Memento mori

Memento mori


A grandes rasgos, podrías ser tú

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A grandes rasgos, podrías ser tú

Comisaría de distrito

Barrio de las Delicias (Valladolid)

12 de septiembre de 2010, a las 15:44

A pesar de que las dependencias policiales de Delicias eran relativamente nuevas y razonablemente confortables, el inspector Sancho trataba de pasar el mínimo tiempo posible en su interior, como haría un adolescente en el hogar del jubilado. Sujetándose la cabeza con la mano izquierda, se masajeaba las sienes como queriendo acelerar su actividad neuronal para completar, por tercera vez, la lectura del informe de la autopsia. Con la derecha, cuando no tenía que pasar una página, se tiraba sin miramientos de los pelos de su pelirroja y, cada vez más, tupida barba.

«¿Qué tenemos? —se preguntó cerrando los ojos—. Tenemos un cadáver sin párpados debidamente identificado, la autopsia, el informe de la científica, que nos va a aportar más bien poco, un poema y muy poco tiempo. Tenemos un marrón de la hostia», concluyó.

Con una mueca de rechazo, sacó del informe el folio siete, en el que estaba transcrito el poema. Dejó las otras hojas en la bandeja y se dispuso a leerlo de nuevo; esta vez, por partes y tratando de dejar a un lado sus prejuicios para poder así sacar conclusiones. Cogió un bolígrafo y empezó a recitar despacio, subrayando aquellas palabras que, en su opinión, tenían un mayor peso emocional: «lujuria», «fidelidad», «ira», «mentira». Mientras tanto, hacía anotaciones en los márgenes: «El asesino debía de conocer a la víctima», «El autor parece muy dolido por sus mentiras»…

«Tanto como para matarla y arrancarle los párpados. ¡Pufff! —resopló—. No creo estar yendo por el camino correcto».

En ese momento, recordó las palabras que tantas veces le había repetido su padre: «Si no sabes cómo seguir, mejor no sigas».

Sonó el móvil que tenía sobre la mesa y lo cogió al instante, sin mirar.

—Sancho.

—Buenas tardes, soy Mejía.

—Buenas tardes, comisario.

—Me acabo de enterar de todo. Este fin de semana me tocaba ir al pueblo de mi mujer y allí, entre tanta montaña, no hay ni una pizca de cobertura. No te llamo para hincharte las pelotas con preguntas, te llamo solo para saber si necesitas algo y si mañana podemos sentarnos a última hora de la mañana a ver en qué punto estamos y por dónde tiramos.

—Por supuesto, mañana me paso por tu despacho. Espero tener algo consistente por donde empezar para entonces.

—Muy bien, Sancho. Insisto, no dudes en llamarme si necesitas cualquier cosa, a la hora que sea. ¿Estamos?

—Estamos. Muchas gracias y hasta mañana.

—Por cierto, anota este nombre y número de teléfono de una persona que nos puede ayudar con ese poema. Se llama Martina Corvo, es la hija de un buen amigo mío.

Sancho tomó nota y colgó. Se pasó la mano por el mentón y pensó que quizá debería rebajarse la barba con la maquinilla. Sentía que algo importante se le estaba escapando. Era como hacer el maldito cubo de Rubik, ese que requería mucha más paciencia de la que le tocó a él cuando la repartieron. Llegados a un punto, tratar de colocar una pieza en su sitio implicaba irremediablemente descolocar otra. Eso hacía que se le encendiera la mecha de la frustración, que en el inspector era más bien corta.

Recordó que esa sensación ya la había sufrido cuando tuvo que enfrentarse a su primer caso de homicidio en Valladolid. Era junio de 2007, y apenas llevaba cuatro meses al frente del grupo. En el barrio de Girón, un joven de unos treinta años reconocía haber matado a su padre con una katana. Según declaró, lo había hecho en defensa de su hermana, que estaba siendo acuchillada por su propio padre mientras dormía la siesta en el piso de arriba. Todo parecía encajar una vez se comprobaron los problemas del cabeza de familia con el alcohol y los maltratos que habían sufrido durante años todos los integrantes de esa familia. No obstante, en el momento en el que se marchaba de la vivienda donde habían ocurrido los hechos, tuvo esa impresión de estar colocando piezas del cubo que no eran.

«Normalmente, cuando todo encaja con tanta facilidad es que alguien está poniendo la masilla», razonó.

A los pocos días, gracias al trabajo de la científica, se confirmó que había sido el hijo, con graves problemas psicológicos, quien había matado primero a su hermana con un cuchillo y, posteriormente, a su padre con la katana.

Sancho aprendió entonces a no dar nada por sentado sin tener las pruebas incriminatorias que permitieran a un juez dar por resuelto un caso de homicidio. Existía un principio básico: estaban terminantemente prohibidas las construcciones gramaticales que empezaran por «y si…». No se admitían hipótesis ni conjeturas basadas en corazonadas, solo valía una fórmula: si la suma de pruebas o indicios multiplicada por un móvil es mayor o igual que la coartada del sospechoso, el resultado es la imputabilidad, y solo entonces se cursaba la orden de detención. Le vino de nuevo a la cabeza otra de las frases de cosecha paterna: «Piensa con la cabeza y decide con el estómago, deja el corazón para las mujeres».

Abrió una botella de agua y buscó en archivos comunes las fotos que, a buen seguro, ya debían de haber subido sus compañeros de la científica. Efectivamente, allí estaba la carpeta con ciento setenta y cuatro fotos tomadas en el lugar donde se halló el cuerpo. Empleó cuarenta minutos para verlas con detenimiento, pero no encontró nada que le llamara la atención. El cuerpo estaba boca arriba, con las piernas recogidas hacia el lado derecho y los brazos extendidos en cruz. Todo parecía indicar que el asesino había llevado el cadáver hasta allí y lo había dejado caer encima de los matorrales, quedando así parcialmente oculto.

