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EL KIKU

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EL KIKU

Terry se levantó del asiento junto al pasillo y se dirigió a la sala de descanso del avión, en la parte de atrás. Jonas dejó a un lado el ordenador portátil y apoyó la cabeza en el asiento.

Llevaban cinco horas a bordo del avión de la American Airlines que había salido de San Francisco. DeMarco y Terry habían dirigido a Jonas en el simulador de «vuelo» informatizado, un programa para la instrucción de pilotos en el manejo del Abyss Glider II, el sumergible de grandes profundidades que había llevado a D. J. hasta el fondo de la fosa de las Marianas. Jonas lo acompañaría en un segundo AG en el viaje para recuperar el UNIS. Ya estaba familiarizado con el funcionamiento básico del sumergible, pues unos años antes había pilotado el AG-I, el precedente de aguas superficiales del sumergible que se utilizaba en la misión. Solo le quedaba hacerse con las novedades en el diseño. Para eso habría mucho tiempo. El vuelo hasta Guam a través del Pacífico, con una escala en Honolulú para repostar, duraba doce horas.

La actitud de Terry hacia Jonas se había vuelto distante. Estaba visiblemente dolida de que su padre hubiera hecho caso omiso de sus méritos para acompañar a D. J. y consideraba que Jonas le había mentido respecto a que no le interesaba pilotar el sumergible en la fosa. Así que había decidido que ayudaría a entrenar a Jonas, pero nada más.

El simulador del Abyss Glider utilizaba dos joysticks de ordenador para guiar el sumergible virtual mediante la simulación del movimiento de la aleta central y de las traseras. Como la mayor parte del viaje hasta el fondo se efectuaba en absoluta oscuridad, el piloto tenía que aprender a «volar» a ciegas y conducir el vehículo hasta el fondo utilizando solamente las lecturas de los instrumentos. Por esta razón, pilotar en el simulador se parecía mucho a hacerlo en el sumergible real. De hecho, se parecía tanto que Jonas tuvo que dejar de trabajar, cerró los ojos e intentó relajarse.

Reflexionó sobre la conversación que había tenido con Masao Tanaka. No se le había ocurrido nunca que podía haber visto una masa de gusanos de tubo. Riftia. Jonas había visto variedades menores que crecían en racimos en torno a todas las fuentes hidrotermales submarinas que había explorado. Aquellas criaturas, que carecían de boca y de órganos digestivos, eran de un blanco resplandeciente. Se sustentaban de tupidas colonias de bacterias que vivían dentro de sus cuerpos. Los gusanos aportaban sulfuro de hidrógeno, que extraían de las aguas de la sima, ricas en azufre. Las bacterias utilizaban el sulfuro de hidrógeno para fabricar alimento para ellas y para el anfitrión.

Hasta que se iniciaron las exploraciones de las fosas submarinas, se creía que en el fondo del océano no existía vida alguna. El conocimiento humano del fenómeno de la vida se limitaba a lo que entendíamos: donde hay luz, hay comida. Si no hay luz, tampoco hay comida. Y como la luz no llegaba en absoluto a las simas más profundas del mar, no podía producirse la fotosíntesis que permitiera que la vida arraigara.

Pero Jonas lo había visto con sus propios ojos. Las fuentes hidrotermales mantenían una cadena alimenticia única al expeler agua hirviendo y grandes cantidades de sustancias químicas y depósitos de minerales por las grietas del lecho marino. El alto contenido en azufre, tóxico para la mayoría de especies, se convertía en alimento para diversas bacterias de las profundidades. Estas, a su vez, vivían dentro de gusanos y moluscos, donde descomponían otros productos químicos en comida utilizable. Los grandes racimos de gusanos de tubo también consumían bacterias, y una variedad de peces recién descubiertos devoraban los gusanos de tubo. El proceso por el cual las bacterias recibían energía de las sustancias químicas, en lugar de obtenerla del sol, se denominaba quimiosíntesis. Contra lo que se creía comúnmente, la vida florecía en la oscuridad, en el lugar más inhabitable, en apariencia, de todo el planeta.

