MEG

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LA CAZA

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LA CAZA

D. J. Tanaka aceleró el AG-II en un ángulo de ascenso de noventa grados y se concentró en la carrera en que estaba enfrascado, sin hacer caso a las constantes llamadas que suplicaban que respondiera. Las venas le zumbaban los oídos, pero tenía las manos firmes. Sabía lo que se jugaba: aquello era asunto de vida o muerte. El adicto a la adrenalina sonrió.

Echó una rápida mirada hacia la izquierda. El monstruo albino se apartó bruscamente de la pared de la sima y se elevó del lecho oceánico como un misil teledirigido que apuntara a su presa fugitiva. D. J. calculó que tenía cuarenta metros de ventaja y las aguas frías quedaban a setecientos o mil metros más arriba. Las cosas irían muy justas.

El Glider cruzó la densa niebla que producían los humeros negros. D. J. miró atrás y no vio al Megalodon. Comprobó el termómetro exterior y vio que marcaba diez grados y bajando. «Voy a conseguirlo», se dijo.

La vista del muchacho registró el resplandor a la derecha de la cápsula una fracción de segundo antes de que la boca gigantesca se estrellara de costado contra el sumergible. El impacto fue como el de una colisión entre un automóvil y una locomotora. Girando boca abajo en completa oscuridad, D. J. intentó gritar y el crujido amenazador de la cerámica y del plástico lo ensordecieron en el mismo instante en que su cráneo implosionaba y le estrujaba los sesos.

El Megalodon macho olfateó la sangre caliente y todo su sistema sensorial se estremeció de placer. Introdujo el hocico en la estrecha cámara, aunque no pudo alcanzar los restos del torso de D. J. Tanaka.

Con lo que quedaba del sumergible entre las mandíbulas, el monstruo descendió hacia las corrientes cálidas del fondo.

Jonas recobró el sentido inmerso en una completa oscuridad y un silencio sobrecogedor. Notó una punzada de dolor en la pierna. Tenía el pie atrapado en algo; tiró de él, consiguió liberarlo y giró el cuerpo. Un líquido caliente le cayó en el párpado y lo enjugó. Sabía que era sangre aunque no podía ver la mano a un palmo de la cara.

¿Cuánto tiempo había permanecido inconsciente?

La energía estaba cortada, pero el compartimento parecía un sauna. Debía de estar en el fondo oceánico, pensó. Alargó la mano y, a tientas, buscó los controles, pero descubrió que se había escurrido del arnés de pilotaje y había caído hasta el otro extremo de a cápsula. Se arrastró de nuevo a la posición inicial y localizó los mandos en el panel. Pulsó el interruptor del sistema de energía del sumergible pero no se puso en marcha. El AG-II estaba completamente inactivo en el agua.

Distinguió algo encima de él, fuera del vehículo. Un destello de luz refractado en el plástico. Se impulsó hacia delante en la burbuja de lexan y estiró el cuello.

Entonces vio al Megalodon macho que nadaba lentamente hacia el fondo con un extraño objeto colgado entre la mandíbula superior y el hocico.

—¡Oh, Dios mío…! —exclamó al reconocer los restos del Glider. El sumergible de D. J. colgaba de las mandíbulas del depredador con el cable de acero todavía sujeto a él. Ahora, el cable se enlazaba y enroscaba en torno al torso del animal.

Frank Heller tomó asiento, petrificado.

—Tenemos que saber qué sucede ahí abajo —dijo, señalando los monitores en blanco.

Terry intentó en vano establecer contacto por radio.

—¿Me oyes, D. J.? ¿D. J.?

DeMarco hablaba precipitadamente con el capitán Barre por una línea telefónica interna. La tripulación estaba situada a popa, ocupada en el enorme cabrestante.

—Frank, León dice que se registra movimiento en el cable. El sumergible de D. J. todavía está sujeto.

Heller se puso en pie de un salto y se desplazó al monitor que mostraba el cabrestante de la cubierta de popa.

—Tenemos que subirlo antes de que muera ahí abajo. Si se ha quedado sin energía, somos su única posibilidad.

—¿Qué hay de Jonas? —preguntó Terry.

—No hay modo de ponerse en contacto con él —respondió DeMarco—, pero quizá podamos salvar a tu hermano.

Heller se inclinó sobre la consola y habló al micrófono:

—León, ¿me recibes?

La respuesta de León Barre resonó en el altavoz.

—¿Estás preparado para izarlo? —preguntó Heller—. ¡Pues hazlo!

Jonas se quedó paralizado mientras veía pasar al Megalodon macho justo por encima de él. Un temblor en el vientre que acompañaba el abrir y cerrar de las mandíbulas del voraz depredador, que continuaba empeñado en introducir el hocico en los restos del sumergible, sin preocuparse del cable de acero que ya lo rodeaba. Jonas creyó captar una sombra en movimiento más allá del animal. Desde arriba estaban recogiendo el cable. Segundos después, el acero se tensó en torno a la piel blanca del monstruo y se hundió profundamente en los blandos tejidos de las aletas pectorales.

El apretado abrazo del cable provocó espasmos en el Megalodon, que giró el torso en un acceso de rabia y sacudió la aleta caudal adelante y atrás en un fútil intento por liberarse. Cuanto más se debatía, más se enredaba.

Jonas contempló con fascinación impotente cómo luchaba el animal, incapaz de soltarse de aquellos lazos de acero. Con las aletas pectorales pegadas a los costados, no podía estabilizarse y sacudía la cabeza de lado a lado, provocando potentes corrientes de agua que martilleaban en la pared de la sima. Los esfuerzos del animal no hacían sino agotarlo.

Al cabo de unos minutos, el monstruo dejó de agitarse y se quedó inmóvil, suspendido en el lío de acero. El único signo de vida que ofrecía era un esporádico aleteo de las agallas. Poco a poco, el cabrestante del Kiku empezó a tirar del Megalodon atrapado hacia las frías aguas superiores.

Los últimos movimientos del macho agonizante enviaron una cascada de vibraciones a lo largo de toda la sima Challenger.

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