Memento mori

Memento mori


Y los gusanos siempre están hambrientos

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Y los gusanos siempre están hambrientos

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol

2 de noviembre de 2010, a las 7:25

A pesar de todo, Sancho había conseguido dormir. Se marchó de la comisaría sobre las 2:00, y el sueño le arrastró cuando abordaba el primer verso de la segunda estrofa de aquel nuevo poema. Antes de acostarse se conjuró para recortarse la barba, pero el cansancio le hizo posponer la operación. Se durmió con la firme intención de salir a correr; necesitaba colocar todos los datos que le bailaban en la cabeza como pedacitos de papel movidos por un ventilador. Hacía por lo menos dos semanas que no se ponía las zapatillas de deporte, quizá más, pero el inspector tenía un buen bagaje atlético, y hacer deporte siempre le había funcionado para dar corriente a esa bombilla que, últimamente, le parpadeaba muy intermitentemente. ¡Lo que daría por juntarse con sus excompañeros y poder jugar un buen partido de rugby para desestresarse de verdad! Eso sería mano de santo. Bien pertrechado con ropa térmica y gorro de lana, salió en dirección al estadio José Zorrilla y puso en marcha el cronómetro. La lluvia caída durante la noche había purificado el aire diseminando olores muy poco frecuentes en un medio urbano. Mientras que las primeras luces del día apenas habían hecho acto de presencia, el corazón del inspector trataba de coger el ritmo de bombeo y sus músculos, de entrar en calor. Su cerebro ya estaba finalizando la prueba de los tres mil obstáculos tras haber tenido que salvar los nombres de María Fernanda Sánchez, Gregorio Samsa, Mercedes Mateo, Gabriel García, Franz Kafka, Martina Corvo, Antonio Mejía y Jesús Bragado.

Ya casi no notaba el frío cuando bajaba por la cuesta del estadio hacia el monasterio de Nuestra Señora del Prado. Se notaba con fuerzas, pero no lo sabría con certeza hasta que estuviera a mitad de la subida, entre las calles Doctor Villacián y Hernando de Acuña. Cuando se estaba preparando para iniciar el ascenso, pudo comprobar que su competidor, Samsa, le sacaba mucha distancia en esa carrera y aceleró la cadencia de la zancada.

Con el nivel de pulsaciones casi al máximo, tuvo que admitir que el recorrido iba a ser largo, por lo que acomodó el ritmo a sus posibilidades para no llegar desfondado. Planificando las tareas del día, enfiló la última curva que le llevaría hasta el portal número dieciséis de la calle Manuel Azaña tras una bajada de unos trescientos metros. Se vio con fuerzas y aceleró. Miró el cronómetro y, motivado por haber bajado de los cuarenta minutos, subió las escaleras al trote hasta el octavo piso.

Ya en comisaría, nada más sentarse y arrancar el ordenador, la voz rota de Mejía le dio los buenos días desde la puerta:

—Buenos días, por decir algo.

—Tengo noticias.

Mejía tenía cara de circunstancias, y las bolsas de sus ojos parecían haber ganado terreno a los pómulos durante la noche. A Sancho le dio la impresión de que la americana le quedaba aún más grande que el día anterior.

—Adelante —dijo invitándole a sentarse.

Mejía no se sentó.

—Ayer me llamaron de Madrid a última hora, de la Dirección Adjunta. Me pidieron un análisis exhaustivo de la situación, y me dijeron que se reunirían para tomar una decisión sobre cómo actuar en este caso. No han tardado mucho. Según me subía en el coche esta mañana, han vuelto a llamarme.

Sancho escuchaba casi con el mismo nivel de atención que el entusiasmo con el que se tiraba de los pelos del bigote.

—Nos envían a un especialista.

—Un especialista —repitió con voz neutra.

—Sí. Un psicólogo criminalista. Armando Lopategui, Carapocha.

