MEG

MEG


DE MADRUGADA

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DE MADRUGADA

—Tiene casi tres metros de ancho —explicó Jonas al describir el boquete que había ocasionado la colisión del Megalodon con el Kiku. El barco había cargado una cantidad de agua tremenda y ya estaba escorado quince grados a estribor.

—Esto es solo el comienzo, Masao —le anunció León Barre—. Hemos sellado el compartimento delantero pero la jodida hélice de babor está doblada y deformada.

—¿Vamos a hundirnos? —preguntó Masao.

Barre meditó la respuesta.

—No; los compartimentos estancos mantendrán aislada la zona dañada, de momento, pero no conviene forzar el barco. Sin embargo, arrastrar a ese monstruo de ahí fuera es mucha carga, demasiado esfuerzo para una sola hélice. Tendremos que navegar a paso de tortuga.

—¿Cuánto calculas que tardaremos en llegar al acuario, León? —preguntó DeMarco directamente.

—Hum…, veamos. Acaban de dar las siete… yo diría que mañana por la mañana, justo antes del amanecer.

DeMarco miró a Barre y, de nuevo, a Jonas.

—¡Dios santo, Jonas! ¿Nuestra fiera seguirá inconsciente tanto tiempo?

—Con franqueza, no lo sé. No hay modo de saberlo. Le he administrado una dosis que me ha parecido suficiente para tenerla dormida doce o dieciséis horas.

—¿Podemos inyectarle otra? —le preguntó Masao—. Tal vez podríamos esperar a que lleve diez horas anestesiada y dispararle entonces otra dosis.

—Eso la mataría —sentenció Jonas con rotundidad—. No se puede mantener dormido a un animal de ese tamaño durante tanto tiempo sin causarle lesiones permanentes en el sistema nervioso. Tiene que despertar y respirar o no volverá a recuperar la conciencia.

Masao se rascó la cabeza, dubitativo.

—No quedan demasiadas alternativas. Capitán, ¿cuántos tripulantes necesita para manejar el barco? Tal vez podríamos evacuar a algunos hombres y…

—Olvídelo, Masao. Con la hélice dañada y el mar llamando a la puerta, necesito a todos los hombres que tengo y no me irían mal algunos más. Cuando abandonemos el barco, lo haremos todos juntos.

—Permíteme una sugerencia, Masao —apuntó Jonas—. El monitor cardíaco debería advertirnos de si el Meg recupera la conciencia pero, por si acaso, déjame bajar otra vez en el AG-I y vigilar a nuestra amiga. Si parece despertar, soltamos el cable y nos largamos de aquí. Para entonces, si no estamos ya en el estanque nos faltará muy poco para llegar. Sin el peso adicional del monstruo, estaríamos allí bastante pronto.

—¿Y qué sucederá cuando el Megalodon despierte? —preguntó Masao.

—Tendrá una resaca terrible y estará furiosa. No me sorprendería que nos siguiera al interior del estanque.

—Que nos persiguiera, querrás decir —apuntó DeMarco.

—¿Y qué hay de ti? —preguntó Terry.

—En el AG-I —respondió Jonas con una sonrisa— es probable que esté más seguro que vosotros en el barco.

—Está bien, Jonas —aceptó Masao después de pensárselo—. Por la mañana temprano, cogerás el Abyss Glider y bajarás a observar a nuestro pez. DeMarco, tú ocúpate de la primera guardia ante el monitor cardíaco. Si hay algún cambio, avisa a Jonas inmediatamente. —Hizo una pausa y escuchó el trueno que retumbaba a lo lejos—. ¿Eso es una tormenta que se acerca?

Mac entró en el CIM. Su helicóptero acababa de posarse en cubierta.

—No, Masao. Es el sonido de unos helicópteros. Son unidades móviles de noticiarios; cinco de ellas, para ser exactos, y llegarán más. Yo diría que esto va a estar bastante concurrido cuando amanezca.

Frank Heller hizo un alto en su trabajo y dirigió la mirada al televisor por cuarta vez en la última hora para seguir el último boletín de noticias:

(…) a setenta metros por debajo de nuestra posición, en estado comatoso, se encuentra el Megalodon prehistórico de veinte metros, un monstruo responsable de, al menos, dos docenas de muertes espantosas a lo largo de los últimos treinta días. Desde nuestra posición se distingue claramente la piel blanca como la nieve del animal, una piel que brilla bajo el reflejo de la luna llena en las olas.