«Está claro que el asesino quería que la encontráramos pronto —pensó—, y eso no me gusta una mierda».

Tras ver las fotos, agarró el teléfono y marcó la extensión de Mateo Marín, de la Policía Científica. Antes del segundo tono, ya había descolgado.

—Sancho, buenas tardes, estaba esperando tu llamada.

—Buenas tardes, Mateo, ya tengo el informe de la autopsia. ¿Cómo vais con el vuestro? Debería remitírselo cuanto antes a la juez Miralles, que es la encargada de la instrucción de este caso.

—Lo estamos rematando, ya hemos descargado las fotos del lugar en el que fue encontrado el cadáver. ¿Las has visto? —preguntó Mateo.

—Más veces que la lata azul de Nivea, pero no me dicen nada. ¿Las has hecho tú?

—Así es, este fin de semana me tocaba estar de guardia. Es lo bueno de las fotos, que dicen lo que tienen que decir. En este caso concreto, poco o nada. Lo único de lo que estamos seguros es de que fue asesinada en un lugar distinto a donde la encontramos.

—Sí, eso está claro. ¿Habéis encontrado indicios que nos lleven a la localización del lugar en el que se cometió el crimen?

—No. Aún no tenemos nada más allá de las simples conjeturas, aunque todavía debemos analizar la ropa de la chica por si encontramos un punto de partida. A la espera de recibir el informe del laboratorio, es lo único que nos queda por saber.

—Mateo, necesitamos los resultados cuanto antes. Haced lo que entendáis oportuno.

—Salcedo ya está en ello.

—Estupendo. ¿Había algo más en la bolsa en la que estaba el poema?

—Sí, claro, restos de saliva de la víctima, pero ni una sola huella. Nada.

—Sobre el instrumento con el que le cortó los párpados, ¿habéis conseguido averiguar de qué se trata?

—Lo único que sabemos es que se trataría de una especie de tijera bien afilada. Por lo precisos que son los cortes que presenta y la forma de los mismos, el instrumento tiene que ser de hoja curva.

—¿Y qué tipo de tijera es esa?

—Yo diría que alguna de las muchas que se emplean en jardinería —aventuró Mateo.

—Estupendo, un poeta psicópata aficionado a la jardinería. ¡Cojonudo! ¿A qué hora está registrada la llamada al 112?, ¿qué unidad acudió primero? Y ¿cuánto tardó?

—La llamada se registró a las 8:32. El primero que se personó en el lugar fue el agente Navarro, de la Unidad Motorizada, sobre las 8:45. Viendo el percal, avisó de inmediato a comisaría. En el lugar de los hechos se tomó declaración a un tal Gregorio Samsa, pero se encontraba muy nervioso y, por tanto, habrá que citarle de nuevo.

—¡Venga ya!, con Dani Navarro comparto frío en la grada de Pepe Rojo, hablaré con él. ¿Algo que destacar de lo poco que dijera Samsa?

—Nada. El tío suele correr por allí los fines de semana y tuvo la «suerte» de encontrarla. Llamó al momento al 112.

—Bien, a ver si está más tranquilo cuando le llamemos a declarar y recuerda algo de interés. Todavía no me ha dado tiempo de ir a reconocer el lugar. ¿Habéis analizado cómo llevó el cadáver hasta allí?

—Todo parece indicar que cargó con el cuerpo y lo arrojó donde lo encontramos.

—Si eso es así, tuvo que aparcar en un lugar cercano y cargar con el cuerpo hasta esos matorrales. ¿Habéis encontrado alguna huella de pisada profunda sobre la que ponernos a trabajar?

—Pues no. El problema es que toda esa zona está en obras por la construcción del puente de Santa Teresa, y hay cientos de huellas de vehículos y pisadas.

—¡Hay que joderse! —soltó frustrado—. Aunque, si te digo la verdad, me esperaba que dijeras eso después de ver las fotos. Supongo que no había vigilancia nocturna de las obras, ¿verdad?

—No, no había.

—De puta madre.

El inspector hizo una pausa de unos segundos y siguió preguntando:

—Mateo, en el escenario de un crimen el asesino siempre se lleva algo y deja algo. ¿Es posible que no vayamos a encontrar nada en este?

—Con franqueza, en este lugar, a no ser que demos con algo inesperado, yo diría que poco más podemos sacar en claro. Salcedo y yo llevamos varias horas revisando una y otra vez las fotos sin ningún resultado. Hasta que no demos con el escenario del crimen no creo que encontremos nada incriminatorio. Lo siento, me gustaría poder decirte otra cosa.

—Ya, bueno. Las cosas están así, pero confiemos en aquello de que la esperanza es hija de la paciencia. Por favor, avísame si encontráis algo nuevo. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —repitió meditando la última frase de Sancho.

—Gracias, Mateo, ya hablamos.

—Hablamos.

—Va a ser un día largo —predijo en voz alta el inspector justo antes de que sonara el teléfono de sobremesa.

—Sancho.

—Ya estamos todos —le informó Matesanz—. Bueno, falta Arnau, que se encuentra fuera de Valladolid volviendo de una boda.

—Gracias, Matesanz, dadme unos minutos y subid.

Colgó el teléfono con cierta desgana e hizo unas anotaciones en su cuaderno. Había que ponerse manos a la obra de inmediato. Las primeras horas eran claves en un caso de homicidio, por lo que resultaba de vital importancia acertar de lleno con el enfoque de la investigación. Como añadidura, este que les acababa de caer encima iba a ser como un dulce para los medios de comunicación, y eso siempre generaba una presión que en nada favorecía el trabajo policial. Tenían que moverse muy rápido y ser muy ágiles en los procedimientos.

