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LA COSTA NORTE

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LA COSTA NORTE

Unas olas de hasta diez metros batían la playa de Sunset Beach, en Oahu, transportando grandes pedazos de grasa y restos de ballena que sembraban la arena ante la aparente indiferencia de los dos centenares de turistas que habían acudido a lo largo del día para ver a los surfistas locales que cabalgaban las olas más peligrosas del mundo, en las que una maniobra en falso podía significar estrellarse en el afilado coral del arrecife que había debajo.

A sus dieciocho años, Zach Richards llevaba cortando olas en la costa norte de Oahu desde que tenía doce. Jim, su hermano menor, apenas empezaba a entrenarse con las olas gigantescas que llegaban cada invierno desde Alaska y Siberia. Las de aquella tarde habían aumentado de dimensiones progresivamente con la marea y a aquella hora, con la cercanía del crepúsculo, alcanzaban alturas superiores a los siete metros. Los pedazos de cadáveres de ballena ensangrentados eran más que una molestia: durante todo el día se habían avistado, esporádicamente, aletas de tiburones. Con todo, los surfistas tenían un público, compuesto principalmente por chicas, y para Zach y Jim esto bastaba para correr el riesgo.

Jim todavía se estaba poniendo el traje isotérmico negro cuando Zach y dos de sus colegas de afición, Scott y Ryan, cogieron las primeras olas. Jim cortó una ola rápida y se volvió hacia Marie McQuire. Cuando la morena agitó la mano, el muchacho estuvo a punto de tropezar con la plancha en su prisa por remontar la ola y unirse al grupo.

Michael Barnes, un surfista veinteañero con un tatuaje en cada músculo, había cogido una de siete metros y, al ver a Jim remando con los brazos sobre la tabla, cortó la ola para interceptarlo. Jim alzó la cabeza en el último minuto y vio la plancha de Barnes que se dirigía hacia él. Rápidamente, saltó de su plancha y se protegió la cabeza entre los brazos, con la barbilla baja. La ola le golpeó en el vientre, lo volteó y lo arrastró diez metros hacia la orilla. Jim salió a la superficie escupiendo agua salada, a tiempo de ver a Barnes saltar la ola, riéndose a carcajadas vuelto hacia él.

—¡Eres un mamón, Barnes! —gritó Jim, pero el surfista ya estaba demasiado lejos para oírlo. Jim no había soltado la cuerda con la que sujetaba la tabla; se encaramó de nuevo a esta y braceó hacia su hermano.

Zach esperaba justo más allá del punto en que rompían las olas, a caballo en su plancha.

—¿Estás bien, Jimmy?

—¿Qué le pasa a ese tío?

—Barnes nació gilipollas y morirá gilipollas —sentenció Scott.

—Sí, y espero que sea pronto.

—Tú procura apartarte de su camino —le advirtió Scott—. No merece la pena tenérselas con él.

—Ven, Jim —dijo Zach a su hermano—. Vamos a tomar unas olas. Recuerda: lánzate sin dudas. Baja la cabeza y rema con los brazos lo más fuerte que puedas. Notarás que la ola te coge; entonces, lánzate hacia el fondo, da un giro y remóntala. Cuando gires, notarás que las piernas te tiemblan, probablemente. Si te caes, cúbrete la cabeza y aléjate del fondo; el coral podría… hacerme pedazos.

—Ya lo sé, mamá.

—¡Eh, chicas! —dijo Scott, burlón—. Ya basta de hablar. Vamos…

Jim se tumbó sobre la plancha, remó con fuerza y se acercó a la rompiente. Los tres surfistas cogieron una enorme ola de nueve metros que rompía a la derecha.

Jim se incorporó sobre la plancha con agilidad, pero cogió el descenso en un ángulo excesivo y, desequilibrado, se lanzó al agua de cabeza. La fuerza de la ola lo envió dando vueltas como si estuviera en una lavadora gigante.

—¡Ja, mira a ese capullo! ¡Mi abuela lo hace mejor!

Barnes ya estaba en la playa, haciéndose sitio entre Marie y su amiga, Carol-Ann.

