Memento mori

Memento mori


Ni patria ni bandera

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Ni patria ni bandera

Aeropuerto de Villanubla

2 de noviembre de 2010, a las 17:35

Sancho miró el monitor de llegadas del aeropuerto de Villanubla. Hora prevista: 17:50. Echó un vistazo a su reloj, y fue entonces cuando se percató de que Mejía no le había dado la descripción física de Carapocha. Solo conseguía recordar el apodo, pero no su nombre de pila. Bernardo, Abelardo… La vibración del móvil en el bolsillo interrumpió su búsqueda.

—Sancho.

—Hola, chaval, soy Villamil. Te he estado buscando por comisaría, pero ya me han dicho que has salido. Tenías razón, se me había escapado algo importante —reconoció el forense, algo acelerado—. Cuando revisé la analítica, me llamó la atención el elevado nivel de creatinfosfoquinasa, conocida como enzima CPK. Resumiendo mucho, te diré que esta enzima se encarga de transformar la energía química en la energía mecánica necesaria para que se produzca la contracción muscular. Una vez realizado el proceso, se elimina al torrente sanguíneo. ¿Me sigues?

—Te sigo, pero no entiendo un carajo —confesó.

—Verás. Al principio, pensé que era consecuencia de la rigidez cadavérica, pero eso es una solemne tontería porque este proceso exige actividad neuronal y, consecuentemente, no se puede dar post mórtem. Tenía que haber otra explicación.

—Te escucho.

—Me ha llevado unas cuantas horas, pero finalmente he dado con ella. He visto una pequeña punción en la base del cráneo que se me había pasado por alto camuflada en la mascarilla equimótica. ¿Recuerdas?

—Sí, las manchas de color púrpura de la cara, cuell…

—¡Eso es! —le interrumpió.

—¿A qué corresponde esa punción?

Sancho caminaba en círculos chequeando en cada vuelta el monitor de llegadas.

—Esto lo he averiguado por casualidad gracias a un reportaje que vi hace poco en televisión. ¿Conoces las armas de electrochoque?

—Sí, claro. He oído que algunos cuerpos de policía las utilizan para reducir a sospechosos.

—Exacto.

—¿Estás seguro?

—Al noventa por ciento. Disparan unos dardos que transmiten impulsos que paralizan a quien los recibe. Los efectos duran unos cuantos minutos en función de la carga que se aplique, pero podría ser suficiente como para atarla a la silla sin oposición.

—Ya veo. Eres un fenómeno, Manolo. Muchas gracias.

—No hay de qué. Por cierto, te he traído el informe actualizado en un pen drive de estos modernos que me ha dejado mi hija.

—Peteira estará por allí. Que te diga la clave de acceso a la intranet para que lo puedas grabar en mi escritorio.

—De acuerdo.

—Averiguaremos cómo consiguió esa arma. Ya te contaré.

—Suerte.

El monitor anunciaba que el vuelo IB 8666 acababa de aterrizar. Le daba tiempo de hacer una llamada a Peteira.

—¿Sí? —contestó.

—Buenas tardes, Peteira. ¿Nada sobre Samsa?

—Nada, parece haberse esfumado. El cabrón nos la jugó bien. Hemos realizado el retrato robot a partir de los recuerdos de Botello y Gómez, y lo hemos repartido por el vecindario a ver si alguien le ha visto. No hemos encontrado a nadie de momento, pero Garrido está removiendo Roma con Santiago.

—Álvaro, ya sabes lo que opino de los retratos robot.

—Y tú lo que opino yo del Depor, pero eso no quita que ellos estén en Primera y nosotros en Segunda, no sé si me explico. Vamos, que es lo único que tenemos del sospechoso, y que con eso nos toca trabajar. Además, hemos comprobado que disponía de todo tipo de documentos falsos: DNI, tarjeta de la Seguridad Social, carné de conducir y todos los que acreditan la existencia de su empresa. Un auténtico fenómeno, según han corroborado los expertos en documentoscopia de Madrid.

—¡Un fenómeno! Lo que nos faltaba. Por cierto, ¿qué hay de la pintada?

—Garrido asegura que es cierto que lleva allí unos cuantos años. No saben precisar exactamente cuántos ni quién la hizo, pero es seguro que se pintó antes del asesinato. Yo no las he visto, pero me dice que le han enseñado fotos de hace tiempo en las que se lee perfectamente el «Muérete, vieja».

—¡Hay que joderse!

—Me lo quitaste de la boca.

—¿Ningún resultado de las cámaras de seguridad de la zona?

—No, nada. Montes revisó todo el material recogido en el escenario donde encontramos a la primera víctima y acaba de ponerse con las filmaciones del segundo escenario, pero hay realmente poco. No soy nada optimista.

—Que lo revise todo bien, Montes tiene una retina privilegiada. De las imágenes de los funerales no sacamos nada en claro, ¿verdad?

—No. En el de María Fernanda no había mucho sitio para dejar el coche y las imágenes que se tomaron no son nada buenas. Se ven pocas caras. Al de la señora apenas asistieron una docena de personas y no hay nada extraño.

—Otra cosa, necesito que me busques información sobre una pistola de electrochoque.

—Claro. ¿Por qué?

—Me acaba de decir Villamil que ha encontrado una marca en el cuello que podría haber sido causada por uno de esos artilugios.

