Memento mori

Memento mori


Con la luna por cerebro

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Con la luna por cerebro

Avenida de Salamanca (Valladolid)

15 de octubre de 2010, a las 13:49

Llovía con fuerza a última hora de la mañana del viernes, y la avenida de Salamanca, como de costumbre, estaba algo colapsada. El tráfico pausado permitió a Sancho reflexionar sobre la reunión que acababa de mantener con el comisario. Mejía le había pedido su punto de vista acerca de solicitar ayuda especializada a Madrid para impulsar la investigación del caso. Él había objetado con aspereza que quizá era un tanto precipitado, dado que apenas había transcurrido un mes desde el asesinato. Por otra parte, todavía no se había producido ningún otro hecho violento en la ciudad que pudiera atribuirse al mismo sujeto.

Octubre había empezado con un atropello con resultado de muerte en la plaza de Colón en el que el conductor había dado positivo en el test de alcoholemia. Peteira se había ocupado del caso, y las diligencias ya se encontraban en manos del juez. Finalmente, tras la argumentación de Sancho, Mejía decidió posponer la petición a la Dirección Adjunta Operativa, pero el comisario fue concluyente con su última frase:

—Necesitamos cuanto antes algo sólido o nos van a solidificar el culo a los dos.

Con la mirada perdida en el círculo rojo del semáforo, admitió que el avance de las pesquisas policiales estaba siendo como el tráfico de esa mañana: lento y tedioso. La prensa seguía husmeando en busca de novedades en la investigación que no terminaban de llegar. El estruendo que causó en la opinión pública el hecho de la mutilación se había quedado en un continuo y molesto pitido en los oídos para el Grupo de Homicidios. Por suerte, en el otro lado de la balanza, pesaba más que no hubiera trascendido hasta la fecha nada acerca del poema. La presión interna, además, había descendido de forma considerable, y se podía trabajar con mucha más calma. A pesar de ello, Sancho seguía obcecado en el caso, tratando de completar un rompecabezas al que, en palabras de uno de sus subinspectores, le faltaban las piezas de las esquinas. Sabía que su crédito se agotaba cada día que pasaba sin encontrar indicios que le pusieran tras la pista de algún sospechoso. Solo hubo un descubrimiento relevante en esas semanas, y fueron los de la científica quienes se apuntaron el tanto: identificaron la herramienta con la que había cortado los párpados. Se trataba de una vaciadora para la poda de bonsáis; el corte cóncavo de esta herramienta encajaba con las incisiones en los párpados de la víctima.

Perdido en sus cavilaciones al ritmo de los limpiaparabrisas, una llamada de teléfono le devolvió a la realidad. Sin mirar el identificador de llamada, pulsó el botón del manos libres.

Como un autómata, contestó:

—Sancho.

—Buenas tardes, inspector.

Reconoció la voz de Martina Corvo al instante. No había vuelto a hablar con la doctora desde que compartieron esas cervezas desmenuzando el maldito poema. Tras dudar unos segundos cómo dirigirse a ella, atinó a decir:

—Hola, Martina. Qué sorpresa, ¿cómo estás?

—Estupendamente, gracias. ¿Cómo vas tú? ¿Cómo lleváis la investigación?

—Mira, me vas a permitir que te lo sintetice con un refrán de esos que tanto te gustan. ¿Has oído ese que dice: «Más vale andar cojeando en el camino que correr fuera de él»? Pues bien, nosotros ni siquiera sabemos dónde está el camino.

—¿Tan mal está la cosa?

—Como al principio, tenemos casi lo mismo que sabíamos la primera semana.

—Bueno, pues quizá te alegre el día lo que tengo que decirte.

—¿Sí? ¿Has descubierto algo interesante? —preguntó sin ocultar un ápice su curiosidad.

—No sabría decirte hasta qué punto será interesante para la investigación, eso lo tendréis que juzgar vosotros. ¿Recuerdas que te dije que había una estrofa que me sonaba pero no sabía de qué?

