Melanie

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—He encontrado esto —dice Gallagher cuando Helen Justineau vuelve a la mesa.

A esas alturas la comida se le ha enfriado y los demás casi han terminado, pero Gallagher considera que esto es algo para todos. Cree que Helen Justineau tiene una sonrisa sexy para su edad y le gustaría que algún día se la brindase.

Deja sobre la mesa una botella que encontró en un cuarto escobero mientras registraban. Estaba en el suelo, cubierta por un montón de bayetas enmohecidas y no la habría visto de no haber sido porque la golpeó con el pie y oyó el ruido del líquido.

Al bajar la mirada vislumbró una esquina de la etiqueta, una tentadora pincelada de marrón y dorado que asomaba junto al borde de la mohosa montaña de bayetas azul celeste. Brandy Metaxa de tres estrellas. Una botella entera e intacta. En un primer momento se apartó de ella y de la venenosa liberación que representaba. Volvió a taparla con las bayetas para ocultarla.

Pero no podía dejar de pensar en ella. Ha estado todo el día angustiado, pensando en el viaje. En volver a Beacon y al mundo estrecho y amurallado que tanto se alegró de abandonar en su día. Se ha sentido como si caminase constantemente entre la espada y la pared. Puede, ha llegado a pensar, que los momentos desesperados requieran medidas desesperadas.

Los demás clavan los ojos en la botella y la apagada conversación que mantenían queda en suspenso al instante.

—¡Mierda! —susurra el sargento Parks con un tono que parece reverente.

—Es un buen licor, ¿no? —pregunta Gallagher mientras se ruboriza.

—No. —El sargento Parks sacude lentamente la cabeza—. No, no es demasiado bueno, pero es auténtico. No es esa mierda que destilan en cubos de lata.

Da la vuelta a la botella en las manos e investiga el sello con la mirada y con el olfato.

—Promete —dice—. Antes no habría tocado algo que no fuese coñac francés, pero qué coño… Traiga unos vasos, soldado.

Gallagher los trae. Pero no consigue la esperada sonrisa de Justineau. Está casi igual de apagada que la doctora Caldwell, como si todas las crisis que han sufrido a lo largo del día hubieran sometido a sus nervios a una tensión excesiva.

Pero entonces sucede algo aún mejor que la sonrisa, porque el sargento le sirve a él primero.

—Como organizador de la fiesta, soldado —dice una vez que les ha servido a todos—, le corresponde el primer brindis.

Gallagher, que ya está ruborizado, se ruboriza aún más. Levanta el vaso.

—¡Una botella para los cuatro y que nadie más se traiga un vaso! —recita.

Uno de los brindis de su padre, lanzado siempre con un rugido que atravesaba los finos tablones del parqué hasta llegar a un Kieran Gallagher preadolescente, que, escondido debajo de una manta, oía cómo se divertían los adultos.

Un rato, antes de empezar a insultarse. Y luego a pelearse.

El brindis es aceptado y los vasos se encuentran con un tintineo. Beben todos. El áspero y dulce licor se abre paso por la garganta de Gallagher. Hace lo que puede por mantener la boca cerrada, pero el licor explota en un ataque de tos. Pero no tan grave como el de la doctora Caldwell, que se cubre la boca con la mano y, cuando llega la tos a pesar de sus esfuerzos, expulsa una mezcla de brandy y saliva entre los dedos.

Todos se echan a reír a carcajadas, incluida la doctora. De hecho, es la que más tiempo se ríe. La risa se apodera de ella cada vez que la tos le da un respiro y luego vuelve a cederle el puesto. Es como si el alcohol fuese una magia capaz de apaciguarlos a todos de repente, a pesar de que apenas han tomado un trago. Gallagher conserva los suficientes recuerdos sobre las francachelas de su familia como para mirar con escepticismo este milagro.

—Le toca —dice el sargento a Justineau mientras vuelve a servir.

—¿Hacer un brindis? Mierda.

Justineau sacude la cabeza, pero levanta el vaso a rebosar.

—Por que vivamos cuanto queramos. ¿Qué tal?

Echa la cabeza hacia atrás y apura el vaso de un trago. El sargento hace lo propio. Gallagher y la doctora Caldwell beben con más cautela.