—La Taser X26 es lo último en pistolas de impulsos. Una maravilla. Esa pistolita dispara dos dardos que, al impactar, transmiten la descarga incluso a través de la ropa. Hay unos vídeos estupendos en YouTube.

—Tenemos que averiguar cómo ha podido conseguir una.

—Claro. Yo me encargo.

Los pasajeros del vuelo empezaban a salir cargados con su equipaje.

—Tengo que dejarte, ya hablamos.

Sancho se quedó a cierta distancia descartando posibilidades. Primero, mujeres y menores de cincuenta años. Imaginó que siendo una eminencia, como le había calificado Mejía, estaría por encima de ese rango de edad. Eliminó también a aquellos que estaban acompañados. Un hombre de unos sesenta años tirando de un trolley rojo con una mano y un maletín negro en la otra buscando a alguien con la mirada centró su atención. Tenía cara de psicólogo, por lo que se dirigió hacia él pensando en estrecharle la mano y presentarse primero evitándose así el bochorno de no recordar su nombre. Cuando se iba a poner en movimiento, le retuvo una mano que presionó su hombro izquierdo.

—Ramiro Sancho, supongo.

La inminente colisión frontal con dos ojos saltones de color gris acero le hizo retroceder un paso.

—Lamento haberte asustado. Soy Armando Lopategui.

El colmillo izquierdo asomaba por la comisura de sus labios luciendo la sonrisa de un niño travieso que acabara de salirse con la suya. Esa expresión le resultó familiar, pero aquella cara huesuda y visiblemente picada por la viruela no encajaba con ninguna de las que conservaba en su «banco de rostros» particular. Entendió al momento el mote de Carapocha.

—Ramiro Sancho —se presentó estrechando la mano que tenía tendida ante él—. Me ha pillado desprevenido.

—He de confesar que lo he hecho a propósito. Te he visto siguiendo a otra presa y he aprovechado. Espero no haberte molestado.

—Para nada —fingió—. Tengo el coche fuera. ¿No lleva equipaje?

—Sí, aquí. De momento, no necesito más.

Se giró para mostrarle una mochila que llevaba a la espalda.

—Muy bien. Es por aquí.

Carapocha nadaba en regocijo cuando llegaron al aparcamiento; Sancho, en vinagre. El psicólogo caminaba como queriendo impulsar su pierna derecha hacia delante, lo cual le forzaba a balancearse sutilmente con cada paso que daba. Era como si llevara un erizo en los calzoncillos, provocando un movimiento tan peculiar como extraño era su acento.

—¿Es automático? —preguntó mirando la caja de cambios del Audi A4 incautado hacía más de tres años por los de narcóticos y que se había convertido recientemente en el vehículo oficial del inspector.

—Así es.

—¿Me dejas conducirlo?

El inspector no respondió.

—Nunca he tenido la oportunidad de conducir un coche automático. Según dicen, hasta los ancianos con problemas de cadera podemos hacerlo —se justificó.

—Claro —cedió.

El inspector abrió la puerta para cambiar de asiento esperando cruzarse con ese extraño personaje que le tenía desconcertado. Cuando llegó a la puerta del copiloto, se percató de que ya estaba con las manos agarradas al volante.

—¿Adónde vamos?

Sancho no pudo esconder la expresión de perplejidad que se adueñó de su rostro.

—¿Dónde se aloja?

—En ningún sitio. Esta noche pensaba alojar mi pene en alguna vagina y ahorrarme el hotel. ¿Qué te parece mi plan?

—Claro, claro, no hay que esperar a que llegue la Navidad para pasar una noche buena —contestó—. Si le parece, vamos a comisaría.

Carapocha resopló con hastío. Su corte de pelo a cepillo y su color blanco nuclear le daban el aspecto de un alto cargo militar. Sancho no dejaba de preguntarse a quién le recordaba esa cara mientras se ponían en marcha.

—¿Y para qué vamos a ir a comisaría? ¿No eres tú la persona que dirige la investigación?

El inspector asintió casi de forma imperceptible.

—Entonces, busquemos otro sitio para que me pongas al día de todo. Tengo aquí el informe que me han remitido desde el Ministerio del Interior. Me lo he leído detenidamente durante el vuelo, pero necesito saber lo que no está escrito cuanto antes.

—Otro sitio —repitió.

—Sí. Alguno en el que podamos hablar tranquilamente antes de que me lleves a cenar al segundo mejor restaurante de Valladolid. Soy un tipo humilde —aseguró ladinamente—. Por cierto, estrellaré el coche contra la primera gasolinera que nos encontremos si me vuelves a tratar de usted.

—Otro sitio…

Para cuando entraron en el pub irlandés The Sun Park Tavern, Sancho ya le había puesto al corriente de los hechos y del curso de la investigación. Durante los treinta y cinco minutos que duró el trayecto desde que salieron del aeropuerto, Carapocha no le había interrumpido ni una sola vez. Es más, no había abierto la boca para otra cosa que no fuera para preguntar: «Y ahora, ¿por dónde tiro?». El inspector tenía serias dudas acerca de que le hubiera estado escuchando. Sancho pidió un botellín. Carapocha, una pinta de Murphy’s, y aludiendo al origen de la cerveza, afirmó:

—Los irlandeses son los mayores especialistas del mundo en materia de emigración; los españoles en procrastinar, y los rusos, en beber. Y tú… ¿qué haces bien?

—Pues mira: lo primero me lo estoy planteando muy seriamente; lo segundo que has dicho no sé qué significa —reconoció—, y para lo tercero estoy entrenando duro.