Por el pasillo, empezó a escuchar las voces de los integrantes de su grupo, cinco agentes y dos subinspectores. Según iban entrando por la puerta de las dependencias del Grupo de Homicidios, el silencio empezó a ganar la batalla al murmullo y, cuando tomaron asiento, ya solo se escuchaba el molesto parpadeo del fluorescente que se debatía entre la vida y la muerte. El inspector se levantó para dirigirse a su equipo:

—Buenas tardes y gracias a todos los que habéis venido fuera de turno, el asunto así lo requiere. Supongo que ya sabréis que nos encontramos ante un homicidio que se sale de los parámetros habituales, y que tenemos que tratarlo con la máxima diligencia para evitar que nos estalle en la cara a todos. Voy al grano con lo más relevante de lo poco que tenemos hasta ahora. Ya tenéis a vuestra disposición el informe de la autopsia, y en breve estará el de la científica.

El tono de Sancho sonaba más áspero y profundo de lo normal, carraspeó para aclararse la voz y continuó hablando:

—Sobre las ocho y media de esta mañana, un tipo que hacía footing por el parque Ribera de Castilla ha encontrado el cadáver mutilado de una joven de origen ecuatoriano. Según la autopsia, el homicidio se produjo entre las tres y las siete de la mañana de hoy. La víctima murió por estrangulación antebraquial y, posteriormente, le cortaron los párpados con algún tipo de instrumento de hoja curva; posiblemente, con unas tijeras de jardinería. No se han encontrado los párpados —concretó—. La necrorreseña de los de la científica ha certificado la identidad de la víctima, que figura detallada en el informe. También aseguran que el homicidio se cometió en otro lugar, y que luego fue llevada a donde se encontró el cadáver; por cierto, bien cerca de la dirección en la que vivía la chica con su madre. La mala noticia es que no se han encontrado huellas de ningún tipo ni otros indicios que arrojen algo de luz sobre la identidad del asesino. No hay testigos hasta el momento, y para los resultados del laboratorio nos hemos encomendado a san Salcedo. A ver si podemos tenerlos en una semana.

Sancho se quedó unos segundos dubitativo mientras se pasaba la mano por la mandíbula antes de retomar la palabra.

—Bueno, quizá la peor noticia no sea que no tengamos por dónde empezar a buscar, nos ha pasado más veces. La peor noticia, sin duda, es que el asesino nos advierte en un poema que va a volver a matar. Tenéis el poema en el informe.

—¡Sus muertos! —exclamó el agente Gómez—. ¿En serio que el mal parido se nos ha marcado unos versos?

Carlos Gómez llevaba solo dos años en el cuerpo de Homicidios de Valladolid, le habían trasladado desde algún punto de la provincia de Sevilla por motivos familiares y arrastraba un dejo andaluz cuyo origen era tan difícil de concretar como de entender.

—Y tan en serio, Carlos, y no estoy yo para mucha «joda» esta tarde de domingo.

—Disculpe, inspector, solo una cosa más —insistió—. ¿Y dónde dice que se encontró ese poema?

—No lo he dicho. En la boca de la víctima, dentro de una pequeña bolsa de plástico. Subinspector Matesanz —continuó hablando—, te encargas junto con Garrido y Gómez de remover el entorno de la víctima. Hablad con la familia, los compañeros de trabajo, los amigos, vecinos, etcétera. Nos interesa principalmente conocer ese lado oculto que todos tenemos. Mirad qué sacáis de las amigas, la rutina diaria y de fin de semana, aficiones declaradas y no declaradas. Averiguad si tenía novio, exnovios o amigos con derecho a roce. Comunicaos con los de GIT para poner patas arriba su Facebook, Tuenti, Twitter o lo que tuviera. Que revisen el registro de llamadas del móvil. Necesitamos saber cómo era realmente esta chica y por qué ha terminado muerta y sin párpados en un parque de nuestra ciudad.

—¿Hemos descartado que se trate de un asunto de bandas latinas? Lo digo por la mutilación del cadáver, esto es muy propio de su modus operandi —expuso la agente Montes.

—Yo diría que hay pocas posibilidades, pero no descartamos nada en absoluto hasta que no lo hayamos investigado. Buen apunte, Carmen, trabaja en esa hipótesis.

—De acuerdo, inspector.

—Otra cosa —prosiguió Sancho—, que alguien se acerque al funeral, que está previsto para las 12:30 de mañana en la iglesia de San Martín, a ver qué encontráis, y traednos buenas imágenes, por favor. Si tenía un novio o un exnovio, quiero que le traigáis a declarar. No como detenido, sino como colaborador de la investigación. ¿Está claro esto último, Garrido?

—Por supuesto —masculló Garrido visiblemente molesto.

Jacinto Garrido era otro veterano. A sus cincuenta y cuatro años, creía estar de vuelta de todo y había tenido algún que otro roce con Sancho que el inspector había resuelto por la vía rápida. Era de la vieja escuela, se aferraba a su Star 28 PK porque era la de siempre, no porque el arma reglamentaria Heckler & Koch, modelo USP Compact, le pareciera peor. Era un auténtico tocapelotas y carecía en absoluto de mano izquierda. Ahora bien, era un buen investigador y tenía informadores en cada rincón de la ciudad; por eso, seguía siendo una pieza clave en el Grupo de Homicidios.

—Sigamos —dijo sin dejar de mirar a Garrido—. Subinspector Peteira, quiero que tú te encargues, junto con Arnau y Botello, de rebuscar en el escenario en el que fue encontrada y alrededores. Tenéis las fotos y el informe de la científica. Patearos bien el lugar. Buscad testigos, alguien tuvo que ver un coche o a una persona que le llamara la atención. Revisad el circuito de cámaras de la zona por si hubieran registrado algo extraño. Si necesitáis autorización, comunicádmelo de inmediato para solicitar la orden a la juez Miralles. Mirad en los archivos, a ver si tenemos suerte y encontramos fichados con antecedentes que vivan en la zona, enfermos mentales, drogadictos violentos y demás fauna peligrosa. ¡Ah, otra cosa! Hay que citar a declarar al tipo que tuvo la mala suerte de encontrarse con el cadáver, esperemos que aporte algo nuevo. ¿Alguna duda hasta aquí, muchachos?

