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SAIPAN

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SAIPAN

El helicóptero biplaza dio dos brincos sobre la pista de tierra hasta que se apoyó debidamente en los esquíes. El capitán retirado de la Marina James Mac Mackreides dirigió una mirada a su pasajero, que parecía un poco nervioso después de cuarenta y cinco minutos de vuelo.

—¿Te encuentras bien, Jonas?

—Sí. —Jonas hizo una profunda inspiración mientras las palas del helicóptero aminoraban su velocidad progresivamente, hasta detenerse. Se habían posado en el recinto de un aeródromo improvisado. En un rótulo de madera borroso, junto al depósito de combustible, se leía BIENVENIDO A SAIPAN.

—Claro. Por eso tienes esa cara.

—Tu finura como piloto no ha mejorado desde que te licenciaste.

—Mira, chico: soy tu único recurso. Sobre todo, a las tres de la madrugada, maldita sea. ¿Qué puede ser tan importante como para que tengas que abandonar a estas horas esta isla olvidada de Dios?

—Has dicho que tu amigo, el pescador, sabe donde apareció recientemente una ballena muerta. Tengo que examinar los restos.

—¿En plena noche? Creo que a quien tendremos que examinar es a ti, amigo.

—En serio, Mac, esto es importante. ¿Dónde está nuestro hombre? Pensaba que se reuniría con nosotros aquí.

—¿Ves ese camino de la izquierda? Síguelo hasta la playa y verás media docena de barcas de pesca amarradas. Phillipe estará en la última. Ha dicho que te esperaría allí. Yo estaré en la taberna, emborrachándome. Búscame allí cuando te canses de jugar. Si estoy con una mujer, espérame diez minutos. Si es fea, espera cinco.

—Si estás borracho, ¿qué importa eso?

—Es verdad. Respecto a mi amigo Phillipe, recuerda: págale la mitad ahora y la otra mitad cuando vuelvas, no vaya a dejarte allí para que vuelvas a la orilla a nado.

—Gracias por el consejo —murmuró Jonas y siguió con la mirada a su amigo mientras este se acercaba cojeando al edificio verde oxidado al que Mac se había referido como «la taberna». Después, cargó con el macuto y se encaminó en dirección opuesta, hacia la playa. Las nubes ocultaban las estrellas pero el océano Pacífico estaba liso como un cristal.

Jonas Taylor había conocido a James Mackreides hacía siete años, en lo que ambos denominaban «el manicomio de la Marina». Tras el incidente a bordo del Seadiff, Jonas había pasado varias semanas en un hospital naval y, a continuación, recibió la orden de ingresar en un pabellón psiquiátrico durante noventa días para su evaluación. Fue allí donde el equipo de psiquiatras de la Marina intentó convencer al acuanauta de que los acontecimientos de la fosa de las Marianas habían sido alucinaciones. Al cabo de dos meses de «ayuda», Jonas se encontró en un profundo estado de depresión, separado de Maggie y con la carrera profesional arruinada. Imposibilitado de abandonar la clínica, se sentía solo y traicionado.

Entonces conoció a Mac.

James Mackreides vivía para desafiar a la autoridad. Se alistó y fue enviado a combatir a Vietnam cuando tenía veintitrés años y ascendió a capitán del 155 Cuerpo de Helicópteros de Asalto, desplegado en Camboya, mucho antes de que las Fuerzas Armadas de Estados Unidos reconocieran su presencia en la zona. Entrenado en la Marina en el pilotaje de los Cobra, Mac había sobrevivido a la locura de Vietnam decidiendo por su cuenta cuándo, dónde y si era el momento de librar una batalla. Si una misión le parecía absurda, nunca protestaba las órdenes; sencillamente, hacía otra cosa. Cuando le ordenaban bombardear la ruta Ho Chi Minh, Mac organizaba sus tropas para la batalla y conducía a su escuadrilla de helicópteros a algún hospital de campaña, recogía a un grupo de enfermeras y se las llevaba a pasar el día en las playas de la isla de Con Son. Por la noche, enviaba un informe sobre el excelente trabajo realizado por sus hombres en el «encuentro» con el «enemigo». La Marina no se enteró nunca. En una de tales aventuras, uno de los helicópteros de dos millones de dólares del grupo de Mac tomó tierra en un delta, y fue destrozado a tiros y, finalmente, volado con una mina anticarro. Mac informó a sus superiores que la escuadrilla había encontrado intenso fuego enemigo pero sus hombres habían conseguido resistir heroicamente ante fuerzas superiores. Por su valentía, Mac y sus hombres recibieron la estrella de bronce.