—Por tu aspecto, cualquiera podría pensar que eres descendiente directo de irlandeses del condado de Limerick. No he visto tantos pelirrojos por metro cuadrado en ningún otro lugar del planeta, pero cuando has pedido esa ridícula botellita de cerveza lo he descartado por completo.

El psicólogo le demostró que estaba sobradamente preparado para la tercera de las habilidades que había mencionado pegando un trago que medió el vaso antes de retomar la palabra:

—Me gusta este sitio, has elegido bien.

—Gracias. Solía venir los jueves a ver monólogos, pero ya hace tiempo que no los hacen. Precisamente el dueño de este garito es Vaquero, un monologuista. Muy bueno, por cierto.

—De acuerdo, inspector. Yo ya he escuchado tu monólogo de camino, ahora te toca escuchar el mío. Supongo que eres consciente de que resolver este caso va a obligarnos a trabajar muy estrechamente unidos. Es muy importante que nos conozcamos bien el uno al otro, y saber el pasado de cada uno suele ser un buen primer paso. Si te parece, empezaré yo. Así dejarás de darle vueltas de una vez a la procedencia de mi marcado acento.

—Me parece.

—El 12 de junio de 1937, en plena Guerra Civil y ya viudo por aquel entonces, mi abuelo, Armando Lopategui, subió a su hijo Valentín, de catorce años, a un barco que partía desde Santurce rumbo a Rusia. Hacía menos de dos meses que la Legión Cóndor había arrasado Gernika y mi padre se encontraba allí al cuidado de unos familiares. Aquello le hizo tomar la decisión al abuelo. Así, aprovechándose de su rango de capitán del tercio requeté de Zumalacárregui, y pensando en traerle de vuelta cuando terminara el conflicto, falsificó la fecha de nacimiento de mi padre para saltarse el límite máximo de edad, que era de doce años. Mi abuelo era vasco, católico y carlista, por ese orden. Él no sabía hacer otra cosa que cocinar y pegar tiros y, según decía mi padre, era muy bueno en ambas facetas. No comulgaba con las ideas del franquismo, y aunque le tocó luchar en ese lado de la guerra, no le importó dejar a su hijo en brazos del comunismo con tal de salvaguardar su vida. Mi abuelo, como el resto de padres, pensaba que sería solo para unos meses y que emprendería el viaje de vuelta en cuanto terminara la contienda. Cuando, tras diez días de viaje en condiciones infrahumanas, aquellos hijos de republicanos españoles desembarcaron con el puño en alto en Leningrado, fueron recibidos por su nueva madre, la Unión Soviética, como auténticos héroes. Como curiosidad, te contaré que registraron a muchos de los recién llegados con el apellido Bilbao, ya que la palabra «apellido» se pronuncia en ruso «familia», y claro, creyendo que les preguntaban por su familia, ellos respondían que «en Bilbao». Sigo. En aquellos días, todo el país estaba envuelto en el fervor de la propaganda del régimen comunista en su lucha contra el fascismo. A mi padre le instalaron en una de esas «casas infantiles» situada a las afueras de la ciudad, en Pushkin. Allí vivió y se educó en la doctrina de la hoz y el martillo, ajeno a todo lo que se estaba cocinando en la Europa de finales de los años treinta. No se enteró de la muerte de su padre hasta casi un año después de que falleciera en la batalla del Ebro, en octubre de 1938. Con su muerte, las posibilidades de volver a España se esfumaron completamente y todo se derrumbó cuando el avance del ejército alemán en la operación Barbarroja les enseñó de cerca la esvástica en 1941. ¿Cómo estás en historia?

—Como en física cuántica —respondió el inspector con franqueza.

—Agradezco tu sinceridad e interpreto que ese gesto de pasarte la mano por la barba es una señal de que mi historia te está encantando, así que continúo. —Carapocha terminó la pinta y levantó el recipiente vacío en dirección a la barra para que le trajeran otra—. Después de muchos combates sin apenas avances, el alto mando alemán decidió que la mejor solución era cercar Leningrado y continuar avanzando en los otros frentes. Las casas infantiles fueron desmanteladas, y muchos de los mayores de dieciocho años que las ocupaban se enrolaron voluntariamente en el Ejército Rojo para demostrar su gratitud a «papá Stalin», pero principalmente, para poder llevarse algo de comer a la boca. Mi padre se hacía llamar Valya Armandovich Lopatov, nombre que se tejió cosiendo el diminutivo en ruso de Valentín, el patronímico de su padre y una adaptación al idioma de su apellido. Era rubio con los ojos claros y allí se ocuparon de que aprendiera muy bien el idioma, motivos ambos por los que no le costó mucho integrarse en el régimen soviético. No obstante, él me contó muchas veces que seguía pensando en castellano, y follando en vasco, para no perder su identidad. El lavado de cerebro que les hicieron en aquellas casas infantiles también ayudó bastante. Así, se alistó en la 56.ª División de Infantería al mando del teniente general Vladimir Petrovich Svidirov. Tengo esos nombres grabados a fuego en la memoria de las veces que me los repitió mi padre —dijo separando la mirada por primera vez de los ojos de su oyente—. Pasó dos años terribles sufriendo temperaturas de hasta 50 bajo cero, comiendo pan hecho con harina de serrín e hirviendo las suelas de las botas de los caídos mientras los comisarios políticos del partido les decían dónde, cuándo y cómo tenían que morir. ¡Cuántas veces me recordó mi padre, con dos buenas bofetadas, el hambre que pasó en aquellos años si se me ocurría dejar algo comestible en el plato! Incluso se dieron casos de canibalismo entre la población; muchas mujeres y niños desaparecían por la noche y aparecían en el mercado convertidos en trozos de grasa y carne. El ejército castigaba esta práctica con el fusilamiento sumario, aunque sabían que mucha de esa carne iba a parar a los estómagos de los heroicos defensores de la patria. Mi padre me aseguró que él nunca llegó a comer carne humana, y yo le creí. En cierta ocasión, me relató que detuvieron a dos hermanos que, tras un interrogatorio aderezado con todo tipo de suplicios físicos, confesaron haber aniquilado a cuatro familias enteras que vivían aisladas en un bloque de edificios. Justificaron sus actos con los ciento cincuenta kilos de carne que consiguieron para alimentar al Ejército Rojo. Mi padre y otros dos camaradas les dejaron a merced de los escasos vecinos que quedaban con vida en aquel barrio. ¿Sabes adónde quiero llegar con todo esto?