D. J. le había contado a su padre que los racimos de gusanos de tubo se extendían en ocasiones a lo largo de veinte metros de fondo marino. Jonas pensó que era posible que en aquella ocasión estuviese viendo uno de tales racimos, se quedara dormido e imaginara la cabeza triangular. Se sintió fatal. Dos hombres habían muerto a consecuencia de su confusión. La defensa de la teoría del Megalodon que había mantenido durante todos aquellos años había aplacado, en parte, su sentimiento de culpa. Por eso, tener que enfrentarse al hecho de que quizás había imaginado todo el asunto lo hacía sentirse enfermo.

Jonas sabía que Masao tenía razón; era necesario que afrontara sus temores y volviese a la fosa. Si podía encontrar un diente de Megalodon blanco, quedarían justificados siete años de hipotéticas teorías. Si no, tendría que aceptarlo. Tanto en un caso como en otro, debía seguir con su vida.

Quince filas de asientos por detrás de Jonas y DeMarco, David Adashek cerró su ejemplar de tapas duras de Especies abisales extintas, cuyo autor era el doctor Jonas Taylor. Se quitó las gafas, colocó el cojín contra la ventanilla y se quedó dormido.

El helicóptero de la Marina volaba apenas unos metros por encima de las olas. El piloto volvió la cabeza y anunció a Jonas y DeMarco:

—Ahí la tienen, señores.

—Ya era hora —respondió DeMarco y procedió a despertar a Terry, que dormía a pierna suelta desde que habían despegado de la base naval de Guam.

Jonas fijó la mirada en el horizonte, una línea difusa que separaba el océano gris de un cielo igualmente gris. No alcanzó a ver nada. Se frotó los ojos y pensó que tal vez él también debería haber echado una cabezada. Desde luego, estaba suficientemente cansado para ello. Llevaban más de quince horas de viaje.

Volvió a mirar y atisbó la nave, una mota plana que rápidamente creció de tamaño. En menos de un minuto estuvieron suficientemente cerca como para leer el nombre en el casco: Kiku.

El Kiku era una fragata lanza misiles teledirigidos, de la clase Oliver Hazard Perry, fuera de servicio. Hacía tres años, el Instituto Tanaka había comprado a la Marina el barco de acero, de ciento treinta y cinco metros de eslora, desarmado y reformado para la investigación oceánica, y lo rebautizó con el nombre de Kiku en recuerdo de la madre de Masao.

La fragata era perfecta para realizar las investigaciones de las aguas profundas. Una vez extraído el lanza misiles SAM de la proa, quedó un amplio espacio de trabajo para la tripulación científica. A popa, colgado del yugo, había un cabrestante de acero inoxidable capaz de izar y botar al agua el sumergible más pesado. Detrás del cabrestante, una enorme bobina contenía más de once kilómetros de cable de acero.

En la proa había dos plataformas, en una se hallaba el par de Abyss Glider, los sumergibles monoplaza en los que descenderían D. J. y Jonas. En la otra iba sujeto el helicóptero del barco. Unos raíles de acero incrustados en la cubierta permitían sacar y devolver a su sitio las embarcaciones.

En el reducido puente de mando, que miraba a proa desde la segunda cubierta, se hallaba el tablero de mandos del navegante que controlaba los dos motores GE LM 2500. Un corto pasadizo conducía del puesto de mando al Centro de Información del Mando (CIM). Aquella sala, en otro tiempo de acceso restringido, siempre estaba fría y en permanente penumbra, iluminada únicamente por las suaves luces azules del techo y las pantallas de colores de la consola de ordenadores situada a lo largo de las paredes interiores. Los puestos de control de armas que se ocupaban de los misiles SAM y Harpoon de la fragata, de los torpedos antisubmarinos y de los demás sistemas de armamento y defensa habían sido reemplazados por ordenadores que seguían y controlaban las unidades UNIS desplegadas y recuperaban los datos de los robots situados a lo largo de la sima Challenger, a once kilómetros por debajo de la nave.

El CIM del Kiku contenía también el sonar Raytheon SQS-56, montado en el casco, y los sistemas de radar Raytheon SPS-49, cuyas antenas parabólicas exteriores giraban sobre dos postes que se alzaban ocho metros por encima de la cubierta superior. Todos estos sistemas estaban unidos a un programa de integración de ordenadores que presentaba la información en una docena de terminales distintas.

