descolgó.

—Ramiro, buenas tardes.

—Buenas tardes, Armando.

—¿Cómo estás?

—No muy bien. Me acaban de decir que Mejía ha muerto.

—Vaya, lo siento mucho. ¿Estás bien? Te tiembla la voz.

—¿Dónde estás? Oigo ruido de altavoces.

—Efectivamente, acabo de llegar al aeropuerto. Voy a tratar de adelantar mi vuelo.

Sancho se encogió y ahogó el alarido que necesitaba para evaporar su frustración.

—¡Hay que jodeeerse! ¡Me cago en la puta madre que me parió! —vociferó.

—¿Qué sucede, inspector?

—Sucede que necesito hablar contigo y no precisamente para que me consueles por la pérdida del comisario. Tienes mucho que explicarme.

Carapocha tardó en responder.

—No puedo decirte más que… lo siento.

—¿Que lo sientes? ¡Maldito hijo de puta! ¿Lo sientes? ¿Qué es lo que sientes? Lo has manejado todo desde el principio. Le conocías. Podías haber hecho que nada de esto hubiera sucedido. ¡Martina estaría viva, maldito hijo de puta! ¡¡Maldito seas mil veces!! —bramó.

Apoyó la frente contra el tronco de una palmera y cerró los ojos tratando de reponerse.

—Ramiro, escúchame. No puedo darte en este momento todas las explicaciones que mereces, pero te prometo que un día me plantaré delante de ti para hacerlo en persona y dejaré que hagas lo que te dicte el corazón. Lo siento, pero debo coger ese avión.

—¿Para salvar tu culo? —tartamudeó.

—Mi culo ya está condenado desde hace mucho tiempo. No estoy pensando precisamente en mí.

—¡Maldito seas! ¡Te encontraré, te lo juro! ¡Os encontraré a los dos y os mataré con mis propias manos! Tienes suerte de que no te haya encontrado en tu casa.

—¿Cómo? ¿Que has ido a buscarme? ¿Dónde estás?

—¡¡¡En tu puta casa!!! —voceó liberando arrobas de rabia.

—¡No, no, no! ¡Sal de ahí ahora mismo! ¡Él estará allí aho…!

A Sancho ni siquiera le dio tiempo a procesar esa última frase. La corteza del árbol se fundió a negro, le fallaron las rodillas y, a pesar de que su instinto le hizo estirar los brazos para tratar de agarrarse a algo, cayó a plomo contra el cemento solo un segundo después de que lo hiciera su móvil.

Sentir el agua fría en la cara hizo que recuperara la consciencia. El intenso dolor que nacía de la parte posterior de la cabeza le forzó a apretar con fuerza los párpados y emitió un prolongado quejido. Cuando consiguió abrir los ojos, pudo distinguir los colores blanco y marrón en una sucesión interminable de pequeños rombos. Un suelo de cocina, supuso. Con dificultad, levantó la cabeza para tratar de hacerse una composición de lugar. Al reconocer el rostro que le apuntaba con su pistola e intentar incorporarse, se percató de que estaba abrazado a un pilar de madera con las manos inmovilizadas por sus propias esposas.

—Inspector Ramiro Sancho, supongo —dijo queriendo imitar a Henry Stanley en su encuentro con el doctor Livingstone—. Yo soy la pieza que te faltaba.

Miró a su alrededor. La cocina era rústica y espaciosa, con un mueble central situado a algo más de dos metros de la viga a la que estaba esposado.

«Es él. Debió de golpearme en la nuca cuando hablaba por teléfono y perdí el conocimiento. No sé cuánto tiempo ha podido pasar desde entonces, no mucho. No parece que tenga más lesiones. Me ha quitado el arma y me ha esposado a este pilar que va del suelo al techo. Imposible soltarse. Casa aislada, ventanas cerradas y persianas bajadas. Poca probabilidad de alertar a algún vecino si grito. Supongo que querrá divertirse un rato conmigo antes de matarme; de otra forma, ya estaría muerto».

—Por fin nos conocemos en persona.

—Así que tú eres el poeta, el hacker, el falsificador, el camaleón y, por supuesto, el puto asesino —acertó a decir el inspector entre dientes.