—¿Por qué no nos enseñas cómo se hace? —le dijo esta, con la esperanza de que se marchase.

Barnes miró a la chica y luego a Marie.

—De acuerdo —repuso—. Pero no lo haré por ti, Carol-Ann. ¡Esta va por Marie!

Barnes cogió la tabla y se dirigió al océano a la carrera como si fuera un agitado muchacho de doce años.

Momentos después, los cinco surfistas estaban en el agua.

En apenas setenta y dos horas, la hembra había atacado dieciocho grupos de ballenas diferentes, había matado y devorado en parte a catorce cetáceos y había herido mortalmente a tres más. Las llamadas de alarma de las ballenas jorobadas y de las ballenas grises resonaban a través de kilómetros de océano. Los grupos de mamíferos, casi al unísono, empezaron a cambiar sus rutas migratorias y se desviaron al oeste, lejos de las aguas costeras de Hawai. La mañana del tercer día, no se veía una sola ballena en las islas.

El Megalodon percibió la huida de sus presas, pero no las persiguió. Detectaba nuevos estímulos en las aguas que rodeaban el archipiélago. Deslizándose sin esfuerzo por la termoclina, la frontera entre las aguas calentadas por el sol y las profundidades oceánicas, la mortífera hembra nadaba agitando la cabeza en un movimiento continuo, adelante y atrás, a un lado y a otro. Bajo el grueso hocico cónico, el agua circulaba a través de las fosas nasales del animal hasta la cápsula nasal. Las fosas, que se orientaban de forma independiente una de otra, eran capaces de captar olores en el agua con cada mitad del cerebro, lo cual permitía al Megalodon determinar la dirección de un olor en concreto. A última hora de la tarde, el depredador había seguido el olor del ser humano hasta Waialu Bay, en las aguas costeras del norte de Oahu.

—¿Dónde coño están las olas? —aulló Barnes. Los cinco surfistas llevaban casi un cuarto de hora sentados en las planchas. El sol se ponía, el aire se había vuelto helado y Barnes se estaba quedando sin público, pues la gente de la playa empezaba a marcharse.

—¡Eh!, acabo de notar que una me pasaba por debajo —dijo Scott.

—Yo, también —asintió Zach.

Al unísono, los cinco surfistas se tendieron sobre las tablas y empezaron a remar hacia la orilla frenéticamente. Barnes se puso a la estela de Jim, agarró la cuerda de la plancha de este y tiró con fuerza, propulsándose hacia delante y frenando el impulso de Jim. Los cuatro surfistas cogieron la ola de diez metros en el preciso instante en que rompía, pero Jim se quedó atrás.

—¡Maldita sea, ese tipo es un cabrón! —El muchacho se sentó en la tabla y dio la vuelta para preparar su siguiente aproximación. A sesenta metros de él, una enorme aleta dorsal blanca asomó por un instante en el valle entre las olas y desapareció enseguida bajo la superficie—. ¡Joder! ¡Oh, mierda! —masculló para sí. En silencio, recogió las piernas que colgaban a los lados de la plancha y se quedó inmóvil.

La parte superior del torso del monstruo estalló entre la espuma sin previo aviso y atacó al grupo de surfistas. Zach, Ryan y Scott, cerca del fondo de la ola, no advirtieron en absoluto lo que sucedía detrás de ellos.

Barnes acababa de hacer el giro cuando, sin darle tiempo ni espacio para maniobrar, delante de él emergió de la nada una enorme pared blanca. La punta de la tabla de surf, impulsada por la fuerza de la ola, se estrelló contra las aberturas de las agallas, de metro y medio de longitud, de la hembra de Megalodon, al tiempo que la cara y el pecho de Barnes topaban con el formidable obstáculo. El súbito impacto envió a Barnes hacia atrás y la ola rompiente, con su inmensa fuerza, arrastró al surfista semiinconsciente hacia el arrecife de coral del fondo.

Débil y desorientado, Barnes consiguió sacar la cabeza del agua. Aún tenía la tabla atada al tobillo y se agarró a ella con ambas manos. Se había roto la nariz y sangraba por ambas fosas nasales. El pecho le ardía de dolor. Barnes maldijo para sí y buscó el yate contra el que creía haberse golpeado.