—No, pero apuesto a que lo voy a averiguar de inmediato.

—Estás empezando a caerme bien, inspector —aseguró Carapocha antes de dar un trago a su cerveza con la misma ansiedad que en las ocasiones anteriores—. Lo que quiero decir es que el ser humano es capaz de todo, solamente deben darse las circunstancias apropiadas.

—¿Justificas esos actos de canibalismo?

—No, para nada. Yo no soy nadie para juzgar ni para absolver, pero es un hecho, y me sirve para quitarme esos prejuicios de la cabeza que no hacen más que limitar las capacidades del ser humano. Por eso, las claves para anticiparnos a un asesino como al que nos enfrentamos estarán en tratar de entender los motivos por los que mata; luego, vendrá el cómo, el cuándo, el dónde, a quién y a cuántos mata. Me gustaría que tuvieras esto muy presente.

—Pues permíteme que yo también te diga algo. El cuántos mata me preocupa incluso bastante más que el porqué. Ya ha liquidado a dos personas, y debemos centrarnos en que no haya una tercera.

—Te equivocas, amigo —refutó Carapocha sin mover apenas sus finos labios de color rosa pálido—. Volverá a matar antes o después. Asume esto y habrás dado un paso muy importante.

—¿Quieres decir que tenemos que esperar de brazos cruzados a que vuelva a asesinar?

—No. Tenemos que dar por hecho que lo hará y que, probablemente, se irá haciendo cada vez más descuidado. Entretanto, trataremos de averiguar por qué tiene la necesidad de matar. Pero ese no es el asunto de hoy; ahora estamos conociéndonos, ¿recuerdas?

Sancho bebió.

—Mi padre logró huir del cerco de Leningrado en enero del cuarenta y tres junto con varios de sus camaradas, pero volvió en agosto para combatir en Krasni Bor, en el sector ocupado por la División Azul que, en esos momentos, comandaba el general Muñoz Grandes. Es curioso, la primera vez que escuché hablar de Valladolid fue a mi padre; más o menos, cuando yo tenía diez o doce años. Me contó que, tras un fallido contraataque enemigo en su desesperado esfuerzo por resistir en inferioridad de condiciones al Ejército Rojo, hicieron prisioneros a algunos españoles. Sabedores de su origen, los mandos ordenaron a mi padre que interrogara al oficial de rango superior, un teniente de brigada llamado Francisco Javier San Martín, natural de Valladolid. Así lo hizo, y llegó a entablar amistad con él intercambiando información trivial sobre sus respectivas vidas, porque no consiguió sacarle más que eso. Dos semanas después, aquel teniente fue fusilado por defender una patria y una bandera que no eran las suyas, pero mi padre cumplió su promesa de enviar unas cartas a su familia al término de la contienda. Vaya, se me ha vuelto a terminar la pinta.

—Y a mí este botellín tan ridículo.

—Sugiero que vayas pidiendo otra ronda mientras yo voy al baño para hacer espacio. Mientras, puedes ir pensando dónde vas a llevarme a cenar.

—Haragán y gorrón parecen dos cosas, una son —sentenció Sancho.

—¡Me gusta! No lo había oído antes, pero ¿tú sabes el origen etimológico de la palabra «gorrón»?

Sancho sostuvo su mirada con interés.

—Cuando baje del baño, te lo explico.

Al cabo de unos minutos, Carapocha bajaba por las escaleras de vuelta del baño. Sonreía mostrando su colmillo y, cuando se sentó en la mesa, agarró la pinta y la levantó para brindar.

Nasdarovie![32]

—¡Salud!

El sonido de los vidrios rompió la tranquilidad del bar. Ambos bebieron. Ganó el ruso.

—Un buen investigador debe ser un gran observador —afirmó el psicólogo—. ¿Tú lo eres, Ramiro?

Sancho levantó sus pobladas cejas como respuesta.

—Te propongo algo: elige una mesa y yo hago el resto.

En el local solo había dos mesas ocupadas, una por un hombre de mediana edad con un portátil y otra junto a las escaleras por dos mujeres. El inspector señaló con el mentón la de las féminas, que quedaba a la espalda del psicólogo.

—Sabía que te decidirías por esa. ¿De qué dirías que están hablando?

—No tengo forma de saberlo.

—Eso no es cierto, y te lo voy a demostrar.