—Ninguna —corroboró Matesanz.

Peteira asintió.

—Pues a trabajar, hoy toca sobredosis de café. Os quiero a todos en la calle en menos de una hora, que se nos echa la noche encima. Mañana a las 16:00 os veo a los dos en mi despacho —dijo señalando a los subinspectores—. Quiero insistir en algo muy importante, aunque no creo que haga falta. El tema de la mutilación terminará trascendiendo a los medios antes o después, lo ha visto demasiada gente. Tratemos de aplazarlo al máximo, pero lo que no podemos permitirnos bajo ningún concepto es que el asunto del poema y su contenido salgan a la luz. No quiero ni imaginarme la alarma social que eso provocaría en una ciudad como esta y lo mucho que alimentaría el ego de nuestro anónimo poeta. Para terminar, ya sabéis que si el tiempo juega siempre en nuestra contra, hoy es nuestro peor enemigo. Podemos con esto y con más, que talento y talante se conjugan con tiento y aguante.

Barrio de Covaresa

Algo más tarde, el anónimo poeta salía de la ducha con la misma euforia que le había acompañado durante toda la jornada. No era la primera vez que se sentía tan pletórico, pero esta vez tenía sobrados motivos. Ya se había olvidado del malestar que le había causado el encuentro con el pavo real, y solo pensaba en disfrutar del momento. Desnudo, llegó al salón buscando su iPad, desde el que controlaba a través de Airplay el equipo de sonido que tenía repartido por toda la casa. Abrió una de sus listas de reproducción de Spotify y pinchó en Nacho Vegas, Gang bang. Subió a tope el volumen y se encendió un Moods. No fumaba otra cosa desde que descubrió esos puritos hacía ya algunos años, aunque últimamente le irritaba comprobar que el consumo de esta marca había crecido considerablemente. Con los primeros acordes del vals, y sujetando el cigarro con los dientes, quiso hacer del salón su pista de baile particular. Brazos en alto, se contoneaba tratando de acompasar su cuerpo desnudo con la música, y subía y bajaba de las sillas del comedor mientras cantaba.

Hay cerca del Damm

cuatro putas que bailan un vals

detrás del cristal y se puede sentir

el sudor fuerte desde Berlín.

 

Tú allí en soledad,

una lluvia muy fina golpea tu cara,

resbala en tu piel y a la vez

se ilumina un cartel ofreciéndote…

Libertad y sordidez, todo a un precio

que un hombre moderno ha de ser capaz

de pagar una vez que la noche echa a andar.

 

¿No lo ves? Tu carne es más pálida.

¿No lo ves? Tu alma es más gris.

Si no pierdes al fin la razón, sabrás

que no hay más que una solución…

Se paró frente al espejo del vestíbulo y exhaló lentamente el humo del tabaco hacia su propio reflejo emulando a Marilyn. Al llegar al estribillo, se quitó el cigarro de la boca para gritar:

¡¡Cas-tra-ción!!

Y todas las cosas que hice mal

se vuelven hoy a conjurar… contra mí.

¿Cómo he llegado a esto? No lo sé.

Tan lúcido y siniestro…

Pero sé ¡que no lo sé!

Y un hombre de traje me invita a pasar…

Gang bang

Gang bang

Gang bang

—¡Cojones! —gritó frenéticamente con los puños cerrados mientras arqueaba la espalda hacia atrás—. ¡Qué bueno!

Se incorporó para dirigirse a la cocina a paso de legionario. Una vez allí, abrió el mueble donde sabía que iba a encontrar la copa adecuada para servirse su gin-tonic de Hendrick’s con Fever Tree. Con su vaso de borgoña, sus hielos de agua mineral y su lima sobre la encimera, siguió cantando las últimas estrofas de Gang bang preparándose para el ritual.

Y si viviera una vez más,

me volvería a equivocar… otra vez.

Sí, no te quepa duda, no, hasta la locura

y hasta el dolor.

Y un hombre de traje me invita a pasar.

Llenó la copa hasta arriba de hielo, cortó la cáscara de la lima con cuidado de no llegar hasta la peptina y la dobló contra el borde del vaso. Abrió la botella de Hendrick’s y se la colocó entre las piernas mientras tarareaba los últimos «lararara, larararara» de la canción. Cuando se vio reflejado en el cristal del microondas, soltó una carcajada nerviosa y estridente.

Se gustaba. Escanció la ginebra sobre la copa repleta de hielo, contó tres segundos y no vertió ni una gota más. Abrió la tónica y la empezó a soltar muy despacio, apenas un hilo continuo que fue llenando la copa lentamente hasta el borde. Se la llevó al salón y la dejó reposar sobre la mesa para sentarse en su sillón; el tacto del cuero era de los pocos roces que admitía sobre su piel. Seguía sonando Nacho Vegas; agarró la copa y le dio un trago.

—Esto es un gin-tonic —dijo reclinándose en el sillón—, y no las mierdas que dan por ahí, cabrones.

Con todo preparado para hacer un viaje a su hipocampo y sumergirse en sus recuerdos más recientes, fue haciendo crujir uno a uno los nudillos de sus manos. Era una práctica habitual que realizaba de forma inconsciente cuando se encontraba o muy relajado o alterado en exceso.