—Espera, espera… —interrumpió Sancho—. ¿Has comido ya? Podríamos tratar de vernos y me lo cuentas en persona.

—¿Está intentando sacarme una cita, inspector? —preguntó Martina con un tono irónico tan forzado como jocoso.

—Pues sí. Me ha pillado, doctora —reconoció jocosamente forzado.

—Me parece estupendo. Yo acabo de llegar a casa; si me das quince minutos, podemos vernos donde tú me digas.

—Hablamos de un restaurante, ¿verdad? Mejor que ir de tapas.

—Para charlar tranquilos, yo diría que sí; mejor un restaurante.

—Bien, elige tú.

—Tengo predilección por La Parrilla de San Lorenzo, supongo que lo conoces.

—Por supuesto. Un asado y un buen vino pueden ser la mejor forma de rematar esta semana tan nefasta.

—El caso es que soy vegetariana, pero seguro que algo me darán de comer.

—¿Vegetariana? Bueno, algo verde tendrán, digo yo.

—¿En unos quince minutos?

—Perfecto. Es lo que tardaré desde aquí con este tráfico, aunque parece que está dejando de llover.

—Nos vemos.

—Hasta ahora, entonces.

Se despidió acelerando y sin poder disimular la sonrisa de quinceañero que se le acababa de dibujar en la cara. Percatarse de aquello le provocó cierto rubor.

Oficina de correos

Barrio de Parquesol

En ese momento, Augusto se disponía, llave en mano, a recoger un paquete importante en la oficina de correos de la calle Ciudad de La Habana. Siempre acudía a última hora de la mañana, casi cuando estaban cerrando para evitar aglomeraciones. Había escogido aquella oficina porque tenía los cajetines dispuestos justo a la entrada. De esa forma, ni siquiera tenía que entrar —y mucho menos, tratar con funcionario alguno— cuando iba a recoger algún envío. Esa comodidad era de un valor incalculable para Augusto; pagar ciento quince euros al año por ello era un auténtico regalo. Abrió el apartado número treinta y seis, que tenía a nombre de Leopoldo Blume, y tal y como esperaba, allí estaba el pedido que Orestes había realizado hacía unos cuantos días en una web mexicana. Se había gastado 1560 euros, pero era del todo necesario. Una buena inversión.

Agarró el paquete, cerró el cajetín y, al darse la vuelta, se dio de bruces con una mujer de avanzada edad que se había parado tras él.

—Disculpa, hijo —dijo cortésmente la señora agarrando a Augusto por el brazo.

El empalagoso impacto olfativo del dulzor floral y la esencia de vainilla, fruto de la mezcolanza del exceso de perfume, del abuso de cosmético y del derroche de crema, superó con creces la tolerancia sensitiva de Augusto. Tras las primeras náuseas, sintió que las arcadas anunciaban unas irreversibles ganas de vomitar y, de forma involuntaria, dejó caer el paquete al suelo para taparse la boca con las manos. Arrancó en busca de la salida, apartando con brusquedad a la señora que permanecía en el sitio, impávida. Mientras, tragaba saliva para tratar de contener lo incontenible. Consiguió abrir la puerta a duras penas y, ya en el exterior, inhaló profundamente el aire de la calle para lograr apoyarse en una de las columnas del soportal. Allí retorcido, capituló vaciando el contenido de su estómago de una sola contracción.

—¿Se encuentra usted bien? —preguntó una voz masculina, algo trémula.

No contestó. El hedor bacteriano del ácido láctico provocó una nueva arcada que le forzó a expulsar lo poco que le quedaba. El color amarillento de la sustancia que se estrelló en la columna le permitió identificar de inmediato la bilis mezclada con los jugos gástricos y la saliva. Con la frente mojada, apoyada en la columna, notó cómo un sudor frío le recorría la espalda. Escupió varias veces con fuerza para tratar de eliminar la amarga acidez adherida a sus papilas gustativas. Así permaneció unos segundos.

