MEG

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EL ENCUENTRO

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EL ENCUENTRO

Terry Tanaka entró en el hospital Naval Aura y miró el reloj. Eran las nueve menos veinte. Tenía veinte minutos, exactamente, para llevar a Jonas hasta el despacho del comandante McGovern, siempre que Jonas estuviera en condiciones de viajar. Recorrió el pasillo vacío y se preguntó por qué el policía militar ya no estaba en su sitio. De hecho, la puerta de la habitación de Jonas estaba entreabierta.

Dentro, una mujer de cabellos rubios brillantes inspeccionaba los cajones de una cómoda. La cama estaba vacía. Jonas se había marchado.

—¿Puedo ayudarle, señorita? —preguntó Terry.

Maggie dio un respingo y la ropa que llevaba en las manos estuvo a punto de caérsele al suelo.

—Sí, puede ayudarme. Para empezar, ¿dónde está mi marido?

—¿Su…? ¿Usted es Maggie?

Maggie entrecerró los ojos.

—Soy la señora Taylor. ¿Quién eres tú?

—Terry Tanaka.

—Vaya, vaya, vaya… —Maggie la repasó de arriba abajo.

—Soy una amiga. He venido para llevar al doctor Taylor a la base naval.

Maggie cambió bruscamente de entonación.

—¿La base naval? ¿Qué quiere la Marina de Jonas?

—Tiene una cita con el comandante McGovern para hablar del Mega… —Terry titubeó; no sabía si había hablado demasiado.

Maggie sonrió con una mirada cargada de veneno.

—Bien, parece que llegas demasiado tarde. Se ha marchado. Cuando lo veas, dile que su esposa necesita hablar con él… si no está demasiado ocupado.

Con estas palabras, Maggie apartó de en medio a Terry de un empujón y abandonó la estancia. Cuando se alejaba por el pasillo, los tacones resonaron en el suelo de baldosas.

Lo único que se le ocurrió a Terry fue volverse y contemplar la cama vacía.

A las nueve y cinco, Terry llegó a la base naval y allí se enteró de que la reunión se había trasladado al Almacén D, al otro extremo de los terrenos de la base. Cuando llegó, la reunión ya había empezado.

El Almacén D contenía una zona refrigerada que se utilizaba para guardar los cadáveres de soldados fallecidos a la espera de su repatriación. Bajo tres juegos de focos quirúrgicos yacían los restos del Megalodon. Un policía militar entregó a Terry una bata blanca antes de entrar en la cámara frigorífica.

Junto a los restos del animal se había instalado una mesa de conferencias. A un lado estaban sentados Heller, DeMarco y el comandante Bryce McGovern. Terry no reconoció a ninguno de los dos hombres sentados enfrente de ellos, ni a los dos japoneses que examinaban las enormes mandíbulas del tiburón.

—¿Dónde está Taylor? —le gritó Frank Heller desde su asiento.

—No lo sé —respondió Terry desde el otro extremo de la estancia—. Debe de haber abandonado el hospital.

—Me lo figuraba.

DeMarco le ofreció una silla en la mesa.

—Creo que ya conoces al comandante McGovern…

—Señorita Tanaka, todos lamentamos lo sucedido a su hermano. Le presento al señor André Dupont, de la Sociedad Cousteau y ahí, junto a los restos, están el doctor Tsukamoto y el doctor Simidu, del Centro Japonés de Ciencia y Tecnología Marinas. —Terry estrechó la mano de Dupont—. Y este caballero es el señor David Adashek, a quien se ha delegado para que cubra esta información por cuenta del gobierno local.

Terry estrechó la mano del periodista de cejas pobladas con cierta prevención.

—Yo lo he visto antes, señor Adashek. ¿Dónde nos hemos conocido?

—No estoy seguro, señorita Tanaka. —Adashek sonrió—. Paso mucho tiempo en Hawai. Tal vez…

—No. De Hawai, no… —Terry continuó mirándolo.

—Muy bien, señores… y señorita —anunció el comandante McGovern—, si todos ocupan sus asientos, me gustaría empezar. La Marina de Estados Unidos me ha ordenado investigar el incidente sucedido en la fosa de las Marianas. Mis normas son muy sencillas: yo haré las preguntas y ustedes me darán las respuestas. En primer lugar —señaló los restos del animal—, ¿quiere alguien hacerme el favor de decirme qué es eso que tenemos ahí?

El doctor Simidu, el más joven de los dos japoneses, fue el primero en hablar.