Carapocha se tomó unos segundos y cerró los ojos antes de hablar.

—Por la diferencia de edad y la coincidencia en algunos rasgos faciales claves, como la distancia entre los ojos, la profundidad de las cuencas oculares, el arco supraciliar, el nacimiento del pelo y el remate cónico de la barbilla, aseguraría que son madre e hija. Queda patente que ambas siguen la misma dieta, con más calorías que la despensa de un charcutero; sin duda, herencia de la cocina a base de guisos de la abuela materna. La madre ha adoptado en la mesa una postura dominante, con ambos pies en el suelo, los codos encima del tablero e invadiendo el espacio neutral que las separa. La hija, en cambio, se mantiene a la defensiva con las piernas y brazos cruzados, reclinada sobre el respaldo y prácticamente sin intervenir en la conversación. —Carapocha abrió los ojos para encontrarse con los azules y asombrados de Sancho—. Hipótesis: me debato por dos, pero la marca que lleva la hija en el dedo anular es del anillo de boda sin duda alguna. Parece reciente, así que deduzco que solía lucirlo con orgullo no hace mucho tiempo.

Sancho forzó la vista para corroborar que lo que decía el psicólogo era cierto.

—Así pues, me voy a decidir por la siguiente teoría: la hija se ha separado de su marido recientemente y la madre, que nunca tragó al yerno, le está haciendo tragar el clásico «si ya te lo dije yo».

—Impresionante, aunque nunca podremos comprobar esa hipótesis.

—Eso ya lo veremos; su conversación tiene visos de ir creciendo en intensidad y volumen. Bueno, Ramiro, después de este paréntesis, voy a tratar de resumir la historia que te estaba contando para llegar hasta mi nacimiento antes de que estés completamente borracho y de que tu cerebro deje de asimilar mis palabras.

—¿Y qué pasa con lo del significado de la palabra «gorrón»?

—Otro día. En el verano del cuarenta y cuatro, mi padre fue alcanzado por la metralla de un proyectil lanzado por una pieza de la propia artillería soviética en Finlandia. Parece que un error llevó a bombardear las posiciones equivocadas causando decenas de muertos y cientos de heridos. Estos hechos eran más frecuentes de lo que se podría pensar, pero nunca trascendían, como es lógico. El caso es que mi padre se enteró de la caída de Berlín en un hospital de Minsk mientras trataban de recuperarle un ojo que finalmente perdió. A su regreso a la madre patria, pudo comprobar que «papá Stalin» no admitía a sus hijos lisiados en el nuevo Ejército Soviético, así que empleó los cuatro rublos que le dieron por invalidez en comprar una pequeña granja a las afueras de Leningrado. A los pocos meses, conoció a una bonita mujer, mi madre, Ekaterina Kuznetsova Pavlevna, con la que se casó después. Ese mismo año, tuvieron una niña, Irina, que murió a los pocos meses de difteria. En las zonas rurales apenas había medios para tratar las muchas enfermedades provocadas por la escasa y mala alimentación. Así, mi padre decidió que tenían que trasladarse a Moscú en respuesta a la necesidad de personal cualificado para trabajar en las fábricas de metalurgia. No le fue nada mal, y en 1949 llegó otra niña a la que llamaron Yelena. Él seguía empeñado en tener un varón, y lo consiguió en 1953, cuando nací yo. Me pusieron el nombre de su padre, mi abuelo.

Sancho desvió la mirada a la pantalla de su móvil, que hasta ese momento descansaba tranquilamente al lado de un cenicero negro. Dudó en aceptar la llamada de Martina Corvo.

—¿Qué pasa, inspector? ¿No se atreve a coger el teléfono a una mujer?

Carapocha había girado la cabeza para leer el nombre en el identificador de llamada. Sancho se decidió.

—Sancho.

—Hola, Sancho.

—Hola, Martina.

—Esperaba que me llamaras para tratar el segundo poema. ¿Ya no necesitas mi ayuda?

Mientras, Armando Lopategui pasaba las hojas del informe como queriendo encontrar algo antes de que se agotara el tiempo.

—No. Es decir, sí. Vamos, que no he tenido tiempo.

—Ya, tiempo —repitió Martina—. ¿Qué te parece si nos vemos luego? Podría resultarte de interés para la investigación.

—Sería estupendo, pero estoy con un… —Sancho dudó en la definición.

—Psicólogo criminalista —añadió Carapocha, que parecía haber encontrado lo que buscaba.

—Con un psicólogo criminalista que nos va a ayudar en la investigación —dijo terminando la frase.

—Ya, bueno. Otro día, entonces. Espero tu llamada.

—Sí, te llamo esta semana sin falta.

Carapocha le arrebató el teléfono de la mano ante la mirada estupefacta del inspector.

—Doctora Corvo, soy Armando Lopategui, el psicólogo criminalista. Luego te volvemos a llamar para tratar ese segundo poema. ¿De acuerdo?

—Sí, de acuerdo —repitió la doctora algo confusa.

—Hasta ahora.

—¡Hay que joderse! —se lamentó escondiendo la cabeza bajo sus manos con los dedos entrelazados.

—Dime, Ramiro, ¿está buena? —preguntó con los ojos fuera de sus órbitas y mostrando las dos filas de dientes color marfil.

—Sí, lo está.

—Mucho mejor, entonces. ¡Me va a gustar este equipo de trabajo! —voceó aplaudiendo como una foca con las palmas unidas por las muñecas sin separarlas del pecho.

