Memento mori

Memento mori


El mismo humor y descontento

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El mismo humor y descontento

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol

1 de noviembre de 2010, a las 8:04

El sonido del despertador de Sancho se confabuló con el del móvil para sacarle a patadas del plácido estado onírico en el que se encontraba y llevarle, contra su voluntad, al abominable estado resacoso. Otra vez. Miró el reloj: las 7:04. Volvió a sonar el móvil. Era Bragado, o eso le pareció leer en la pantalla del teléfono. Volvió a mirar la hora en el despertador y juntó todas las facultades que tenía operativas para conseguir dar al botón correcto.

—Sancho.

—¿Dónde demonios estás?

Miró en derredor y, tras reconocer su propia habitación, se ubicó.

—En mi puta cama, creo.

—¡La madre que me parió! Te pedí que estuvieras aquí antes de las 8:00 de la mañana —le recordó Bragado.

Sancho se frotó la barba tratando de comprender la situación.

—¡Joder, Bragado! ¿Y cuánto tiempo crees que necesito para llegar allí? ¿Una hora?

—Sancho, coño, ayer cambió la hora. ¡Son las ocho y cinco!

—¡Hay que joderse! ¡Me cago en mi puta vida! —gritó golpeándose la cabeza con la mano que tenía libre.

Quizá el golpe surtió efecto, porque recuperó en ese instante el control de sí mismo.

—Si te das prisa, todavía puedo enseñártelo. Créeme, es muy importante.

—¿Cuánto tiempo tengo?

—Diecinueve minutos.

Sancho hizo un cálculo del tiempo que le llevaría vestirse con la ropa que tenía tirada al lado de la cama, lavarse la cara, encontrar las llaves del coche, bajar al garaje y llegar hasta allá con la sirena puesta. Eliminó la parte de lavarse la cara y garantizó:

—Me sobran dos.

A las 8:21 llegaba al lugar de la cita al trote y con la boca seca, como tapizada de esparto. Era uno de esos días que amanecen despejados en los que los primeros rayos pretenden hacerse notar antes de desaparecer tras la capa de nubes, como si se tratara de la de un mago. En la puerta del Centro de Piragüismo Narciso Suárez, le estaban esperando los ciento dieciocho kilos de Bragado. Su frente huidiza, arco superciliar marcado y leve prognatismo unidos a la omnipresencia de vello facial le hacían encajar más con las características morfológicas del Australopithecus afarensis que con las del Homo sapiens sapiens.

En cuanto Bragado lo vio aparecer, le hizo un gesto con la mano y se puso en movimiento para bajar hasta el embarcadero. Caminaba con dificultad, como queriendo ganar metros en cada zancada; acompasaba su paso con el movimiento de unos brazos desproporcionadamente largos y con las palmas de las manos hacia atrás.

—¡Vamos! —gritó tirando el cigarro que acababa de encender y describiendo un semicírculo en el aire con una carpeta que llevaba en la mano.

—Más vale que merezca la pena lo que me quieres enseñar, porque te aseguro que estoy hasta los mismísimos cojones de andar siempre con la lengua fuera —advirtió.

—Menuda carita que me trae, inspector.

—Es lo que tiene estudiar de noche —atajó.

—¿Y has aprendido mucho sobre el proceso de destilación del licor?

—No me hinches las pelotas, Bragado —le advirtió en el momento en el que llegaron al embarcadero.

—«Cuando llegaba a la altura del embarcadero, vi que algo raro sobresalía de unos matojos». Eso fue lo que declaró Samsa, ¿no? —preguntó mostrando evidentes signos de fatiga.

Bragado se sorbió los mocos y carraspeó. Sancho no recordaba que lo realmente desagradable de Bragado no era ni su aspecto físico ni su aparente falta de higiene, sino la polifonía de sonidos que era capaz de emitir con sus vías respiratorias.

—No recuerdo con exactitud, supongo que sí —titubeó tratando de no hacer visible su repulsión.

—Él venía corriendo desde allí, ¿verdad? —dijo Bragado señalando al camino que discurre por toda la ribera del río.

—Sí, de aquella dirección, y vio el cadáver de la víctima en esos matojos de allá cuando llegó a la altura del embarcadero —respondió indicando el lugar con la mano y tapándose del sol que le daba en los ojos con la otra.

—¿No te das cuenta?

—¿De qué? ¡Joder, Bragado, no me vengas con acertijos, que tengo la cabeza como un bombo!

—¡Coño, Sancho, no sé a quién te habrás follado para llegar a ser inspector! ¿No te das cuenta de que el sol no te deja ver?

