MEG

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EL FONDO

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EL FONDO

Jonas ajustó el alerón central y redujo el ángulo de descenso. Aminoró la velocidad y se mantuvo a siete metros del fondo, a la espera de D. J.

Ante él se extendían innumerables filas de almejas gigantes, completamente blancas y cada una de más de un palmo de diámetro. Las había a miles, dispuestas en formación en torno a las chimeneas como si adoraran a su dios. La luz reveló algunos movimientos en el fondo, crustáceos de las fuentes, cientos de langostas albinas y cangrejos blancos, todos absolutamente ciegos, que brillaban en la oscuridad del abismo.

Jonas sabía que muchas especies de peces que vivían en las oscuras profundidades marinas fabricaban su propia luz mediante unas sustancias químicas llamadas luciferinas o gracias a unas bacterias luminosas que vivían en sus cuerpos. La naturaleza había dotado a las especies de una piel blanca y un brillo luminiscente para atraer a las presas y para localizarse.

La vida, la cantidad y variedad de formas de vida en las fosas abisales había desconcertado a los científicos, que habían fallado al plantear la teoría de que sin la luz del Sol no podía existir en el planeta ningún ser vivo. Jonas estaba asombrado. Allí, en la sima Challenger, en el lugar más desolado del planeta, la naturaleza había encontrado una manera de permitir la existencia de la vida.

Junto a una gran extensión de almejas y mejillones gigantes, Jonas observó un espléndido racimo de gusanos de tubo enormes, mecidos por las corrientes. Eran de un blanco absoluto, casi fluorescente, salvo en los extremos, que tenían un color rojo sangre. Con cuatro metros de longitud y doce centímetros de anchura, formaban grupos demasiado numerosos como para pensar en aproximarse. Los gusanos de tubo se alimentaban de las bacterias del agua. A su vez, los zoarcidos y otros peces pequeños se alimentaban de los gusanos.

Todo ello constituía una extraña cadena alimentaria localizada en el fondo del mundo, en un mundo que existía envuelto en una oscuridad total. Jonas se preguntó qué especie ocuparía el escalón más alto. ¿Los calamares gigantes? ¿Algún género por descubrir? A once kilómetros de profundidad, separados de una presión hidrostática de mil quinientos kilos por centímetro cuadrado por unos pocos centímetros de aleación, a Jonas solo se le ocurrió dar gracias por haberse equivocado respecto de la existencia del Meg. Aminoró la marcha del AG-II y alcanzó a ver el brillante resplandor del foco del segundo sumergible, que se acercaba por detrás. Abrió el canal de radio.

—Ya puedes pasar delante, D. J. El vehículo del muchacho rodeó al de Jonas y lo sobrepasó en un lento «vuelo», atento a mantener la distancia suficiente. Los dos acuanautas querían estar a la vista el uno del otro, pero debían tener cuidado de no enredarse con el cable que arrastraba D. J.

Les llegó la voz de DeMarco por la radio.

—La pared de la sima debería de quedar a babor, a unos treinta metros.

Jonas siguió a D. J. a lo largo del fondo oceánico hasta que alcanzó a ver la pared vertical de la cordillera submarina conocida como «Montañas del Mar». Los vehículos entraron en un valle rodeado de altos muros. Era como si Dios hubiera cogido el Gran Cañón del Colorado y lo hubiese sumergido bajo once kilómetros de océano. Jonas había retrocedido en el tiempo, pues sabía que los montes marinos tenían, al menos, doscientos millones de años. Maniobró dentro de la trinchera, sin perder de vista el sumergible de D. J.

—Ahí delante el terreno es un poco áspero, doc. Ten mucho cuidado —le avisó el muchacho. Como si hubiera sido una señal, Jonas notó que la sección de cola empezaba a moverse como el rabo de un perro—. Puede que tengamos otro deslizamiento de tierras ahí delante.

—Espero que te equivoques —respondió—. ¿Ves algo?

—Todavía no, pero he captado en el radar la señal de la baliza de posición del UNIS dañado. Hacia el norte por esta trinchera. Verás que el valle se abre otra vez. El UNIS se había colocado a unos veinte metros de la pared de la sima, a nuestra izquierda, antes de producirse el fallo.

Jonas miró a la derecha. En efecto, los montes del mar habían desaparecido y solo se veía más océano negro. A su izquierda, la pared del cañón todavía se alzaba amenazadora hasta perderse en la oscuridad, más allá de donde alcanzaba la luz.

Entonces vio aparecer en la pantalla de la consola la luz roja parpadeante.

—¡Ahí está! —exclamó D. J. tras un largo silencio. La cubierta de la unidad UNIS destruida parecía un pedazo de chatarra metálica enterrado bajo varias rocas. D. J. colocó el sumergible encima de los restos y los iluminó con el foco como si fuera una farola de la calle.

—Es todo tuyo, doc. Adelante, echa un vistazo.

Jonas se aproximó al UNIS, flotando dentro del haz de luz del vehículo de D. J., dirigió su propio foco al casco esférico reventado y se desplazó hacia el otro lado. Al observar los escombros en torno a la base, creyó notar que había algo distinto. Algo se había movido.

—¿Ves algo? —preguntó D. J. por la radio. —Todavía no —respondió, forzando la vista con la esperanza de ver algo blanco. Se acercó más y estudió las rocas.

Y allí estaba.

—¡D. J., no puedo creerlo! ¡Creo que he localizado el diente! —Apenas podía contener la excitación. Extendió el brazo mecánico de su vehículo, dirigió la pinza hacia el objeto blanco y triangular, de veinte centímetros de longitud, y lo levantó con cuidado del montón de sedimentos de azufre y hierro.

—¡Eh, doc! —exclamó D. J. con una risa histérica.

Jonas miró el objeto por el cual había viajado once kilómetros océano abajo.

Eran los restos de una estrella de mar albina.

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