Siempre seguía el mismo procedimiento: empezaba por el dedo índice de la mano izquierda; totalmente extendido, lo empujaba hacia atrás con la palma de la mano derecha hasta que conseguía liberar los gases acumulados en el líquido sinovial de sus nudillos provocando ese chasquido tan peculiar. Uno tras otro, iba logrando sus ocho primeros objetivos dejándose los pulgares para el final. Finalmente, escondía estos en el puño y empujaba con el dedo corazón hacia dentro hasta lograr el sonido más enérgico de todos; primero, el izquierdo, y luego, el derecho.

Planificación, procedimiento y perseverancia, las tres «pes» eran infalibles, esa era la fórmula. Así se lo había enseñado él, así lo había aprendido y, gracias a ello, había conseguido encontrarse a sí mismo.

Hizo la primera parada de su recorrido por la memoria en el Zero Café, su garito preferido y el único sitio donde, según él, ponían buena música en todo Valladolid. Allí podía disfrutar de las canciones de Depeche Mode, Héroes del Silencio, Rammstein, Placebo, Solar Fake, Muse, U2, The Cure, Marilyn Manson, VNV Nation, REM, Apoptygma Berzerk y otros muchos que nada tenían que ver con la basura comercial que sonaba en el resto de bares de copas de la ciudad. Su sensibilidad y dependencia musical eran tales que se había autoimpuesto una norma que cumplía a rajatabla: marcharse del bar en el que estuviera en el momento en que se escuchara el Voy a pasármelo bien, de los Hombres G. Detestaba la tan manida música española de los ochenta y huía de ella como de la cabeza de un tiñoso.

La atmósfera del Zero Café era única, cálidamente sombría. Detalles de luz roja cargaban de energía las zonas muertas, mientras que destellos de luz azul rompían tímidamente el espacio del bar creando rincones donde antes solo había oscuridad. Los candelabros sobre la barra y las lámparas colgando del techo le daban un toque gótico que rozaba lo siniestro. Las paredes estaban revestidas con ladrillo caravista, y el suelo era de madera con azulejos insertados, creando composiciones al más puro estilo medieval. Ese contraste de luces y sombras, aderezado con la música, dotaba de vida al Zero Café. Lo consideraba más acogedor que su propio salón. Las copas eran buenas, nada de garrafón, y lo frecuentaba bastante desde que lo descubrió, hacía más de tres años. Casi siempre solo y a partir de cierta hora. Esa noche llegó algo más temprano de lo habitual. Estaba cansado de las vacías charlas que mantenía con sus pseudoamigos. Quedaba con ellos solo por seguir teniendo contacto con la realidad exterior y no perder la perspectiva. Como venía siendo habitual, el tema principal de conversación volvió a ser el Mundial de Fútbol que había ganado España hacía ya tres meses. Aunque detestaba el fútbol y todo lo que lo rodeaba, podía llegar a entender la locura colectiva de cientos de miles de personas para las que ser campeones del mundo era el logro más importante para un país. Así, esa noche, más aburrido de lo habitual y con un simple «Tíos, me piro a casa, que mañana tengo mucho curre», se marchó a su refugio. Tampoco nadie trató de convencerle para que se quedara.

En el Zero Café conocía al pincha, Paco Devotion, seguidor incondicional de Depeche Mode, cuyo parecido físico con el vocalista y líder del grupo, David Gahan, era apreciable. Para legitimizarlo, se había tatuado en el hombro izquierdo una cruz griega tribal con un ojo en el centro, idéntica a la que lucía el cantante. Conocía también al camarero de toda la vida, Luis, con quien, atraído por su agudeza verbal, guardaba una buena relación. Entre los dos habían dado buena cuenta, a base de chupitos, de muchas de las botellas de tequila que se consumían en el Zero. Allí pasaba las horas observando, disfrutando de la buena música y bebiendo.

Conservaba muy frescos los recuerdos de la pasada noche. Según abrió la puerta, se dio de bruces con el vídeo de The Cranberries, Promises. Acababa de empezar y, gritando las primeras estrofas con el brazo derecho en alto, se fue adentrando en el bar.

You better believe I’m coming.

You better believe what I say.

You better hold on to your promises.

Because you bet, you’ll get what you deserve.

Se acercó a la barra sin dejar de mirar el vídeo y, girándose hacia Luis, le pidió un gin-tonic de Hendrick’s. Habría visto aquel vídeo más de veinte veces. No tenía nada que ver con la letra de la canción, pero le encantaba. Una especie de bruja perseguía a un vaquero vestido de blanco mientras Dolores O’Riordan, subida con los otros miembros del grupo en un depósito de agua, rompía su voz bajo un ritmo brutal de guitarras y percusión. Siguió gritando la letra de la canción a todo lo que le daba la voz. Algunos de los que estaban en el bar ya le dedicaban miradas inquisitorias, pero poco le importaba mientras no le dirigieran la palabra; él seguía gritando:

Oh, oh, oh, oh, oh.

All the promises we made,

all the meaningless and empty words.

I prayed, prayed, prayed.

Oh, oh, oh, oh, oh.

All the promises we broke.

All the meaningless and empty words.

I spoke, spoke, spoke.

Cuando terminó la canción, ya casi se había bebido la copa y pidió otra.

—Esto no ha hecho más que empezar —le advirtió a Luis, que le devolvió una mueca de complicidad.

Con la segunda copa en la mano, buscó su sitio. Solía sentarse en alguno de los sillones de piel situados frente a la barra porque desde allí podía estudiar el comportamiento de la gente. Frecuentemente, se quedaba mirando absorto la réplica gigantesca de Tetsujin 28 Go que colgaba del techo. Ese enorme robot azul con expresión burlona dominaba todo el espacio aéreo del bar. El tal Tetsujin 28 fue el protagonista de una serie de dibujos animados manga de los años cincuenta, y se había convertido en un auténtico objeto de culto en Japón. De hecho, alguna vez había visto a turistas japoneses pidiéndole permiso a Luis para hacerle fotografías al bicho. En cierta ocasión, uno de esos frikis nipones le preguntó si estaba a la venta, a lo que Luis le contestó:

—Si le echas huevos para cargarlo hasta el avión, yo mismo te lo descuelgo.