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

La lista de reproducción con el nombre «Running» estaba conformada por una selección de canciones de origen diverso pero con un común denominador: su ritmo frenético. Aparecían temas de Methods of Mayhem, IAMX, Zeitgeist, The Smashing Pumpkins, Megaherz, Solar Fake, The Strokes, Placebo, Die Apokalyptischen Reiter, The Prodigy, Apoptygma Berzerk, Kaiser Chiefs, In Extremo, VNV Nation, The Killers, The Chemical Brothers, Arctic Monkeys, Dirty Wormz, Project Wyze o Rammstein, pero cuando se encontraba a medio kilómetro de casa siempre buscaba Map of the problematique, de Muse, para aumentar el ritmo y terminar al sprint.

Life, will flash before my eyes

so scattered and lost

I want to touch the other side.

And no one thinks they are to blame

why can’t we see

that when we bleed, we bleed the same.

I can’t get it right,

get it right,

since I met you.

Loneliness, be over,

when will this loneliness be over?

Loneliness, be over,

when will this loneliness be over?

Cuando terminó, le dio al stop del Runkeeper[30]. El robot femenino de la aplicación encargado de informarle sobre los promedios de la sesión le reconfortó a pesar de haber tenido que cambiar su ruta habitual. Estaba en forma. Ni siquiera se había visto en la necesidad de bajar el ritmo cuando pasó cerca del río y se deshizo de aquello. Llegó a la conclusión de que las bolsas de plástico eran francamente útiles, tanto las de basura como las que se usan para conservar alimentos, esas multiusos con cierre hermético. La que acababa de utilizar, ligeramente agujereada, le había servido para hacer desaparecer el recuerdo que se llevó de la cara de Mercedes.

Por lo demás, el día se planteaba sin complicaciones: avanzar en el trabajo para la Consejería de Hacienda. Las últimas semanas no había conseguido centrarse mucho en sus tareas profesionales, y tenía que ponerse al día. Se notaba algo extraño, no estaba tan eufórico como esperaba a pesar de que todo había salido tal y como lo tenía planeado. Bajó a golpear el saco antes de meterse en la ducha.

Barrio de Arturo Eyries

Tenía sesenta y tres años, pero nunca utilizaba el ascensor para subir a casa desde el día en que don Raimundo, su médico de cabecera, le dijera que subir escaleras era un ejercicio de lo más saludable. Esa mañana se había levantado pronto para ir a la frutería. Los lunes, la Antonia recibía género nuevo y llegaba sobre las ocho para colocarlo antes de abrir al público; a ella la atendía sin problemas. Teresa Badía llevaba comprando allí desde que abrieron la frutería, y sabía bien que el género ya estaba muy manoseado si bajaba después de las once. A su Arturo le repateaba ir a coger una pieza y que estuviera golpeada, pero aquel día encontró el género impoluto e impecable. Manzanas rojas y brillantes, manzanas reineta para asar con el pollo, peras conferencia hermosas y duras, naranjas de zumo y naranjas de mesa con buen olor y mejor color.

Eran, exactamente, cuarenta y seis escalones hasta llegar al tercer piso; los había contado cientos de veces.

—Veintisiete, veintiocho, veintinueve… —Contaba en voz baja mirando bien dónde ponía los pies.

Cuando iba cargada con la compra, se lo tomaba con mucha calma. Poco a poco y sin prisa, que tenía toda la mañana por delante. Aquel día no tenía que planchar, y ya había puesto al fuego las lentejas.

—Treinta, treinta y uno, treinta y dos, treinta y…

Teresa se paró extrañada. La puerta de Mercedes estaba abierta de par en par. Muy raro tratándose de su vecina de abajo, una mujer tan huraña y desconfiada. Se acercó con cautela.

—¿Mercedes?

Nadie contestó.

—Mercedes, ¿estás ahí?

Sin soltar la compra, Teresa asomó la cabeza y forzó la voz:

—Mercedes, soy Tere, la de arriba. ¿Estás bien?

Se tomó unos minutos debatiéndose entre la conveniencia de entrar o seguir subiendo escalones, tras lo que vaciló unos segundos más y se decidió a entrar repitiendo el nombre de su vecina. Caminó timorata por el pasillo en dirección al salón. Las puertas de la cocina y de las habitaciones estaban abiertas, pero allí no había rastro de Mercedes. La puerta del salón estaba entreabierta y, cuando se acercó a empujarla, notó un olor tan rancio y fuerte como extraño y singular.

«Se parece al del callejón donde orinan y hacen sus cosas todos esos drogadictos que no respetan nada ni a nadie», pensó.

Entró al salón en dirección al sofá y el mueble de la televisión. Nada raro, solo ese hedor. Giró la cabeza para comprobar el otro lado.

Las manzanas, peras y naranjas golpearon contra el suelo cuando Teresa soltó las bolsas de la fruta. Un alarido salió de la casa de Mercedes y se hizo fuerte en el rellano para propagarse de inmediato por todo el edificio. Arturo, que estaba escuchando el parte de las 9:00 de Radio Nacional de España sentado en una silla de la cocina, se sobresaltó y se propuso investigar la procedencia de aquel grito. No tardaría en descubrirla.