—Yo no diría tanto. Para el mundo exterior solamente soy un brillante diseñador gráfico, y así va a seguir siendo. ¡Qué grata sorpresa! La vida no deja de sorprendernos. ¿Verdad, inspector? Estaba yo esperando a mi amigo Pílades en su casa y de repente escucho a mi principal oponente pegando voces por teléfono. ¿Con quién hablabas? Por cierto, tu móvil ha fallecido, aunque supongo que eso ahora es lo que menos te importa, ¿no? Dime, ¿con quién hablabas?

—Con tu putísima madre.

—Dudo mucho que en el infierno haya cobertura. ¿Con quién hablabas? —insistió.

Sancho meditó su respuesta.

—Con comisaría para ordenar la búsqueda y captura de Armando Lopategui.

La réplica llegó en forma de culatazo. La ceja del inspector se abrió para dejar salir un profuso caudal de sangre.

—Esto va a durar mucho más de lo que nos gustaría a los dos si me tratas como a un estúpido. No se habla a gritos con comisaría. ¿Con quién discutías?

—Con tu querido cómplice y amigo antes de que coja un avión.

—Eso ya me gusta más. Así que el pájaro ha volado, ¿eh? No importa, sé adónde va. Le cazaré como a un perro.

—Parece que has discutido con tu novio —insinuó tratando de recuperar el control.

—Digamos que ha tratado de engañarme y hemos roto relaciones, pero ya no importa. En estos momentos, solo estoy contigo. ¿Sabes que Pílades hablaba muy bien de ti?

—¿Así llamas a tu psicólogo?

—Él me llama Orestes.

—Ya. La Orestíada, muy oportuno —expresó recordando la exposición de Martina.

—Exacto. Pílades llegó a decirme que, antes o después, darías conmigo.

—En cierta forma, así ha sido.

—En cierta forma, sí. Lo reconozco, pero el que empuña el arma soy yo y el que va a morir eres tú —auguró.

—Bueno. Por lo menos, servirá para reabrir el caso. A mí no me convencerás para que me vuele la tapa de los sesos como hiciste con Bragado. Vas a tener que dispararme aquí esposado, maldito cobarde. Pero antes, respóndeme: ¿por qué tuviste que asesinarla a ella?

—Martina, claro. Es difícil que lo entiendas desde tu óptica. Desde la mía, suponía un desafío al que tenía que enfrentarme y que logré superar con éxito. Así de simple. Para tu tranquilidad te diré que no sufrió.

—Pagarás por ello, por Martina y por los otros cuatro inocentes que has asesinado.

—Yo no he asesinado a nadie, pero en este momento eso carece de importancia. Lo que debería importarte son las elevadas posibilidades que tienes de ser el siguiente, inspector.

—Parece que tengo todas las papeletas, pero no podrás encubrirlo en mi caso. Terminarán cogiéndote, y yo te estaré esperando en el otro lado para ajustar cuentas contigo.

—Bueeeno. No nos pongamos metafísicos, ¿vale? De todos modos, ya me había hecho a la idea de tener que empezar de cero en otro lugar gracias a nuestro querido Pílades, así que no estoy muy preocupado por ello. El caso es que tengo una enorme curiosidad por comprobar si eres tan brillante como él asegura y, como tenemos tiempo, he pensado en un juego en el que te daré la oportunidad de salvar la vida. ¿Qué te parece?

—Ya. Los cinco anteriores perdieron, ¿no es así?

—No, ellos no se ganaron la oportunidad de jugar. Sin embargo, tú has demostrado ser un buen rival. Como diría él, Fortuna iuvat audaces[77].

—Latinajos de mierda. Yo prefiero a nuestro Miguel de Cervantes: «Esta que llaman por ahí Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y sobre todo ciega, y, así, no ve lo que hace ni sabe a quién derriba».

—¡Estupendo! ¡¡Genial!! —exclamó forzando una ridícula mueca circense—. ¡Me has dejado de piedra! No se equivocaba Pílades contigo, no señor. Así pues, no tenemos otra opción que comprobar quién tiene razón, si tu Cervantes o su Virgilio. Es muy sencillo. Aquí tengo tres cartas, ¿ves? La sota de oros, que eres tú o, mejor dicho, tu vida; la sota de copas, que es nuestro común amigo Pílades y, por último, la sota de bastos que seguro que ya habrás adivinado que me representa a mí.

