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AL AMANECER

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AL AMANECER

Llevaban toda la noche esperando, anclados cerca de la orilla. Era una congregación de seguidores reunida como si la hubiese convocado la propia criatura. Algunos eran científicos; la mayoría, turistas y buscadores de emociones, aprensivos pero dispuestos a afrontar los riesgos con tal de formar parte de la historia. Sus medios de transporte eran muy diversos, desde meras lanchas a yates, desde pequeños fuera borda hasta grandes palangreros. Estaban representadas todas las empresas de observación de ballenas en un radio de ochenta kilómetros y sus tarifas habían sido debidamente revisadas al alza para la ocasión. Más de trescientas grabadoras de vídeo, con las pilas cargadas y las cintas preparadas, se hallaban a punto.

André Dupont se apoyó en el pasamanos del pesquero de cuarenta y ocho toneladas y observó por los prismáticos la bruma gris del cielo invernal que seguía clareando en el horizonte. Apenas podía distinguir la proa del Kiku, todavía a casi dos kilómetros al noroeste de la boca del canal. Por fin, regresó a la cabina de mando.

—Ya está cerca, Etienne —susurró a su ayudante—. ¿Hasta dónde nos aproximará el capitán?

Etienne movió la cabeza en señal de negación:

—Lo siento, André. Con ese monstruo tan cerca, se niega a abandonar las aguas poco profundas. No pondrá en riesgo el barco. Un asunto bastante familiar, n’est pas?

Oui. No se lo echo en cara. —Dupont miró en todas direcciones; la luz matutina reveló la presencia de varios cientos de embarcaciones y el francés movió la cabeza con preocupación—: Me temo que nuestros otros amigos no sean tan cautos…

Frank Heller contempló el lentísimo paso del Kiku en su penoso avance hacia el estanque. No compartía en absoluto el regocijo de André Dupont. Heller, con el estómago en un puño, notaba cómo iba creciendo la rabia en su interior. Empezaban a temblarle las manos. Notó que se le tensaba un lado del cuello, palpitando con la cólera.

—Es hora, señor Harris —dijo sin apartar la vista del horizonte.

Bud pulsó el contacto; el bimotor cobró vida y el Magnate avanzó rápidamente en curso de intercepción.

Las primeras luces del amanecer se filtraron en el mar. Jonas observó cómo se hacía visible todo el torso de la fiera, como un dirigible letal conducido hacia su nuevo hangar. Acercó el morro transparente del AG-I a dos metros del ojo derecho de la hembra. La pupila azul grisáceo aún estaba retraída en la cabeza y la luz solo dejaba a la vista una membrana blanca inyectada en sangre.

—Jonas —la voz de Terry chisporroteó en el intercomunicador—, creo que algo le sucede al Megalodon.

Una carga de adrenalina alertó a Jonas.

—Dime. Terry, ¿qué sucede?

—El pulso de la hembra se está acelerando lentamente. Está en ochenta y siete, ahora en noventa…

—Jonas, soy DeMarco. He dirigido el cañón de arponear a popa siguiendo las instrucciones de Masao. Si el monstruo se despierta antes de que entremos en el estanque dispararé, tanto si mato al pez como si no. Considéralo como una advertencia.

Jonas estuvo a punto de discutir con él, pero abandonó la idea.

DeMarco tenía razón. Si el Megalodon recobraba la conciencia antes de que el Kiku pudiera llegar a salir al estanque, el barco y toda su tripulación estarían en peligro. Él clavó la vista en la mandíbula abierta de la criatura. A través de su ADN corrían millones de años de instinto. El depredador no tenía la capacidad de pensar ni de elegir, solo de reaccionar, cada célula en armonía con su entorno, cada respuesta condicionada. La naturaleza, por sí misma, había decidido que las especies dominarían los océanos, disponiéndolas perpetuamente para la caza como único modo de sobrevivir. Jonas dijo en un susurro:

—Debimos dejarte sola.

—¡Jonas! —La voz de Terry atravesó sus pensamientos—. ¿No me oyes?

—Lo siento, yo…

—¡El Magnate viene directo hacia nosotros! —la voz de Terry subió de tono—. ¡Quinientos metros y se acerca rápidamente!

—¿El Magnate?

Jonas se preguntó qué estaría haciendo Bud.

DeMarco enfocó el yate con los prismáticos y no tardó en concentrarse en la actividad que se desarrollaba a popa. Dos hombres, que transportaban entre ambos un tambor de acero, se esforzaban por colocar su carga en el yugo.

—¿Qué carajo…? —masculló el maquinista.

Trescientos metros. Doscientos… y entonces DeMarco reconoció un rostro. ¡Heller! Observó con atención el tambor de acero y comprendió lo que sucedía.

—¡Jonas! ¡Jonas! —DeMarco arrancó el micrófono de las manos a Terry—. ¡Cargas de profundidad! ¡Sumérgete más!

Jonas maniobró enérgicamente, se desvió a la derecha y colocó el sumergible debajo del torso superior del Megalodon.