Bajo la cubierta de mando quedaban los dormitorios y salas de la tripulación. Los rimeros de literas de tres camas habían desaparecido y el interior se había remozado para dar cabida a unas cabinas privadas para una tripulación de treinta y dos personas. Bajo esta cubierta quedaba el cuarto de máquinas y los elementos principales que propulsaban el eje de la única hélice. El Kiku era un barco rápido, capaz de superar los veintinueve nudos.

Cuando el helicóptero se acercó a la cubierta de popa, Jonas reconoció de inmediato el gran cabrestante de acero reforzado, sujeto al yugo de la nave, que se había utilizado para bajar los veinticinco sumergibles UNIS hasta el fondo de la fosa de las Marianas. Terry se apretó contra Jonas para echar un vistazo por la ventanilla. Un muchacho de apenas veinte años aguardaba junto a la plataforma, de cara al viento, y saludaba con la mano a los pasajeros de la aeronave. Delgado y fibroso, el joven estaba muy bronceado. Terry le devolvió el saludo con entusiasmo.

—¡D. J.! —exclamó con una sonrisa.

Tan pronto se apeó del helicóptero, su hermano se encargó del equipaje de Terry. Ella lo abrazó y, a continuación, se volvió hacia Jonas. Con sus cabellos negros, sus ojos oscuros y sus sonrisas resplandecientes, casi parecían gemelos.

—D. J., te presento al profesor Taylor. —El muchacho dejó las bolsas y estrechó la mano de Jonas—. Así que usted va a descender conmigo a la sima Challenger. ¿Está seguro de lo que va a hacer?

—Perfectamente —respondió Jonas, consciente del carácter competitivo de D. J.

Este se volvió a su hermana:

—¿El profesor está al corriente de que también irá a bordo el doctor Heller?

—No lo sé. Jonas, ¿mi padre te habló de ello ayer, por casualidad?

Jonas sintió que se quedaba sin aire en los pulmones.

—¿Frank Heller forma parte de la tripulación? No, tu padre no me dijo nada al respecto. Nada en absoluto.

—¿Cree que eso será un problema, doctor Taylor? —quiso saber D. J.

Jonas recobró la compostura.

—Frank Heller era el especialista médico durante la serie de inmersiones que realicé para la Marina hace siete años.

—Me parece que no se han visto desde entonces —apuntó DeMarco.

—Digamos solo que entre nosotros no reina una gran armonía, precisamente. Si Masao me hubiera dicho que Heller participaba en la misión, dudo que hubiera aceptado venir.

—Supongo que por eso se lo calló —comentó D. J., divertido.

—Si lo hubiera sabido, te lo habría dicho yo misma —intervino Terry—. Aún no es demasiado tarde para que vuelvas al helicóptero.

Jonas miró a la muchacha, casi al límite de su paciencia.

—Ya estoy aquí. Si Frank tiene algún problema, supongo que tendrá que aceptar las cosas como están.

—¿Qué tal lo hizo en el simulador? —preguntó D. J. a su hermana.

—No estuvo mal. Aunque, por supuesto, el programa carece de controles para el brazo mecánico y para la cámara de escape.

—Entonces, profesor, programaremos al menos una sesión de entrenamiento antes de efectuar el descenso real —dijo el muchacho—. Esperaremos hasta que se sienta cómodo con el sumergible.

—Estaré listo cuando tú lo estés —fue la respuesta de Jonas—. Enséñame los aparatos.

Cuando se acercaban a la plataforma, un hombretón de piel oscura con una gorra roja de punto apareció en la cubierta acompañado de dos tripulantes filipinos.

—Profesor Taylor —dijo D. J.—, le presento al capitán Barre.

León Barre era un franco-polinesio, fuerte como un toro y con voz de barítono, de cuyo cuello pendía una crucecita de plata. El hombre estrechó la mano de Jonas y la sacudió una única vez.

—Bienvenido a bordo del Kiku.

—Me alegro de estar aquí, capitán.

Barre saludó a Terry llevándose la mano a la gorra.

—Señora… —dijo, ceremonioso.