—Carapocha —repitió elevando las cejas.

—Así se le conoce, no me preguntes por qué. Sé que el tipo es un ruso con sangre española. Yo no le he visto en mi vida, aunque sí he oído hablar bastante de él. Lo cierto es que está considerado como una eminencia en el campo de la elaboración de perfiles psicológicos y en el estudio de la mente criminal. Ha colaborado con varios gobiernos, y tiene experiencia en otros casos de asesinatos en serie ocurridos en nuestro país, como el del Mataviejas o el del Arropiero. Desde Interior, insisten en que le hagamos partícipe de la investigación. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Lo entiendo. Si viene para ayudarnos, será bienvenido. Te lo aseguro.

—Eso es. Y, hablando de bienvenidas, hoy llega al aeropuerto de Villanubla desde Barcelona. Me gustaría que fueras a recogerle.

—No hay problema. ¿A qué hora llega? —preguntó abriendo la agenda.

—Anota el vuelo: Iberia 8666, a las 17:45.

—Anotado.

—¿Tenemos ya los informes de la autopsia y de la científica?

—El de la autopsia llegó a última hora de ayer, el de la científica estará a lo largo del día. Espero que sea por la mañana.

—Yo también.

—Precisamente, he citado a Villamil para ver el informe de la autopsia con él. ¿Quieres estar presente?

—No puedo. Me han convocado a las once para una reunión en Madrid de la que, por no tener, no tengo ni el orden del día. No obstante, no dudes en llamarme si tienes alguna novedad. Por cierto, ¿cómo llevas el tema de la prensa?

—De momento, está todo en orden. Hemos conseguido que no relacionen ambos asesinatos todavía. Hemos envuelto el de la mujer de Arturo Eyries en un robo con asalto.

—No te fíes de los gusanos, siempre están hambrientos. ¿Más cosas?

—Bueno, la madre de la primera víctima me persigue insistentemente, y ya sabes que no me gusta esconderme en estos casos.

—Lo sé, es algo que te honra, pero que no te desvíe el foco de atención ni te desgaste. Te necesito al cien por cien. Me marcho ya, que voy a llegar tarde. Llámame con cualquier novedad —insistió—. ¿Estamos?

—Estamos. —Mejía no pudo escuchar su respuesta, ya que había salido del despacho como si Sancho le hubiera pedido dinero.

Algo irritado, agarró el teléfono fijo.

—Soni. Buenos días, soy Sancho.

—Hola, inspector.

—Vaya. Por tu tono de voz, intuyo que no pudiste salvar ese archivo.

—Intuyes bien, pero esa no es la mala noticia.

Sancho se mantuvo en silencio.

—La mala noticia es que hemos comprobado que los ficheros estaban infectados por un virus de activación remota.

—Dejé de jugar a los ordenadores cuando se me rompió el Commodore 64. Explícate, por favor.

—Alguien se introdujo en los sistemas de la Seguridad Social e infectó algunos de los archivos que contenían información sobre la víctima de ayer. En el momento en el que alguien intenta abrirlos, el virus se activa y quedan totalmente inservibles.

—Es decir, que además de un asesino con aires de grandeza y una especie de proyecto de poeta, ¿también es un pirata informático? —preguntó el inspector sin esperar una respuesta.

—Yo no sabría decir si es o no un cracker, pero si puede burlar ese nivel de seguridad, desde luego no se trata de un aficionado. Ya lo he puesto en manos de la central de la Brigada de Investigación Tecnológica. Siento no poder ayudarte más con esto.

—Ya. No te preocupes, encontraré la forma de hacerme con ese informe de adopción. Gracias de todos modos.

—De nada.

Sancho cerró los ojos con fuerza y se los frotó enérgicamente con los dedos índice y pulgar. Se detuvo un momento en los lacrimales y, luego, bajó a la barba para insistir con los pelos del bigote. Sacó el móvil y llamó a Matesanz.

