MEG

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VISITANTES

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VISITANTES

Llegaron sin previo aviso y cogieron completamente por sorpresa a la descontenta tripulación del Magnate. El capitán Talbott distinguió primero la aleta dorsal de color gris plomizo que cortaba las aguas oscuras del Pacífico a menos de diez metros del costado de estribor del yate. Al cabo de varios minutos aparecieron dos aletas más que surcaban la estela de tripas ensangrentadas en una y otra dirección. Rod Miller fue en busca de Maggie, que ya se estaba poniendo el traje isotermo blanco luminiscente para iniciar la inmersión nocturna.

—Muy bien, Maggie, ¿no querías un poco de acción? A ver qué te parece una inmersión de prueba con tres tiburones blancos.

—Tranquilo, Rodney —Maggie sonrió—. ¿Todo el mundo está preparado?

—Las dos cámaras dirigidas por control remoto están en el agua, las luces subacuáticas están conectadas y el tubo de plástico está a punto para ti. ¡Ah, sí! Y Bud sigue durmiendo.

—Excelente. Ahora, recuerda que quiero que parezca que estoy sola en el agua. ¿Cuánto mide el cable que sujeta el tubo?

—Calculo que alcanza veinte o veinticinco metros —respondió Rod tras pensárselo—, pero te mantendremos a menos de quince para que puedas aprovechar las luces.

—Bien, estoy preparada. Toma la cámara, Rod, quiero estar en el agua antes de que Bud despierte.

Los dos apresuraron la marcha hacia el costado de estribor, donde aguardaba el cilindro de plástico a prueba de tiburones. Con tres metros de longitud y cuatro de anchura, la burbuja había sido realizada por encargo para Maggie a partir de un proyecto desarrollado en un principio en Australia. A diferencia de la jaula contra tiburones de barras de acero, el tubo no podía ser mordido ni abollado. Además, mantenía una flotabilidad positiva a doce metros y permitía al fotógrafo una visión sin obstáculos.

Atado a la escotilla superior del artefacto, un cable de acero conducía a un cabrestante fijado a bordo del Magnate. Sujetas al casco del yate había dos cámaras subacuáticas dirigidas por control remoto que se accionarían desde la cubierta. Mientras Maggie filmaba al Megalodon, el equipo filmaría a Maggie. Si la iluminación funcionaba como estaba previsto, el tubo resultaría invisible en el agua y proporcionaría la aterradora impresión de que Maggie estaba sola en el agua con los tiburones.

Maggie se colocó las gafas y comprobó el regulador para asegurarse de que recibía el aporte de aire necesario. Ya tenía diez años de práctica como buceadora, aunque rara vez se había sumergido de noche. El entrenamiento le sería útil.

El tubo ya estaba colgado de la borda y sus respiraderos permitieron el paso del agua hasta que el artefacto quedó sumergido. Maggie colocó la aleta del pie derecho encima del tubo, agarró el cable de acero con la diestra para sostenerse y echó una rápida mirada para cerciorarse de la situación de los animales que iba a estudiar. Cuando comprobó que no estaban a punto de atacarla, pasó la otra pierna por encima de la borda y, en cuclillas sobre el borde del tubo, alargó la mano para coger la cámara de veinte kilos de manos de Rod. Primero dejó caer por la abertura la abultada filmadora con su cubierta estanca; después, Maggie se deslizó al agua, cerró la escotilla y se situó en el centro del tubo de plástico.

La corriente era contraria al avance del yate. Miller y otro tripulante soltaron el cable, y observaron cómo el tubo se deslizaba bajo el agua y se apartaba.

—Páralo a doce metros, Joseph —ordenó Miller—. Peter, ¿qué tal funcionan las cámaras remotas?

Peter Arnold levantó la vista de sus monitores.

—La unidad A remolonea un poco, pero lo arreglaremos. La B está perfecta. Puedo sacar un primer plano de ella… Lástima que no lleve solo el bikini.