—Mataré a ese cabrón —murmuró.

Intentó encaramar su cuerpo magullado a la plancha pero resbaló de nuevo al agua, paralizado de dolor. También se había roto dos costillas, por lo menos, pero el dolor más agudo procedía del pecho. Al bajar la vista, observó con perplejidad que le faltaba la mayor parte de la piel de la zona y que el tejido subcutáneo quedaba claramente a la vista bajo la luz menguante.

—Qué caray… —murmuró y, al volverse, vio otra ola inmensa que se acercaba a toda velocidad y que se alzaba hasta cubrir todo el horizonte rojo crepuscular. Sobreponiéndose al dolor, montó en la tabla y apoyó su peso en ella con rodillas y codos.

Segundos antes de que la ola de ocho metros le alcanzara, las fauces de tres metros del Megalodon se alzaron del mar oscuro por debajo de Barnes, atraparon al muchacho y a su tabla y los elevaron siete metros en el aire. Cuando la ola se estrelló contra su vientre expuesto, el monstruo cerró la boca sobre surfista y tabla como una trampa de acero para osos, en una demostración extraordinaria de fuerza bruta. El Megalodon sacudió la cabeza adelante y atrás por instinto, hizo trizas los restos del cuerpo que aún colgaban de sus mandíbulas y envió una rociada de pedazos de carne rosada y de fibra de vidrio en todas direcciones. Finalmente, desapareció.

La playa se llenó de chillidos de espanto. Casi todos los turistas y observadores habían presenciado el ataque. Decenas de bañistas, desde el borde del agua, se esforzaban por ver algo en la creciente penumbra. Ryan, Scott y Zach habían terminado su cabalgada y caminaban ya entre la espuma hacia la multitud que gritaba.

—¿Qué les pasa a todos? —preguntó Scott, perplejo.

—Deben de querer más —fanfarroneó Ryan con una carcajada.

—No, hombre. Quieren que salgamos del agua. Oye, ¿dónde está Jim?

Todavía hambrienta, la hembra de Megalodon nadó en torno a la sangre de la presa enseñando los dientes y escrutando las proximidades en busca de más vibraciones. Bajo su gruesa piel, a lo largo de la línea lateral y desde el hocico hasta la aleta caudal, se extendía un canal cuya mitad superior contenía unas células sensoriales llamadas neuromastos. La mucosa que había en la mitad inferior de los canales trasmitía las vibraciones del agua de mar a los sensibles neuromastos, lo cual dotaba al depredador de una «visión» espectacular del entorno mediante la ecolocalización.

Jim Richards se estremeció de frío y de absoluto pavor. Había presenciado la masacre y en ese momento no podía hacer otra cosa que observar al monstruo que se movía en círculo a menos de treinta metros de él. Tenía náuseas y trató de contenerlas con todas sus fuerzas. El punto para tomar la ola estaba a unos buenos diez metros más adelante, pero Jim no se atrevía a nadar hacia él. En los documentales había visto que la más ligera vibración atraía a los tiburones. Miró a su alrededor en todas direcciones en busca de ayuda, pero no vio aparecer ningún barco ni helicóptero de rescate.

Con cuidado, Jim se desató la cuerda del tobillo. De algún modo, el enorme tiburón blanco detectó claramente la perturbación. ¡La enorme aleta dorsal blanca se deslizó hacia delante para investigar! Jim se quedó paralizado; se obligó a inmovilizar cada músculo y cada nervio. Sin embargo, al mirar hacia abajo, vio que la plancha temblaba en la superficie del agua.

El Megalodon salió a la superficie y los dos metros de aleta dorsal hendieron el agua antes que su cuerpo. El movimiento de la enorme mole de la hembra creó una corriente de fondo que impulsó a la tabla y al surfista varios metros hacia atrás y a un lado. La media luna de la aleta caudal, alzándose del agua por encima de la cabeza de Jim, pasó a unos centímetros del rostro del muchacho.