—Buenos días.

—Buenos días. Entre la información que nos proporcionaron sobre Mercedes Mateo, había un archivo con un expediente de adopción. El caso es que los archivos electrónicos han sido destruidos por un virus, y necesitamos identificar al niño que se dio en adopción y encontrar ese expediente. Tiene que incluir los apellidos García Mateo.

—Entendido. ¿Sabemos fecha aproximada?

—No.

—Investigaré en el círculo familiar de la víctima a ver qué saco, y voy a acercarme a Gerencia de Asuntos Sociales para ver si conservan documentación escrita.

—Ya me cuentas. Por cierto, ¿alguna noticia de Peteira sobre Samsa?

—No, nada nuevo.

—Hablamos.

Sancho miró el reloj, faltaban dos minutos para las nueve de la mañana y Manuel Villamil estaría a punto de llegar. Justo cuando estaba abriendo la primera página del informe, apareció el médico forense por la puerta.

—Buenos días, chaval. ¿Se puede? —preguntó asomando el bigote.

—Adelante —le invitó Sancho a entrar y le estrechó la mano—. ¿Qué tal tus chicas?

—Muy bien, gracias a Dios. Con toda esta mierda, uno tiene que estar agradecido porque no le toque algo así.

—Desde luego. ¿Te parece si agarramos este toro por los cuernos?

Villamil asintió.

—Anoche me leí el informe completo, ¿vamos al resumen ejecutivo?

—Claro. Muerte por sofocación directa de los orificios respiratorios. El instrumento empleado fue una bolsa de plástico, pero no la que le encontramos puesta. La víctima se hallaba sentada y atada en una silla, con la cabeza cubierta por una bolsa de basura y un calcetín introducido en la boca sujeto, a su vez, por cinta adhesiva. Sabemos por las livideces cadavéricas que la muerte le sobrevino en esa posición, y que el cuerpo no se movió con posterioridad.

Sancho asentía con la cabeza.

—Esto, seguramente, se hizo para evitar que gritara. Sin embargo, no fue el mecanismo de la muerte, ya que no le taponó la faringe en ningún momento.

—Si no hemos encontrado la bolsa, ¿por qué estás tan seguro de que sería el arma del crimen?

—Por varios motivos —aseguró el galeno con la firmeza que otorgaba su dilatada experiencia—. El primero se fundamenta en las marcas de opresión visibles en el cuello a la altura de la laringe. No hay restos de pegamento en la piel, pero esto es fácil de explicar, ya que aplicaría el precinto por encima de la bolsa para evitar que entrara el aire. Otro indicador que refuerza esta hipótesis sería el aumento de la presencia de dióxido de carbono en sangre, consecuencia de respirar el aire exhalado dentro de la bolsa y del desprendimiento de sustancias volátiles reductoras y malolientes procedentes del sudor.

—Sí, eso lo constaté personalmente. Olía a sudor y a orina en el escenario del crimen.

—Los niveles de temperatura y humedad aumentan considerablemente dentro de la bolsa. La incontinencia aparece con frecuencia en los casos de asfixia mecánica.

—Como en el caso de María Fernanda —añadió.

—Exacto. Continúo, otro asunto importante que debes saber y del que estamos seguros es que la agonía de la víctima fue prolongada.

Villamil siempre utilizaba la primera persona del plural a pesar de que solamente él había realizado tanto la autopsia como el informe.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Hay signos claros. La mascarilla equimótica cervicofacial está muy extendida. En las muertes por asfixia, siempre aparece la equimosis puntiforme, que son esas manchas de color rojo púrpura en la piel de la víctima; principalmente, localizadas en cuello, cara y parte superior del pecho. Si la víctima se resiste y hace un esfuerzo por liberarse, o si es torturada alargando el proceso en el tiempo, esas manchas se extienden casi por toda la piel; incluso, hasta los brazos, como es el caso. Otros indicadores serían los niveles de glucógeno y adrenalina encontrados en el hígado y la glándula suprarrenal. Son elevados en los casos de muerte rápida, pero bajos en los de muerte lenta, ya que el organismo utiliza esas sustancias como última fuente de energía. Los niveles de esta mujer eran espantosamente ridículos.

