MEG

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EL TRIANGULO ROJO

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EL TRIÁNGULO ROJO

Anclado al fondo marino, a unos doscientos metros de la quilla, el Magnate cabeceó suavemente mientras los últimos destellos de luz solar se reflejaban en el mar. Desde la cubierta principal del yate, el fatigado equipo de filmación observó los miles de focas de California y de leones marinos que ocupaban la orilla de la masa de tierra rocosa y deshabitada.

Cuando Maggie supo que Jonas había predicho que el Megalodon terminaría en aguas californianas, no perdió un segundo y empezó a organizar una expedición a las islas Farallón. Estas ocupaban el centro de una zona de océano conocida como el Triángulo Rojo. De todos los ataques de grandes tiburones blancos registrados en el mundo, la mitad se había producido en dicha zona. Maggie calculó que, si la predicción de Jonas resultaba acertada, el Megalodon no tardaría en aparecer en el centro del Triángulo Rojo para cazar leones marinos, la presa favorita del gran tiburón blanco.

Durante cinco días seguidos, el equipo de filmación había esperado con impaciencia a que apareciese la fiera. La cubierta del barco estaba sembrada de cámaras de vídeo submarinas, equipos de sonido y focos especiales para trabajar bajo el agua, además de colillas de cigarrillo y envoltorios de caramelo. A lo largo de la cubierta superior se había tendido una cuerda para colgar la colada comunitaria de la que pendían trajes de baño, ropa interior y pantalones de trabajo.

Las largas horas de tedio, el calor constante y las esporádicas náuseas asociadas con el mareo habían hecho mella, finalmente, en el equipo de periodistas. Kilómetros de tripas de animales, esparcidos por el mar como cebo, habían atraído a algún esporádico tiburón, lo cual había impedido a los pasajeros del Magnate poder refrescarse con un chapuzón. Sin embargo, todo ello resultaba tolerable comparado con el hedor abrumador que impregnaba el aire húmedo de noviembre.

Detrás del yate, arrastrado por un cable de acero de diez metros de longitud, colgaba el cadáver semiputrefacto de una ballena jorobada macho. El intenso hedor parecía cernerse sobre el barco como para indicar que se había cometido un crimen pues, en efecto, matar una ballena en la reserva marina de Monterrey era un acto delictivo. Sin embargo, con su influencia financiera, Bud había cerrado un trato con dos pescadores de la zona para que, sin hacer preguntas, localizaran y arrastraran el cuerpo de una ballena al lugar donde los aguardaría el Magnate. No obstante, en aquellos momentos, después de soportar casi treinta y ocho horas de pestilencia maldita, la tripulación del barco estaba al borde del motín.

—Maggie, Maggie, escúchame… —le suplicó su director, Rodney Miller—. Tienes que darnos un respiro. Veinticuatro horas de estancia en tierra; es lo único que pido. Pueden pasar semanas, meses incluso, hasta que el Megalodon se aventure en estas aguas. Todos necesitamos descansar. Hasta una ducha con agua dulce sería el paraíso. Solo te pido que nos dejes abandonar un rato este barco pestilente.

—Escúchame tú, Rod. Este es el reportaje de la década y no estoy dispuesta a echarlo a perder porque tú y tus colegas necesitéis emborracharos en la barra de algún hotel.

—¡Oh, Maggie, vamos…!

—No, Rod. ¿Tienes idea de lo difícil que fue organizar todo esto? Las cámaras, el tubo para tiburones… Por no hablar de ese montón de grasa de ballena que flota detrás de nosotros.

—Sí, no menciones eso —asintió él en tono sarcástico—. ¿Qué ha sido de tu campaña para la protección de las ballenas? Cielos, habría jurado que era a ti a quien vi en el estrado, aceptando un Águila de Oro en nombre de la fundación Salvemos a las Ballenas.

—Vamos, Rod, madura ya, ¿quieres? Yo no maté a la jodida ballena; solo utilizo el cadáver como cebo. Mira a tu alrededor: por si no te has enterado, esas condenadas moles de grasa emigran a millares hacia la reserva. ¿Es que no ves que este puede ser el reportaje de la década?

Cuando Maggie movió la cabeza, los cabellos rubios se quedaron pegados a sus hombros desnudos.

—Maggie —Rod bajó la voz—, te agarras a un clavo ardiendo. Sé realista: ¿qué probabilidades hay de que el Megalodon aparezca en el Triángulo Rojo? No ha habido informes de avistamientos de esa fiera desde hace dos semanas.

—Escucha, Rod, si algún tema domina el inútil de mi marido es el de esos animales. El Megalodon aparecerá, créeme, y seremos nosotros quienes conseguiremos las imágenes exclusivas.

—¿En qué? ¿En este cascarón de plástico? ¡Por todos los santos, Maggie, debes de querer suicidarte…!

—Este cascarón de plástico es una plancha de plexiglás de ocho centímetros de espesor cuyo diámetro es demasiado grande para que incluso el Meg pueda abarcarlo con su boca. Probablemente, yo estaré más segura ahí dentro que vosotros en el Magnate —añadió con una breve risilla.

—Un pensamiento reconfortante…

Maggie pasó sus dedos por el torso sudoroso del director. Sabía que Bud seguía en cama, durmiendo otra resaca.

—Rod, tú y yo hemos trabajado juntos muy a fondo en este tipo de proyectos. Fíjate lo útil que resultó nuestro documental de las ballenas para mejorar la situación de esos animales.

—Eso cuéntaselo a tu corcovada muerta —le replicó Rod con una sonrisa cargada de intención.

—Olvídate de eso ya, maldita sea. —Posó sus manos en los hombros aceitados del hombre—. ¿No te das cuenta, Rod? ¡Este es el gordo! ¡Es la historia que nos dispara a los dos a la cumbre! A los dos. ¿Qué tal te suena «productor ejecutivo»?

Miller se lo pensó un momento y luego sonrió.

—Suena bien.

—El puesto es para ti. Y ahora, ¿podemos olvidarnos un momento de esa ballena muerta?

—Supongo que sí. Pero escucha, como tu productor ejecutivo, te recomiendo encarecidamente que hagamos algo para crear alguna pequeña diversión porque tu equipo de filmación está perdiendo la paciencia.

—Estoy de acuerdo y tengo una idea. Quería hacer una prueba con el tubo para tiburones. ¿Qué te parece si lo metemos en el agua y filmo unas tomas esta tarde?

—¡Hum! No es mala idea —respondió con una sonrisa—. Eso me permitirá afinar la colocación de las luces submarinas. Quizá puedas sacar unas buenas secuencias de un gran tiburón blanco. Solo con eso, ya habría merecido la pena el viaje.

Maggie movió la cabeza en gesto de negativa.

—¿Ves?, ese es tu problema, Rodney querido. Por eso es mejor que te quedes conmigo si quieres llegar a alguna parte en este oficio. —Le dio un cachete en la mejilla con aire maternal y añadió—: No sabes pensar a lo grande.

Se agachó para coger su traje isotermo y ofreció a Miller una breve visión de su espalda bronceada, con las marcas del traje de baño.

—Otra cosa, Rod. Hazme un favor: no le comentes a Bud que eres mi productor ejecutivo. —Le dedicó una dulce sonrisa—. Se pondría celoso.

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