Sancho seguía tratando de averiguar a quién le recordaba.

—Son las 19:35 —anunció Carapocha—. Hasta que quedemos para cenar, me da tiempo a terminar con mi historia.

El inspector bebió para seguir escuchando; Armando Lopategui, para seguir relatando.

—Mi infancia fue normal a pesar de que mi aspecto físico no lo era. En aquellos tiempos, se pensaba que todos los niños albinos éramos hijos de oficiales alemanes y de zorras colaboracionistas, así que mi padre me preparó desde muy temprana edad para que pudiera defenderme por mí mismo. Cuando llegaba de la fábrica, me enseñaba a pelear, a cocinar, a leer y a escribir en castellano. Sus clases siempre empezaban con la frase «Uno no sabe quién es si no sabe de dónde proviene». A diferencia de lo que ocurría con la mayoría de los chicos de mi edad, mi padre no me hacía trabajar, pero me exigía mucho con los estudios. Si no estaba entre los primeros de la clase, me lo hacía pagar caro, créeme. Vivimos con muchas limitaciones, pero tengo recuerdos felices en general. Hasta que ocurrió el hecho que marcó mi vida; nuestras vidas —corrigió.

Carapocha endureció el semblante e hizo un pequeño receso para humedecerse la garganta antes de continuar:

—Yo tenía quince años, mi hermana Yelena acababa de cumplir los diecinueve y tenía un novio, Anatoliy, al que veía a escondidas de mi padre. Mi madre y yo lo sabíamos, pero nunca le dijimos nada. A mi padre no le gustó el día que se lo presentó formalmente; alegó que tenía algo muy raro en la mirada, y pidió a Yelena, con su particular estilo, que no volviera a verle. Mi hermana, lógicamente, no le hizo caso. Una noche, pasadas solo unas semanas de la advertencia de mi padre, mi hermana no regresó. Tardaron más de un mes en localizar su cadáver en el jardín del novio junto a los de otras tres chicas.

—Joder —masculló.

—El tal Anatoliy, cuyo verdadero nombre era Kostantin Bogdanovich Goludev, fue condenado a la pena capital y ejecutado. Mi padre nunca volvió a ser el mismo; apenas hablaba y se fue extinguiendo poco a poco, aunque duró el tiempo suficiente como para ver morir de cáncer a mi madre, tan solo dos años después de aquello. Yo era muy buen estudiante, y tratar de entender el porqué del comportamiento humano fue lo que me empujó a matricularme en 1971 en la Facultad de Psicología de la Universidad Estatal de Moscú M. V. Lomonósov que, en aquellos tiempos, estaba dirigida por el decano Alekséi Leóntiev, una eminencia. Desde el primer día, me entregué con ahínco a mis estudios e investigaciones, y llegué a ser el primero de mi clase. Así, llamé la atención del KGB que, inmerso en un proceso de cambio, había puesto toda su atención en reclutar carne fresca en las universidades. Sobre todo, se interesaron por los jóvenes brillantes sin mucho que perder, como era mi caso. Transcurridos tres años de duro entrenamiento militar, estudios y adoctrinamiento, ya me había ganado una nueva familia con nuevos padres y hermanos a los cuales ya no podría renunciar.

—El KGB —repitió Sancho.

—Exacto, el Komitet Gosudárstvennoy Bezopásnosti —pronunció en ruso— o Comité para la Seguridad del Estado. Como te dije al principio, tenemos que conocer de dónde venimos si queremos trabajar juntos en esto.

—Estoy de acuerdo, solo que me parece…

—¿De película? —se anticipó Carapocha.

—Sí, de película —corroboró Sancho.

—Bueno, te diré que no tiene tanto glamour como nos han hecho ver en Hollywood. Yo solo tenía veinte años y, estando en plena Guerra Fría, la Unión Soviética necesitaba sangre nueva para poder derramar la de sus enemigos. Aunque no existiera campo de batalla, matamos y morimos por unos ideales que se fundamentaban en el miedo. Mis estudios en psicología y mi facilidad para los idiomas hicieron que me destinaran al 8.º Alto Directorio. Nos ocupábamos del desarrollo de sistemas criptológicos, vigilancia de las comunicaciones en el exterior y nuevos métodos de comunicación. Pudimos saber que la CIA estaba desarrollando un grupo especializado en la elaboración de perfiles psicológicos, y nuestro director, Yuri Vladímirovich Andropov, no quería quedarse atrás. Ahí empecé yo a destacar y, a pesar de mi edad, me hice un hueco importante en Lubianka[33]. Mi padre no supo nada hasta que enfermó y empezó a perder la movilidad. Solo entonces decidí contárselo. Murió de un ataque al corazón en su silla de ruedas en junio de 1978 y, aunque nunca se lo escuché decir, creo que estaba orgulloso de mí.

Sancho no pestañeaba, lo cual animó a Armando a continuar.

—Con veinticinco, la carrera terminada y mi adiestramiento completado, me enviaron a mi primer destino en el extranjero: Berlín. En Normannenstrasse[34] colaboraba con el escudo y la espada del partido, la Stasi, en la organización de la Administración 12, que se encargaba de la vigilancia de las comunicaciones tanto internas como con el exterior. Durante esos años tuve el honor de trabajar con Mischa Wolf[35], del que aprendí todo lo que no venía en los manuales. Mi primera misión fue elaborar el perfil psicológico de Karol Józef Wojtyła, un ciudadano polaco que se postulaba como nuevo Sumo Pontífice de la Iglesia católica, con el peligro que eso suponía para la hegemonía soviética en los países del este.

