Memento mori

Memento mori


Los escombros que nos restan

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Los escombros que nos restan

Comisaría de distrito

Barrio de las Delicias (Valladolid)

27 de diciembre de 2010, a las 7:48

Sancho bajó del coche visualizando la reunión que iba a mantener en unos minutos con su equipo. Había estado apartado de la investigación durante unas semanas, pero se sentía con energías renovadas y así se lo quería demostrar a su gente. Encajó en la cara la bofetada de cuatro grados centígrados bajo cero como una palmada de ánimo y aceleró el paso.

Le resultó extraño el silencio que reinaba en la comisaría mientras subía las escaleras en dirección a su despacho, pero lo achacó a las fechas navideñas. Carapocha le estaba esperando en la puerta del Grupo de Homicidios.

—Puntual como el británico que llevas dentro. Así me gusta —dijo el psicólogo.

—Mi padre decía que los defectos de una persona se intensifican en la memoria de la persona que la espera. Yo, como tengo muchos, no doy opción.

—Un hombre sabio, tu padre.

—Sí, a su manera. Vamos a ver a nuestra experta en retratos robot o, mejor dicho, la única persona de la comisaría que sabe manejar correctamente el programa.

La policía llevaba años utilizando un software para elaborar retratos robot a partir de la descripción de una o varias personas de los rasgos principales de un sujeto. El de Gregorio Samsa se había hecho con las aportaciones de los dos agentes que le habían tomado declaración el día después del primer asesinato y la del agente Navarro, de la motorizada.

Cuando se dirigían a las dependencias de la científica, Peteira llamó la atención del inspector.

—Buenos días, inspector.

—Buenos días, y feliz Navidad.

—Papá Noel te ha dejado un bonito regalo de bienvenida. Acaban de encontrar el cadáver de un varón en un descampado a las afueras de La Cistérniga. Según me han dicho, tiene la cara más machacada que el peluche que comparten mis hijos. Voy para allá con Montes y Botello.

—Cuando la mierda valga algo, los pobres nacerán sin culo. ¡A ver si se acaba el año de una vez! Llamadme en cuanto sepáis algo.

—Estaremos allí en diez minutos.

Cuando llegaron a las dependencias de los de la científica, Patricia Labrador ya tenía abierto el retrato robot del sospechoso.

—Buenos días, Patricia. Este es Armando Lopategui, el psicólogo criminalista que colabora con nosotros en la investigación.

—Encantada —contestó agarrando el ratón—. Coged esas sillas. Tú dirás.

—Vamos a darle un toque de realidad a esta cara. Lo primero que quiero es que le quites el pelo, las gafas y esa perilla que es más falsa que la sonrisa de Stalin. Señor experto en elaboraciones de perfiles psicopáticos —dijo poniendo la mano en el hombro de Carapocha—, ¿cuáles son los rasgos faciales que no pueden modificarse sin una intervención quirúrgica?

—Supongo que tenemos claro que los psicópatas no presentan rasgos físicos distintivos que nos permitan detectar a tales sujetos a simple vista.

—Así es, pero, que yo conozca, eres la persona que más psicópatas ha visto en su vida. Por eso, quiero que intervengas en la reelaboración del retrato robot. ¿Te parece que este tipo de la pantalla puede parecerse al que buscamos?

—No —respondió categóricamente el psicólogo.

—Pues eso.

—De acuerdo. Respondiendo a tu primera pregunta, la forma y el tamaño del cráneo y el mentón, así como la localización de los rasgos faciales; es decir, ojos, orejas, pómulos y nariz.

—Estupendo. Yo me crucé solo un segundo con él, pero diría que tenía el mentón algo más cuadrado.

—Modificado —confirmó Patricia.

—Vamos con las cejas. Las haremos más cortas y estrechas, porque si ha querido modificar este rasgo, seguro que lo ha hecho tapándose las suyas con otras postizas más grandes.

—Vamos allá.

—Pégaselas más al ojo y hazlas algo más curvas. No tan rectas —solicitó Carapocha.

—Sobre el color de los ojos, Botello, Gómez y Navarro coincidieron en que eran de color verde. Vamos a dar por hecho que llevaba lentillas de ese color, así que ponle ojos oscuros.

