MEG

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UNIS

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UNIS

Jonas aceptó que lo llevara a casa y alivió el dolor de los nudillos sacando la mano por la ventanilla para refrescarla con el viento.

Con los ojos fijos en la ruta, continuó estudiando la fotografía mentalmente.

Tomada a casi doce mil metros bajo la superficie del Pacífico occidental, en las aguas de los profundos cañones de la fosa de las Marianas, la fotografía en blanco y negro mostraba un UNIS, un sumergible no tripulado para la recogida de información náutica. Jonas estaba perfectamente al tanto de las investigaciones más recientes sobre aquellos admirables robots, aparatos sensores manejados por control remoto que se utilizaban para medir las condiciones en el lecho oceánico. En un proyecto conjunto japonés-americano para la detección de terremotos, se habían distribuido veinticinco UNIS esféricos de titanio a lo largo de doscientos kilómetros de la fosa de las Marianas para medir los temblores en el fondo del cañón submarino más profundo del mundo.

—El despliegue fue un éxito —le dijo Terry cuando alcanzaron la autopista—. Incluso mi padre estaba satisfecho.

Masao Tanaka y el Instituto Oceanográfico Tanaka de Monterrey habían diseñado los UNIS para el proyecto conjunto. A las dos semanas del despliegue, el Kiku, el navío de superficie del instituto, recibía un flujo permanente de datos y, a ambos lados del Pacífico, los científicos empezaban a estudiar la información con avidez. Entonces, algo se torció.

—Tres semanas después del despliegue —explicó Terry—, los japoneses llamaron para decir que uno de los robots UNIS había dejado de trasmitir. Una semana más tarde, otras dos unidades enmudecieron. Cuando se detuvo otra al cabo de pocos días, mi padre decidió que había que hacer algo. —Miró a Jonas y continuó—: Y envió abajo a mi hermano en el Abyss Glider.

—¿D. J.?

—Es el piloto más experimentado que tenemos.

—Nadie debería bajar en solitario a esa profundidad.

—Eso mismo le dije a mi padre. Que yo debería haber ido con él en el otro Glider.

—¿Tú?

—¿Tienes algo que decir? —Terry le dedicó una mirada furibunda—. ¡Para que lo sepas, soy una piloto magnífica!

—Estoy seguro de ello, pero ¿a casi doce mil metros? ¿Cuál es el descenso máximo que has realizado en solitario?

—He llegado a cinco mil dos veces, sin problemas.

—No está mal —reconoció Jonas.

—No esta mal para una mujer, ¿no es eso?

—Vamos, vamos, no quiero que le suceda nada a nadie. Muy pocas personas han bajado a tanta profundidad. Maldita sea, Terry, no te lo tomes así.

—Lo siento —dijo ella con una sonrisa—. Es que resulta frustrante, ¿sabes? Papá es un japonés chapado a la antigua, muy estricto. Las mujeres son para contemplar, no se deben escuchar. Sigue cerrado en esa clase de opiniones.

—Continúa, pues. ¿Y qué tal le fue a D. J. en la fosa?

—Bien. Encontró el UNIS y lo filmó todo. La foto procede del vídeo.

Jonas echó otra ojeada a la fotografía. Mostraba uno de los sumergibles volcado de costado en el fondo del cañón. La esfera había sido reventada desde fuera. El trípode sobre el que se sostenía tenía las patas dobladas, un brazo atornillado al cuerpo central aparecía arrancado y la cubierta de titanio de la propia esfera estaba abollada y rayada de mala manera.

—¿Dónde está la placa del sonar?

—D. J. la encontró cuarenta metros corriente abajo, la recuperó y está en el instituto, en Monterrey. Por eso vine aquí. A mi padre le gustaría que le echases un vistazo.

Jonas la miró con aire escéptico.

—Puedes tomar el avión conmigo mañana por la mañana —le propuso Terry—. Regreso a las ocho en el avión del instituto.

Sumido en sus pensamientos, Jonas casi se olvidó de indicar cuál era su casa.

—Ahí, a la izquierda.