—¿Investigaste a Juan Pablo II?

—En realidad, nosotros no investigábamos. Simplemente, elaboramos el perfil a partir de los informes que nos llegaban de inteligencia. Buscábamos una posible conspiración orquestada por los alemanes occidentales y los americanos para desestabilizar el telón de acero. No encontramos nada. Bueno —rectificó—, nada que probara que el que sería Papa estuviera inmerso en aquella supuesta conspiración. Por cierto, su sucesor os bendecirá con una visita en unos días, ¿no? ¿Vas a ir a verle?

—Prefiero ver a los Rolling.

Sancho miró la hora: las 19:59.

—¡Mira, mamá! ¡¡Vete a la mieeerda!! Me casé con él porque me dio la gana, por lo menos a mí nunca me tocó la cara —gritó la muchacha justo antes de sacar sus carnes del local de forma tan airada como poco decorosa.

—Ni la cara ni ninguna otra cosa, que para eso ya tenía a la otra —replicó la madre a modo de despedida.

Carapocha le guiñó un ojo y continuó hablando:

—Se nos hace tarde, voy a concretar. Durante la carrera y a raíz de lo que le sucedió a mi hermana, me interesé por el estudio de la mente criminal y tuve la oportunidad de profundizar en el perfil psicológico de algunos asesinos en serie. Estudié toda la documentación a la que pude tener acceso en aquella época. Te puedo nombrar casos como el de Gilles de Rais, un noble francés del siglo XV al que, junto a sus lacayos, se le atribuyó el asesinato, violación y desmembramiento de no menos de mil niños en un período de ocho años. El de Thug Behram, un hindú de finales del siglo XVIII sobre el que pesan más de novecientos asesinatos rituales. En Japón, Miyuki Ishikawa terminó con la vida de más de cien recién nacidos con sus propias manos. El del Petiso Orejudo, en Argentina, que comenzó su carrera como asesino en serie con tan solo diez años llegando a matar a cuatro niños e intentándolo con otros siete. O el caso de H. H. Holmes; este es buenísimo, verás…

Sancho frunció el ceño como reacción a la sonrisa macabra que lucía Carapocha en su relato.

—Este yanqui de finales del XIX se construyó su propio castillo a base de estafas, y a él llevaba a sus víctimas para torturarlas primero y asesinarlas después de mil y una formas distintas. Incluso —añadió Carapocha entre risas— inventó un sistema industrial para hacer desaparecer los cadáveres. Un fenómeno.

—Parece que todo esto te divierte —objetó el policía en tono acusador.

—Yo no diría tanto. Pero sí, tengo que reconocer que haber estudiado más de doscientos expedientes de asesinatos en serie ha provocado en mí una pérdida de la sensibilidad que se le presupone al ser humano ante las atrocidades cometidas por sus semejantes. Sin embargo, déjame que te hable de otros casos mucho más recientes, como el de Albert de Salvo, Ted Bundy, Ed Kemper, Monty Russell, John Gacy, Andrew Cunanan o Henry Lee Lucas, por citarte algunos. He profundizado en todos estos y participado personalmente en otros como el de Peter Sutcliffe[36] y no —enfatizó negando con el dedo índice—, no quiero darte la impresión de ser frívolo, pero puedes dar por seguro que todo esto te superará como me superó a mí si cometes el error de implicarte demasiado. ¿Puedo contarte algo?

—Adelante.

—Joachim Kroll, más conocido como el caníbal del Ruhr, fue el primer asesino en serie con el que me entrevisté en persona. No podía haber elegido a un espécimen peor. Este analfabeto asesinó desde 1955 hasta 1976 a, por lo menos, trece personas de edades comprendidas entre los cuatro y los sesenta y un años. Normalmente, las estrangulaba y las violaba, por ese orden —aclaró—. Pude hablar con él en tres ocasiones en la cárcel de Rheinbach, durante el año 1979. ¿Sabes qué es lo que más me impresionó o, mejor dicho, me marcó de este sujeto?

Sancho no contestó.

—No fue que me contara cómo disfrutaba cuando estrangulaba a una niña de cinco años ni el placer que le causaba cocinar los muslos de otra víctima de doce, no. Lo que realmente me impactó de él fue que, cuando actuaba, lo hacía de forma impulsiva y aleatoria. Nada de planificación. Joachim Kroll vivía su vida hasta que se le presentaban las condiciones propicias para cometer otro asesinato. Entonces, procedía con una determinación absoluta digna de admiración.

—¿Admiración? —repitió frunciendo el ceño.

—Sí, admiración y pavor. Que terminara sus días como asesino en serie fue simplemente fruto de la casualidad. Algunos restos de su última víctima aparecieron en el retrete de un vecino, y eso llevó a la policía a su detención. Confesó ocho de los asesinatos porque era de los que se acordaba, pero aseguró haber cometido muchos más. No pasó ni un año desde 1955 sin que asesinara brutalmente a alguien. En mis conclusiones, anoté que nunca habrían dado con él si hubiera procedido de forma más organizada.

—¿Adónde quieres llegar? Te aseguro que me tienes desconcertado.

—Lo que quiero hacerte entender, Ramiro, es que tendrás que estar preparado para competir en una carrera de fondo en la que tu rival conoce mejor el recorrido y te lleva mucha ventaja. Durante el trayecto hasta aquí, he podido detectar que estás empeñado en correr a un ritmo mucho más elevado del que vas a ser capaz de aguantar.