Todo allí era especial, y estar colocado le permitía aceptar la presencia e, incluso, el roce físico con otras personas.

Se fijó en ella cuando bajaba las escaleras del servicio, venía de ponerse una raya que no sería la primera ni la última de esa noche. Sus grandes ojos negros y brillantes le llamaron poderosamente la atención. Le recordaban los de otra persona. A grandes rasgos, podría ser ella. Detuvo la mirada en su rostro y continuó bajando las escaleras sin cambiar el enfoque. Era de escasas dimensiones, y en su rostro se apreciaban ciertas características indígenas. Estaba sola, sentada en un sofá con las piernas cruzadas y mirando el móvil; nerviosa, como esperando una llamada. Se sentó de nuevo en su sitio, a pocos metros de ella. Quería cerciorarse de que no estaba acompañada, y cuando estuvo seguro de ello, fue a la barra a por otro gin-tonic. Empezó a sonar La sirena varada, de Héroes del Silencio, y se le puso la piel de gallina. Lo consideró un buen presagio y supo entonces que tenía que intentarlo, ya encontraría la forma de justificárselo. Con la copa en la mano, puso rumbo fijo a su objetivo a velocidad de crucero.

Él se sabía bastante atractivo y resultón sin ser del todo guapo. Tenía aspecto de niño malote: frente estrecha y de ojos pequeños tan oscuros que podrían dar cobijo a varias especies de murciélagos; las cejas finas y ligeramente arqueadas hacían de esta zona de su rostro un imán para las miradas. La nariz, ancha en todo su recorrido, con el tabique ligeramente desviado y terminación asimétrica, labios gruesos y mentón cuadrado. El envoltorio de sus facciones era la barba de tres días sin recortar, su pelo negro peinado a lo rock star y su cuidada forma de vestir. Su voz algo ronca y en ocasiones forzadamente trémula, aderezada con altas dosis de ingenio, solía funcionarle en las distancias cortas. El alcohol y la cocaína, por su parte, le proporcionaban el coraje necesario para dar el primer paso al tiempo que acentuaban su locuacidad.

Se sentó a su lado y disparó el primer cartucho cuando ella levantó la mirada.

—Eso que tomas tiene que dejar una resaca muy mala, ¿no? —dijo subiendo algo la voz y forzando la sonrisa para mostrar sus hoyuelos.

Ella le miró sin ocultar su desconcierto. No era habitual que un chico se le acercara así para entablar una conversación. Tenía la piel morena y melena lisa, y sus ojos eran grandes, marcadamente rasgados y negros. Tardó unos segundos en contestar.

—Es vodka con granadina —respondió altiva—, y toda la resaca que me deje será bienvenida.

—Vaya, no he elegido un buen momento, ¿no?

—La verdad, no.

—Lo siento.

—¿Lo sientes? —cuestionó desconfiada—. ¿Por qué lo ibas a sentir?

—Porque para una vez que me lanzo a hablar con una chica como tú, resulta que no es el momento adecuado. Lo siento si te he molestado —dijo interpretando su papel.

—No me estás molestando, sucede que no estoy teniendo una buena noche.

—De verdad que lo lamento. Déjame confesarte algo: te llevo contemplando un rato y, finalmente, me he lanzado a hablar contigo. No es propio de mí, reconozco que no sé cómo hacerlo. Soy Leopoldo —se presentó extendiendo la mano—, pero mis amigos me llaman Poldy.

La chica seguía algo extrañada, pero ya sonreía dejando ver las imperfecciones de sus dientes color marfil.

—Soy Marifer, un gusto —le devolvió el saludo antes de dejarle continuar—, y no diría precisamente que esta es la primera vez que asaltas a una chica.

—Marifer, bonito nombre —mintió—. Te puedo asegurar que esto de entrar a las chicas no es mi fuerte. Disculpa, ¿puedo preguntarte de dónde eres? —inquirió para cambiar de tema.

—Nací en Ecuador, pero ya llevo seis años aquí, gracias a Dios.

—¿Y qué tiene que ver Dios en todo esto? —atajó Poldy al momento.

—Tranquilo, muchacho, es solo una expresión.

—Lo sé, disculpa, es que no creo que le debamos nada a ese Dios, es una fea manía que tengo. Así que llevas seis años en Valladolid.

—Así es. Bueno, muchacho, ¿y tú quién eres?

—Soy un caso extraño, tan fácil y tan simple y no sé expresarlo.

Marifer abrió su bolso para sacar el paquete de tabaco. Poldy le dio fuego antes de continuar hablando:

—Vienes poco por el Zero, ¿no? Me habría fijado.

—Es la primera vez —dijo ruborizada— y, si te digo la verdad, no sé ni qué hago aquí. Acabo de llegar, me he escapado del bar donde estaba con mis amigos sin decir nada. Odio estar tirada. Y tú, ¿vienes mucho?

—Sí, bastante. Es mi segunda casa o, mejor dicho, mi primer escondite —apostilló mientras fijaba su mirada en el infinito.

Relajado en su sofá, dio otra calada al purito. Se sentía orgulloso de lo sencillo que le había resultado que se tragara la historia del escritor fracasado, recién salido de una ruptura amorosa y que seguía luchando por abrirse hueco a codazos en el mundo editorial. Ella le contó lo aburrido que era trabajar de cajera en un hipermercado para confesarle después lo cabreada que estaba con el imbécil de su novio, que la había dejado plantada hacía unas horas para irse con sus amigos de fiesta. La decisión definitiva de continuar adelante la tomó en el momento en que ella le dijo que esa noche no tenía novio.