Terry tomó el camino privado de la residencia, largo y sembrado de hojarasca, y aparcó delante de una hermosa casa de estilo colonial español escondida entre el follaje. Cuando Terry apagó el motor, Jonas se volvió y frunció el entrecejo:

—¿Eso es todo lo que quiere tu padre? ¿Nada más?

—Hasta donde yo sé —asintió Terry tras una breve pausa—. No sabemos qué sucedió ahí abajo. Mi padre cree que podrías proporcionarnos algunas respuestas, darnos tu opinión profesional…

—Mi opinión profesional es que debes abstenerte de bajar a la fosa de las Marianas. Es demasiado peligroso explorarla, sobre todo en un sumergible individual.

—Eh, vamos, doctor Jonas Taylor, tú quizás hayas perdido el coraje después de tantos años de retiro, pero D. J. y yo, no. Pero ¿qué te ha sucedido? Yo solo tenía diecisiete años cuando nos conocimos, pero te recuerdo lleno de energía.

—Terry, esa fosa es demasiado profunda y demasiado peligrosa.

—¿Demasiado peligrosa? De qué tienes miedo, ¿de un gran tiburón blanco de veinte metros? Déjame decirte algo, Jonas. Los datos recogidos durante las dos primeras semanas son valiosísimos. Si el sistema de detección de terremotos funciona, salvará miles de vidas. ¿Tan ocupado estás que no puedes tomarte un día para ir al instituto? Mi padre te necesita. Examina la grabación de sonar y revisa el vídeo que grabó mi hermano y estarás de vuelta en casa con tu querida esposa mañana por la noche. Estoy seguro de que mi padre incluso te llevará a visitar su nueva instalación para cetáceos.

Jonas hizo una profunda inspiración. Consideraba a Masao Tanaka un amigo, algo de lo que parecía andar escaso últimamente.

—¿Cuándo saldríamos? —preguntó.

—Podemos encontrarnos en la terminal del puente aéreo mañana por la mañana, a las siete y media en punto.

—El puente aéreo… ¿Vamos a tomar uno de esos saltacharcos? —A Jonas no se le veía muy convencido.

—Tranquilo. Conozco al piloto. Nos veremos por la mañana. —Terry lo miró un momento más; a continuación, dio media vuelta y regresó al coche. Jonas se quedó donde estaba y la vio alejarse.

Jonas cerró la puerta y encendió la luz. Durante unos momentos, se sintió un extraño en su propia casa. Reinaba un silencio absoluto. En el aire flotaba un rastro del perfume de Maggie. Ella tardaría bastante en regresar, se dijo.

Entró en la cocina y sacó la botella de vodka del congelador, pero cambió de idea. Conectó la cafetera, cambió el filtro y añadió unas cucharadas de café; a continuación, echó el agua. Abrió el grifo, tomó un poco de agua y se enjuagó la boca. Después, se quedó un momento ante el fregadero, contemplando la oscuridad a través de la ventana trasera mientras el café hervía. Fuera, era negra noche. Lo único que alcanzaba a ver era su reflejo en el cristal.

Cuando el café estuvo preparado, cogió un tazón y la cafetera, y se dirigió a su estudio.

Su santuario. La única sala de la casa que era suya de verdad. Las paredes estaban cubiertas de planos batimétricos de las plataformas continentales de los océanos, de las cordilleras submarinas, de las llanuras abisales y de las simas marinas. Varios dientes de Megalodon adornaban las mesas. Unos, verticales en urnas de cristal; otros, horizontales sobre pilas de hojas de anotaciones, como pisapapeles. Un cuadro enmarcado de un gran tiburón blanco colgaba sobre el escritorio y, junto a él, un diagrama anatómico de los órganos internos del animal.

Jonas dejó el tazón junto al ordenador y se colocó ante el teclado. Desde encima del monitor, colgadas del techo, las mandíbulas de un gran tiburón blanco de cuatro metros se abrían amenazadoras. Pulsó unas teclas para acceder a Internet y escribió la dirección de la red del Instituto Oceanográfico Tanaka.

Titanio. Incluso a Jonas le resultaba difícil de creer.

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