—Patricia, por favor, júntalos un poco y hazlos algo más pequeños —apuntó de nuevo el psicólogo.

—Estupendo. En cuanto a la nariz, dijeron que era ancha y terminada en punta. Yo coincido en ese punto, y no creo que se haya sometido a una rinoplastia relámpago en estos últimos días.

—No, pero podría llevar correctores nasales.

—¿Correctores nasales? —repitió Patricia.

—Sí. Son como unos bastoncillos flexibles que se meten por dentro de la nariz y que, básicamente, elevan la punta.

—¿En serio? No había oído hablar de esos chismes.

—Las mujeres del otro lado del charco los utilizan mucho, consecuencias occidentales del excesivo consumo de televisión.

—¿Cómo pueden conseguirse?

—En cualquier farmacia o por Internet, ¿te los vas a comprar?

—Sí, pero para elevarme otra punta, camarada. Sigamos.

—Espera. Patricia, por favor, prueba con esta otra —le solicitó señalando uno de los cuarenta y cuatro modelos de nariz que aparecían en pantalla.

—¿La de boxeador? —preguntó el inspector extrañado.

—Sí. Poniéndome en su lugar, sería un rasgo físico que trataría de corregir para no ser identificado.

—Bien pensado. Está adquiriendo un aspecto bastante distinto, me lo creo más. Ahora, la boca. Un segundo —dijo Sancho mirando el identificador de llamada de su móvil—, es Peteira.

El inspector frunció tanto el ceño que los pelos de sus cejas casi podían abrazarse.

—¡No me jodas, Álvaro! ¿Estáis seguros? Bien. No toquéis nada, voy de camino.

El inspector estaba visiblemente aturdido.

—Tengo que marcharme —anunció Sancho dejando caer la mirada al suelo—. El tipo que han encontrado esta mañana en la escombrera; podría tratarse de nuestro sospechoso —continuó, señalando a la pantalla del ordenador—. Armando, ¿puedes quedarte a terminar con esto?

Carapocha asintió.

—Cuando lo tengas, me lo pasas por e-mail, por favor —le pidió a Patricia—, así puedo redistribuirla, aunque lo mismo ya no hace falta.

—Solo un segundo, inspector.

Sancho se giró.

—Después de esto, yo me marcho.

—Lo había olvidado —reconoció algo avergonzado.

El inspector y el psicólogo se abrazaron golpeándose mutuamente la espalda.

—Ya nos veremos —auguró Sancho sin volver la cabeza.

Carapocha no quiso exteriorizar lo que estaba pensando, y se despidió con un udacha[74].

Nueve minutos después, el inspector ya estaba en el escenario del crimen. El lugar se encontraba casi a las afueras del pueblo, cerca de un descampado, y podía distinguirse un perímetro vallado en el que se apilaban escombros de obra y piezas de maquinaria agrícola. Dejó el coche al lado del de Peteira, que ya estaba coordinando el acordonamiento de la zona con los de la científica. Sancho caminaba cocinando los ingredientes en su cabeza. Le resultaba difícil de creer que un tipo que había tenido en jaque a toda la policía, y del que apenas se sabía más que su nombre, estuviera muerto en ese sitio. Según avanzaba, pudo distinguir el plumas rojo que estuvo persiguiendo por las calles de Valladolid, y el estómago se lo corroboró con esa sensación que se produce justo en el momento en el que se inicia la bajada de una montaña rusa.

El cuerpo se encontraba fuera del recinto, parcialmente cubierto con algunos escombros y follaje que había sido arrancado de los alrededores para tratar de ocultar el cadáver. Estaba boca abajo, con las piernas abiertas y la cabeza ladeada; tenía el brazo izquierdo recogido cerca de la cabeza, y el derecho estirado. La tierra había absorbido la sangre que había brotado del cráneo; en la mitad de la cara que quedaba al descubierto, no podía distinguirse ningún rasgo facial. El pómulo estaba totalmente hundido, y la frente se asemejaba a un paisaje cárstico a vista de pájaro.

—Extraña postura —observó Sancho al llegar.

—El cuerpo ha sido colocado de esta forma post-mortem, eso lo tengo claro —certificó Santiago Salcedo, jefe de la Policía Científica.