Cuando recuperó el control de sí mismo, se dio cuenta de que tenía que volver a la oficina a por el paquete. Se giró para levantar la mirada hacia la puerta y pudo distinguir a varias personas, entre las que estaba la señora que, cariacontecida, sostenía el paquete con ambas manos.

—¿Está usted bien? —insistió la voz masculina, más trémula.

—¡No! —respondió Augusto limpiándose la boca con el dorso de la mano.

Algo aturdido, sacó fuerzas de flaqueza para acercarse hasta aquella mujer, aguantó la respiración y soltó el aire en el momento en que le devolvía el paquete. Sin decir nada más, y con gesto adusto, se dio media vuelta.

Caminó apresuradamente hacia el coche sembrando de blasfemias el camino y condujo los catorce minutos de trayecto hasta su casa recogiendo la cosecha de juramentos. Hubiera deseado tener un chicle, pero nunca tenía y ni siquiera en una situación como aquella, de extrema necesidad, consentiría dañar su dentadura. Ahora bien, daría cualquier cosa por enjuagarse la boca, y no hubiera tenido reparo alguno en hacerlo con salfumán si hubiese tenido la oportunidad. Estoicamente, aguantó hasta que llegó a casa y, nada más entrar por la puerta, corrió al baño a cepillarse los dientes y la lengua; luego, se enjuagó violentamente con elixir bucal y, tras repetir la operación tres veces, se mojó la cara y bebió agua. Esperó unos minutos para terminar de sosegarse y se dispuso a abrir el bulto que había dejado encima de la mesa del salón. A primera vista, no parecía que hubiera sufrido daños, pero se apresuró a comprobarlo. Estaba bien embalado, protegido por un corcho que retiró rápidamente para dejar libre la empuñadura de la pistola.

La Taser X26 era el modelo más avanzado de pistola paralizante que existía en el mercado. Tenía unos quince centímetros de largo por ocho de alto, y pesaba doscientos gramos; tamaño y peso ideales, muy manejable. Disparaba dos dardos que, unidos al dispositivo mediante cables conductores, transmitían descargas eléctricas discontinuas que provocaban una disfunción del sistema motor y, consecuentemente, la paralización del sujeto. El artilugio se cargaba con cartuchos reemplazables de nitrógeno comprimido y tenía un alcance aproximado de seis metros.

Augusto la examinó y la toqueteó unos minutos antes de expresar su satisfacción.

—¡Qué maravilla de cacharra, cojones!

Restaurante La Parrilla de San Lorenzo

Zona centro

Cuando Martina entró en el restaurante, Sancho ya estaba en la barra con un botellín en la mano.

La Parrilla de San Lorenzo era uno de los restaurantes tradicionales con más caché de la ciudad. Integrado en un antiguo convento, sus galerías abovedadas estaban repletas de piezas artísticas, cuadros y tallas de gran valor que condimentaban cultural y armónicamente la carta de aquel establecimiento especializado en carnes y asados.

—No hay forma de llegar a los sitios antes que tú —apuntó ella antes de darle dos besos.

—Me alegro de verte. ¿Entramos?

—Entremos.

Mientras avanzaban guiados por el camarero hasta su mesa, Sancho, que caminaba cortésmente tras su acompañante, no pudo evitar hacer una rápida inspección ocular. Martina vestía ropa ancha, pero que dejaba entrever su figura; tenía las caderas anchas, y en la cintura se asomaban algunos kilos de más, de esos que siempre son bienvenidos en los pechos. Cuando se sentaron a la mesa, ella se quitó el fular que le rodeaba el cuello y sacó su tabaco de liar del bolso.