Después de la guerra, Mackreides continuó volando para la Marina. Defendía el sistema de libre empresa y suministraba cualquier cosa que pudieran pedirle los pequeños comerciantes desde Guam a Hawai… utilizando helicópteros de la Marina para transportar las mercancías. Finalmente, otro mando se fue de la lengua cuando encontró a sus hombres apuntados a visitas turísticas a las islas Hawai en helicóptero. Mac cobraba cincuenta dólares por cabeza y su paquete turístico incluía una bolsa de seis latas de cerveza y veinte minutos con una prostituta local.

El incidente del «burdel volante» le valió a Mackreides la destitución, una evaluación psiquiátrica obligada y una larga estancia en la institución mental de la Marina. Era aquello o la cárcel. Confinado contra su voluntad, Mac se sentía asfixiado, sin posibilidad de expresar su desprecio por la autoridad. Hasta que conoció a Jonas Taylor.

Según la opinión profesional de Mac, Jonas era una víctima más del juego del reparto de culpas de la Marina, de la aversión de los superiores a responsabilizarse de sus acciones. Aquello convertía a Taylor en una especie de espíritu hermano, y Mackreides se sintió en la obligación moral de ayudarlo a recuperarse.

Mac decidió que el mejor remedio para la depresión de su recién encontrado colega era realizar un viaje por carretera. Robar el helicóptero del servicio de Guardacostas había resultado fácil, y el aterrizaje en el aparcamiento de Candlestick Park, coser y cantar. Lo difícil había sido poder entrar a ver el partido entre los 49ers y los Cowboys. Después de una noche de juerga, volvieron al hospital por la mañana, en taxi, borrachos y felices. El servicio de Guardacostas localizó el helicóptero dos días después, aparcado frente a una tienda de productos de belleza, con sendas mujeres desnudas pintadas a cada lado de la cabina.

Desde entonces, Jonas y Mac habían sido amigos del alma.

El último bote anclado junto a la playa no parecía muy marinero. Con apenas seis metros de eslora, la barca de madera se hundía mucho en el agua y sus planchas grises mostraban restos de una capa de pintura roja que había desaparecido con el paso de los años. A bordo, un negro alto con una camiseta sudada y pantalones tejanos izaba del agua una nasa para cangrejos.

—Disculpe… —dijo Jonas al acercarse. El hombre siguió trabajando—. ¡Eh!, disculpe…, ¿usted es Phillipe?

—¿Quién quiere saberlo?

—Soy el doctor Jonas Taylor. Amigo de Mac.

—Mac me debe dinero. ¿Usted me trae dinero?

—No. Es decir, traigo suficiente como para que me lleve al lugar donde avistó la ballena muerta, pero no sé nada de deudas…

—Una jorobada muerta, flotando a unas dos millas mar adentro. Le costará cincuenta dólares americanos.

—Bien. La mitad ahora; el resto, cuando regresemos. —Jonas sostuvo en alto los billetes y esperó a que Phillipe aceptara.

—Bien, vámonos.

Jonas hizo ademán de darle los veinticinco dólares, pero retiró la mano otra vez.

—Una cosa más, solamente. Nada de motores al ir hacia allí.

—¡Pero qué dice, doctor Jonas! ¿Quiere que hagamos dos millas a golpe de remo? ¡Bah, quédese su dinero y…!

—Está bien, le pagaré el doble. La mitad ahora y el resto, cuando volvamos.

El isleño miró a Jonas de arriba abajo por primera vez.

—Está bien, doc, cien dólares. Y ahora, dígame por qué quiere que vayamos sin motor.

—No quiero perturbar al pez.