Parque Ribera de Castilla

Barrio de la Rondilla

Sancho tenía la mirada clavada en los matorrales en los que se había encontrado el cuerpo de Marifer mientras se quitaba y se ponía la mano sobre los ojos, tratando de tapar los rayos de sol que le impedían ver con claridad.

—No se ve una puta mierda —concluyó.

—Eso es precisamente lo que quería demostrarte. Ponte estas gafas de sol y comprueba que, en estos treinta metros que hay desde antes del embarcadero hasta la curva, el sol pega de frente.

Las gafas de sol de Bragado debían de ser talla XXXL, porque le cubrían toda la cara.

—Cierto, pero sigo sin poder ver una mierda.

—Por eso mi insistencia en que estuvieras a esta hora, que coincide con aquella en la que nuestro desafortunado corredor dice que vio algo raro.

Bragado refrendó sus palabras con un sonido originado en la tráquea y amplificado en la cavidad nasal.

—Vamos a ver, no nos precipitemos. ¿Cómo sabes que esa fue la hora exacta?

—Lo he comprobado, mira. —Abrió la carpeta que tenía bajo el brazo—. En el informe, se dice que Gregorio Samsa llamó a las 8:32 de la mañana. Ese día, el 12 de septiembre, según la Agencia Estatal de Meteorología, amaneció en Valladolid a las 6:52. Por tanto, transcurrió una hora y cuarenta minutos desde que salió el sol hasta que Samsa avisó al 112. ¿Me sigues?

Sancho asintió con la cabeza.

—Hoy, 1 de noviembre, ha amanecido a las 6:45, teniendo en cuenta el cambio de hora. Para comprobar dónde estaría el sol en aquel momento, tiene que transcurrir, lógicamente, el mismo tiempo.

—Lógicamente —aseveró impaciente el inspector.

—Pues eso, si miras en esa dirección a las 8:25 no se ve una puta mierda, como tú mismo has dicho. Te digo más, tenemos cierto margen de error, porque cuando vine ayer por la mañana a comprobarlo advertí que el sol impide la visión durante exactamente veintidós minutos. Es decir, que desde las 8:26 hasta las 8:48, no pudo ver el cadáver. Ergo, mintió.

—¿Mintió? ¿Estás insinuando que ese Samsa tuvo las santas pelotas de matar a la chica, traerla hasta aquí y luego avisarnos?

—No. Solo he dicho que mintió en la declaración y que debemos averiguar por qué.

—¿Debemos? —repitió volviéndose hacia Bragado.

—Bueno, debéis —rectificó al tiempo que volvía a sorberse de forma violenta.

—Por cierto, ¿cómo has tenido acceso al informe de la investigación?

—¿Eso es lo que más te preocupa ahora?

—No, lo que más me preocupa ahora es la destrucción de la puta capa de ozono. ¡No me toques las pelotas, Bragado!

—Durante catorce años fui inspector del Grupo de Homicidios de Valladolid, algún amigo me queda.

—¡Hay que joderse! —masculló volviéndose hacia los matorrales mientras se pasaba la mano por el mentón—. Si ya lo decía mi padre: fíate de la Virgen, pero corre.

Sancho caminó unos metros con las manos en la cabeza y los dedos entrelazados, pensando, con la mirada perdida entre los matorrales.

—Matojos…

Se dio la vuelta y se plantó al lado de Bragado en tres zancadas.

—Dime que tienes ahí el informe completo.

—Sí. ¿Qué pasa?

—Déjame ver. La declaración literal de Samsa. Aquí está. —Leyó en voz alta—: «Llevaba unos quince minutos de carrera. Suelo empezar en la playa de las Moreras y sigo el camino de la ribera del río hasta la fábrica de Michelin. Me gusta ir tranquilo y disfrutando del paisaje. Cuando llegaba a la altura del embarcadero, vi que algo raro sobresalía de unos matojos. Paré de correr y me acerqué con cuidado a ver de qué se trataba. En cuanto me di cuenta de que era un cuerpo, cogí el móvil y llamé al 112». Matojos —repitió—. Y ahora, el poema. Justo aquí. —Señaló unos versos con el dedo índice y los leyó visiblemente irritado—: «Fidelidad convertida en despojos / a la deriva en el mar de la ira, / varada y sin vida entre los matojos». Matojos. ¿Cuántas personas crees que utilizan el término «matojos» para referirse a los matorrales?

—Si te sirve de consuelo, a mí tampoco me había llamado la atención, y he leído este informe por lo menos cinco veces.

Bragado sacó un paquete arrugado de Winston que tenía en el bolsillo del pantalón y extrajo de su interior un cigarro doblado. Mientras trataba de enderezarlo y le daba unos golpecitos a la boquilla contra la esfera de su reloj, se dirigió a Sancho:

—¿Y qué es lo siguiente, inspector?