Jim notó que algo lo levantaba y el corazón le dio un vuelco al pensar en la boca ensangrentada y en las filas de dientes. El animal, sin embargo, seguía alejándose de su posición. La presión la había originado la propia agua. Entonces llegaron más olas. La primera se alzó bajo la plancha del muchacho y la envió hacia delante otro par de metros. El punto de la rompiente quedaba todavía a cinco metros y el monstruo estaba a diez.

«Ahora o nunca», se dijo. Jim se tumbó sobre el vientre con cuidado y se impulsó despacio, con suma cautela. Avanzó tres metros más y no sucedió nada. Miró atrás y creyó que el corazón le estallaba en el pecho.

El Megalodon había detectado las nuevas vibraciones y se había vuelto. El hocico blanco asomó en la superficie a cinco metros del muchacho.

Sin vacilar, Jim pegó la mejilla a la tabla, se agarró a los bordes exteriores con los tobillos y hundió los brazos en el agua, impulsándose furiosamente con ambos a la vez.

El muchacho notó los dientes del monstruo en las plantas de sus pies desnudos en el instante en que la ola lanzaba la tabla hacia delante, lejos de la boca abierta del Megalodon, al que también alzó por encima de la cresta arrojándolo a la oscuridad. En el último instante, Jim se incorporó sobre sus agotadas piernas, con los pies separados y, agachado, llevó la mano derecha bajo la tabla mientras esta se desplomaba hacia el fondo de la sima de agua de diez metros, envuelta en una absoluta oscuridad. Para sobrevivir a la caída, Jim se introdujo en el furioso tirabuzón y notó su fuerza, junto a una racha de aire salino a su espalda. Llevó la mano derecha hacia atrás, rozó con ella la pared de agua en movimiento y creó una estela de espuma.

El Megalodon estaba a pocos palmos de hacerse con su presa desde abajo cuando detectó las vibraciones originadas por la mano del muchacho y el nuevo estímulo convenció al depredador para que alterase su ángulo de ataque. La fiera se alzó de debajo de la ola e irrumpió en el rizo en el preciso momento en que el surfista viraba contra la corriente.

Jim echó una rápida mirada por encima del hombro derecho y vio unas mandíbulas mayores que un autobús escolar que se cerraban con tremenda fuerza, sin coger otra cosa que agua. Mientras el cuerpo del monstruo se sumergía bajo la ola, con la cabeza por delante, el surfista giró de nuevo en seco a la derecha y aceleró en la oscuridad para pasar como una centella por el último punto en que había visto al tiburón blanco.

Sabía que solo disponía de unos segundos antes de que el animal volviera a localizarlo. Mientras la ola se deshacía, lanzó su cuerpo adelante en una zambullida apresurada y nadó con desesperación. Había unos cien metros largos entre él y las aguas poco profundas.

El fondo marino se elevaba rápidamente y el agua apenas tenía diez metros de profundidad, pero el Megalodon despreció el peligro. Siguió al humano que huía y, acelerando hacia la costa, alcanzó a su víctima en cuestión de segundos. El monstruo abrió sus poderosas mandíbulas y las cerró sobre su presa, estrujándola como una huevera en un triturador de basuras gigante. La tabla de fibra de vidrio se astilló en pequeños fragmentos dentro de sus fauces.

Jim Richards aún gritaba cuando los vigilantes de la playa lo recogieron. Había cubierto los últimos cincuenta metros con la cabeza hundida y los ojos cerrados con fuerza. En la playa, iluminada con focos, se había congregado un centenar de personas que desde la orilla entonaba a coro: «Jim, Jim, Jim…».

Zach corrió a abrazarlo, a darle palmaditas en la espalda y a decirle que había estado magnífico. Jim estaba agotado, temblaba de miedo y el estallido de adrenalina casi lo obligó a vomitar. Se recuperó cuando apareció Marie con una enorme sonrisa en el rostro.

—¿Estás bien? —preguntó la chica—. Me has dado un susto de muerte.

Jim carraspeó y tomó aire.

—Sí, estoy bien. Ningún problema. —Acto seguido, viendo su oportunidad, lanzó una sonrisa de complicidad a la chica y añadió—: ¿Haces algo esta noche?

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