MEG

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EL RESPLANDOR

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EL RESPLANDOR

El foco del sumergible de D. J. se apagó con un parpadeo y un manto de oscuridad cayó en torno a los dos vehículos. De pronto, Jonas no podía ver ni sus propias manos, pero notaba cómo temblaban y mantuvo una de ellas cerca del interruptor de energía.

Pudo vislumbrar el objeto como un vago resplandor pálido que daba vueltas a su alrededor, entrando y saliendo de la abrumadora oscuridad. Con su silencioso desplazamiento, a unos quinientos metros de los sumergibles, estaba midiendo a su presa y se acercaba gradualmente.

Jonas notó un nudo en la garganta.

No cabía duda. Allí estaban el morro cónico, la gran cabeza triangular y la cola en forma de media luna. Calculó que el Megalodon mediría sus buenos quince metros y pesaría alrededor de doce mil kilos. Tenía un color blanco puro, fluorescente, como las almejas gigantes y los gusanos de tubo. El animal volvió otra vez, nadando en paralelo a la pared del cañón. Jonas observó el par de órganos sexuales que quedaba a la vista en el bajo vientre: era un macho.

D. J. le cuchicheó unas palabras por la radio: —Está bien, doc, me has convencido, te lo juro. Y ahora, ¿qué plan tienes?

—Manten la calma, D. J. Está estudiándonos porque no está seguro de que seamos comestibles. No te muevas; debemos tener cuidado de no provocar una respuesta.

—¡Taylor, informa! —La voz de Heller llenó la cápsula.

—Cierra el pico, Frank —susurró Jonas—. Nos están observando.

—¡D. J.! —susurró la voz de Terry por la radio.

El muchacho no respondió. Estaba hipnotizado por el ser que tenía ante él. Estaba totalmente paralizado por el miedo.

Jonas sabía que solo tenían una posibilidad; como fuera, tenían que escapar de aquella zona de aguas cálidas y alcanzar las aguas gélidas y abiertas de las capas superiores. El Meg no podría seguirlos allí. Jonas notó que el sumergible había empezado a calentarse debido al lecho de sedimentos calientes del cañón. Bañado en sudor, observó cómo el resplandor mortecino de la piel del monstruo se agrandaba y se tornaba más brillante. Jonas vio por un instante el destello de un ojo gris azulado.

El Megalodon se volvió. Nadaba directamente hacia ellos. La enorme criatura brillaba como un fantasma en la negrura. En su boca abierta se distinguían varias hileras de dientes aserrados.

Jonas encendió el foco y dirigió los siete mil quinientos vatios de luz a los ojos del animal. El Megalodon volvió la cabeza hacia la derecha y, como un rayo, desapareció en la oscuridad con un latigazo de la cola.

—¡Joder, doc! —exclamó D. J. por la radio.

La onda de choque creada por las doce toneladas de tiburón alcanzó los dos sumergibles. El Glider de D. J. se zarandeó y tiró del cable de acero. El vehículo de Jonas fue arrastrado contra la pared de la sima y chocó con ella de popa. Los propulsores gemelos del sumergible quedaron aplastados.

El Megalodon nadó en círculo encima de ellos y descendió hacia el AG-II inmovilizado, que yacía boca abajo en la base de la montaña submarina. Jonas abrió los ojos mientras el resplandor mortecino que se aproximaba llenó el campo de visión de la cápsula. El monstruo levantó su grueso hocico blanco, desplazó la mandíbula hacia delante y dejó a la vista las múltiples hileras de dientes afilados como cuchillas, de veinte centímetros. Entonces cerró los ojos y durante un milisegundo agradeció que la muerte le llegara por el cambio de presión y no por la acción de la espantosa dentadura del animal.

En el último momento, el Megalodon interrumpió el ataque; con un latigazo del cuerpo, se desvió en un giro cerrado y se alejó del fondo. El muro de agua creado por el movimiento de su enorme cola desplazó el sumergible y este dio varias vueltas sobre sí mismo hasta que, por fin, quedó encajado boca abajo en la pared de la sima.

Jonas notó el líquido caliente que le descendía por la frente y quedó inconsciente.

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