—¿Quién lo encontró?

—Un vecino que venía a tirar esos escombros —dijo señalando una carretilla a escasos metros de la que asomaban restos de ladrillo y tuberías— a las 7:42 de esta mañana. Peteira y los suyos han llegado enseguida, han encontrado su DNI al registrar el cadáver y han avisado a la central. Por cierto, me alegro de verte de nuevo. Ojalá se haya terminado toda esta mierda.

—Le han machacado a base de bien —intervino Peteira.

—Sí, ha tenido que ser con un objeto contundente —opinó Salcedo—. El ensañamiento es más que evidente.

—¿Habéis tomado ya las fotos necesarias? —quiso saber Sancho.

—Sí —contestó Mateo sin despegar el ojo del visor.

—Vamos a darle la vuelta, quiero verle la cara.

—¿No esperamos al juez? —cuestionó el jefe de la científica.

—Hoy no.

—Pues no contéis conmigo —advirtió Mateo recordando el episodio en la casa de la madre.

Salcedo se agachó y, agarrándolo de un hombro, giró el cuerpo hasta ponerlo de espaldas. Las exclamaciones de los presentes se mezclaron creando un idioma imposible de descifrar.

La víctima, simplemente, no tenía cara.

—¡Qué barbaridad, Santo Dios! No había visto cosa igual en mi vida. ¡Qué desastre! —insistió Salcedo.

—¡Hostias! —verbalizó Peteira sazonando el vocablo con acento gallego.

Sancho se dio media vuelta y se pasó la mano por el mentón mirando al suelo. No había forma de reconocerle, pero aun así, llamó la atención del agente Botello.

—Áxel, ¿tú qué dirías?

—¿Estás de coña? Diría que el tipo que lo hizo debía de odiarle mucho para hacerle esto.

—¿Altura, peso, color del pelo?

—Altura… yo diría que sí, aunque este tipo parece algo más delgado. También el color del pelo, pero no estoy cien por cien seguro. No sé, podría ser el mismo, pero es difícil asegurarlo sin la cara. Desde luego, el de la foto del DNI se parece mucho al que vino a declarar a comisaría; de eso no tengo la menor duda.

—Déjame verlo.

Sancho se puso los guantes para examinar la foto del carné de identidad, modelo antiguo y caducado.

—Dádselo a los de documentoscopia. ¡Hay que joderse! —exclamó alargando la erre—. No me puedo creer que todo esto termine así.

—Sancho —interrumpió Peteira—, acaba de llegar la juez.

—Gracias. Por cierto, ¿dónde está Matesanz?

—Está de baja por enfermedad desde el viernes.

—¿De baja? Ya es casualidad que tras veinte años de servicio, precisamente hoy el incombustible Matesanz se coja su primera baja.

Sancho fue al encuentro de la juez, que llegaba caminando con paso firme hacia el escenario del crimen, para evitarle el mal trago.

—Aurora.

—¡Menudo regalo de bienvenida!

—Sí. Será mejor que te ahorres el reconocimiento, le han destrozado la cara.

—Gracias, inspector, pero tengo que verlo. Lo sabes.

A Aurora Miralles se le endureció el gesto.

—¿La causa del fallecimiento es traumatismo craneoencefálico? —consultó la juez a Salcedo.

—Creemos que sí. No hay signos que nos hagan pensar otra cosa, pero debemos esperar a la autopsia para certificar la hora y causa de la muerte.

—De acuerdo. ¿Qué sucede, Sancho? —preguntó la juez advirtiendo el semblante preocupado del inspector.

—No me encaja. No me cuadra.

—Explícate.

—¿Por qué destrozarle así la cara? —cuestionó el inspector volviéndose hacia ella.

—No te entiendo.

—Para que no identifiquemos a la víctima.

—¿Estás sugiriendo que esto lo ha hecho nuestro asesino y luego le ha colocado un carné falso para hacernos creer que está muerto?

—Podría ser, no sé.

—Sancho…

En ese momento, sonó el teléfono de Sancho. Era Travieso. Antes de atender la llamada, le rogó a la juez Miralles:

—Solo te pido que no demos carpetazo al caso sin estar seguros.

Aurora Miralles asintió con la mirada.