—Todo eso, junto con la presencia del calcetín para que no hablara, podría ser indicativo de que la víctima fue sometida a un interrogatorio prolongado, ¿no? Estoy casi seguro de que estableció algún tipo de comunicación con nuestro asesino durante el mismo.

—Eso no sabría decirlo. Ten en cuenta que, con el calcetín en la boca, no podría hablar.

—Ya, pero podría asentir con la cabeza. No hay signos de agresión sexual, ¿verdad?

—No, ninguno. A nivel externo, se aprecia una contusión leve en la frente, y presenta marcas cutáneas en muñecas y tobillos. Las de las muñecas son severas, lo cual reafirma la hipótesis de que la víctima trató de liberarse en repetidas ocasiones.

—En el informe fijas la data de la muerte entre las 19:00 y las 22:00 de la tarde del domingo.

—Así es. En los casos de asfixia, el enfriamiento cadavérico es lento al permanecer la sangre dentro del cuerpo, y el rígor mortis no aparece sino hasta las tres o seis horas después de la muerte. Sigue siempre un curso descendente: cabeza, cuello, extremidades superiores, tronco y extremidades inferiores. Cuando la encontramos, sobre las 9:00 de la mañana, estaba en la fase máxima de coagulación de la miosina. Esta molécula provoca el endurecimiento de los tejidos musculares e imposibilita que ojos y boca puedan cerrarse hasta pasadas al menos cuarenta y ocho horas a partir de la parada cardiorrespiratoria y consecuente muerte cerebral. Esta fase se produce, en función de la edad y complexión física de la víctima, entre diez y doce horas después de la muerte.

—Entendido. ¿Y qué me puedes decir de la mutilación?

—En mi vida había visto algo similar. En realidad, se trata de una «operación» muy sencilla, habida cuenta de que es post mórtem. Se efectúa una incisión en las aletas nasales y otra en el cartílago hialino. —Villamil se estiró y meneó con los dedos la parte que une la nariz con el labio superior—. Por los cortes, diría que se hizo con la misma herramienta con la que le cortaron los párpados a la primera víctima.

—Una herramienta para la poda de bonsáis.

—Eso es. Luego, hizo un corte continuo con una hoja fina, tipo cúter —precisó—, uniendo las incisiones anteriores. Al tirar del tejido, el tabique nasal quedaría al descubierto.

—Me pregunto qué mierda hará con esos recuerdos que se lleva. Párpados y nariz. No entiendo nada.

—Pues deberá conservarlos en formol, o el proceso de putrefacción se cebará sobre esos tejidos con mucha rapidez.

—¿Y si se los come?

—No sé. Creo que hay partes en el cuerpo más suculentas que los párpados y la nariz. No quiero ni pensarlo, que te echo aquí mismo las tostadas del desayuno.

—¿Con mantequilla? —preguntó queriendo quitar algo de hierro al asunto.

—Mermelada de ciruela. Para acelerar el tránsito intestinal, ya sabes.

—No, no sé. A mí me transita todo estupendamente.

—De momento, chaval, de momento —puntualizó Villamil levantando el índice.

—De momento —repitió Sancho imitando el gesto.

El inspector revisó sus notas.

—Manolo, hay algo que no me encaja en el informe. Mejor dicho, hay algo que no encuentro.

—Tú dirás.

—El informe toxicológico ha dado negativo, ninguna sustancia extraña. ¿Es así?

—Así es, limpia.