Dejó el revólver sobre el mueble central para barajar las cartas manteniendo siempre la distancia de seguridad con Sancho. Cuando terminó de moverlas, las colocó en la encimera junto a la pistola.

—Muy sencillo. Si aciertas dónde está la sota de oros, te dejaré marchar. Si no, mueres. Elige.

«Él las ha visto. Sabe dónde está. Es más, la ha colocado en el sitio que cree que no voy a decir. Para eso, habrá pensado primero cuál escogería él si estuviera en mi lugar. Va a matarme de igual modo. Tengo que dejar de pensar en tonterías, tengo un treinta y tres por ciento de posibilidades de acertar la carta y cero de salir con vida de esta. ¿Qué más da?».

—Esa —indicó el inspector con la mirada.

—¿Esta de aquí? —preguntó señalando con el dedo y fingida voz de presentador.

—Sí, esa misma.

—¿Seguro? ¿No quieres cambiarla? Te estás jugando tu pelirroja cabellera. Bueno, la que te queda —precisó queriendo ser gracioso.

«Ahora empieza el juego, claro. Quiere hacerme dudar porque he acertado, o puede que lo esté haciendo para que yo piense que he acertado. ¡Cómo me gustaría poder soltarme y reventarle la cara!».

—¿También eres un mago frustrado además de poeta? No sé por qué estoy siguiéndote el rollo si vas a matarme igualmente.

—¿No te fías de mí?

—En absoluto.

—Haces bien, pero decide ya y así sabrás si soy un hombre de palabra. ¿Te quedas con esta?

—Sí.

—Bueeeno, bueno, bueno, bueno. ¿Y si hago esto?

Manteniendo la teatralidad, destapó la carta del medio, la sota de copas, y simuló con ella el despegue de un avión.

—Solo quedamos tú y yo. Mira, voy a darte de nuevo la oportunidad de que cambies de carta. Si quieres, claro. Solo si tú quieres.

«¡Hay que joderse! Ahora tengo el cincuenta por ciento de posibilidades de acertar. Está tratando de forzarme para que elija la otra porque he acertado. ¿Y si de verdad cumple su palabra y me suelta? No lo creo. ¿Y si se limita a dejarme aquí esposado? Me quedo con mi primera elección, aunque… claro, lo mismo es eso de lo que se trata el juego. Cualquier persona en mi situación haría lo mismo, quedarse con la carta que eligió, porque siempre pensamos que el contrario intenta engañarnos. ¿Y si fuera todo lo contrario? Está dándome a entender que quiere engañarme para que me quede con la carta que él sabe que no es la sota de oros. ¡Qué ganas de reventarle!».

—Llegados a este punto, siempre hay que cambiar la elección. El dilema de Monty Hall.

El inconfundible acento de Carapocha hizo que Sancho volviese la cabeza bruscamente. Cuando su mirada volvió hacia Orestes, este ya estaba empuñando el arma y apuntando al psicólogo.

—¡Vaya, vaya, vaya! ¡Mira quién se ha unido a la fiesta! —anunció sin poder ocultar su sorpresa.

—¿En serio pensabas que me la iba a perder?

—Bonita historia la del código. Muy trabajada, aunque te faltaron recursos.

—Supongo que te diste cuenta cuando viste que no te había rajado los neumáticos. Una pena no tener nada afilado a mano.

—No. Descubrí el engaño cuando reconocí el logotipo del restaurante en la factura; idéntico al que estaba al pie de la cuartilla en la que acababas de escribir las citas bíblicas y que tanto te empeñabas en tapar. Supongo que lo hiciste cuando fuiste al baño.

Carapocha le guiñó el ojo.

—Un poco de tiempo y un móvil con Internet fue suficiente.

—Bueno, casi lo consigues. Casi.

—No entiendo una mierda —intervino Sancho—. ¿Qué haces tú aquí?

—He venido a proponer un trato.

—Espera, espera. Todavía tengo que terminar el juego con el inspector y luego, si quieres, jugamos tú y yo. ¿Vale? Quítate el abrigo y siéntate en esa silla. Si te mueves un milímetro, la primera bala será para ti. ¿Entendido?

Carapocha obedeció y, al sentarse, le dedicó una mueca al inspector que este no supo interpretar. Lo cierto es que aparentaba estar tranquilo.

—Bien, inspector. Entonces, ¿con cuál te quedas?

—Cambio a la otra.

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