Maggie se estremeció bajo el efecto de la potente combinación de adrenalina y agua a quince grados. Su mundo lo formaban ahora tonos de grises y negros; la visibilidad era mala. Miró a su espalda, localizó las dos cámaras dirigidas por control remoto y los juegos de focos respectivos y, mientras los miraba, las cámaras se activaron e iluminaron su refugio de plástico y las aguas en torno a ella, cinco o diez metros en todas direcciones. Momentos después, el primer depredador entró en escena.

Era un macho de seis metros de hocico a cola y un peso de una tonelada. Se deslizó nadando alrededor del tubo de plástico, cauto, y Maggie fue girando con él para no perderlo de vista. Sus ojos detectaron un movimiento que procedía de abajo y una hembra de cinco metros se alzó de entre las sombras, tomando a Maggie completamente desprevenida. En aquel instante, Maggie olvidó que estaba en el tubo protector, se dejó llevar por el pánico y batió las aletas en un esfuerzo frenético por alejarse. El hocico del tiburón golpeó contra el fondo del tubo en el preciso instante en que Maggie se golpeaba la cabeza contra la escotilla cerrada. De inmediato, sonrió de alivio y de vergüenza ante su propia estupidez.

Peter Arnold también sonreía. La filmación era increíble, y tremendamente espeluznante. Maggie aparecía completamente sola en el agua con los tres asesinos, y la luz artificial, en combinación con el traje de buceo blanco, producía un efecto magnífico. El espectador sería incapaz de detectar el plástico protector.

—Rod, esto es material de primera —afirmó—. Nuestros espectadores se retorcerán de angustia en sus asientos. Tengo que reconocer que Maggie tiene ángel para este trabajo.

Rod observó la escena mientras los tiburones blancos empezaban a arrancar bocados del cadáver de la jorobada.

—Fílmalo todo, Peter. Quizá logremos convencerla de que renuncie antes de que aparezca de verdad ese Megalodon.

Pero Miller tenía muchas dudas de poder conseguirlo.

Jonas sostuvo los prismáticos con ambas manos e intentó mantenerlas firmes a pesar de los movimientos algo bruscos del helicóptero. Mac y él sobrevolaban la costa hacia el sur, a una altitud de trescientos metros.

—No recuerdo haber visto nunca tantas ballenas en un mismo lugar, Mac —comentó Jonas a gritos.

—¿Qué importa eso, doc? —Mac miró a Jonas con aire entristecido—. Estamos perdiendo el tiempo. Las baterías del transmisor se agotaron hace días y el Meg podría estar a un millón de kilómetros de aquí.

Jonas volvió a concentrarse en el océano. Sabía que Mac estaba proponiendo darse por vencidos y que ya lo habría hecho de no ser por su amistad. No podía recriminárselo: si la hembra estuviese alimentándose en aquellas aguas, habrían encontrado restos de ballenas que les sirvieran de pista. Pero no habían visto nada, y Jonas ya empezaba a dudar de sí mismo. Sin el transmisor, localizar al Megalodon era como buscar una aguja en un pajar.

Mac tenía razón, reconoció Jonas para sí y, por primera vez en años, se sintió solo de verdad. ¿Cuántos años de su vida había malgastado en la persecución de aquel monstruo? ¿Y qué le había costado? Un matrimonio que se desmoronaba desde hacía años, una lucha por poder vivir de sus ingresos.

—¡Eh! —Había dejado de prestar atención aunque no había apartado la vista ni un segundo.

—¿Qué es eso, doc? ¿El Megaladon?

—No…, quizá. Mira abajo. Los grupos de ballenas, Mac. ¿Notas algo distinto?

Mac miró hacia abajo.

—Las veo exactamente igual que hace cinco minutos… ¡No, espera…! Están cambiando de curso.

—Todas se dirigían al sur pero, de repente, los grupos de ahí abajo se están desviando al oeste, ¿lo ves? —Jonas lo indicó con una sonrisa en el rostro.