—Buenos días, Sancho. Ya me han informado, espero que podamos poner punto final a esta historia.

—Todavía no lo sabemos, comisario.

—Pongámonos manos a la obra con ello. De todos modos, te llamo por otro tema. Me acaba de contactar la hija de Bragado. Estaba muy asustada. Parece que el bueno de Jesús lleva desaparecido desde el día de Nochebuena, que fue la última vez que habló con él para quedar a comer el día de Navidad. No apareció, y no consigue localizarle ni por teléfono ni en su casa. Dice que le notó mucho más tenso de lo habitual cuando habló con él, y le mencionó algo así como que todo iba a cambiar. Seguramente esté enganchado a una botella, pero id a comprobarlo ya que estáis allí, por favor.

—¿Acercarnos? ¿Dónde?

—A su casa. Vive allí mismo, en La Cistérniga.

Sancho enmudeció y cerró los ojos con fuerza.

—Vamos de inmediato.

El inspector agarró a Peteira del brazo y se acercó al cadáver.

—Álvaro, ¿tú sabes dónde vive Bragado?

—¿Qué pasa, inspector? No sé. ¡Espera, carallo! Sí, vive aquí mismo. Botello lo tiene que saber, porque montaban en su casa unas timbas de mucho cuidado. Voy a preguntarle. ¿Qué demonios sucede?

Sancho no tardó en contestar:

—Bragado está muerto.

La casa de Bragado se encontraba a solo cincuenta metros subiendo por un camino de tierra que estaba totalmente embarrado; construida en dos alturas, con fachada de ladrillo y un porche de entrada que marcaba el acceso principal a la vivienda. Las persianas estaban totalmente bajadas y, aunque llamaron varias veces al timbre, no escucharon ruido alguno en su interior.

—Hay que entrar —ordenó Sancho.

—Vale, pero tú das las explicaciones a Bragado —advirtió Peteira antes de abrir la puerta de una patada.

Con el treinta y ocho en la mano, Sancho entró el primero seguido por el subinspector, Botello y Gómez.

—Buscad arriba, pero no toquéis nada —advirtió Sancho a los agentes.

En la planta baja había un salón en el que se amontonaban, mal distribuidos, algunos muebles viejos y poco vistosos. El aseo y la cocina presentaban las mismas características: suciedad y desorden. Cuando encendió la luz, pudo escucharse el inconfundible sonido de los insectos de seis patas buscando escondite.

—Lo único que hay aquí son cucarachas —apuntó Peteira.

Cuando bajaron los agentes negando con la cabeza, Sancho preguntó:

—Esa puerta, ¿adónde lleva?

—Es el acceso a lo que él llama «el casino de La Cistérniga», un tinglado que se montó más postizo que una escena de acción del equipo A. En realidad, es una construcción separada del edificio principal que su padre utilizaba como almacén. Bragado lo acondicionó cuando le compró la casa a su hermano y se trasladó a vivir aquí. Ahí es donde nos desplumaba al julepe los jueves —informó Botello.

—Tiene que estar ahí —auguró Sancho.

Cuando consiguieron abrir la puerta del casino, el hedor de la muerte salió a recibir a los agentes, que se quedaron inmóviles y sin cruzar palabra entre ellos hasta que la voz grave de Sancho hizo que volvieran en sí:

—Avisad a la gente de Salcedo. Que vengan cagando leches.

Residencia de Augusto Ledesma

Barrio de Covaresa

—¡Amigo Pílades!

—Orestes.

—¿No te alegras de oírme?

—Claro que sí —mintió.

—Finges muy mal, querido.

—No ando muy bien de salud. ¿Cuándo nos vemos?

—Precisamente por eso te llamaba. ¿Qué tal el viernes día siete?

—¿No puede ser antes?

—Imposible, amigo, tengo planes con una chica para despedir el año en condiciones.

—¿Con una chica?

—No seas malpensado, es solo una buena amiga; no entra en mis planes. Ya sabes, hombre, semen retentum, venenum est[75] —entonó.

Pílades emitió un chasquido con la lengua como respuesta.

—Debería alegrarte que sea capaz de relacionarme.

—Me alegra, pero cuidado con quién compartes la cama.

