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EN PUERTO

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EN PUERTO

Frank Heller no lograba entender cómo se había propagado tan deprisa la noticia. El Kiku había tardado menos de doce horas en alcanzar la base naval Aura Harbor, en Guam. Dos equipos de televisión japoneses y otro de la emisora local los esperaban en el muelle, junto a reporteros de prensa y fotógrafos de la Marina, del Manila Times y del Sentinel de Guam. Tan pronto Heller desembarcó, los periodistas lo rodearon y lo bombardearon con preguntas sobre el tiburón gigante, el piloto muerto y el científico superviviente, que había sido trasladado al hospital por vía aérea para recibir el tratamiento médico oportuno.

—El profesor Taylor ha sufrido algunas contusiones y presenta hipotermia y pérdida de sangre, pero me han informado de que se recupera satisfactoriamente —les comunicó Heller.

Los cámaras enfocaron al médico pero, cuando la grúa izó los restos del Megalodon, se apresuraron a grabar unas tomas. Una joven japonesa acercó el micrófono a Heller.

—¿Dónde llevarán al tiburón?

—Enviaremos los restos por avión al Instituto Oceanográfico Tanaka tan pronto sea posible.

—¿Qué ha sido del resto del animal? —quiso saber la insistente reportera.

—De momento, no estamos seguros. Quizás el animal quedó destrozado por el cable que lo apresaba.

—Pues parece que lo hayan devorado. —El comentario procedía de un norteamericano medio calvo de cejas pobladas—. ¿Es posible que otro tiburón atacara a este?

—Es posible, pero…

—¿Está usted diciendo que hay otros monstruos como ese?

—¿Alguien ha visto…? —¿Cree usted que…?

—Por favor, por favor… —Heller levantó las manos—. Uno después de otro.

Hizo un gesto a un hombre corpulento del periódico de Guam que había levantado el bolígrafo para preguntar.

—Imagino que lo que nos gustaría saber, doctor, es si podemos meternos en el agua con tranquilidad.

—Permítame que despeje sus temores —respondió Heller en tono confiado—. Si existe algún otro tiburón como ese en la fosa de las Marianas, nos separan de él diez kilómetros de agua casi helada. Según parece, las aguas frías los han mantenido atrapados ahí abajo durante los últimos dos millones de años, por lo menos. Y si han sobrevivido más ejemplares, probablemente sigan confinados a esa capa de aguas cálidas del fondo del océano durante unos cuantos millones de años más. —Doctor Heller… —Frank se volvió. Ante él estaba David Adashek, quien preguntó con aire inocente—: El profesor Taylor es paleontólogo marino, ¿verdad?

Heller dirigió una mirada furtiva a la multitud.

—Sí. Ha realizado algunos trabajos…

—Más que eso, yo diría. Tengo entendido que ha planteado una teoría acerca de estos… de estos tiburones dinosaurio. Megalodon, creo que lo llaman.

—Sí, bien… Creo que dejaré que el doctor Taylor le explique sus teorías personalmente. Ahora, si me…

—¿Lo dice en serio…?

—Si no le importa, todos tenemos mucho trabajo pendiente.

Heller se abrió paso entre los periodistas sin hacer caso del chaparrón de preguntas que llovía sobre él.

—¡Abran paso! —tronó una voz detrás del grupo. Era León Barre, que supervisaba el traslado de los restos del Megalodon al embarcadero. Un fotógrafo se destacó del grupo y gritó:

—¡Capitán! Capitán, ¿puedo tomar una foto de usted con el monstruo?

Barre hizo una señal con el brazo al operario de la grúa. La cabeza del Megalodon se detuvo en el aire con la espina dorsal y la aleta caudal rozando el muelle y las mandíbulas abiertas hacia el cielo. Los cámaras intentaron todos los escorzos posibles, pero los restos del monstruo eran tan largos que no había forma de que cupieran en el encuadre. Barre retrocedió unos pasos hasta situarse junto a la cola del gigante y se volvió hacia los reporteros. El monstruoso depredador hacía que el robusto capitán pareciese un enano.

—Sonría, capitán —gritó alguien.

Barre mantuvo su mirada sombría.

—Ya sonrío —refunfuñó.

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