Justo en ese momento, vibró su móvil.

«Matesanz, qué casualidad», pensó.

—Sancho.

—Buenos días.

—Precisamente iba a llamarte yo ahora.

—¿Sí?

—Sí. Luego te doy detalles, pero tenemos que encontrar ya mismo a Gregorio Samsa.

—¿A Gregorio Samsa?

—Sí. Parece que mintió en la declaración y tiene que aclararnos muy bien los motivos. Sería conveniente que alguien se pasara de inmediato por la dirección que nos facilitó.

—No va a poder ser.

—¿No? ¿Qué pasa?

—Acaban de darnos el aviso. Han encontrado otro cadáver, una mujer de unos cincuenta años. La estamos identificando.

—Mierda puta. ¿Dónde?

—En la calle Ecuador, 9, en Arturo Eyries. Yo estoy llegando, pero Botello y Garrido ya están en el escenario del crimen.

—¿Puede tratarse del mismo?

—Con total seguridad. Han encontrado otra poesía.

—¡Su puta madre!

Sancho arrancó a andar y le hizo un gesto con la cabeza a Bragado, que estaba escuchando la conversación.

—Voy para allá y te cuento lo de Samsa. Por cierto, tienes que explicarme lo de Bragado para que yo lo entienda.

—¿Lo de Bragado?

—Ya sabes a lo que me refiero.

—Entendido.

—Nos vemos.

El inspector miró a Bragado, que seguía su ritmo con dificultad, y le dijo sin dejar de caminar:

—Muchas gracias por tu ayuda, pero a partir de aquí nos encargamos nosotros. ¿Está claro?

Bragado emitió un sonido con la laringe que Sancho interpretó como un sí.

Residencia de Mercedes Mateo

Barrio de Arturo Eyries

Cuando llegó al portal, ya había decenas de curiosos agolpados tras la cinta amarilla. Un agente de policía le indicó con el dedo el camino a las escaleras.

—En el segundo.

Sancho subió los peldaños de dos en dos. Cuando llegó arriba, vio a Garrido y a Botello hablando con un matrimonio de avanzada edad. El anciano sujetaba a la mujer, notablemente afectada, por el hombro.

—Buenos días, inspector —le recibió Garrido.

—Buenos días. ¿Dónde está?

—En el salón. Están los de la científica con Matesanz. ¡Menudo panorama tenemos!

—Quiero que hagas algo. Llama a comisaría y que te den el número de teléfono que nos dejó Gregorio Samsa.

—¿El que encontró el cuerpo de la chica?

—Exacto. Quiero que le llames tú. Cítale con el pretexto de comprobar su declaración, para que la firme o lo que se te ocurra, pero no le asustéis, ¿de acuerdo? Necesito que me aclare algunas cosas.

—De acuerdo.

—Avísame cuando des con él. Voy para dentro.

Caminando por el pasillo, reconoció al final del mismo la voz de Matesanz entre las de los compañeros de la científica. No sabía qué se iba a encontrar allí, pero se había mentalizado para lo peor. Cuando entró en el salón, su mirada se topó con las espaldas de los tres compañeros que rodeaban a la víctima. Otros dos ya habían empezado a buscar huellas en la habitación. Un olor ácido y rancio de fluidos corporales dominaba la atmósfera de la estancia.

—Buenos días.

Matesanz le devolvió el saludo y se apartó para hacerle un hueco y permitirle examinar la escena. La víctima, una mujer, estaba sentada en una silla con las manos a la espalda y los pies atados a la silla. Tenía la cabeza cubierta con una bolsa de plástico semitransparente, el cuerpo ladeado hacia su derecha y la cabeza inclinada hacia abajo.

—Se trata de Mercedes Mateo Ramírez. Su abrigo y su bolso están en el perchero, y tiene toda la documentación. Corresponde, además, con el nombre que figura en el buzón. Todavía no la hemos tocado, hemos tenido que esperar a que trajeran otra cámara con tarjeta de memoria —apuntó Matesanz visiblemente molesto mirando a Mateo, de la científica.

—Ya he explicado por qué, ¿vale? —respondió este sin dejar de hacer fotografías.

—¿Quién la ha encontrado? —preguntó Sancho sin dejar de mirar el cuerpo.

—Una vecina. Hará una hora, más o menos. Según nos ha dicho, vio la puerta abierta y entró. Garrido y Botello están tomándole declaración. De momento, no hay más testigos.

—¿La ha tocado?

—Nos ha dicho que no.

—¿Nadie?

—Eso creemos.

—No me encaja —observó Sancho en voz baja—, esa bolsa tiene aire en su interior.

—Bueno, esto ya está —dijo Mateo—. Procedo a quitarle la bolsa de la cabeza para poder hacerle fotos de la cara.