—Bien. Entonces, si no la drogó ni la anestesió, no dejo de preguntarme cómo consiguió atarla a la silla. Ningún vecino escuchó nada, no hay signos de pelea en el escenario del crimen ni presenta golpes en la cabeza, al margen de la contusión leve en la frente, que le hicieran perder el conocimiento. ¿Cómo hizo para que se sentara en la silla, atarle las manos a la espalda, luego al radiador y, por último, atar también los pies a las patas de la silla?

—¿Amenazándola con algún arma?

—Lo he pensado, pero si damos por hecho que actúa solo, es francamente complicado amenazar con un arma mientras utilizas las dos manos para atar a alguien de esa forma.

—Sí. Tienes razón, no había pensado en ello.

—Por tanto, o no actúa solo, o la víctima estaba inconsciente cuando la inmovilizó.

—O la convenció de alguna forma para que se dejara atar.

—No lo descarto, pero me parece altamente improbable.

—Es posible que algo se me haya pasado por alto. Volveré a examinar el cuerpo.

—Te lo agradezco.

—Si tengo novedades, te lo hago saber inmediatamente —aseguró Villamil levantándose de la silla.

—Gracias de nuevo, Manolo —se despidió el inspector extendiéndole la mano.

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

Orestes acababa de recibir noticias preocupantes de Hansel. El rastreo de la IP les había llevado a darse de bruces con el cortafuegos de Clara, una supercomputadora de la antigua Sun Microsystems con una capacidad de memoria duplicada de tres terabytes y la posibilidad de realizar hasta quinientos trillones de operaciones por segundo. Estaba localizada en un antiguo seminario, reconvertido en la década de los ochenta en una fortaleza inexpugnable situada en la población madrileña de El Escorial. Hacía diez años que Clara había sustituido a la veterana Berta en la custodia de todas las bases de datos de la Dirección General de la Policía. Millones de huellas y fotos de carnés de identidad, pasaportes y visados, decenas de miles de fichas de delincuentes y detenidos, expedientes de casos resueltos y pendientes de resolución y otros muchos archivos, todos encriptados. Entre ellos, también se encontraban los historiales y fichas de servicio de todos los integrantes del Cuerpo Nacional de Policía del país.

El diagnóstico de Skuld fue rotundo: la única forma de violar la seguridad del sistema era accediendo con una de las claves de usuario de la propia policía desde uno de los equipos autorizados de la red interna. Esto podría hacerse de forma remota desde el ordenador del inspector Sancho, del que ya tenían abiertos los puertos. No obstante, sin el acceso primario, el sistema se defendería tejiendo una infinita malla de laberintos de la que sería imposible salir, con lo que podrían ser detectados e identificados con mucha probabilidad. Aun así, si la operación tuviera éxito y se consiguiera entrar, solo podría accederse al nivel de información autorizado para la clave de usuario sustraída, y Hansel únicamente le había asegurado entre ocho y diez minutos de inmunidad antes de que el sistema detectara la intrusión. Luego, necesitarían al menos otros cinco minutos para desencriptar las bases de datos. Esto significaba que, en el supuesto más optimista, dispondría de cinco minutos escasos para averiguar lo que necesitaba saber sobre sus rivales.

Lo primero era la clave y sabía cómo conseguirla. Buscó en la agenda: Pílades. Al cuarto tono, contestó.

—Orestes.

—¿Cómo estás, amigo mío?

—¿Y ese tono? Te noto eufórico.

—Sí, lo estoy en este momento —le confirmó.

—Ten cuidado, en los momentos de euforia es cuando más errores se cometen.

—Lo sé, tranquilo. Tengo la sensación de haberme quitado un gran peso de encima y te puedo asegurar que no tengo remordimiento alguno.

—Tú no puedes generar esa clase de sentimientos, ya lo sabes. La elección de tu nueva víctima no ha sido muy inteligente, podrían relacionarte por los lazos familiares.