—Tranquilo, ella es solo una distracción que no durará mucho en mi vida. De hecho, pienso irme en breve para pasar una temporada fuera de Valladolid mientras dan el caso por zanjado.

—¿A qué te refieres?

—He seguido al pie de la letra la fórmula: planificación, procedimiento y perseverancia. Lo he organizado todo para que le carguen el mochuelo a otro desgraciado.

—¿A quién?

—No importa quién, importa el cómo. Sin gato, el ratón es libre, tú me lo dijiste. Déjame que te lo cuente en persona, tengo muchas ganas de compartirlo contigo. Quiero mostrarte que ya no soy una hoja más del árbol, ni una simple baldosa, aunque, por el momento, he decidido que mi brillo no se refleje.

—Claro, ahora esa luz podría cegar impidiendo que tu obra se aprecie correctamente.

—¡¡Exacto!! Veo que lo has entendido.

—¿Cómo no lo voy a entender?

—Por supuesto. Todavía puedo escuchar tus palabras en Central Park y en el Tiergarten.

—Tienes que hacerme partícipe de todo. El momento es este, ¿no crees? Y luego, el día siete, lo celebramos juntos en el Milagros.

—Tienes razón —claudicó al fin—. ¡El momento es este! Ponte cómodo.

Comisaría de distrito

Barrio de las Delicias

A las dos de la mañana, el café era el líquido más cotizado entre el personal que todavía no se había marchado a su casa. Entre ellos, Sancho, Peteira, Matesanz y Travieso, que se disponían a mantener un intercambio de ideas en las dependencias del Grupo de Homicidios. El inspector rezumaba crispación; Peteira, cansancio; Matesanz, malestar general, y Travieso, prisa; urgencia por cerrar el caso y plantarse en el despacho de Pemán con la cabeza muy alta. Sancho esperaba con expresión iracunda a que Travieso colgara el móvil para empezar a hablar. Tenía a Matesanz a su izquierda y a Peteira a su derecha. Sabía que lo que iba a plantear tenía pocas opciones de ser aceptado, pero estaba convencido de que los hechos no eran tan claros como parecían a simple vista. Se notaba con fuerza para pelear y ganar el tiempo que necesitaba. La cafeína recorría su sistema nervioso frenéticamente, como la bola de un pinball. Cuando Travieso guardó finalmente el móvil en su desgastada americana de color incierto, Sancho empezó a frotarse la barba como preludio a su intervención.

—Señores, están tratando de metérnosla doblada —advirtió sin miramientos.

—Acabo de hablar con Salcedo, y su informe preliminar es más que concluyente —atajó Travieso.

—La gente de Salcedo hace muy bien su trabajo en la escena del crimen. Han recogido lo que él quería que encontráramos; por favor, no seamos tan simples.

Esa palabra le molestaba particularmente al comisario, su exmujer siempre le decía que era más simple que el mecanismo de un bote de mermelada.

—Vamos a ver, don Complicaciones, voy a enumerar los hechos i-rre-fu-tables —recalcó Travieso juntando las dos últimas sílabas y abriendo su cuaderno de anillas—. Uno, tenemos un hombre que se mete la pistola en la boca y se levanta la tapa de los sesos. Los resultados de balística certifican que disparó él, que estaba vivo cuando lo hizo, y mayormente borracho, con una tasa de uno coma dos gramos por litro. Dos, tenemos sus huellas en la pistola esa paralizante; además, esta guarda un registro cada vez que se dispara y, de las tres veces que se utilizó, dos coinciden con las fechas del segundo y tercer asesinato. Tres, sus huellas en la cajita de herramientas de la señorita Pepis y concretamente en las dos que la científica ha certificado que fueron las que se utilizaron para hacer las mutilaciones a la primera y segunda víctima. Cuatro, los cabellos encontrados en el sofá del salón de Bragado pertenecientes a la muchacha ecuatoriana. Cinco, las cartas con los poemas preparadas para enviarse a distintos medios de comunicación. Seis, el poema de despedida que mantiene la misma línea de estilo que los anteriores argumentando los motivos que le han llevado a cometer estas atrocidades aparte de sus problemas con el alcohol; esto último es cosecha mía. Siete, los libros que se encontraron en su mesilla, en los que aparecen los personajes que utilizó para encubrir a su cómplice, y esos otros de mitología, tan presente en sus poemas. Por último, pero no menos importante, el cadáver de Gabriel García Mateo, hijo de la segunda víctima dado en adopción a no sabemos quién por malos tratos, y cuyas huellas no aparecen en nuestras bases de datos. Un drogadicto del que se sirvió Bragado para encubrir los crímenes, y al que finalmente asesina a golpes con un martillo que, por cierto, se ha encontrado en su vivienda y en el que también están sus huellas. Otra cosa más, los de documentoscopia no son capaces de encontrar en la documentación que llevaba el sujeto ni un solo indicio que indique que es falsa.