—No sé qué coño voy a hacer cuando prohíban fumar en los restaurantes —expuso Martina—. Tengo tan asociado fumar con comer y beber que lo mismo me encierro en casa cuando no se pueda. Por cierto, ¿te molesta que fume?

—Para nada. Nunca he fumado, pero no me molesta el olor a tabaco.

—No sabes cómo me alegra que digas eso, estoy más que harta de los antitabaco. Rezuman rencor de años de sufrimiento. El exceso de tutela por parte del Gobierno terminará por dejarnos sin libertades.

—Ya. A mí tampoco me gusta que nos marquen tanto el terreno, pero me parece que no va a haber vuelta atrás con esta ley, viene de Europa. Pero dime, ¿cómo puede ser este el restaurante favorito de una vegetariana?

—Bueno, no es mi favorito, pero he de reconocer que me encanta. Es como estar comiendo en un museo, ¿no te parece?

—Sin duda. No tiene que ser fácil ni barato conseguir todas estas piezas.

—Seguro que no, pero el dueño es restaurador. También tiene un balneario con restaurante en Coreses que es digno de ver.

—Si se come como en este, tendré que ir a conocerlo; quizá un día que vaya a ver a mis padres al pueblo.

—Los carnívoros sois insaciables —comentó Martina antes de encenderse el cigarro y continuar—. Así que… ¿estáis atascados en la investigación?

—Bastante —reconoció—. No conseguimos dar pasos firmes, seguimos bloqueados descartando vías de investigación.

—¿Qué te parece si te cuento lo que te mencionaba antes y luego nos olvidamos por un rato del caso?

—Me parece una gran idea. Te aseguro que lo necesito; olvidarme por unas horas de este caso —puntualizó.

—¿Han elegido ya los señores? —preguntó el camarero, un hombre entrado en años de pelo blanco y gesto formal.

—Yo lo tengo claro, pero ella es vegetariana —intervino el policía.

—Sin problema, los bichos que asamos aquí se alimentan solo de la leche de sus madres y estas de la hierba del campo, así que… —respondió el camarero con ingenio.

—Mira, nunca me lo había planteado así. No obstante, seguro que me va a gustar más una buena ensalada con todo y un plato de queso bien curado para pasar el vino.

—Muy bien. ¿Para el señor? Tenemos el marisco castellano (jamón, lomo y queso), carpaccio de cecina con bacalao, ensalada de caza escabechada…

—Supongo que un cuarto de cabrito es demasiado para mí, así que me comeré un solomillo al punto y para picar antes… media de jamón y lomo, que ya le robo yo algo de queso a la señorita. Si me dejas, claro —dijo mirando con complicidad a Martina.

—Bueno, ya veremos —objetó ella con sorna.

—¿Para beber?

—¿Os queda Pago de Carraovejas? —preguntó inmediatamente Martina.

—Sí, claro.

—Genial.

—Muchas gracias.

—Bueno, doctora, cuéntame eso que has descubierto.

—Claro. ¿Recuerdas que había un verso en la última estrofa que me resultaba familiar pero que no conseguía identificar?

—Sí, lo recuerdo.

—La estrofa en cuestión dice así:

Caminaré entre futuros difuntos,

invisible y entregado al delirio

de cultivar de entierros mis asuntos.

—¡La has memorizado! —exclamó Sancho sorprendido.

—En realidad, me he aprendido todo el poema. No consigo borrármelo de la cabeza.

—Ya somos dos.

—Pues bien, ayer mismo, leyendo una antología de la Generación del 27 para preparar una de mis clases, di con Elegía a Ramón Sijé, de Miguel Hernández. Es un poema extraordinario. Lo he leído tantas veces que no consigo entender cómo no he reparado en ello antes. Miguel Hernández expresa la rabia y el dolor que siente tras la muerte de su amigo, Ramón Sijé. Sigue la métrica de los tercetos encadenados; es decir, la misma que ha elegido nuestro poeta. En la sexta estrofa, Miguel Hernández dice:

Ando sobre rastrojos de difuntos,

y sin calor de nadie y sin consuelo

voy de mi corazón a mis asuntos.