—Y tú crees que cambian de dirección para evitar algo… —Mac movió la cabeza a un lado y a otro—. Vuelves a agarrarte a un clavo ardiendo, doc.

—Tal vez, pero sígueme la corriente una vez más, Mac. La última.

Mac miró de nuevo a las ballenas por el visor térmico. Si la hembra de Megalodon se dirigía al norte a lo largo de la costa, sería lógico que los grupos de cetáceos la evitaran.

—Claro, doc. Una vez más.

El helicóptero viró para tomar el nuevo rumbo.

Maggie comprobó la cámara y observó que le quedaba mucha película y veinte minutos de aire. El tubo antitiburones estaba suspendido justamente debajo del cuerpo de la ballena corcovada, lo cual permitía una visión espectacular, pero Maggie sabía que las filmaciones de grandes tiburones blancos alimentándose eran ya algo habitual. Ella iba tras mucho más.

«Estoy malgastando película», pensó para sí. Se volvió para indicar al Magnate que la izaran y en ese momento advirtió algo muy preocupante.

Los tres tiburones blancos habían desaparecido.

Bud Harris apartó la sábana de seda de su cuerpo desnudo y alargó la mano hacia la botella de Jack Daniels. Estaba vacía.

—¡Maldita sea! —Se incorporó en la litera del yate. La cabeza le latía; llevaba así dos días y no conseguía librarse del dolor de cabeza—. Es esa maldita ballena —exclamó en voz alta—. Ese olor me está matando.

Bud se acercó al baño, cogió el frasco de aspirinas y se esforzó por abrir como era debido el envase a prueba de niños.

—¡A la mierda! —masculló y arrojó el frasco contra el retrete. Después, se miró al espejo—. Eres un miserable, Bud Harris —dijo a su imagen reflejada—. Se supone que los millonarios no son miserables. Háblame, tío, dime por qué me siento de esta manera.

El dolor de cabeza empeoró y sintió náuseas.

—¿Por qué dejo siempre que esa mujer me convenza y me meta en estos líos? ¡Ya basta!

Cogió un traje de baño y el albornoz y se encaminó a cubierta.

—¿Dónde está Maggie? —preguntó.

Abby Schwartz, sentado en cubierta, seguía la señal de audio.

—En el tubo, Bud. ¡Eh, capto un gran…!

—Nos marchamos. ¡Rodney!

Rod Miller levantó la cabeza.

—¿De veras? Es la mejor noticia que he oído en toda la semana. ¿Cuándo?

—Ahora. Saca a Maggie y deshazte de esa maldita ballena antes de que el servicio de Guardacostas nos detenga.

—¡Esperad! —Peter Arnold levantó la mano—. Ahí fuera sucede algo. Mirad mi monitor, se está poniendo más brillante.

Primero, Maggie vio el resplandor mortecino que iluminaba los restos del cuerpo de la jorobada. Después apareció la cabeza, grande como la casa móvil de su madre y completamente blanca. Incapaz de asimilar el tamaño de la criatura que se acercaba al cebo despreocupadamente, notó que el corazón le latía en los oídos. El hocico del monstruo rozó primero la carnaza, para probarla. Después, abrió las fauces. El primer mordisco arrancó del cadáver un pedazo de grasa y carne de dos metros; el segundo devoró el bocado entero y el movimiento de sus poderosas mandíbulas produjo un temblor en las aberturas de las agallas e hizo vibrar la carne del vientre del enorme animal.

Maggie se sintió arrastrada al fondo del tubo antitiburones. Era incapaz de moverse. Estaba absolutamente paralizada de asombro y de temor ante el Megalodon, ante su poder, su nobleza y su gracia. Levantó la cámara lentamente, temerosa de alertar a la criatura, que continuó alimentándose.

—¡Cielos!, traedla a bordo —ordenó Bud.

—Bud, vinimos aquí a por ella —respondió Rodney excitado—. ¡Vaya monstruo! ¡Es realmente asombroso!

