MEG

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EL GATO Y EL RATÓN

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EL GATO Y EL RATÓN

—Mac, distingo restos de grasa —gritó Jonas. A través de las gafas de visión nocturna vio aparecer una bruma grisácea sobre el fondo, más oscuro, que representaba el océano.

Su compañero echó un vistazo al monitor de imágenes termográficas.

—Yo también los veo.

—¿Dónde estamos, Mac?

—A cuarenta kilómetros al oeste de San Francisco. Ya deberías avistar las islas Farallón.

Mac distinguió un nuevo punto caliente en el monitor y constató la presencia de un bimotor con motores gemelos.

—¡Eh!, ¿qué hace ahí ese yate?

—¿Podemos bajar un poco?

El helicóptero descendió a ciento cincuenta metros. Jonas miró a través de los prismáticos de visión nocturna y enfocó la cubierta del barco.

—¡Espera un momento…! ¡Yo conozco ese yate! ¡Es el Magnate, el barco de Bud Harris!

—¿El tipo con el que me dijiste que está liada tu mujer? —Mac sobrevoló en círculos la embarcación—. ¿Qué te parece si probamos a bombardearle la cubierta con mi caja de herramientas desde esta altura? ¿Y qué hace por aquí ese ricacho, soltando cebo desde su yate de veinte millones de dólares?

Jonas apartó los prismáticos del rostro.

—Maggie —se limitó a responder.

La tripulación del Magnate era presa del pánico. El capitán Talbott puso en marcha los motores, pero los detuvo enseguida por temor a que el ruido atrajera al monstruo. Rod, muy nervioso, gritaba a todo el mundo que debían seguir filmando, pero Bud se encontraba conmocionado, en estado de shock, arrodillado en cubierta con la cabeza entre las manos. Al aparecer el helicóptero, había creído que el aparato pertenecía al servicio de Guardacostas y se había dejado llevar por el pánico, temiendo que las autoridades se hubieran presentado para detenerlo por el asunto de la ballena muerta que arrastraban.

—¡Bud! —lo llamó Abby—, un tipo de ese helicóptero quiere hablar contigo. Dice que se llama Jonas.

—¿Jonas, dices? —Bud se incorporó de un brinco y corrió a la sala de control.

—Jonas, no es culpa mía. Ya conoces a Maggie, ¡siempre hace lo que quiere!

—Calma, Bud —le respondió Jonas—. ¿De qué me hablas?

—Del Megalodon. Se la ha llevado. Está atrapada en ese maldito cilindro de observar tiburones. ¡No ha sido culpa mía!

Mac localizó a la hembra, señalándola en el monitor. La fiera trazaba círculos de veinte metros de diámetro, a trescientos metros de la proa del Magnate.

—No tengo señal térmica de Maggie. Debe de llevar un traje isotérmico.

Jonas enfocó los prismáticos.

—Me parece que la veo —dijo, apenas distinguiendo su traje de goma blanco fluorescente. Empuñó el micrófono de la radio—: Bud, ¿cuánto oxígeno le queda?

Rod Miller se apropió de la radio.

—Jonas, aquí Rodney. Calculo que no más de cinco minutos. Si consiguiéramos distraer al Megalodon, podríamos sacarla de ahí.

Jonas intentó pensar algo. ¿Cómo podría llamar la atención del monstruo? ¿Con el helicóptero? Entonces reparó en la Zodiac.

—Bud, esa Zodiac… ¿Funciona?

—¿La Zodiac? Sí, funciona perfectamente.

—Prepárala para botarla al agua —le ordenó Jonas—. Voy a bajar a bordo.

Maggie luchaba por mantener la lucidez. Todo el cuerpo le dolía, y eso era precisamente lo que la mantenía consciente.

Los cristales de las gafas tenían una resquebrajadura fina como un cabello por la que se filtraba el agua, notaba un pitido en los oídos y le dolía el pecho al respirar. El Megalodon continuaba dando vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj, observándola con su ojo izquierdo. El fulgor tenue de su piel emitía una luz espectral que iluminaba el traje isotérmico.

Maggie comprobó el suministro de oxígeno. Le quedaban tres minutos de aire. «Tengo que jugármela», se dijo. Agarró la cámara de vídeo y la apretó con fuerza contra su pecho, negándose a abandonarla.

Jonas se aferró al cable para descolgarse del helicóptero. Llevaba el rifle de dardos cruzado a la espalda y los auriculares de comunicación en torno al cuello.

—Recuerda, Mac —gritó—, espera a mi señal antes de iluminarla con el foco.

Mac miró hacia el foco situado a su izquierda.

—No te preocupes por mí, doc. Y tú, cuida que no se te coma…

Jonas hizo una señal con el pulgar hacia arriba y Mac lo bajó a la cubierta del Magnate.

Bud y Rodney lo agarraron por la cintura y Jonas se desembarazó del arnés.

—¿Todo dispuesto?

Bud miró hacia el costado de estribor.

—La Zodiac ya está en el agua. ¿Qué quieres que hagamos?

—Voy a distraer al monstruo. Cuando me siga, acerca el yate hasta Maggie y sácala de ahí enseguida.

Bud lo ayudó a saltar la borda. Jonas se situó en el centro de la lancha hinchable amarilla, puso en marcha el motor Johnson de sesenta y cinco caballos y levantó la vista hacia Bud.

—No vayas a rescatar a Maggie hasta que Mac te indique que el Megalodon se ha alejado lo suficiente. ¿De acuerdo?

Bud asintió y contempló cómo Jonas se alejaba. La lancha de goma casi planeaba sobre la superficie del agua y su motor emitía un gemido agudo.

