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OBSERVADORES DE BALLENAS

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OBSERVADORES DE BALLENAS

Durante dos largos días con sus respectivas noches, el Kiku, el helicóptero y los tres barcos del servicio de Guardacostas rastrearon la reserva marina de la bahía de Monterrey tratando de localizar la señal del transmisor. El aparato implantado en la piel del Megalodon poseía un alcance de cinco kilómetros y la señal aumentaba de potencia con la proximidad del receptor. Sin embargo, después de peinar quinientos kilómetros de costa oceánica, no pudieron detectar ninguna señal. Cientos de ballenas continuaron pasando por la reserva marina en su migración hacia el sur sin mostrar cambios de dirección perceptibles entre los grupos. Al tercer día, el servicio de Guardacostas abandonó la búsqueda bajo la suposición de que, o bien la hembra de Megalodon había abandonado la costa de California o el transmisor se había estropeado.

Al cabo de dos días más, incluso el equipo del Kiku empezó a perder la esperanza.

Rick y Naomi Morton celebraban su décimo aniversario de boda en San Francisco, contentos de haber escapado momentáneamente del frío de Pittsburgh y de sus tres hijos. Ninguno de los dos había visto nunca una ballena y la idea de pasar el día observando cetáceos les parecía emocionante. Enfundado en un impermeable amarillo y cargado con la cámara de vídeo, los prismáticos y su fiel 35 milímetros, Rick subió tras su esposa a bordo del Oteador de Ballenas del Capitán Jack, el barco de recreo de catorce metros amarrado en el muelle del puerto deportivo Monterrey Bay. La pareja encontró un lugar vacío en la popa y esperó con impaciencia a que los restantes veintisiete pasajeros ocuparan sus asientos en los bancos de madera.

Al principio, la presencia del Megalodon perjudicó el negocio de las travesías turísticas para la observación de ballenas de Monterrey, pero poco a poco los turistas empezaban a volver, sobre todo porque el depredador no había sido visto desde hacía casi una semana y porque solo salía a la superficie de noche. Por su parte, los propietarios de las embarcaciones de turismo habían decidido por unanimidad cancelar todas las excursiones a la puesta de sol para no correr el riesgo de tener una confrontación con el monstruo.

—Damas y caballeros —anunció una bella pelirroja ataviada con un traje blanco de marinero—, bienvenidos a bordo del Oteador de Ballenas del Capitán Jack. Hoy vivirán ustedes una experiencia única. Durante toda la mañana, las jorobadas nos han dedicado un gran espectáculo, de modo que vayan preparando las cámaras. La embarcación emprendió la marcha y una nube de humo azulado sofocó a los pasajeros sentados a popa. Por el sistema de altavoces de la embarcación resonó una voz varonil.

—¡Amigos, esto es emocionante de verdad! A nuestra izquierda, un grupo de orcas. —Todo el mundo se dirigió a babor con las cámara preparadas—. Las orcas, también conocidas como ballenas asesinas, son cazadores sumamente inteligentes, capaces de matar ballenas que las superan varias veces en tamaño. Parece que hoy encontramos a un grupo de ellas en plena caza.

Rick enfocó con los prismáticos el grupo de aletas dorsales negras que se movían en paralelo a la embarcación, a no menos de doscientos metros de distancia. Había treinta orcas, por lo menos, diez de las cuales convergían hacia un animal más pequeño mientras el resto nadaba alrededor, formando un círculo a la espera de su turno para atacar la presa. Rick quedó fascinado con la táctica de la batalla. Entonces vio a la presa, totalmente blanca, con la aleta dorsal de un metro y medio arrancada a mordiscos por la jauría que procedía a despellejarla.

El joven Megalodon macho nadaba por la superficie, pues los atacantes que lo acosaban por debajo le impedían sumergirse. Un grupo de seis orcas había rastreado inicialmente al macho mientras este cazaba a lo largo de la costa de las islas Farallón. Desde entonces, dos grupos más numerosos se habían unido a la caza. La motivación de los mamíferos era muy simple: no podían permitir que la cría de Megalodon sobreviviera.

Con una velocidad y una energía escalofriantes, las orcas macho se lanzaron sobre el cachorro y los afilados dientes de los atacantes arrancaron bocados de carne del pequeño monstruo. Este respondió con sus mandíbulas, alcanzó a una de las orcas en la aleta pectoral y la desgarró por la mitad, pero la batalla terminó enseguida, cuando una docena de orcas macho, de más de ocho metros cada una, hizo trizas el cuerpo del Megalodon y puso fin así, prematuramente, al reinado del futuro señor de los mares.