—Comandante, el JAMSTEC ha examinado los dientes de la criatura y los ha comparado con los del Carcharodon Carcharius, el gran tiburón blanco, y los de su extinto predecesor, el Carcharodon Megalodon. La presencia de un resalte o muesca sobre la raíz los identifica sin lugar a dudas como pertenecientes a un Megalodon, aunque su existencia en la fosa de las Marianas es desconcertante, cuanto menos.

—Para nosotros, no, doctor Simidu —replicó André Dupont—. La desaparición del Megalodon siempre ha resultado un misterio, pero el descubrimiento por el Challenger /, en 1870, de varios dientes fosilizados de diez mil años de antigüedad sobre la fosa dejó en evidencia que algunos miembros de la especie habían logrado sobrevivir.

—Lo que quiere saber la Marina es si hay más criaturas de esas con vida y si alguna otra puede haber salido a la superficie. ¿Doctor Heller?

Todas las cabezas se volvieron hacia Frank.

—Comandante, el tiburón que ve aquí atacó y mató al piloto de uno de nuestros sumergibles de grandes profundidades a once mil metros de profundidad y luego, al parecer, se enredó en nuestro cable y fue atacado por otro ejemplar de su especie. Estos animales han quedado atrapados en una capa de aguas cálidas en el fondo de la fosa, bajo diez kilómetros de aguas gélidas durante Dios sabe cuántos millones de años. La única razón de que hoy tenga este ejemplar delante es que lo izamos accidentalmente hasta la superficie.

—Entonces, ¿me está diciendo que existe otro, al menos, de estos Mega… Megalodones —preguntó el comandante—, pero que está atrapado en el fondo de la sima?

—Exacto.

—Te equivocas, Frank. —Jonas hizo acto de presencia en la sala con una bata blanca en una mano y un periódico en la otra.

Masao Tanaka lo seguía a corta distancia.

—Taylor, ¿qué crees que estás…?

—¡Frank! —le interrumpió Tanaka—, siéntate y escucha lo que Jonas tiene que decirnos.

Terry se puso en pie para recibir a su padre, que la abrazó con fuerza durante un inacabable instante. Luego, ocupó un asiento vacío junto a ella y siguió cogido de su mano. Jonas se acercó a la cabecera de la mesa.

—Anoche, a última hora, contraté a un pescador local para que me llevara a una zona donde, recientemente, ha aparecido muerta una ballena jorobada. Quería examinar los restos para ver si era posible que la hubiera matado el Megalodon. Mientras estábamos allí, emergieron junto a la barca los restos de una orca de nueve metros con una herida mortal que era, sin la menor duda, el resultado del ataque de un tiburón. La circunferencia de la dentellada medía tres metros de diámetro, por lo menos.

—Eso no demuestra nada —dijo Heller.

—Hay más. Aquí está el periódico de la mañana.

Varios vecinos de la isla Wake informan que durante toda la noche han estado llegando a las playas del norte de la isla cuerpos de ballenas muertas. Comandante, el segundo Megalodon no solo ha conseguido llegar a la superficie, sino que se ha adaptado a las aguas someras.

—¡Eso es ridículo! —replicó Frank.

—Doctor Heller, siéntese, haga el favor —indicó McGovern—. Doctor Taylor, ya que es usted, por lo visto, lo más parecido a un experto en esos animales que se puede encontrar y que estaba usted presente en la fosa, quizá pueda explicarnos cómo ha conseguido llegar a la superficie. Según el doctor Heller, estos animales estaban atrapados bajo kilómetros de aguas frías.

—Es cierto. Pero yo presencié cómo el segundo tiburón atacaba al primero en la fosa. El primer Meg sangraba profusamente y el segundo le devoraba las entrañas mientras ascendía con él, manteniéndose en la estela de sangre que dejaba. Como le expliqué ayer a Terry, si el Megalodon es como su primo, el gran tiburón blanco, la temperatura de su sangre será unos diez grados superior a la del agua oceánica que lo rodea; es decir, en el caso de la capa hidrotermal de la fosa, alrededor de treinta y tres grados centígrados. El Kiku izó el primer animal a la superficie y la hembra siguió el cebo hasta las aguas superficiales, protegida por el chorro de sangre caliente de su compañero.

—¿La hembra? —André Dupont puso cara de perplejidad—. ¿Cómo sabe que el segundo Megalodon es una hembra?

—Porque la vi. Pasó sobre mi sumergible mientras estaba en la fosa. Es mucho mayor que el primero.

A McGovern no le gustó lo que estaba oyendo.

—Doctor, ¿qué más puede decirnos de esa… de esa hembra?