—¿Mac? ¿Me recibes?

El helicóptero sobrevolaba la lancha a setenta metros de altura.

—Apenas, doc. Cincuenta metros… ¡No! ¡Demasiado cerca! ¡Jonas, estás demasiado cerca! ¡Viene hacia ti!

Jonas hizo un viraje cerrado a la derecha y la aleta dorsal cortó la superficie cinco metros delante de él.

La lancha se dirigió a toda velocidad hacia aguas más abiertas.

—¿Qué tal?

—¡A la izquierda, ahora! —gritó Mac.

La Zodiac viró en el instante oportuno y las mandíbulas del Megalodon no encontraron otra cosa que aire.

—¡Doctor, déjate de charlas y sigue zigzagueando sin parar! ¿No puedes ir más deprisa? ¡Tienes a la fiera detrás!

Sentado en el fondo de la lancha, Jonas exigió velocidad al motor mientras cortaba las olas violentamente.

No veía al monstruo, pero sabía que estaba cerca.

—¡Mac, dile a Bud que se ponga en marcha!

El Magnate cobró vida y sus motores expulsaron un humo azul cuando el yate se lanzó hacia delante. Maggie ya estaba fuera del cilindro, donde había dejado todo su equipo menos la cámara subacuática, que pugnaba por llevar consigo a la superficie impulsándose con enérgicas patadas de sus aletas.

—Jonas —gritó Mac por los auriculares—, la fiera ha desaparecido.

—¿Qué? Dilo otra vez.

Mac miró hacia abajo. La hembra de Megalodon había abandonado la persecución.

Maggie se debatía en la oscuridad. El latir del corazón le martilleaba en los oídos y, de pronto, su cabeza emergió en la superficie a tres metros del Magnate. Cuando oyó los vítores de su equipo de producción, respiró profundamente.

—Bravo, campeona —aulló Peten.

—¡Maggie, sube al barco, maldita sea! —gritó Bud.

Agotada, Maggie batió las aletas hasta situarse junto a la borda del yate.

—Bud, coge la cámara —dijo. Intentó levantarla pero los veinte kilos del aparato eran demasiado peso para sus fuerzas y no consiguió alzarla del agua.

Bud se había inclinado sobre la borda y alargaba la mano hacia ella. En aquella parte del barco no había ninguna escalerilla.

—Maldita sea, Maggie. No alcanzo…

La mujer notó un vahído.

—¡Coge la cámara, Bud, maldita sea! —gritó con sus últimas energías.

A Bud no le quedó otro remedio. Se colgó sobre el pasamanos, se agarró de él con la zurda y alargó la diestra, con la que cogió la cámara. La sostuvo en alto, se volvió con ella para entregársela a Rodney y este la cogió… y dio un grito.

En aquel momento, sostenida desde abajo por la mandíbula abierta del monstruo, Maggie se alzaba del agua como si levitara. La testuz del Megalodon continuó alzándose, levantando a Maggie, que había caído en un estado de obnubilación y creía estar mirando hacia abajo desde la cubierta superior del yate.

Abbott estaba junto a la borda con las manos en la boca y una expresión de horror en el rostro. «Aquí no hace frío», pensó Maggie para sí; notaba la temperatura ligeramente más alta de la boca de la fiera, pero aún era incapaz de darse cuenta de dónde estaba o de qué sucedía.

La bestia blanca cayó de nuevo al agua y sus mandíbulas se cerraron despacio y exprimieron el aire de los pulmones de Maggie. Cuando las dagas triangulares penetraron en su caja torácica, el dolor le devolvió a la realidad y lanzó un agudo chillido que cesó cuando su cabeza quedó sumergida.

Bud, nervioso hasta el paroxismo, era incapaz de controlar sus extremidades. Las luces submarinas del casco seguían conectadas e iluminaban la cabeza del monstruo. Incapaz de moverse, contempló la cara de aquel demonio, que le devolvía la mirada tres metros por debajo de la superficie. La fiera parecía sonreír y Maggie aún seguía viva e intentaba gritar mientras se ahogaba en su cepo. Daba la impresión de que el Megalodon jugaba con ella, cuyo torso colgaba de sus fauces y Bud vio que la mujer sangraba por la boca mientras intentaba liberarse por última vez.

El depredador volvió la mirada hacia Bud y, en ese instante, abrió las mandíbulas otra vez y creó un vacío que aspiró a Maggie al fondo negro de su garganta, por donde desapareció. Bud lanzó un grito. Una burbuja de agua y sangre se alzó hasta la superficie y estalló.

Estupefacto e incapaz de moverse, Bud cerró los ojos y esperó la muerte. Como en respuesta a ello, el monstruo se alzó del mar con las mandíbulas abiertas para dar cuenta de su siguiente bocado.

En ese instante, el destello de luz cortó la oscuridad como si lo guiara la mano de Dios, enfocó sobre el único ojo sano de la hembra de Megalodon y cegó al animal de forma permanente, al tiempo que enviaba al lóbulo óptico una onda dolorosa como un hierro al rojo vivo. El monstruo se volvió entre convulsiones y Jonas Taylor, en la Zodiac, se levantó y apuntó a corta distancia al vientre expuesto de la criatura.

El Megalodon cambió de dirección y retrocedió hacia mar abierto. Su estela arrojó a Jonas fuera de la lancha. Cuando reapareció, subió rápidamente a la Zodiac y, de ella, al yate salvando la borda.

Por dentro estaba temblando. El mundo daba vueltas sin control. Se dejó caer sobre la cubierta y, a gatas, empezó a vomitar.

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