A su velocidad actual, se espera la entrada del Kiku en el Acuario Tanaka en torno al amanecer. Las noticias del Canal 9 mantendrán una edición especial durante toda la noche, que les llevará las últimas noticias de esta historia apasionante. Tori Hess, de Acción 9 Noticias, en directo desde el…

—Desconecta ya, Frank —dijo Danielson. Estaban a bordo del Magnate, dedicados a armar una carga de profundidad casera en la sala de ejercicio del yate. Danielson estaba concentrado en instalar el detonante en la caja de acero de algo más de un metro de longitud por medio de anchura—. Llevas toda la noche viendo la misma historia.

—Me pediste que descubriera a qué profundidad está el Meg —replicó Heller a la defensiva—. ¿Esperabas que me sumergiera con una cinta métrica?

—Sí, dímelo —Danielson levantó la vista de lo que tenía entre manos—. ¿A qué profundidad está ese maldito bicho?

—A juzgar por el ángulo de la cámara, calculo que a unos cincuenta o sesenta metros. ¿Qué alcance tiene esa carga de profundidad tuya?

—Mucho, y el detonante no debería tener problemas para durar hasta esa profundidad. En cuanto a la carga en sí, he añadido una generosa cantidad de ama-tol, que es bastante primitivo pero muy explosivo. Créeme, Frank, aquí hay potencia suficiente para freír a ese pez. Lo difícil será llegar lo bastante cerca como para lanzar la carga sobre el monstruo con precisión. Para eso tendremos que confiar en Harris. Por cierto, ¿dónde está?

—Arriba, en cubierta —respondió Heller—. ¿Te has fijado en que ese tipo no pega ojo por la noche?

—Sí, lo he notado. Te diré una cosa, Frank —reconoció Danielson—. Yo tampoco he dormido demasiado…

Bud Harris, apoyado en la borda de estribor, contemplaba el reflejo de la luna, absolutamente quieto sobre el negro mar. El Magnate estaba anclado a trescientos metros al sur del Acuario Tanaka. Bud alcanzaba a distinguir ligeramente el muro de cemento de la enorme entrada del canal.

—Maggie… —susurró en voz alta entre sorbos de ginebra, mientras contemplaba las pequeñas olas que acariciaban el casco—. Mira en lo que me has metido, Maggie. Aquí me tienes, merodeando con un puñado de chiflados expulsados de la Marina y jugando a la guerra contra un jodido monstruo. ¿Te puedes creer toda esta mierda?

Tomó otro sorbo de ginebra y apuró el vaso.

—¡Oooh, Maggie! —Unas sentidas lágrimas rodaron por sus mejillas—. ¿Por qué no dejaste la maldita cámara? —Arrojó el vaso vacío al océano y las ondas disolvieron la imagen de la Luna—. ¡A la mierda! ¡Mañana voy a matar a ese monstruo y pienso arrancarle los ojos!

Se volvió y bajó tambaleándose la escalerilla circular hasta la habitación de invitados. Ya no podía dormir en la suite principal. Aún conservaba el perfume de Maggie y su presencia era demasiado vívida. Se derrumbó sobre la cama doble y perdió la conciencia.

Treinta segundos después de que abandonara la borda. Una aleta dorsal blanca fluorescente de un metro cortó la superficie y nadó en círculos alrededor del vaso mientras este se hundía en las negras aguas de la reserva marina.

Jonas abrió los ojos; su despertador interno se había disparado unos segundos antes que el reloj. Todavía estaba en el sofá y tenía a Terry acurrucada contra su pecho bajo la manta de lana, dándole calor. Con gesto tierno, acarició los suaves cabellos de la muchacha con las yemas encallecidas de sus dedos. Ella se movió.

—Sigue durmiendo, Jonas —murmuró, con los ojos cerrados.

—No puedo. Es la hora.

Terry abrió los ojos y se volvió para mirarlo. Se desperezó y alargó el brazo en torno al cuello de Jonas, abrazándolo.

—Estoy tan perezosa que no soy capaz de moverme, Jonas. Sigamos durmiendo cinco minutos más.

—Ojalá pudiera quedarme toda la noche aquí, Terry, pero los dos sabemos que no puede ser.

—Estoy celosa. Pasas más tiempo con otra hembra, ¿eh?