—Adelante.

Mateo tiró de la bolsa y dio un salto hacia atrás con un «¡Hostias!». El inspector, que se había preparado para algo inesperado, no se movió del sitio. Se pasó la mano por la barba y confirmó:

—Se trata del mismo tipo, de eso no hay la menor duda.

Mercedes tenía los ojos entreabiertos y la lengua amoratada e hinchada; asomaba por su boca como queriendo escabullirse de unos labios que eran el vivo reflejo de la muerte. Sin embargo, eso no era lo que centraba la atención de los presentes. Los que todavía eran capaces de mirar a la cara de la víctima se preguntaban por qué tenía al descubierto el tabique nasal.

—¡Madre mía! Pero… ¡¡si le han pelado la puta nariz!! —exclamó el agente Botello con los ojos a punto de salirse de sus cuencas.

—Yo no lo hubiera definido mejor —aseveró Sancho—. Por la rigidez cadavérica, no parece que lleve mucho tiempo muerta, ¿no?

—No, no parece, pero seguro. Seguro que más de doce horas por el signo de Stenon Louis —certificó Salcedo, de la científica—: tiene las córneas opacas.

Un silencio cargado de interrogantes se hizo dueño del momento.

—Bueno, ya veremos qué nos dice el forense —concluyó Sancho.

—Inspector, Samsa no nos coge el teléfono —informó Garrido.

—Áxel, vete con Garrido a buscarle a su domicilio, y, si no le encontráis allí, id a su trabajo, pero, por favor, no me lo acojonéis. Me llamáis con lo que sea.

—Entendido, le invitaré a jugar un FIFA en la comisaría a ver si cuela —propuso el agente Botello con ironía—. También estamos con lo de la pintada.

—¿Qué pintada?

—La que hay en la pared exterior del portal.

—Yo no he visto nada al subir.

—Está en una de las paredes laterales del portal, si has entrado de frente puede que no la hayas visto, pero es bien hermosa y se lee perfectamente: «Muérete, vieja».

—No me digas que también se nos ha hecho grafitero.

—No. Según nos han dicho, esa pintada lleva ahí unos cuantos años. Lo estamos comprobando.

—¡Vamos, venga ya! ¿Una coincidencia? No me lo trago, aquí pasa algo. Si es cierto que lleva ahí años, que Garrido localice a quien la pintó para que me la dedique.

—Entendido. Nos vamos.

—Buenos días, señ… ¡Qué barbaridad!

La voz de la juez Miralles hizo a Sancho despegar su mirada de la cara del cadáver. La juez trataba de ocultar su malestar ante la visión del mismo.

—Buenos días, Aurora, no me diga que ha tenido la suerte de estar de nuevo de guardia esta semana.

—Así es, inspector.

—Antes de que proceda al levantamiento del cadáver, me gustaría hablar con usted un minuto.

—Sancho, que nos conocemos, no me hagas sentirme más vieja de lo que soy.

Aurora Miralles estaba en la frontera de los cincuenta, a punto de cruzarla o recién traspasada. Era una mujer elegante, y no solo por lo que concernía a su armario. De ojos ligeramente rasgados y sagaces, rebosaba carácter fuerte condimentado con ciertas dosis de ternura. Era firme y brillante. Lo primero se lo dejó bien claro a su marido cuando le puso las maletas en la puerta el primer día en que le levantó la voz más de lo que estaba dispuesta a consentir; lo segundo, se lo había ganado con su trabajo diario como titular del Juzgado de Instrucción N.º1 de Valladolid. Vestía un traje de chaqueta oscuro sobre blusa blanca, y usaba un perfume de esos que invitan a recortar distancias.

—Todo parece indicar que se trata del mismo hombre. Nos ha dejado otro poema.

—Sí, ya me han informado de camino.

—Me gustaría que Villamil hiciera la autopsia. Él llevó a cabo la de la primera víctima, y sería interesante conocer su opinión para dar con la impronta del asesino.

—Hablaré con él, no creo que haya inconveniente.

—Gracias. Otra cosa, creo que podríamos tener un posible sospechoso.

—¿Posible sospechoso? ¿De quién se trata?

—De Gregorio Samsa, el que dio el aviso de la primera víctima.

—No me fastidies, Sancho —dijo poniendo demasiado énfasis en la «efe»—. ¿Qué tenéis?

—Hemos comprobado que nos mintió en su declaración. Estamos tratando de localizarle para que nos lo aclare.

—¿Crees en serio que puede ser él? —farfulló la juez.

—Cabe esa posibilidad, pero, como te digo, es todavía muy pronto y necesito asegurarme.

—¿Has hablado con Mejía?

—No, no me ha dado tiempo. Ahora mismo voy a comisaría.

—Por favor, mantenme informada de cualquier novedad. Tenemos que poner fin a esta historia cuanto antes.