—Es por que vivamos cuanto queramos y tengamos cuanto deseemos —la corrige Gallagher.

Se los conoce mejor que las Sagradas Escrituras.

Justineau baja el vaso.

—Sí, vale —dice—. Aquí no tiene mucho sentido pedir la luna, ¿verdad?

El sargento llena de nuevo sus vasos, incluidos los de Gallagher y Caldwell, que no habían terminado.

—¿Doctora? —pregunta.

Caldwell se encoge de hombros. No parece interesada en lanzar alentadoras exhortaciones.

Parks toca todos los vasos con el suyo, uno a uno.

—Por el viento que sopla, por la nave que navega y por la moza que ama a un marinero.

—¿Conoce a alguno? —pregunta Justineau, sardónica, una vez que ellos dos han apurado sus vasos y Gallagher ha tomado un educado sorbito.

Su incursión en la botella marcha ya más que avanzada.

—Todo hombre es un marinero —dice Parks—. Y toda mujer un océano.

—Vaya gilipollez —exclama Justineau.

El sargento se encoge de hombros.

—Puede, pero le sorprendería la de veces que funciona.

Más carcajadas, esta vez con un cierto repique descontrolado. Gallagher se pone en pie. Esto no le conviene y ha sido una estupidez intentarlo. Está empezando a recordar cosas que prefiere mantener en el olvido la mayor parte del tiempo, por razones más que justificadas. Los fantasmas comienzan a levantarse ante sus ojos y no quiere tener que mirarlos a la cara. Ya los conoce demasiado bien.

—Sargento —dice—. Voy a hacer una ronda más para asegurarme de que todo está en orden.

—Me alegro por ti, hijo —responde Parks.

Ni siquiera lo miran cuando sale.

Recorre los pasillos sin encontrar nada que no hubieran encontrado en la primera ronda. Al pasar junto a la habitación del hambriento muerto se tapa la boca y la nariz: el hedor es realmente espantoso.

Pero lo peor es cuando llega a lo alto de las escaleras que voló el sargento. Allí el olor es como el aliento del infierno. No suena nada y no se mueve nada. Gallagher se acerca hasta el borde y baja la mirada hacia las impenetrables sombras. Al cabo de un momento, reúne el valor necesario para sacar la linterna del cinturón, apuntar con ella hacia allí y encenderla.

En el círculo perfecto de la luz de la linterna, hay seis o siete hambrientos apelotonados. La luz hace que se retuerzan e intenten moverse, pero están demasiado apretados y apenas pueden hacerlo.

Gallagher desliza el haz de la linterna adelante y atrás. Ocupan todo el pasillo, como sardinas en lata. Los hambrientos de los que huyeron hace pocas horas, junto a sus amigos y los amigos de sus amigos. Cuando la luz pasa sobre ellos, se mueven peristálticamente. Sus fauces se abren y cierran.

El ruido de los disparos los ha atraído desde dondequiera que estuviesen. Los ruidos significan seres vivos. Ahora están aquí y aquí se van a quedar hasta que devoren algo o algún otro estímulo dé cuerda al mecanismo de sus putos cerebros de relojería y se pongan otra vez en movimiento.

Gallagher retrocede, revuelto y asustado. Ha perdido las ganas de hacer la ronda de noche.

Regresa a la sala común. Parks y Justineau siguen dando buena cuenta de la botella, mientras la doctora Caldwell se ha tendido sobre tres sillas para dormir.

Piensa que quizá debería ir a ver a la niña hambrienta. Asegurarse al menos de que la cadena con la que la han atado al radiador no se ha soltado.

Recorre con la mirada la habitación de los juguetes. La niña sigue en el puf, muy quieta y silenciosa, con la cabeza gacha y mirando al suelo. Gallagher reprime un escalofrío: por un momento parece idéntica a los monstruos del piso de abajo.

Deja la puerta abierta con una silla. Le da miedo quedarse solo con esa criatura en una oscuridad casi completa. Se acerca a ella haciendo ruido, para que se dé cuenta. La niña levanta la mirada, lo que es un alivio. No es como lo que hacen los hambrientos, que miran a ambos lados antes de localizarte, como si tuviesen un telémetro dentro. Este gesto es más propio de un ser humano.

—¿Qué tenemos aquí? —le pregunta Gallagher.