Travieso levantó la vista del cuaderno, se quitó sus gafas de cristales tintados y se dirigió a Sancho con voz cómicamente dramática:

—Como dijo el otro, Bruto tenía más posibilidades de salir inocente en un juicio que Bragado.

—Correcto, esos son los hechos —parafraseó Sancho—. Ahora yo voy a exponer mi teoría de lo que bien podría ser, aunque no lo parezca. Es cierto que Bragado apretó el gatillo, pero en relación con la conversación que habían mantenido unas horas antes, su hija dijo, cito textualmente: «Le noté totalmente eufórico y me extrañó, porque hacía mucho tiempo que no le veía así».

—Eso se puede explicar fácilmente por los altibajos derivados del alcohol —le interrumpió Travieso.

—Comisario, voy a rogarle que no me interrumpa, al igual que yo no le he interrumpido en su argumentación.

Travieso asintió molesto con un gesto despectivo.

—Como decía, desde mi punto de vista, no hay motivos suficientes que den sentido a que un hombre como Bragado decida agarrar su pistola y suicidarse. La teoría del arrepentimiento no cuadra en absoluto con el perfil del asesino en serie que nos definió el especialista; es decir, inteligente, organizado y hedonista. Entendería que se hubiera quitado la vida tras haber enviado las cartas a todos los medios para disfrutar de su momento de gloria. Tiempo tuvo de sobra para hacerlo, pero no lo hizo. ¿Por qué? Porque Jesús Bragado dio con el asesino y trató de extorsionarle, pero le salió mal. No tenía más que dejar el resto de pruebas para que las halláramos en casa de Bragado y encontrar una marioneta que suplantara su propia identidad. Os recuerdo a todos que este tipo es un experto falsificador.

Matesanz, que había permanecido callado hasta ese momento, decidió intervenir:

—Conocía bien a Bragado, lo sabéis todos. Y no me cuadra en absoluto que, si realmente sabía quién era el asesino, tratara de extorsionarle. Su única obsesión era limpiar su imagen y dar en los morros a más de uno colocándose la medalla de la detención.

—Estoy de acuerdo —intervino Travieso prolongando los labios—, creo que es de dominio público que le ofrecimos colaborar en el caso desde fuera, dada la incapacidad temporal del jefe del Grupo de Homicidios.

—Bueno, veámoslo así. Bragado trató de detenerle él solito para colocarse la gran medalla y le salió mal —argumentó el inspector.

Matesanz y el comisario resoplaron al unísono. Peteira miraba a Sancho como si quisera tomar parte.

—Yo no conocía tanto a Bragado; apenas de tres conversaciones —reconoció Sancho con voz queda—. Quizá alguno de vosotros podría decirme si Bragado era tan experto en informática como para ser capaz de violar nuestros sistemas. Si era un amante de la literatura con el ingenio suficiente como para montar los personajes de Gregorio Samsa y de Leopoldo Blume. Si tenía capacidad para escribir un solo verso que rimara y si creéis que era un maestro del disfraz. Pero, sobre todo, si de verdad pensáis que era un asesino capaz de matar a sangre fría a tres personas inocentes.

—Yo diría que no —se apresuró a comentar Peteira—. Es más, diría todo lo contrario. Bragado era incapaz de arrancar un ordenador sin crucificar a todos los santos; lo más parecido a un libro que leyó jamás fue el diario As y, aunque sí que le gustaba disfrazarse, lo hacía por otros menesteres más relacionados con juegos de cama. Y añadiré algo más, no creo que se escondiera un asesino frío y despiadado dentro de Bragado. Esta es mi opinión, pero Matesanz le conocía mucho mejor que yo.