—Lo sé. Me marcho.

—Hablamos. Gracias, Sancho —se despidió la juez.

Antes de irse, el inspector llamó la atención a Matesanz haciendo un gesto con la mano.

—Tú dirás.

—Necesito que vayas a la autopsia, pon al corriente de todo a Peteira. Yo voy a hablar con Mejía. He enviado a Garrido y a Botello a buscar a Gregorio Samsa.

—¿A Samsa?

—Sí. Bragado se ha encargado de hacerme ver esta mañana que puede que nos haya mentido.

—Me ha llamado a mí hace unos minutos, pero no he atendido su llamada.

—Y ahora, explícame, por favor, por qué Bragado tenía el informe completo del primer asesinato.

El subinspector tardó en contestar.

—Sancho, yo sigo teniendo relación con Bragado, trabajé con él durante más de una década. Me llamó hace unos días para hablar del caso y me pidió ver el informe. —El subinspector daba muestras de estar pasando un mal rato—. Pensé que nos podría venir bien a todos la ayuda de una persona con su experiencia. Bragado será lo que sea como persona, pero era bueno como investigador. Te lo aseguro.

—Así me lo ha querido demostrar. Lo único que me duele es que no hayas tenido la suficiente confianza conmigo como para pedirme autorización.

—Lo sé, y te pido disculpas.

Sancho meditó lo siguiente que tenía que decirle.

—Esto queda entre nosotros. Que no vuelva a pasar.

Matesanz asintió.

—Me marcho. Avísame cuando tengamos la autopsia.

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

Augusto trataba de mantenerse concentrado en el trabajo que tenía que entregar el viernes a la Consejería de Hacienda de la Junta de Castilla y León. Consistía en maquetar dieciocho nuevos formularios de recursos y solicitudes, una labor que no requería destreza alguna, pero que le llevaría unas cuantas horas. Ese día, había elegido la versión de Carmina burana, de Carl Orff, para tratar de aislarse de los recuerdos de la noche anterior. Cuando las voces empezaron a susurrar las primeras frases de «O Fortuna», Augusto se unió al coro para terminar elevando la voz en la parte final:

Sors salutis

et virtutis

michi nunc contraria,

est affectus

et defectus

semper in angaria.

Hac in hora

sine mora

corde pulsum tangite;

quod per sortem

sternit fortem,

mecum omnes plangite!

Cuando volvió a mirar la pantalla de su iMac, tenía un aviso de mensaje en Höhle; era de Hansel: «Orestes, baja a la madriguera. Tengo noticias». Augusto miró la hora y esperó. Cuando despertó a Orestes, inició sesión inmediatamente y se conectó al chat. Cambió el chip al alemán y escribió:

—Hansel, hermano, ya estoy aquí, siento el retraso.

—Hola, Orestes. El TSR se ha activado hace unas horas, alguien ha accedido a los archivos infectados.

—¿Y ha funcionado? —escribió mientras pensaba en lo rápido que habían encontrado el cadáver, como él quería.

—Por supuesto. Los archivos infectados han quedado inservibles por completo. Ahora solo los tienes tú en el FTP donde los subí.

—Estupendo. ¿Podemos saber desde dónde han accedido?

—Te puedo localizar hasta la IP.

—Hazlo, por favor, y necesito un acceso a ese equipo.

—Puedo intentar abrir una backdoor.

—Eso sería fantástico. ¿Cuánto crees que tardarás?

—Dependerá de los protocolos de seguridad que me tenga que saltar, pero tienes suerte, hermano. Estoy de vacaciones esta semana, y la verdad es que me estaba aburriendo. Si me atranco, recurriré a Skuld; ya sabes que estará encantado de ayudarnos.

—Muchas gracias, Hansel.

—Solo te lo voy a preguntar una vez: ¿va todo bien?

—Todo va como tiene que ir. No te preocupes.

—Muy bien. Te vuelvo a contactar cuando tenga el acceso.

—Hasta entonces.

Cerró la aplicación y se reclinó en su silla con las manos detrás de la cabeza. Se notaba algo acelerado, pero se calmó cuando hizo un análisis de la situación. Todo bajo control.

Algo más tarde, mientras dedicaba tiempo a sus bonsáis, a Augusto le sobrevino un presentimiento y bajó al garaje a la carrera para buscar el otro móvil. Ese con tarjeta prepago que siempre tenía apagado para evitar que la policía detectara su localización en el momento en que descubriera el engaño. Lo encendió y comprobó que, efectivamente, tenía cuatro llamadas perdidas de un mismo número desconocido que debía pertenecer por fuerza a los únicos conocedores de su número: la policía.

Arte et Marte[31]! —proclamó Augusto antes de apagar el móvil por última vez.

Comisaría de distrito

Barrio de las Delicias

Sancho golpeó de nuevo el teclado de su equipo informático.