«Cojonudo», pensó.

No sería, precisamente, como lo habían planificado, pero en algún momento tendría que levantar el telón.

Tenía que demostrarse que era capaz. Debía demostrarle que estaba preparado.

Conseguir que Marifer se subiera a su coche tampoco fue difícil; en medio de la conversación, Poldy la interrumpió y, fingiendo la mirada más cálida e inofensiva que pudo, le dijo:

—Tengo el coche a cinco minutos de aquí, ¿quieres tomar la última en mi casa?

—Creía que no me lo ibas a pedir nunca, muchacho —le confirmó ella tirando el cigarro.

Seguían charlando de sus vidas cuando llegaron al destino. Para entonces, ella había eliminado de la ecuación a su novio y solamente pensaba en qué momento ese tal Poldy se iba a decidir a atacarla. Todavía no le había puesto la mano encima, y eso la excitaba. Durante el trayecto, se había desabrochado un botón de la blusa para descubrir su escote; conocía muy bien sus armas, y sabía cómo utilizarlas. No sería la primera vez que se acostara con un tío que hubiera conocido esa misma noche; no solía resultar bien normalmente, pero sentía algo diferente. Estaba convencida de que sería distinto con Poldy. No se equivocaba.

Como había planificado, aparcó en el garaje, con acceso directo a su vivienda. Los cristales tintados de su Toyota RAV4 le aseguraban discreción absoluta.

—No vives mal, ¿eh? —valoró ella bajando del coche.

—Sí, no me puedo quejar. Es la casa de mis padres. Ellos fallecieron en un accidente de tráfico hace dos años. Dinero no me falta, de lo demás me falta casi todo.

—Vaya, lo siento.

—Por aquí. Adelante, por favor. —Le indicó cortésmente el camino hacia las escaleras.

—Muchas gracias. ¿Qué tal se vive en este barrio, Poldy? —preguntó ella por preguntar.

—Desde mi punto de vista, Covaresa es la mejor zona de Valladolid —contestó él por contestar.

Una vez en el salón, la invitó a sentarse en el sofá mientras él se dispuso a preparar dos copas.

—¡Menudo salón tienes! —exclamó la chica recorriendo con la mirada los treinta metros cuadrados de la estancia.

El salón tenía tres zonas claramente diferenciadas. Frente a la puerta, tres grandes ventanas y una enorme alfombra de lana blanca. A la derecha, el comedor de corte clásico, y a la izquierda, la zona de reposo con dos sofás tapizados en piel blanca y orientados hacia la pared en la que estaba la televisión.

—Ahora que estás tú, me gusta mucho más —actuó interpretando el papel.

A falta de granadina, le sirvió un vodka con zumo de naranja. Para él, su gin-tonic bien preparado. Cuando regresó al salón con las bebidas, tomó asiento en el mismo lugar en el que ahora se dejaba llevar por aquellas escenas que había vivido hacía solo unas horas. Conservaba muy nítidas las imágenes de aquellos minutos intercambiando preguntas y respuestas carentes de sentido. Cuando entendió que había llegado el momento de dar el siguiente paso, Leopoldo tomó la palabra:

—Marifer, lo confieso, llevo un rato casi sin escucharte. Me estoy reprimiendo las ganas de abalanzarme sobre ti. Todo esto es nuevo para mí, y necesito estar seguro de que quieres hacerlo.

—Claro que quiero hacerlo, muchacho. Solo estoy esperando a que des el primer paso —le insinuó ella tragando rubor y vodka.

En su sofá, se encendió otro purito para saborear la evocación de ese instante. Mientras daba vueltas a los hielos de la copa, masculló con desprecio:

—Zorra infiel, perdiste tu oportunidad de salvarte.

Sintió un leve escalofrío cuando se acercaba a las imágenes del último acto. Se sentía orgulloso de sí mismo por haberle otorgado la posibilidad de seguir viviendo, pero había llegado el momento que llevaba tanto tiempo esperando. Su momento. Estaba completamente seguro de que Marifer solo había dejado sus huellas en la copa, y eso tenía fácil solución. No tenía más que seguir adelante con el plan que había visualizado tantas veces. Estaba decidido.

Tras la respuesta afirmativa, se levantó despacio y, sin dejar de mirarla ni un instante, se acercó a ella y le susurró:

—Ni te muevas de ahí, morena —señalando con el dedo el sofá—, voy a poner el ambiente adecuado y te voy a pedir que cierres los ojos; es importante.

Marifer asintió con la cabeza.

Se dirigió al lado opuesto del salón, a la zona del comedor donde había dejado su iPad. Buscó en sus listados de Spotify. Rammstein, Spieluhr. Esa era la canción, ninguna otra. Lo había imaginado así en tantas ocasiones que le parecía estar viviendo un sueño. Sacó los guantes de vinilo que tenía preparados en el primer cajón del mueble.

—Sigues con los ojos cerrados, ¿verdad, preciosa? —preguntó elevando el tono para amortiguar el sonido de la goma mientras se los ajustaba.

Ella asintió con la cabeza sin decir palabra. Le dio al play, y se fue acercando despacio por su espalda con las manos escondidas detrás, por si acaso ella incumplía la promesa de mantener los ojos cerrados. Mientras caminaba, recitaba en voz alta el principio de la canción, unos versos en alemán que tenía grabados en la memoria y que poseían un significado muy especial para él:

Ein kleiner Mensch stirbt, nur zum Schein.

Wollte ganz alleine sein.

Das kleine Herz stand still für Stunden.

So hat man es für tot befunden.

Es wird verscharrt in nassem Sand.

Mit einer Spieluhr in der Hand.