—No parece fruto de la casualidad.

—Yo no lo creo, más bien me hace pensar que esta poesía le ha servido de inspiración.

—Podría ser. El caso es que no sé si nos aportará mucho a la investigación en estos momentos. Es decir, me parece un dato a tener en cuenta, pero no me abre ningún nuevo camino para avanzar —observó él un tanto decepcionado.

—Ya me imaginaba que no iba a ser determinante, pero supuse que deberías saberlo.

—Por supuesto, y te agradezco mucho que hayas escarbado tan profundamente en el poema. Quizá yo esté entrando en cierto pesimismo.

—La verdad —replicó ella— es que el motivo por el que le he dado tantas vueltas no ha sido otro que buscar una excusa para volver a llamarte. Me apetecía verte.

Sancho no supo qué decir. Su cerebro quedó eclipsado por la luna y no vio el sol hasta que el camarero llegó con el vino.

—¿Quién lo prueba?

—Ella, que ha sido quien lo ha elegido.

—Excelente —aseguró.

Mientras les llenaban las copas, Sancho no dejaba de mirar a Martina. No sabía muy bien qué iba a decir, pero ya no hacía falta. Ella levantó la copa con un gesto que al inspector no le hizo falta interpretar.

—Salud.

—Salud.

El sonido del cristal precedió a un nuevo silencio en el que las miradas devoraron a las palabras.

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

Llovía de nuevo. Ya no lo hacía con tanta intensidad y, sin embargo, un viento que soplaba lateralmente hizo acto de presencia, por lo que eran muy pocas las personas que no disfrutaban en aquel escenario del cobijo de sus hogares. Era el momento propicio para salir a probar la Taser X26. Cubierto con la capucha de la sudadera, Augusto caminaba salvando los charcos que se habían formado en el camino que llevaba a un lateral del complejo residencial. Conocía cada casa del barrio, y sabía muy bien adónde se dirigía. Tenía que cerciorarse de que sabría manejar la pistola en el momento crucial; no podía permitirse el más mínimo error fruto de la inexperiencia. Anduvo unos cuantos metros más y se paró frente a una verja. A los pocos segundos, tal y como esperaba, apareció ladrando el perro que tantas veces le había sobresaltado durante sus tranquilos paseos nocturnos. El dueño del chalé, un hombre de unos cincuenta años, no regresaba antes de las nueve de la noche a casa, y allí estaba el guardián de la misma, un rottweiler negro de nombre Saitán. El animal estaba levantado sobre sus patas traseras, asomando el hocico entre los barrotes y ladrando a pocos centímetros de la cara de Augusto, que le miraba fijamente, impertérrito.

—Querido Saitán, no sabes las ganas que tenía de verte —le anunció suavemente.

Augusto se desplazó hacia un ángulo muerto para no ser visto desde ninguna ventana de la casa colindante. Saitán le siguió hasta su nueva ubicación sin dejar de ladrar, gruñir y enseñar los dientes. Con calma, dio un paso atrás, sacó la Taser X26 que llevaba metida por dentro del pantalón y quitó el seguro. Justo cuando el perro se volvió a levantar, apretó el gatillo apuntando con el haz de luz roja a su robusto cuello. Un único y efímero chillido anticipó la caída a plomo del animal sobre su costado. Saitán quedó totalmente paralizado, y solo algunos espasmos en los cuartos traseros rompían la serenidad de su sistema nervioso, totalmente inutilizado. Notó que jadeaba y movía los ojos confundido. Con una gran sonrisa de satisfacción y señalando con el índice le dijo mofándose:

Cave canem[25].

Augusto se quedó disfrutando de aquello.