—¡Puta mierda de ordenadores! —gritó mientras agarraba el teléfono fijo para llamar a los de informática. Llevaba un buen rato tratando de abrir un documento que parecía importante sin éxito.

—Buenos días —contestó una voz femenina.

—¿Eres Sonia?

—La misma.

—Soy Sancho. Tengo un problema con mi puto ordenador, no me deja abrir un archivo que necesito consultar con urgencia.

—Voy para allá.

Durante los tres minutos que Sancho se pasó mirando el reloj, le dio vueltas al móvil de este nuevo asesinato. Tenía que existir una conexión.

—Ya estoy aquí —anunció Sonia, una risueña chica de unos veinticinco años que entró sin llamar en el despacho del inspector.

—Gracias por venir tan rápido, Soni.

—Nada. ¿Qué has roto?

—Ni puta idea. No me deja abrir este maldito archivo —dijo señalando con el ratón el documento con el nombre Expediente de adopción de Gabriel García Mateo.

—Aparta tus manazas de ese roedor. Déjame ver.

Al ejecutar el archivo apareció el mensaje Corrupted file.

—¡Pufff! Mala cara tiene esto.

—¿Qué significa eso?

—Básicamente, que el archivo está dañado. Podría tratar de recuperarlo, pero, como decía antes, tiene mala pinta.

—¡Mierda puta! —se lamentó dando un golpe en el teclado que asustó a Sonia—. Disculpa, es que necesito imperiosamente abrir ese archivo. ¿Podrías intentar recuperarlo ahora?

—Claro, claro. Lo intentaré, pero ya lo decía Parrado…

—¿Parrado? —preguntó el inspector desde la puerta.

—Mi profesor de Seguridad Informática en cuarto de carrera. Un auténtico hueso, el muy cabrón. Nos decía: «Recuperar un archivo corrupto es incluso más complicado que aprobar conmigo a la primera. Solo hay un antídoto que funciona, el protocolo DPJ».

—¿DPJ?

—«Date Por Jodido».

—Que le den por el culo al profesor Parrado.

—¡Ojalá! —expresó ella de forma convincente—. Por cierto, Sancho, te noto muy tenso; es decir, mucho más tenso de lo habitual.

—Sí, yo también me lo noto. ¿Sabes por qué es?

—Ni idea.

—Yo tampoco, pero me complacería mucho disparar a ese Parrado justo aquí —respondió señalándose el entrecejo.

—Hombre, yo creo que con la sodomización sería más que suficiente.

Sancho se quedó parado en la puerta y cambió el semblante.

—Soni, ¿podrías hacerme un gran favor?

—Claro, inspector. Si me lo pides con esa sonrisa tan sincera, ¿cómo voy a negarme?

Sancho salió de la comisaría con la intención de tomar un café pensando en que quizá debería rebajarse la barba. A pesar de ser tenue, la luz del día le molestó en los ojos. Le dolía la cabeza, y no estaba seguro de que se debiese a los últimos coletazos de la resaca ni a la propia investigación. Cuando puso el pie en la calle, sonó el móvil. Era Garrido.

—Sancho.

—Soy Garrido.

—Lo sé, he visto el identificador de llamada.

—Inspector, estás muy tenso.

—No eres el primero que me lo dice hoy.

—Ya. Bueno, pues esto que te voy a contar tampoco va a ayudarte. Te llamaba porque hemos ido a la dirección de Samsa y no nos ha abierto nadie. Eso estaba dentro de las posibilidades, pero resulta que hemos buscado la empresa Metamorphosis Software, S. L., y aparece registrada en la misma dirección que su domicilio.

Sancho no verbalizó lo que le estaba pidiendo su cerebro y solo murmuró:

—Ahora es cuando me dices que no lo comprobamos en su día —aventuró sabiendo la respuesta.

—Sí. Es decir, no. Que no lo comprobamos.

—La madre que me parió. ¿Has intentado localizarle por teléfono?

—Botello lleva toda la mañana con el teléfono en la mano. Hemos comprobado con la compañía que es un móvil de tarjeta prepago, dado de alta el 6 de agosto de este año y que no registra ni una sola llamada entrante ni saliente. Está siempre apagado.

—Mala pinta tiene. Si no lo enciende no vamos a poder rastrearlo. Que lo siga intentando como si fuera una de sus novias y dile, por favor, que venga a comisaría con Gómez para que me den detalles del interrogatorio de Samsa.

—Entendido.

Facultad de Filosofía y Letras

El celador golpeó la puerta del aula con los nudillos y asomó la cabeza.

—¿Doctora Corvo?

Quitándose las gafas, Martina se acercó a la puerta.

—¿Qué pasa, Jere?

—Discúlpeme, pero nos han llamado de la policía y parece muy urgente. Aquí tiene el inalámbrico.