Bud parecía mucho más que irritado. Había visto el tamaño del Megalodon en el monitor. Maggie corría peligro.

—Se pondrá furiosa —comentó Peter Arnold.

—Escuchadme los dos —les increpó Bud—. El yate es mío y yo lo pago todo. ¡Sacadla ahora mismo!

Rod puso en marcha el cabrestante y el cable de acero se tensó y empezó a recuperar del agua el cilindro antitiburones.

La hembra de Megalodon dejó de alimentarse; sus sentidos la habían alertado del súbito movimiento. Al ser plástico, el tubo no había producido vibraciones eléctricas y, gracias a ello, el depredador no le había prestado atención. Entonces, abandonó la ballena y avanzó para examinar el nuevo estímulo.

Maggie vio acercarse al monstruo. Este frotó el hocico a lo largo de la curvatura del plástico, desconcertado. De pronto, se volvió y enfocó el objeto con su ojo izquierdo. La mujer se dio cuenta de que la veía.

El tubo continuó ascendiendo hacia el Magnate.

«Esos idiotas van a conseguir que esa bestia me mate», pensó Maggie, apoyada con las piernas contra el interior del tubo. Sin un saliente al que agarrarse, el Megalodon no conseguía atrapar el tubo, que se le escapaba de entre los dientes.

«Demasiado grande para ti», Maggie sonrió. Recuperó el dominio, cambió el ángulo de la cámara y filmó las fauces cavernosas apenas a unos palmos de ellas. Allí tenía su premio de la Academia, pensó para sí.

El tubo estaba apenas a cinco metros del yate cuando el Megalodon se volvió. Maggie recibió un azote de su aleta caudal antes de que el monstruo desapareciese en la bruma gris. Entonces respiró, toda sonrisas.

—Se aleja —anunció Peter Arnold.

—Gracias a Dios —musitó Bud—. Sacadla antes de que vuelva.

—¡Oh, mierda…! —exclamó Arnold, y se apartó de la pasarela a cuatro manos.

El Meg había dado la vuelta y aceleraba en avance hacia el tubo. Maggie quiso chillar y mordió el regulador de aire mientras el monstruo de veinte mil kilos se abatía sobre el cilindro con sus mandíbulas hiperextendidas.

El cuerpo de Maggie golpeó el interior del habitáculo y la cabeza le dio vueltas a consecuencia de la onda de choque, que le habría reventado el cráneo de no haber estado bajo el agua. El cilindro, propulsado por detrás por el Megalodon, fue a dar contra el yate. Incluso hiperextendidas, las mandíbulas de la fiera eran incapaces de abarcar a su presa. Pero las puntas de algunos dientes consiguieron encajarse en los respiraderos de drenaje del cilindro. El animal había conseguido agarrarse aunque, por mucho que se esforzara, era incapaz de aplicar la fuerza necesaria para estrujar el tubo entre las mandíbulas.

En un frenesí furioso, la bestia salió a la superficie con el cilindro de plástico encajado todavía entre sus dientes. Después, viró en rumbo contrario al del Magnate y se lanzó adelante con la boca abierta y el tubo de plástico a modo de arado, con el que creaba un surco de tres metros de ancho. Cuando llegó al extremo, el cable de acero se soltó. El Megalodon se levantó del mar en vertical y, en una demostración inconcebible de fuerza bruta, alzó el tubo antitiburones por encima de las olas y, como a cámara lenta, lo sacudió adelante y atrás en el aire. El agua del interior escapaba por los respiraderos como de una regadera.

Maggie entrecerró los párpados mientras se deslizaba hacia abajo hasta que las bombonas de aire chocaron con el fondo del cilindro. Un momento después, rodaba en dirección contraria y cada colisión la llevaba más cerca de la inconsciencia.

El esfuerzo de sostener el tubo y a su pasajera fatigó rápidamente a la hembra de Megalodon, que redujo su presión letal y se puso a nadar en círculos alrededor del extraño objeto, que se hundía rápidamente.

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