A Marifer no le dio tiempo ni a extrañarse. Seguía inmóvil, con los ojos cerrados, las manos sobre las rodillas y una sonrisa expectante iluminando su cara. Cuando llegó a su altura, desde detrás del sofá, rodeó su cuello con el brazo derecho empleando toda la fuerza que le nacía del entusiasmo del momento. Le fascinó darse cuenta de que había sincronizado el ataque con los primeros golpes de batería y guitarra de la canción. Se ayudó con la mano izquierda sobre la muñeca derecha para aplicar más presión a la laringe de su víctima, e inclinó su cuerpo hacia ella para evitar que se incorporara. Marifer tardó en reaccionar. Trató de liberarse del brazo agarrándolo con ambas manos para separarlo de su cuello. Luchaba por ponerse de rodillas, y se retorcía sobre el sofá buscando una posición algo más ventajosa para resistirse. Cuando consiguió girarse hacia su derecha, apenas le quedaba aire en los pulmones que le diera fuerzas para luchar por su vida, y ni siquiera consiguió gritar. Los leves sonidos guturales que pudo emitir fueron neutralizados por el metal de Rammstein.

Él no cedió ni un ápice. Incluso, ejerció más fuerza cuando vio reflejada la escena en su pantalla de plasma de cincuenta pulgadas. Grabó aquella imagen en la retina. La cara de Marifer estaba algo amoratada, y sus ojos notablemente hinchados, prácticamente vueltos del revés. De entre las comisuras de sus labios empezaba a escaparse una espuma blanca que avanzaba lentamente hasta la barbilla, pero fue su propia expresión lo que más le llamó la atención. Se sorprendió a sí mismo sonriendo mientras se mordía la lengua doblada entre los dientes, con los ojos extremadamente abiertos y la vena que bajaba por su frente visiblemente marcada. Repentinamente, aparecieron las tan violentas como breves convulsiones que precedieron a la total relajación del cuerpo, ya sin vida, de Marifer. Unos segundos después, él soltó la tenaza y ella se desplomó.

La siguiente imagen que le asaltó fue la de sí mismo sentado de cuclillas al pie del sofá, mirando absorto el cuerpo inerte de Marifer, que había quedado boca arriba. Mientras, relajaba sus brazos de la tensión a la que habían sido sometidos. Estaba maravillado y satisfecho por lo fácil y limpio que había resultado todo hasta el momento. Él estaría orgulloso. Entonces, se percató de que Marifer se había mojado los pantalones.

Recordando ese instante, notó que estaba teniendo una erección y soltó una carcajada nerviosa.

Volvió a los recuerdos. Había llegado el tiempo de las explicaciones, y se acomodó para hablar al cadáver.

—Querida Afrodita, diosa de la belleza y la lujuria… —Iba a continuar, pero cortó la frase.

Había algo que no le encajaba en la situación. Marifer tenía los ojos cerrados, y le daba la sensación de que no le estaba prestando la atención que requería.

—Esto lo soluciono yo de inmediato —aseguró mientras se incorporaba.

Limpió los restos de espuma de la boca y tiró el papel higiénico al retrete. Después, cogió la copa que había utilizado Marifer y, una vez en la cocina, la tiró con fuerza dentro del cubo de basura, consiguiendo que se rompiera en cientos de trozos.

—¡Me encanta cómo se rompe el cristal bueno!

Volvió al salón y cargó con el cuerpo escaleras arriba hasta el baño. No sin esfuerzo, lo metió en la bañera con cuidado de que no se golpeara. Caminando deprisa, bajó al trastero a buscar las herramientas adecuadas. Las tenía preparadas, separadas del resto, porque sabía que tendría que utilizarlas antes o después. Encendió la luz y sacó el maletín que contenía los instrumentos necesarios para cuidar sus veintidós bonsáis. Era una de sus aficiones, heredada de su madre adoptiva, que tenía una pasión desmedida por esas miniaturas y les dedicaba más tiempo que a su propio hijo. Cuidar bonsáis tenía un efecto terapéutico sobre él, le ayudaba a cultivar la paciencia y controlar sus impulsos. Abrió el maletín y extendió las cuarenta y cinco herramientas sobre el tablón abatible que hacía las funciones de mesa. Tenía que dar con la que más se adecuara al trabajo que tenía que hacer.

Fue repasando en voz alta una a una:

—Tijera de poda fina, tijera de poda gruesa, tenaza cóncava fina, tenaza cóncava gruesa, tenaza cortatroncos, tijera podadora pinzadora, alicate cortante, desfoliadora, rastrillo kumade, kuikiri, sierra podadora, tijera puntiaguda fina, tenazas para Jin… ¡Aquí está! Esta es.

Cogió la vaciadora cóncava, una herramienta con la que podría hacer cortes precisos adaptándose a la forma del ojo. Sonrió, guardó el maletín y regresó apresuradamente al baño.

Nuevamente junto a la bañera, se sentó a horcajadas sobre el abdomen de Marifer. Con el índice y el pulgar de la mano izquierda, pellizcó el párpado superior de su ojo derecho para levantarlo. No quería dañar el globo ocular, por lo que agarró con delicadeza la vaciadora e hizo dos precisos cortes verticales, uno a cada lado, y un tercero horizontal estirando la piel con cuidado de no desgarrarla. Apenas sangró. Repitió la misma operación con el ojo izquierdo.

—Sublime —musitó maravillado cuando terminó el último corte.

Colocó ambos trozos de piel en una bolsa de tamaño reducido para congelar. Cortar los párpados inferiores parecía más complicado desde esa posición, por lo que se incorporó para agarrarla de los pies y tirar de ella hacia atrás; resultaría igual de fácil desde el otro lado de la bañera. Así lo hizo. Primero, el derecho, y por último, el izquierdo.

—Ahora sí. Estás perfecta, querida —le confesó a Marifer, de cuerpo presente.

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