En casa, Orestes se conectó a Höhle en busca de novedades. Cuando lo ejecutó, vio con impaciencia que tenía un mensaje de Hansel: «Skuld me ha puesto al tanto de todo, tenemos resultados. Contacta conmigo urgentemente».

Orestes se apresuró a hacer clic en el icono verde de su colega y teclear en alemán:

—Hola, hermano.

Hansel tardó unos segundos en escribir:

—Hola, Orestes. Me alegro de que hayas visto mi mensaje; como te decía, tenemos resultados.

—Cuéntame, por favor.

—No ha sido fácil. El nivel de seguridad no era nada bajo a pesar de que el SpyDZU-v3 estaba latente en los servidores de la Seguridad Social española. Ya sabes que no me gusta el rastro que deja la creación de Skuld, por lo que hemos dedicado un tiempo a programar una actualización que nos facilite borrar sus huellas.

—Os agradezco el esfuerzo.

—Para eso estamos.

—Lo sé, pero este es un asunto muy importante para mí, y aprecio mucho lo que hacéis.

—Skuld me insiste en que debemos saber los motivos, pero yo no te voy a preguntar, prefiero no saberlo.

—Gracias.

—Al grano. Pudimos entrar y acceder a toda la información sobre la persona física de nombre Mercedes Mateo Ramírez. Una vez que conseguimos su DNI, hicimos una búsqueda en todos los servidores afines y rescatamos mucha información. Tienes todo alojado en el FTP, en una carpeta con su nombre. Utiliza tu clave personal para abrirla.

—Estupendo.

—Ahora, lo más importante. Sabes el riesgo que corremos al violar la seguridad de un servidor estatal, ¿verdad?

—Soy consciente.

—Por eso te pido que, después de revisar la información, nos digas qué quieres que hagamos con ella. Como te decía, no quiero dejar rastro y estoy seguro de que sus sistemas de seguridad ya están intentando localizarnos.

—Hansel, te conozco muy bien y sé que habrás dejado una puerta de emergencia por si las cosas se ponen feas.

—No te quepa duda. Tengo un virus residente asociado a todos los archivos que están subidos en el FTP con un código individual y un contador temporal. Puedo hacer desaparecer a esta persona del universo cibernético si me lo pides, pero, como sabes, esto no funciona desde fuera. El TSR se activará eliminando el archivo solo cuando se ejecute desde las IP debidamente autorizadas.

—Entiendo. Déjame que revise toda esa documentación y en unas horas te podré decir qué es lo que necesito, ¿de acuerdo?

—De acuerdo, estaré conectado.

—En serio, hermano, muchas gracias por todo. Dale las gracias a Skuld también.

—Ya se las darás tú mismo, hermano. Espero tus indicaciones.

—Hasta dentro de un rato.

Orestes accedió al FTP, desencriptó la carpeta y accedió a varios documentos. Abrió primero el que estaba renombrado como Datos personales: Mercedes Mateo Ramírez. Nacida el 7 de febrero de 1958 en Cigales, provincia de Valladolid. Hija de Alfonso Mateo Nieto y Rosa María Ramírez Buján. Casada el 12 de octubre de 1977 con Santiago García Morán, fallecido en Biarritz (Francia) el 15 de enero de 2007. Última dirección registrada con fecha 9 de marzo de 2007 en la calle Ecuador, 9.

Orestes se paró unos instantes cuando leyó que su padre natural había muerto hacía tres años, pero no le dio más importancia y continuó.

—Ecuador, 9. ¿Dónde cojones está esto? —se preguntó en viva voz pasando por alto la fecha del fallecimiento de su padre natural.

Orestes buscó la dirección en Google Maps.

—Espero que no hayas cambiado de dirección, mamita, que pronto tu querido hijo Gabriel te hará una visita.

