Memento mori

Memento mori


A grandes rasgos, podrías ser tú

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Metió los párpados inferiores en la bolsita y la cerró. Acto seguido, se quitó los guantes con mucho cuidado de no mancharse con la sangre, los metió en la bolsa y cerró el precinto. La dobló en cuatro y se la guardó en el bolsillo del pantalón. Fue de nuevo al salón y tecleó en el Spotify La sirena varada, de Héroes del Silencio. Le dio a Reproducir y bajó un poco el volumen.

Se sentó con calma en el borde de la bañera y, mirando a los ojos totalmente descubiertos e inertes de la chica, empezó su discurso:

—Ya estás preparada para escucharme. Como te decía antes, querida Afrodita, te identifiqué nada más verte. Reconocí la lujuria reflejada en tus ojos. Saliste del mar dispuesta a cazar, disfrazada de sirena.

Buscabas a tu Adonis, ¿eh? Pero salió mal, tus cantos de sirena atrajeron a Ares. Ahora estás a mi merced y permanecerás varada en la tierra. ¡Diosa de la impudicia, sierva de la lascivia! —clamó apuntando con su índice a la cara de Marifer.

De fondo, sonaba el estribillo de la canción:

Duerme un poco más,

los párpados no aguantan ya,

luego están las decepciones,

cuando el cierzo no parece perdonar.

Sirena, vuelve al mar

varada por la realidad,

sufrir alucinaciones

cuando el cielo no parece escuchar.

Se dirigió a la cocina de nuevo y se preparó un gin-tonic con toda la calma del mundo. Tras sentarse en la mesa del salón, abrió un nuevo documento en Pages. Tenía que poner la guinda, ¿y qué mejor forma que un poema? Las palabras fluían y encajaban a la perfección. Prácticamente, no tenía que contar las sílabas; pensaba en endecasílabos. Los versos fueron saliendo uno tras otro, cumpliendo de forma escrupulosa con la métrica. Cuando lo terminó, lo leyó en alto, cambió algunas palabras y aseguró:

—Así está perfecto.

Apuró lo que quedaba del gin-tonic y se puso de nuevo en marcha. El corazón le latía con fuerza, pero no estaba nervioso, era emoción contenida. En tres cuartos de hora, lo había terminado, impreso, recortado y metido en otra bolsa que había elegido a tal efecto. No podía demorarse mucho más, eran casi las cinco de la mañana y todavía tenía faena. Si algo salía mal, se le podía echar encima el amanecer.

Bajó apresuradamente al garaje, abrió el maletero del coche y colocó las cajas de cartón abiertas que tenía preparadas. Dejó la puerta del maletero abierta y volvió a subir a la carrera. De vuelta en la bañera, cogió el cepillo de uñas y, agarrando la mano de Marifer, se burló:

—¿A ver esas uñitas?

Cepilló con sumo cuidado las uñas sin agua ni jabón, a pesar de tener la certeza de que no había restos de piel ni tejido bajo ellas. Era parte del protocolo de limpieza que había dispuesto, y no pensaba saltárselo. Hacía poco, había leído en la prensa la revisión del caso llamado «el crimen de la maleta», ocurrido hacía dos años en Valladolid. Un hombre había matado a golpes a una mujer en el domicilio de la víctima y, al parecer, se había deshecho del cadáver metiéndolo en una maleta que luego arrojó a un pozo situado en una finca familiar. El hombre limpió el escenario del crimen, pero está claro que no debió de hacerlo correctamente, porque la policía encontró pruebas definitivas con las que le inculparon y condenaron a quince años de prisión. A él no le pasaría lo mismo, estaba seguro de ello.

Cuando terminó con el cadáver, agarró la vaciadora —en la que sí había sangre— y se dirigió a la cocina; puso a calentar agua en un cazo y la metió dentro. Volvió a la bañera y cargó con el cuerpo. Al llegar a las escaleras que conducían al garaje, notó que le temblaban las piernas.

—¡Cojones, pesa como un muerto! —se dijo con doble intención.

Finalmente, depositó el cuerpo con cuidado en el maletero. Se puso otros guantes y sacó la bolsita con el poema para introducírselo en la boca procurando no tocarle los labios. Le arrancó tres pelos. Volvió a subir, esta vez a la carrera, para guardarlos en un ejemplar de Marinero en tierra, de Rafael Alberti, que guardaba en su mesilla. Páginas ocho, dieciocho y veintiocho. Revisó la bañera y detectó algunos restos de sangre, muy pocos; en solo cinco minutos, el amoníaco primero y la lejía después se encargaron de eliminar cualquier vestigio incriminatorio. A continuación, volvió a la cocina para retirar del fuego el cazo con agua hirviendo, sacó la vaciadora y la secó con detenimiento. Hecho esto, tiró el agua y metió el cazo en el lavaplatos.

Bajó de nuevo al sótano, guardó la vaciadora en su sitio, se subió al coche y arrancó el motor. No puso música, no quería llamar la atención de algún vecino con insomnio. Condujo hasta el sitio donde había decidido que la encontraran, un lugar que conocía con detalle. No había tráfico, por lo que apenas tardó quince minutos en atravesar la ciudad de sur a norte. Miró el reloj del coche, marcaba las 5:48; todavía era de noche, pero en el cielo ya se podían ver los primeros intentos del amanecer por desgarrar el embalaje de la noche. Apagó las luces unos cuantos metros antes del lugar exacto y aparcó.

Había llegado el momento crucial, sabía que todo su trabajo podía irse al traste si se precipitaba. Esperó unos minutos buscando tranquilizarse.

—Ni un alma, como esperaba —observó todavía algo nervioso.

Ahora o nunca, tenía que ser cuestión de segundos. El emplazamiento que había previsto para dejar el cadáver estaba ahí, a menos de treinta metros. Sacó dos bolsas de plástico de la guantera con las que se recubrió el calzado y se bajó del coche para recorrer el camino que debía hacer cargado con el cuerpo. La zona estaba totalmente desierta y escasamente iluminada. Volvió al coche y, ya decidido, concentró toda su fuerza en brazos y espalda para cargar de nuevo con el cuerpo. En unos pocos segundos, recorrió la distancia que le separaba de la zona de los matorrales y lo dejó caer. Andando rápido, se subió de nuevo en el coche. Una última mirada de despedida y arrancó. Mientras metía primera, predijo con la voz entrecortada por el esfuerzo:

—Tranquila, Afrodita, te encontrarán muy pronto.

Buscó en su iPhone Depeche Mode, y seleccionó Little fifteen. Se empezó a escuchar la voz de David Gahan por los altavoces del coche, y eso le calmó.

Little fifteen, you help her forget.

The world outside, you’re not part of it yet.

And if you could drive, you could drive her away

to a happier place, to a happier day.

That exists in your mind, and in your smile.

She could escape there, just for a while.

Little fifteen.

Desapareció en la noche.

Volvió a la realidad de su sofá y soltó muy lentamente el humo del Moods fijando su mirada en las formas azuladas que quedaban suspendidas en el aire antes de desaparecer. Tenía la sensación de haber culminado un trabajo perfecto. Terminó la copa, la dejó en la cocina y subió a su habitación. Desnudo, se metió en la cama y se dejó llevar por el sueño.

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