Jonas sabía que necesitaba alguna prueba que demostrar su teoría de que la hembra había alcanzado la superficie. Las grandes capturas pesqueras frente a la costa de Saipan eran un indicio de que algo perturbaba a la población local de escualos y los embarrancamientos de ballenas y delfines también podían apuntar a la presencia de un gran depredador, pero ninguna de ambas cosas era la prueba que Jonas necesitaba. Si la ballena jorobada que Phillipe había localizado había sido atacada y muerta por la hembra de Megalodon, a Jonas le bastaría con certificar el tamaño de la mordedura. Acercarse a remo hasta el lugar era, simplemente, una precaución necesaria.

Incluso con Jonas a cargo de uno de los remos, tardaron casi una hora en llegar al lugar. Descamisados y sudorosos, los dos hombres dejaron flotar el bote contra el cuerpo negro supurante.

—Aquí la tiene, doc. Parece que los tiburones han estado comiendo de ella todo el día. No queda mucho.

La superficie dorsal de la ballena muerta flotaba en el mar en calma. El cadáver despedía un hedor nauseabundo. Jonas utilizó el remo para manipular el cuerpo y lo deslizó arriba y abajo a lo largo de la piel, demasiado gruesa y pesada como para levantarla.

—¿Qué intenta hacer? —preguntó Phillipe.

—Tengo que ver qué mató a esta ballena. ¿Podemos darle la vuelta?

—Veinticinco dólares.

—¿Veinticinco dólares? ¿Piensa meterse en el agua, por esa cantidad?

—No. Hay demasiados tiburones. Mire ahí.

Jonas distinguió la aleta.

—¿Es un tiburón tigre?

—Sí, es un tigre. Pero no se preocupe, doc. ¡Si se pone muy pesado, me lo cargo con mi seis tiros! —El hombre sacó una pistola del cinto.

—¡Phillipe, por favor… nada de ruidos!

Jonas barrió con la linterna la plácida superficie del agua negra. Unas leves olas lamían el casco de la nave. De repente, Jonas se dio cuenta de que eran un objetivo fácil.

El pequeño haz de luz enfocó un cuerpo de gran tamaño que se movía veloz bajo la superficie, un destello de blancura que desapareció rápidamente en las negras aguas.

—¡Cristo bendito, doc! ¿Qué diablos era eso?

Jonas miró a Phillipe. El hombretón tenía el miedo en los ojos.

—¿Qué sucede? ¿Qué…?

—Debajo de nosotros hay algo, doc. Lo noto vibrar bajo el agua. Algo muy grande.

El bote de madera empezó a moverse, al principio lentamente, y empezó a dar vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj. Giraban en un remolino, atrapados en una corriente que se originaba muy por debajo de la superficie. Los dos hombres se agarraron a la borda para sostenerse y la embarcación empezó a tomar velocidad. Phillipe empuñaba la pistola y apuntaba al agua.

—¡Ahí abajo está el propio demonio!

El horizonte giró a su alrededor. Jonas miró abajo y notó que se le erizaba el vello de la nuca. ¡Algo grande y blanco se acercaba a la superficie a toda velocidad!

El enorme abdomen blanco surgió del agua con un estallido. Phillipe lanzó un grito y disparó seis balas al abdomen de la orca muerta. Segundos después, el tiburón tigre de cuatro metros arrancó un bocado de la ballena de nueve y, al hacerlo, lanzó al aire rociadas de sangre.

El bote quedó inmóvil. Jonas barrió el vientre de la orca con la luz de la linterna y, de pronto, los dos hombres lo vieron; era la marca de un mordisco enorme, de varios palmos de profundidad y casi tres metros de anchura.

—¡La madre de Dios! ¿Qué diablos ha hecho eso?

Antes de que Jonas pudiera responder, Phillipe bajó al agua la hélice del motor fuera borda y lo puso en marcha.

—¡No…! ¡Espere! —gritó Jonas.

Demasiado tarde. El motor cobró vida con un rugido y Phillipe cogió el timón y dio una vuelta cerrada para poner proa a la playa.

—¡Nada de eso, doctor Jonas! ¡Ahí abajo hay un monstruo, algo realmente grande! ¡Nunca jamás he visto un pez capaz de matar a una orca de esa manera! ¡Usted persigue al diablo, doc! Quédese su dinero, maldita sea…; ¡Nos vamos ahora mismo!

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