Mac tiró de la palanca de mando hacia arriba y el helicóptero se alzó de la cubierta de la antigua fragata. Ya a cierta altura, desvió el aparato hacia la izquierda en un brusco giro y se lanzó hacia el cercano Magnate como si dirigiera un asalto aéreo contra una lancha patrullera de los vietnamitas del norte.

Bud levantó la vista. El helicóptero apareció de la nada y se lanzó en picado hacia el yate en un curso de colisión directo. El millonario soltó un grito y viró el timón hacia babor segundos antes de que la plataforma que sostenía el visor térmico del helicóptero se estrellara contra la antena de radar del yate y la arrancara de su car de aluminio.

En la cubierta hubo una explosión de desechos. Danielson y Heller reaccionaron como si hubiera estallado una granada sobre sus cabezas: buscaron refugio y abandonaron la carga de profundidad. Terminaron tumbados en cubierta, con las manos cubriéndose la cabeza en un intento de evitar la metralla que les llovía. La maniobra dejó la carga de profundidad de doscientos kilos en precario equilibrio en el yugo de popa. Cuando el yate viró, el tambor de acero rodó por las planchas del buque y se precipitó al océano. El agua de mar penetró por los seis agujeros de la cápsula, llenó la cámara interior e hizo que la bomba se hundiera.

Los fragmentos de aluminio de la antena de radar cayeron como lluvia sobre la espalda de Danielson y de Heller mientras el yate se alejaba del Kiku. Heller se incorporó, sentado en cubierta, y vio que el helicóptero ganaba altura, se inclinaba pronunciadamente, apuntaba con el morro hacia el océano y, por fin, se lanzaba de nuevo hacia abajo. Esta vez, efectuaría la pasada desde la popa.

—¡Ese cabrón está loco! —aulló Heller.

—¡Agacha la cabeza! —gritó Danielson.

Mac empujó la palanca de dirección hacia delante y gritó al viento «¡Mac ataca!» con una sonrisa en el rostro.

¡BOOM!

La explosión cogió desprevenido al piloto, que tiró desesperadamente de la palanca mientras la cola del helicóptero hacía un extraño. Con un crujido, los esquíes golpearon la cubierta superior del Magnate y desgarraron el techo del lujoso salón, reventando al mismo tiempo los bajos del aparato. Este giró sin control y las palas fueron incapaces de recobrar impulso. A Mac no le dio tiempo de reaccionar y el helicóptero se estrelló de costado en el océano.

A ciento cuatro metros de profundidad, el muelle del detonador se liberó y empujó el detonador de percusión contra el fulminante. La tosca arma implosionó y, a continuación, explotó con un destello y un estallido subsónico.

Aunque el efecto letal de la bomba solo alcanzaba ocho metros a la redonda, la onda de choque resultante fue devastadora.

La fuerza invisible de la corriente golpeó al AG-I de costado y envió al sumergible a considerable distancia, dando vueltas sobre sí mismo. Jonas se estrelló de cabeza contra el morro de lexan, se golpeó contra la dura superficie de plástico y casi perdió el sentido.

A bordo del Kiku, las bombillas se hicieron añicos, y los tripulantes se vieron levantados en el aire y los tornillos que fijaban el mobiliario de a bordo se aflojaron con la explosión.

El capitán Barre gritó a su tripulación que sellara la sala de máquinas, pero el estrépito de los helicópteros de los periodistas ahogó su voz.

El primer pensamiento de Terry Tanaka, arrodillada en cubierta, fue para Jonas. Encontró el transmisor y lo llamó.

—Jonas. Jonas, contesta, por favor. —Silencio. Interferencias—. Al, no recibo señal…

—Terry… —Masao ascendió a duras penas la escalerilla y se derrumbó en el último peldaño.

Terry corrió hasta él.

—¡Llamad al doctor! —gritó, con las manos empapadas en la sangre de su padre.

DeMarco cogió el micrófono de los altavoces del Kiku y llamó al médico de a bordo. Ocupado en ello, no se fijó en el monitor cardíaco del Megalodon; la pantalla digital marcaba ahora más de cien pulsaciones.

El gélido Pacífico devolvió a Mac a la conciencia. Abrió los ojos, sorprendido de encontrarse sumergido bajo el agua en un ángulo de cuarenta y cinco grados, y luchó desesperadamente por liberarse del cinturón del asiento mientras el destrozado helicóptero se hundía de costado bajo las olas.

Jonas esperó hasta que hubieron remitido los efectos posteriores de la onda de choque. Después, intentó colocar el sumergible en posición correcta. No tenía energía. Se maldijo a sí mismo y empezó a rodar vigorosamente contra el interior, ganando impulso poco a poco mientras el sumergible giraba en sentido contrario a las agujas del reloj. Al completar la maniobra, pudo comprobar por sí mismo la flotabilidad natural del vehículo. El AG-I empezó a ascender gradualmente.

—Terry, responde.

La radio, como todo lo demás a bordo, no funcionaba.

Un resplandor mortecino, procedente de la derecha de Taylor, iluminaba el interior del vehículo. Jonas se volvió y se encontró flotando a un metro del ojo de la hembra de Megalodon, del tamaño de una pelota de baloncesto.

El ojo azul grisáceo estaba abierto. Ciego, miraba directamente a Jonas.

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