—No, te equivocas. Gracias a mis colaboradores del grupo los archivos electrónicos ya no existen y los documentos físicos que encontré en el despacho de mi padre han sido pasto de las llamas hace unas horas. Gabriel García Mateo ya es solo ceniza, se ha esfumado para siempre.

—No sabía que todavía mantuvieras contacto con esos piratas. Ten cuidado con lo que les cuentas.

—Somos mucho más que piratas y la norma prohíbe hacer preguntas personales. Nadie conoce a nadie, tú me lo enseñaste.

—Así es. No recuerdo cómo os hacíais llamar.

—Nunca te lo dije.

—Así me gusta. Bueno, chavalín, ¿y cuál es la siguiente etapa?

Orestes esperó unos instantes antes de retomar la conversación.

—Voy a necesitar algo más de ti, ¿puedo contar contigo? —preguntó eludiendo la pregunta anterior.

—Lo sabes perfectamente, estamos juntos en esto. Dime qué es lo que necesitas.

—Una clave de usuario local al sistema informático.

—¿Tus amigos piratas no te la pueden conseguir?

—No son mis amigos y aunque me la pudieran facilitar te lo estoy pidiendo a ti.

—Entiendo. No va a ser fácil, pero me las arreglaré. Soy un tipo con muchos recursos.

—Entonces, ¿podrás hacerlo?

—Lo haré.

—Muchas gracias, amigo.

—Tengo que dejarte, me está entrando una llamada que debo atender. Hablamos en otro momento.

—No hay problema.

—Hasta pronto.

Cortó.

Bar Domingo

Barrio de la Rondilla

—¡Patricio Matesanz! ¿Qué te cuentas?

—Que me voy a cagar en tu estampa, Jesús.

Se hizo un pequeño silencio, tras el que Bragado se aclaró la garganta haciendo un sonido que fue amplificado en volumen y repugnancia por el micrófono del móvil.

—Sé por qué lo dices, pero te juro por mi hija que yo no le he contado nada al señor inspector —aseguró displicente y con cierto retintín—. Además, he tratado de localizarte para compartir contigo lo que descubrí el domingo.

—No me trates como a un estúpido, me has llamado cuando ya se lo habías contado a Sancho. Me has metido en un buen lío. Después de todos mis años de servicio, ahora estoy en tela de juicio. Tenías que pasárselo por la cara, ¿no? En vez de contármelo a mí, tenías que saborear tu victoria en primera persona, ver su reacción, disfrutar de tu momento sin importarte una mierda que eso me comprometiera.

—Matesanz, tranquilízate un poco y escúchame un minuto. En cuanto lo averigüé, le llamé inmediatamente. Pensé que un avance de tal calibre en la investigación sería bienvenido incluso viniendo de mí. No quería implicarte diciendo de dónde había sacado la información, pero el bueno del inspector lo dedujo él solito.

—Puede que Sancho sea un tipo arrogante, pero no tiene un pelo de tonto.

Por cierto, respeta a su equipo y confía en él por encima de todo, cosa que tú no hiciste. Tu «medallitis» terminó contigo.

—¡El malnacido de Mejía acabó conmigo! —estalló Bragado antes de succionar el contenido de sus fosas nasales—. No podía soportar que alguien como yo le eclipsara, y menos dentro de su comisaría.

—¡Un mierda, Jesús! ¡Eres un mierda! —gritó el subinspector—. Te hice el favor porque me lo suplicaste y confié en tu discreción como compañero.

—No te pases, Matesanz, que tampoco es para que me montes este cristo. Tranquilo, hombre, que no te van a quitar la jubilación.

—Estaré tranquilo cuando desaparezcas de en medio. —El tono de Matesanz rozaba la intimidación—. No vuelvas a meter tu sucio hocico en esta investigación. Por lo menos, no a través de mí.

—A tus años sigues pensando que eres imprescindible. Nunca lo fuiste, no te necesito. ¡Que te vaya bonito!

—¡Eres un mierda! —concluyó Matesanz.

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