Orestes fue accediendo al resto de documentos en los que encontró información que ya conocía sobre el proceso de adopción y tomó nota del número de expediente. También pudo conseguir información nueva, como lo relativo al tratamiento psiquiátrico de su madre. Según reflejaba el informe, fue internada en octubre de 1984 en el Hospital Psiquiátrico Doctor Villacián, en Valladolid. Recibió el alta en abril de 1988, tras haber sido tratada de esquizofrenia paranoide y con el compromiso de acudir a dos revisiones anuales. Se le facilitó una ayuda para vivienda en la misma dirección de la calle Ecuador.

La expresión de su cara cambió al encontrar un documento que firmaba el matrimonio adoptante en el que figuraba el registro de su hijo: Augusto Ledesma Alonso.

En menos de una hora, había revisado todo y tenía decidido cómo tratar la información.

Se conectó nuevamente a Höhle y volvió a escribir a Hansel:

—Hansel.

—Aquí estoy, hermano.

—Ya lo tengo decidido. Activa el TSR en todos los archivos que tengan alguna información sobre el proceso de adopción con este número de expediente 47/84/103-II. Es muy importante que cualquier documento que lleve ese número quede inutilizado, así como aquellos en los que aparece el nombre de Gabriel García Mateo.

—Muy bien, tengo localizados esos documentos. Me pongo con ello ahora mismo. Cuando termine, los archivos infectados estarán aparentemente indemnes, pero se destruirán para siempre en el momento en que los ejecuten desde dentro.

—Eso es precisamente lo que quiero.

—Pues eso tendrás y, además, el programa nos lo notificará cuando ocurra.

—Será dentro de poco, eso ya te lo adelanto yo.

—No necesito saber más.

—Gracias de nuevo.

—Aquí nos tienes.

—Hasta pronto.

No habían pasado ni diez minutos cuando Augusto bajó al garaje, buscó Ecuador, 9 en su navegador y arrancó el coche. Conectó su iPhone al equipo de sonido para escuchar un tema que le venía golpeando la cabeza durante los últimos días.

«Una canción para cada momento y un momento para cada canción», sentenció para sí mismo.

Bravo, del mexicano Luis Demetrio, versionada por Nacho Vegas y Enrique Bunbury en El tiempo de las cerezas. Subió el volumen y empezó a cantar. Cuando llegó a la parte central de la canción, lo subió casi a tope para cantar con la misma intensidad.

Te odio tanto que yo mismo me espanto

de mi forma de odiar.

Deseo que, después de que mueras,

no haya para ti un lugar.

El infierno es un cielo

comparado con tu alma.

Y que Dios me perdone

por desear que ni muerta tengas calma.

Con los ojos humedecidos, llegó a su destino y aparcó. Eran las 22:40, y los bares estaban llenos de gente. Esa zona del barrio de Arturo Eyries era una de las más deprimidas de la ciudad, formada por viviendas de protección oficial habitadas en su mayoría por familias gitanas y personas de muy avanzada edad. Buscando el portal número nueve, atravesó un descampado y se paró en seco a los pocos metros. Atónito, comprobó que, sobre un muro de ladrillo, había una pintada con letras negras mayúsculas que, en dos líneas, rezaba: «Muérete, vieja».

Fiat iustitia et pirias mundus[26] —se conjuró.

Tras recuperarse del impacto, llegó al portal. No quería emplear más tiempo del estrictamente necesario para localizar el lugar al que tendría que volver en breve. Alguien encendió la luz del portal y él, de forma instintiva, se agachó fingiendo atarse los cordones de los zapatos. Cuando el vecino salió, Augusto aprovechó para colarse dentro. Localizó los buzones, y sonrió al leer el nombre de su madre en uno de ellos. De nuevo en la calle, se paró otra vez ante la pintada y consideró:

—Aún quedan arúspices[27] en nuestro tiempo. Gracias, seas quien seas.

Mientras se dirigía al coche, tarareaba ufano la canción que había venido escuchando:

Te odio tanto que yo mismo me espanto.

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