—Vamos. Levántate, Terry —la obligó a hacerlo—. Tengo que ponerme el traje. DeMarco ya debe de estar preguntándose dónde me he metido. —Echó un vistazo al reloj. Las cuatro treinta y tres.

—Bien, pasaré por la cocina a tomar un bocado. Y tú también deberías comer algo.

—No, creo que seguiré en ayunas. Tengo el estómago un poco revuelto. Dile a DeMarco que se reúna conmigo en el sumergible.

DeMarco consultó el reloj una vez más. ¿Dónde demonios estaba el tipo? La lectura digital del monitor cardíaco seguía en ochenta y cinco. El cielo empezaba a clarear con un tono grisáceo y los helicópteros de los medios de comunicación seguían zumbando sobre sus cabezas.

—Maldita prensa —murmuró.

—Buenos días, Al —lo saludó Terry, sonriente.

—¿Dónde carajo está Jonas?

—Ya está en el AG-I, esperándote para que lo bajes al agua.

—¿Qué me espera? ¡Por todos los…! ¡Pero si llevo sentado aquí las últimas nueve horas, esperando!

DeMarco abandonó el CIM, atravesó la cabina de mando y salió a cubierta en dirección al sumergible.

Jonas ya estaba dentro, tumbado en su posición. DeMarco golpeó dos veces el morro de plástico y el piloto le hizo una señal con el pulgar hacia arriba. DeMarco montó en la grúa y tomó asiento.

—¿Eh? ¿Qué cono…? —Cogió el objeto del asiento y lo examinó—. ¿Un diente?

Medía al menos dieciocho centímetros de longitud y, aunque estaba ennegrecido por la edad, seguía extraordinariamente afilado. DeMarco abrió de nuevo la última escotilla y asomó la cabeza:

—¡Eh, Jonas! ¿No has perdido nada?

—¿Qué? ¡Oh, mierda, el diente del Meg! Lo siento, Al, ¿puedes dármelo, por favor?

—¿Por qué llevas eso, precisamente? —preguntó DeMarco al tiempo que se lo entregaba.

Jonas se encogió de hombros.

—Empecé a llevarlo hace unos diez años. Era un amuleto de buena suerte para cuando pilotaba un sumergible. Debo de ser un poco supersticioso, supongo.

—Sí, pues a mí me ha molestado un poco. Acabo de sentarme encima del maldito diente —vociferó DeMarco—. En adelante, hazme un favor. Guarda eso lejos de mi grúa. No soy el maldito ratoncito Pérez.

—Lo siento.

DeMarco cerró la escotilla con gesto furioso, volvió a la grúa y bajó el AG-I al Pacífico.

Jonas encendió la luz exterior mientras descendía junto al casco del Kiku. Bajo el agua, el barco tenía aún peor aspecto, y se notaba una pronunciada inclinación a un costado. Aceleró y descendió a cien metros de profundidad, acercándose por la izquierda.

El apagado fulgor del Megalodon iluminó el negro mar en una circunferencia de cincuenta metros. Bancos de peces iban y venían como flechas sobre su piel. La red estaba sembrada de medusas prendidas en ella. Jonas desconectó la luz exterior y condujo el AG-I junto a la cabeza de la criatura de otro tiempo, cuyo cráneo medía casi tres veces la longitud del sumergible.

La enorme hembra tenía la boca entreabierta, permitiendo el paso del agua. Jonas se aproximó al ojo derecho del Megalodon, cuyo globo se retiró al interior de la cabeza del monstruo. Jonas sabía que se trataba de una respuesta natural: el cerebro del animal encogía automáticamente el órgano ahora inutilizado, en un reflejo protector.

—¡Jonas!

Dentro del sumergible, Jonas dio un respingo y el arnés lo retuvo con fuerza por los hombros.

—Maldita sea, Terry, me has dado un susto de muerte.

Las risas de la muchacha llegaron hasta él por la radio.

—Lo siento —murmuró por fin, poniéndose seria—. Seguimos estabilizados a ochenta y cinco pulsaciones por minuto. ¿Qué aspecto tiene nuestro pez?

—Muy bueno. —Jonas maniobró el sumergible y se colocó junto a las aberturas de las agallas del costado derecho del Megalodon—. Terry, ¿a qué distancia estamos del estanque?

—A menos de seis kilómetros. Barre dice que tardaremos otras dos horas en llegar. Oye, vas a perderte un amanecer magnífico.

—Parece un buen principio para un gran día. —Jonas sonrió.

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