El suelo está cubierto de libros, así que supone que lo que estaba mirando la chica es eso. Con las manos esposadas a la espalda no puede hacer otra cosa. Gallagher coge el libro más próximo, Los niños del agua, de Charles Kingsley. Parece muy antiguo y tiene sobrecubierta, aunque está rota en una esquina. En la ilustración aparece un puñado de preciosas hadas que sobrevuelan los tejados de una ciudad. Puede que sea Londres, pero Gallagher, que nunca ha estado allí, no puede saberlo.

La niña hambrienta lo está observando sin decir palabra. No es una mirada hostil, pero sí muy concentrada. Como si no supiese a qué ha venido y estuviera preparada para una sorpresa desagradable.

Lo único que sabe de él es que era uno de los que la ataban siempre a la silla y la metían y sacaban del aula. Gallagher no recuerda ahora mismo si le ha dicho algo alguna vez. Por eso pronuncia las palabras con ciertos titubeos, un poco cohibido. Sin saber muy bien por qué lo dice.

—¿Quieres que te lea eso?

Hay un momento de silencio. Un momento de aquella mirada fija y de ojos muy abiertos.

—No —responde la niña.

—Oh.

A esto se reduce toda su estrategia conversacional. No tiene un plan B. Se encamina a la puerta y a la sala iluminada que hay más allá. Aparta la silla y, cuando se dispone a cerrar la puerta, ella pregunta atropelladamente:

—¿Puede mirar en la librería?

Gallagher se vuelve y vuelve a colocar la silla donde antes.

—¿Cómo?

Hay un silencio prolongado. Como si ella lamentase haber hablado y no estuviera segura de querer repetirlo. Gallagher le da tiempo.

—¿Puede mirar en la librería? La señorita Justineau me regaló un libro, pero tuve que dejarlo. Si estuviera también aquí…

—¿Sí?

—Pues… podría leerme ese.

Gallagher no se había fijado en la librería hasta entonces. Sigue la mirada de la niña y la ve, junto a la puerta.

—Vale —dice—. ¿Cómo se llamaba el libro?

Relatos contados por las musas. —La emoción le provoca un leve temblor en la voz—. De Lancelyn Green. Va sobre los mitos griegos.

Gallagher se acerca a la librería, enciende la linterna y recorre los estantes con ella. La mayoría son libros de ilustraciones para niños, de lomo grapado y no liso, así que tiene que sacarlos para ver los títulos. Pero también hay algunos libros de verdad y los examina concienzudamente.

Ninguno trata sobre los mitos griegos.

—Lo siento —dice—. No está. ¿No quieres probar otra cosa?

—No.

—Aquí hay uno de Pat el Cartero. Con un gato blanco y negro.

Lo levanta para enseñárselo. La niña hambrienta le dirige una mirada fría y luego la aparta.

Gallagher vuelve con ella y coloca una silla a lo que considera una distancia segura.

—Me llamo Kieran —le dice. No hay respuesta—. ¿Hay algún cuento que sea tu preferido?

Pero la niña no quiere hablar con él y lo entiende. ¿Por qué iba a querer?

—Te voy a leer este —dice.

Levanta un libro llamado Me gustaría mostrarte. Los dibujos son muy similares a los de El gato en el sombrero, y por eso lo ha escogido. Cuando era niño le encantaba la historia del gato, el pez, los niños y las dos cosas llamadas 1 y 2. Le gustaba imaginar que su propia casa acababa así de revuelta y luego se recomponía un segundo antes de que entrase su padre. A los siete años era una emoción intensa y prohibida para él.

—Me voy a sentar aquí a leer este —le dice a la niña.

Ella se encoge de hombros como si no fuese asunto suyo.

Gallagher abre el libro. Las páginas están húmedas y se pegan un poco, pero consigue separarlas sin que se rompan.

—Un día, mientras caminaba por la calle —recita—, me encontré con un joven que llevaba unas botas de color rojo. Su cinturón tenía hebilla y su sombrero una pluma. Llevaba una camisa de seda y unos pantalones de cuero y no podía permanecer erguido ni dos segundos seguidos.

La niña finge que no lo escucha, pero Gallagher no se deja engañar. Salta a la vista que está ladeando la cabeza para poder ver las ilustraciones.

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