—Gracias, Jere. —Agarró el teléfono y contestó—: Soy la doctora Corvo.

—Doctora, siento que haya tenido que interrumpir su clase. Soy Sonia Blasco, de la comisaría de Delicias. El inspector Sancho me ha pedido que le haga llegar un fax con un poema.

—¿Otro poema?

—Yo no le puedo dar más información. Si me dice un número, se lo envío ahora mismo.

—Claro. Tome nota.

Comisaría de distrito

Barrio de las Delicias

Se acercaba la hora de comer y cuatro estómagos vacíos se congregaban en el despacho de Mejía. El comisario Mejía miraba a través de la ventana pensando en que se estaban acercando los fríos días del invierno. Esos días en los que, cuando llegaba a casa, se calzaba las zapatillas de felpa y se tiraba en el sofá a fumarse el único cigarro del día que realmente disfrutaba. Después, esperaba tranquilamente a que Matilde le gruñera para que fuese a cenar mientras contemplaba las aves migratorias y se imaginaba estar en un sitio distinto. Un lugar apartado de todo.

El comisario abrió la ventana y sacó la mano para comprobar la temperatura. No se equivocaba. La metió de nuevo para buscar el paquete de tabaco negro del bolsillo interior de la americana de lana a cuadros que iba a cumplir su octava temporada de servicio. Exhaló el humo sin dejar de mirar un cielo que amenazaba con descargar toda su ira sobre la capital castellana.

—Se acercan días fríos —anunció con un tono tan cargado de nostalgia y tristeza que podría haber inspirado dos nuevos álbumes completos de Álex Ubago—. No hace falta mirar el tiempo en Internet para saberlo.

No obtuvo réplica. Sintió que sus pulmones le agradecían la dosis de nicotina y siguió hablando:

—No os voy a entretener mucho, Sancho ya me ha puesto al corriente de todo. Tenemos un tipo suelto en la ciudad que tiene la firme intención de reventarnos las Navidades. Parece que podemos tener un sospechoso. Le he comunicado al inspector que cursemos una orden de búsqueda y captura como posible autor de los dos crímenes ocurridos recientemente si no da señales de vida hoy mismo. No voy a entrar en detalles, eso le corresponde al jefe del Grupo de Homicidios aquí presente, pero estoy convencido de que no hemos sido todo lo diligentes que la situación requería. No toleraré ninguna negligencia más en esta investigación.

Dicho esto, invitó a Sancho a tomar la palabra para dirigirse a los subinspectores mientras él volvía a perderse en el paisaje urbano.

—Bien, creo que el comisario ha sido suficientemente claro. Hemos dejado pasar aspectos importantes en el caso del asesinato de la muchacha, pero ahora tenemos que centrarnos en la vía que se nos ha abierto con Gregorio Samsa. Necesitamos averiguar quién es este individuo. No figuran antecedentes suyos en las bases de datos, pero sí aparece en los archivos de la Seguridad Social. Tenéis todo lo que hemos conseguido en el informe que está repartiendo Matesanz. Necesitamos a todo el grupo. Peteira, encárgate de buscar testigos junto con Garrido y Arnau en el escenario del crimen de esta mañana. Garrido conoce muy bien a las familias gitanas del barrio, y alguien tiene que haberle visto entrar o salir de la casa. En breve, tendremos el informe forense y el de la científica. —Peteira asintió con la cabeza y volvió a centrar la atención en su teléfono móvil—. El poema ya está en manos de la experta. Necesitamos una descripción física de Gregorio Samsa. Botello y Gómez están trabajando en el retrato robot, aunque… en fin. Matesanz —prosiguió volviéndose hacia el subinspector—, coordina con Montes y con el resto de departamentos la búsqueda de toda la información de archivo que podamos recopilar de él.

De repente, Sancho dejó de hablar.

—Álvaro, ¿tan importante es lo que estás haciendo con el teléfono?

—Quizá sí —vaciló el gallego.

—Siendo así, ¿podrías compartirlo con nosotros?

—Claro. Cuando el comisario ha mencionado Internet, se me ha ocurrido buscar en Google el nombre de Gregorio Samsa. —Hizo un chasquido con la lengua antes de sentenciar—: Este cabrón está jugando con nosotros.

Sancho permaneció a la expectativa. Mejía se dio la vuelta y Matesanz se giró en la silla hacia su compañero.

—Leo textualmente de la Wikipedia: «La metamorfosis (Die Verwandlung, en su título original en alemán) es un relato de Franz Kafka, publicado en 1915 y que narra la historia de Gregorio Samsa, un comerciante de telas que vive con su familia a la que él mantiene con su sueldo, quien un día amanece convertido en una criatura no identificada claramente en ningún momento».

Mejía se volvió hacia la ventana y advirtió a su reflejo:

—Se acercan días fríos.

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