DeMarco dio una palmada en el hombro al marino.

—Estás engordando un poco, ¿eh, León?

—Esa mujer tailandesa… —León hizo una mueca—. Me ceba como a un cerdo.

Con una carcajada, DeMarco se volvió hacia Jonas:

—La mujer del capitán es una cocinera fantástica. No nos iría mal tenerla aquí. Estamos hambrientos.

El capitán dio una orden con voz áspera al marinero filipino que tenía al lado. El subalterno se dirigió a toda prisa hacia la cabina principal.

—La cena será dentro de una hora —anunció el capitán, y siguió a su hombre al interior del buque.

Jonas, en compañía de D. J., DeMarco y Terry, cruzaron la amplia cubierta hasta donde se guardaban los sumergibles Abyss Glider, sobre sus plataformas respectivas. Una vez allí, D. J. miró a Jonas.

—¿Qué le parece?

—Son preciosos.

—Hemos hecho algunas modificaciones desde la última vez que pilotó uno —señaló el muchacho.

—Solo llegué a pilotar el AG-1 en aguas superficiales. En esa época, el AG-II todavía estaba en la mesa de planos.

—Vamos, Taylor —dijo DeMarco—. Ahora haremos el recorrido turístico.

Terry y Jonas siguieron a DeMarco y a D. J. hasta el par de sumergibles. Las naves medían tres metros de longitud por metro y medio de anchura y tenían el aspecto de simples torpedos gruesos con alas. Eran vehículos de un solo tripulante, que tenía que entrar tumbado boca abajo por la sección de popa y utilizar una palanca de dirección para pilotarlo como si fuera un avión. La nariz transparente del Abyss Glider permitía que el piloto abarcara un campo de visión del entorno submarino de casi trescientos sesenta grados.

—Lexan —comentó DeMarco al tiempo que señalaba uno de los sumergibles—. Es un plástico tan fuerte que se utiliza como blindaje en las limusinas presidenciales. Toda la cámara de escape está hecha de ese material. Los AG-1 también fueron dotados con este material hace varios años.

Jonas inspeccionó el morro transparente.

—No sabía que estos sumergibles tuvieran cámara de escape. En los planos originales no constaba.

—Tiene buena memoria —intervino D. J.—. Los AG-II fueron diseñados específicamente para la fosa de las Marianas. Como siempre existe el riesgo de que una aleta o la cola se enganche en algún objeto del fondo, al pasar por la sección de popa uno entra, en realidad, en la cámara de escape de lexan. Si el Glider tiene algún problema, utilice la palanca de escape situada en una caja metálica a su derecha y la cámara interior se separará de las secciones de popa y de las aletas, más pesadas. Es como una burbuja. Le llevará directamente a la superficie.

DeMarco frunció el entrecejo:

—Si no te importa, D. J., yo guiaré la visita. Al fin y al cabo, yo diseñé el aparato.

—Lo siento —D. J. dirigió una sonrisa al ingeniero.

DeMarco ocupó una vez más el centro de la escena. Era evidente que se sentía en su elemento.

—Como bien sabe, Taylor, el reto en la exploración de aguas profundas es diseñar y construir un casco que tenga a la vez flotabilidad y resistencia para soportar presiones tremendas. El otro problema es el tiempo que emplea el sumergible en alcanzar el fondo. El Alvin, el Nautile y los rusos Mir I y II son, todos ellos, vehículos voluminosos que solo pueden descender a un ritmo de veinte a cuarenta metros por minuto. A esta velocidad, tardaríamos más de cinco horas solo en llegar a la sima Challenger.

—Y ninguno de ellos puede descender más allá de los seis kilómetros —añadió D. J.

—¿Qué hay del Shinkai 6500 del JAMSTEC? —preguntó Jonas—. Creía que estaba diseñado para alcanzar el fondo.

—No, el Shinkai está diseñado para una profundidad máxima de seis mil quinientos metros —le corrigió DeMarco—. Usted piensa en el último sumergible dirigido por control remoto del JAMSTEC, el Kaiko. Hasta que D. J. lo hizo con el AG-II la semana pasada, el Kaiko era el único vehículo, tripulado o no, que había vuelto a entrar en la sima Challenger desde el Trieste, en 1960. El Kaiko pasó algo más de media hora a una profundidad de 10 915 metros, uno menos del récord, antes de sufrir problemas mecánicos.