—Veamos… Bien, como su compañero, es completamente blanca; luminiscente, en realidad. Es una adaptación genética frecuente en un ambiente de absoluta oscuridad. Tendrá unos ojos extraordinariamente sensibles a la luz y, por lo tanto, no saldrá a la superficie de día. —Se volvió a Terry—. Por eso nadie a bordo del Kiku la vio emerger. Probablemente, se quedó a suficiente profundidad para evitar la luz. Y ahora que se ha adaptado a las aguas superficiales, creo que va a ser muy agresiva.

—¿Por qué dice eso?

Era la primera vez que intervenía el doctor Tsukamoto.

—Las aguas profundas de la fosa de las Marianas son pobres en oxígeno en comparación con las superficiales. Cuanto mayor es el contenido de oxígeno, más eficaz es el funcionamiento del organismo del Megalodon. En este nuevo medio rico en oxígeno, el animal podrá procesar y generar un mayor gasto energético y, para aprovechar este aumento de energía, tendrá que consumir mayores cantidades de comida. Supongo que no es preciso que les diga que nuestro animal tiene suficientes recursos alimenticios a su disposición.

A McGovern se le ensombreció la expresión.

—Podría haber ataques a nuestras poblaciones costeras…

—No, comandante. El animal es demasiado grande como para aventurarse en aguas poco profundas. De momento, la hembra ha atacado a tiburones más pequeños y, ahora, a ballenas. Lo que me preocupa es que su mera presencia entre los grupos de cetáceos pueda afectar sus patrones migratorios.

—¿Cómo?

—Dese cuenta de que el Carcharodon Megalodon es la mayor máquina de matar de la historia natural de nuestro planeta. Cuando se haya acostumbrado al sabor de las ballenas de sangre caliente, entrará en un frenesí asesino. Las ballenas actuales no se han encontrado nunca con un depredador parecido. Esta hembra tiene un tamaño comparable al de las mayores ballenas y es agresiva. Su presencia podría causar entre los cetáceos una… una estampida, si usted quiere. Un cambio, incluso ligero, en los patrones migratorios de los grupos de ballenas que se dirigen al sur desde el mar de Bering podría originar un desastre ecológico. Por ejemplo, si las poblaciones de ballenas que actualmente habitan las aguas costeras frente a Hawai huyeran de pronto a las costas de Japón en un intento de evitar al Megalodon, quedaría afectada toda la cadena alimenticia marina. La presencia adicional de varios miles de ballenas causaría un desequilibrio entre las especies que comparten las mismas dietas que los cetáceos. La competencia por el plancton, el krill y los camarones reduciría drásticamente la población de otras especies de peces y el inadecuado suministro de comida cambiaría los patrones de cría, lo cual tendría un grave efecto sobre la industria pesquera de la zona durante muchos años.

El doctor Simidu y su colega Tsukamoto cuchichearon entre ellos en japonés.

Heller, Adashek y Dupont dispararon sus preguntas a Jonas simultáneamente.

—¡Caballeros, caballeros! —McGovern se puso en pie y recuperó el control de la conferencia—. Como ya he dicho antes, las preguntas las hago yo. Doctor Taylor, quiero estar seguro de que entiendo la situación correctamente. En resumen, usted cree que anda suelta una versión agresiva, de veinte metros de longitud, de un gran tiburón blanco cuya mera presencia podría afectar de forma indirecta la industria pesquera de una nación marítima. ¿Lo he resumido bien?

—Sí, señor.

Heller se puso en pie.

—Me marcho, Masao. Ya he oído bastantes tonterías. ¿Una estampida de cetáceos? No quiero faltarle al respeto, comandante, pero usted se deja aconsejar por un tipo cuya reacción incontrolada a esta criatura, hace siete años, provocó la muerte de dos oficiales. Vámonos, DeMarco. Puedes llevarme de vuelta al barco.

DeMarco se levantó y, con una disculpa, siguió a su compañero de barco y abandonó la estancia. Jonas permaneció sentado, abrumado por las palabras de Heller, mientras David Adashek se volvía y garabateaba algo con energía en su libreta de notas. Cuando los dos hombres llegaron a la puerta, Masao le susurró algo al oído a su hija. Terry asintió y besó en la mejilla a su padre; después, siguió a DeMarco y a Heller fuera del almacén.

Jonas carraspeó:

—Comandante, déjeme asegurarle que…

—Doctor Taylor, no quiero que me asegure nada. Lo que necesito son opciones. Quizá podría decirme qué cojones se supone que debe hacer la Marina con este asunto.

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