Sancho se acarició el mentón y pensó que un día de estos debería podar su barba.

—Es posible que tengas razón —reconoció—, pero no cuento con un bagaje en este tipo de casos y no sé muy bien a qué nos enfrentamos.

—A quién —corrigió Carapocha—. Esa es la clave, y para eso estoy yo aquí, para ayudarte.

—¡Hay que joderse! ¿Tenía que tocarme esto a mí?

—Bueno, muchos otros antes que tú han tenido que enfrentarse a estos monstruos. De hecho, mis amigos del FBI aseguran que, en estos momentos, hay al menos doscientos asesinos en serie en activo solo en los Estados Unidos. No hay rincón del planeta en el que no se hayan producido hechos similares a los que te he mencionado. Y todavía no te he hablado de otros a los que, amparados en un conflicto bélico, se les permite dar rienda suelta a su voracidad. Estos asesinos, denominados genocidas, focalizan todo su odio en una etnia concreta buscando su exterminio, y te puedo asegurar que actúan con total impunidad. Fui testigo de ello en primera persona durante el conflicto de los Balcanes. Lo tengo aún tan reciente…

El gesto se le endureció y desvió la mirada. Tragó saliva antes de pronunciar el nombre de Ratko Mladic[37]. Luego cogió aire para seguir hablando.

—Te sorprenderías del nivel de crueldad al que pueden, rectifico, podemos —enfatizó señalando con el índice a Sancho y a sí mismo— llegar los seres humanos. No existe otro ser vivo que nos pueda igualar en atrocidades cometidas contra miembros de su misma especie.

—Estoy seguro de ello. Hay mucho enfermo por el mundo.

Carapocha le indicó con la mano que se detuviese mientras apuraba la pinta.

—Espera, espera…, creo que tendríamos que establecer las bases principales para que podamos entendernos. Los que tú denominas «enfermos» son solo una parte de los individuos que protagonizan estas macabras historias. No quiero aburrirte con una clase magistral, pero te diría que hay que distinguir dos grandes grupos siguiendo el criterio de imputabilidad y por simplificar las cosas: los enfermos mentales y los que sufren un trastorno de la personalidad. Entre los primeros, se encuentran los psicóticos, esquizofrénicos y paranoicos, incapaces todos de conectar con la realidad; los oligofrénicos, que sufren una insuficiencia cuantitativa en el grado de inteligencia, o los neuróticos, que son los que experimentan reacciones anómalas ante determinadas situaciones. En la otra gran categoría, se agrupa a todos aquellos que padecen un trastorno grave de la personalidad y que conocemos como psicópatas o sociópatas. ¿Está clara la categorización hasta aquí?

—Creo que sí. Consecuentemente, al primer grupo, el de los enfermos mentales, no se le puede imponer una pena de cárcel, mientras que a los psicópatas sí.

—Eso es, aunque, por norma, los enfermos mentales actúan de forma impulsiva y, por lo tanto, son mucho más fáciles de localizar y detener. Sin embargo, los psicópatas que desembocan en el crimen son rivales mucho más peligrosos y complicados de atrapar; sobre todo, aquellos que se encuadran entre los que denominamos como «organizados».

—¿Y bien? ¿A quién crees que nos enfrentamos? —quiso saber el inspector levantando sus pobladas cejas pelirrojas.

—Veamos. Normalmente, parto del modus operandi para llegar a un diagnóstico por descarte. Así, yo descartaría casi con total seguridad que se trate de un enfermo mental dada la premeditación, planificación y cuidado con el que actúa.

—¿Se trata, por tanto, de un psicópata?

—Es probable, pero aunque tuviéramos la certeza absoluta, significaría avanzar muy poco, ya que no hay dos psicópatas que actúen de la misma forma. En este caso, el hecho de que nos esté dejando poemas marca su estilo propio.

—¿Se conocen casos similares?

—Muchos en las películas yanquis, menos en la vida real, pero no tengo ninguno en la cabeza que haya dejado poemas en el escenario del crimen. No obstante, revisaré mis archivos. ¿Qué hora tenemos?

—Las ocho y media pasadas.

—Pues paga y vámonos, no hagamos esperar demasiado a la doctora. Por cierto, que no quiero que se me olvide: el jueguecito de la observación de antes era solo un montaje. Verás, cuando subí al baño, hice el esfuerzo de fijarme muy bien en los rasgos de ambas mujeres y escuché un «Mira, hija, ese tipo no era para ti». Entonces, me monté la historia en el baño con el objeto de enseñarte algo que te puede servir de mucho en el futuro y que contradice lo que todo el mundo piensa sobre el juego del engaño. Me lo dijo un buen amigo, Goran Jercic[38], un apátrida musulmán cuyo destino quedó unido al mío un mes de julio de 1992 en Prijedor[39]. Aquella frase se me quedó grabada por siempre en mi memoria.

—Dispara, camarada.

—Normalmente, lo que parece es simplemente eso: lo que parece que es. Ahí radica el secreto, en hacer creer a tu rival que nada es lo que parece cuando la realidad es, precisamente, lo que se refleja en el espejo.

Sancho grabó la frase, aunque no supo interpretar su significado en ese momento.

—Ya lo entenderás, ahora tienes que decidir dónde nos vas a invitar a cenar.

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