—Ahora, el récord lo tengo yo —apuntó D. J.—. Supongo que pronto lo compartiré con usted, doctor.

—Debería haber sido yo —murmuró Terry.

—Bien —continuó DeMarco sin prestar atención a la discusión entre los hermanos—, todos esos sumergibles tienen casco de aleación de titanio, parecído al de nuestros robots UNIS. La mitad de la energía se utiliza para pilotar el pesado vehículo junto al fondo, de modo que se pueda soltar lastre más tarde para volver a la superficie. En cambio, los Abyss Glider están hechos de una cerámica reforzada, de flotabilidad positiva, y son capaces de soportar una presión de hasta tres mil kilos por centímetro cuadrado. Con este aparato, descenderá hasta el fondo a doscientos metros por minuto y volverá flotando a la superficie sin necesidad de lastres. Eso ahorra una tonelada en baterías eléctricas.

—¿Cómo subiremos la unidad dañada, D. J.? —preguntó Jonas—. Y tuteémonos, por favor —añadió.

—Mira la panza del sumergible —le indicó D. J.—. Hay un brazo mecánico retráctil con una pinza. El brazo tiene una extensión limitada a unos dos metros justo delante del morro. La pinza está diseñada para recoger muestras. Cuando descendamos, tú irás delante. Yo te seguiré con mi sumergible, que llevará un cable de acero sujeto a mi pinza mecánica. El UNIS dañado tiene varias hembrillas a lo largo de la envoltura externa. Una vez eliminado el barro y los obstáculos, sujetaré el cable pasándolo por una de ellas y el cabrestante del Kiku recuperará la unidad hasta llevarla a bordo.

—No parece un mal plan.

—Es un trabajo para dos, realmente. En mi primer descenso ya intenté sujetar el cable, pero había tantos detritos que casi cubrían la unidad. No podía mantener el cable sujeto con la pinza y, al mismo tiempo, quitar las piedras. Además, las corrientes son muy fuertes, ahí abajo.

—Tal vez estabas demasiado nervioso —añadió Terry.

—Vete a la… —empezó a responder su hermano.

—Vamos, D. J. —insistió ella, burlona—. Tú me dijiste que ahí abajo se pasa bastante miedo. No se trata de lo que ves; ni siquiera de la oscuridad permanente. Es la claustrofobia, saberse a once kilómetros de profundidad, rodeado de miles de toneladas de presión. Un error, una rendija en el casco, y a uno le implosiona el cerebro por el cambio de presión.

Terry miró a Jonas, pendiente de su reacción.

—¡Bah! ¡Estás celosa, Terry! —D. J. miró a Jonas con cara de gran animación—. ¡Me lo pasé en grande! ¡Vaya gozada! No veo el momento de volver. Los saltos y el paracaidismo me parecían emocionantes, pero esto lo supera todo, de largo.

Jonas se volvió a D. J. con mirada preocupada.

—No serás un adicto a la adrenalina, ¿verdad, D. J.?

El muchacho se tranquilizó:

—No, no… O sea… sí, claro que soy un yonqui de la adrenalina, pero esto es distinto. La sima Challenger… es como ser la primera persona que explora otro planeta. Esos enormes humeros negros por todas partes, y los peces más extraños que ha visto nadie. ¿Pero qué te estoy contado? Tú ya has participado en decenas de descensos a simas.

Jonas tiró de una de las banderitas de vinilo rojo con el logotipo del Instituto Tanaka situadas en la popa de cada sumergible. Luego, miró al muchacho y declaró:

—He pilotado más descensos de la cuenta a simas de gran profundidad, pero la fosa de las Marianas es algo completamente distinto. Te recomiendo que abandones esa actitud de vaquero.

Echó una ojeada a las cámaras interiores del Kiku y preguntó si el doctor Heller estaba a bordo. D. J. miró a su hermana antes de responder:

—Sí. Está en el CIM, creo.

Jonas dio media vuelta y se alejó.

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