Matesanz carraspeó antes de hablar.

—Yo no puedo asegurar que fuera capaz de hacer todo esto, pero en mis años de experiencia he visto crímenes igual o más atroces que estos cometidos por amas de casa, maridos ejemplares y hasta por niños. Lo que sí puedo decir es que Bragado era un hombre atormentado desde que se le forzó a dejar el cuerpo, y que una persona en ese estado, con los problemas con el alcohol que él tenía y que todos conocemos, es capaz de todo eso y de más. Por otro lado, conocía muy bien el procedimiento de investigación, y nuestro asesino siempre iba dos pasos por delante de nosotros. Durante los años que trabajamos juntos, me demostró que había una persona muy calculadora e inteligente bajo esa apariencia de hombre rudo. Si no recuerdo mal, el especialista habló de un tipo de psicópata que permanecía latente y oculto, conviviendo con normalidad en la sociedad hasta que despertaba en algún momento. Personalmente, pienso que Bragado despertó cuando le arrancamos lo que más quería en este mundo: su chapa de inspector. Lo que planteas —continuó volviéndose hacia su mando directo—, como bien dices, podría ser, pero aquí nunca trabajamos sobre hipótesis, sino sobre indicios y hechos probados. De momento, las pruebas que tenemos, y no son pocas, apuntan en una única dirección: el exinspector Jesús Bragado.

La argumentación del veterano del Grupo de Homicidios, acompañada por los constantes y forzados asentimientos gesticulares del comisario provincial, hicieron que Sancho diera la batalla por perdida. No obstante, no quiso darse por vencido y agotó sus últimas balas.

—Señores, creo que vamos a cometer un grave error si cerramos aquí esta investigación. En estos momentos, tenemos un retrato robot mucho más fiable. Solo le pido —dijo dirigiéndose a Travieso— que me deje intentar una última vía de investigación. Necesito tiempo para demostrar que Bragado conocía al asesino y que, ya fuera por tratar de extorsionarle o porque intentó detenerle él solo, le salió el tiro por la culata. Os puedo asegurar que él supo de quién se trataba cuando le dije el nombre del sospechoso. Lo sabía y fue a por él, pero como digo, le salió mal.

—¿Está diciendo que le proporcionó información confidencial a un civil que estaba fuera del caso? —preguntó malintencionadamente Travieso.

—No me venga con esas, comisario. Usted —acusó con el dedo índice— y Pemán han tratado de poner al frente de la investigación al mismo hombre a quien ahora están inculpando de cuatro asesinatos. Únicamente la intervención de Mejía y de la juez pudieron evitarlo. ¡Seamos serios! ¿O cree que soy estúpido? —cuestionó dando un violento e inesperado golpe en la mesa.

A Travieso se le trastabillaron las cuerdas vocales.

—Doy por terminada esta reunión —sentenció Travieso—. Mañana hablaré con la juez Miralles para exponerle nuestras conclusiones.

En ese momento, Sancho cayó en la cuenta del motivo por el que un hombre como Travieso había llegado a comisario provincial: sus tragaderas.

—No me incluya en su informe —pidió Sancho en tono exigente.

—No será necesario —concluyó Travieso en tono excluyente.

Residencia de Ramiro Sancho

Barrio de Parquesol

A las 3:12, Sancho llegó a la conclusión de que aquel no era el momento propicio para meter la tijera a la barba y, sin embargo, sí lo era para escuchar a su fiel consejero irlandés. Antes de marcharse de la comisaría, le pidió a Peteira que se patearan todos los estancos de la ciudad con el nuevo retrato robot del sospechoso. Esa marca de tabaco, Moods, solo podía comprarse en estancos y podría tener la oportunidad que buscaba para no cerrar el caso definitivamente si habían acertado con el retrato. Era su última opción.

En la urna de cristal, sobre los tres pilares de hielo, vertió cuatro segundos de sabiduría. Dejó que el frío envolviera los conocimientos ancestrales antes de instruirse de un trago. Fueron necesarias tres lecciones para tomar una decisión.

Estaba solo, pero escarbaría en los escombros para continuar adelante. A cualquier precio.

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