Bud Harris reunió sus pertenencias y las introdujo en una bolsa de papel marrón que le proporcionó el encargado. Sin afeitar y necesitado de una buena ducha, el orgulloso empresario que fue había quedado reducido a una triste y débil figura. Sumido en una profunda depresión después de haber presenciado la muerte de su amante, sufría de agotamiento provocado por la falta de sueño REM. Los recuerdos de la espantosa experiencia se manifestaban ahora en su subconsciente en forma de terrores nocturnos. Estos, más terribles que la peor pesadilla, eran violentos sueños de muerte. Bud se había pasado las últimas cinco noches lanzando gritos que helaban la sangre y estremecían a todos los pacientes del ala oeste de la cuarta planta del hospital. Incluso después de que las frenéticas enfermeras consiguieran despertarlo, seguía lanzando gritos y blandiendo los puños en el aire. Tras el segundo episodio, los auxiliares habían tenido que atarle las muñecas y los tobillos a la cama mientras dormía.

A Bud Harris ya no le importaba si vivía o moría.

Se sentía solo y lleno de dolor, mostraba desinterés por la comida y tenía miedo de dormir. Los médicos, muy preocupados, habían llamado a un psiquiatra, quien apuntó que al paciente le convendría un cambio de ambiente. Y así se decidió que Bud fuera trasladado.

La enfermera se presentó a recoger al paciente para conducirlo en silla de ruedas hasta la puerta del hospital.

—Señor Harris, ¿lo espera alguien abajo? —preguntó la muchacha.

—No.

—Verá, señor, no puedo darle el alta a menos que haya alguien esperándolo…

—Hemos venido a recoger al señor Harris. —Un hombre, ya mayor, entró en la sala seguido de un joven acompañante—: Señor Harris, es un privilegio saludarle señor. Soy el doctor Frank Heller y este es mi socio, el capitán de la Marina retirado, Richard Danielson.

Heller tendió la mano pero Bud no respondió al gesto y miró a la enfermera.

—No sé quiénes son esos tipos y, a decir verdad, no me importa un carajo. Sáqueme de aquí.

La enfermera empezó a retroceder, llevándose la silla de ruedas y Danielson y Heller fueron tras ella.

—Espere, señor Harris. Hemos venido a tratar un asunto importante… —Heller se adelantó a la silla de ruedas y le cortó el paso—. Espere un momento, señor Harris. Tengo entendido que a su amiga, Maggie Taylor, la mató el Megalodon. Mi hermano Dennis también fue destrozado por ese monstruo.

Bud alzó la vista.

—Lamento su pérdida pero, en estos momentos, estoy un poco fastidiado, así que, si me disculpa…

—¡En! —dijo Danielson, detrás de él—, ese bicho ha matado a mucha gente y necesitamos su ayuda para acabar con él. Teníamos la impresión de que le gustaría participar en una pequeña represalia… —Danielson miró a Heller—. Pero quizá, nos equivocábamos.

La idea de matar al Megalodon disparó en Bud una especie de chispa. Concentró la mirada en Danielson por primera vez.

—Escuche, amigo, ese monstruo ha arruinado mi vida. Mató a la única persona que me ha importado, la torturó ante mis ojos. Si habla en serio, cuente conmigo.

—Bien —dijo Heller—. Mire, Harris, vamos a necesitar su barco.

Bud movió la cabeza a un lado y a otro:

—Así fue como me vi metido en este lío.

El macho de ballena jorobada saltó fuera del agua, dobló su torso de cuarenta toneladas en el aire y cayó de lomo sobre la superficie azul del Pacífico con un estrépito ensordecedor. A doscientos metros de él, los observadores de ballenas aplaudieron con entusiasmo.

—¡Vaya! Rick, ¿has filmado eso? —le preguntó Naomi.

—Lo tengo.

—Haz unas cuantas fotos más, ¿vale?

—Naomi, ya tengo dos carretes enteros. Déjame respirar.

Durante varios minutos, no aparecieron más ballenas. El mar empezó a agitarse y las olas batieron la embarcación, meciéndola arriba y abajo.

—¡Algo está subiendo! —anunció el guía de la excursión—. ¡Preparen las cámaras! —Veinte grabadoras de vídeo se alzaron al unísono.

El cetáceo salió a la superficie, flotó con el lomo al aire y permaneció inmóvil durante largo rato. Se hizo el silencio. Nada se movía y la ballena seguía flotando. Entonces, el torso de la ballena dio media vuelta y dejó a la vista una hendidura de tres metros en la pared del vientre.

Los observadores de ballenas lanzaron una exclamación a coro.

—¿Está muerta?

—¿Qué la ha matado?

—¿Eso es la marca de un mordisco?

En aquel instante algo se alzó por debajo de la ballena. El cuerpo de la jorobada se elevó varios palmos en el aire y, a continuación, las cuarenta toneladas completas del cetáceo fueron arrastradas bajo el agua.

Los observadores de ballenas esta vez gritaron espantados.

Cuando el cuerpo reapareció, la sangre manaba de una herida del tamaño de un cráter, abierta en el costado dorsal de la ballena muerta. El mar se volvió de un color rojo carmesí.

El capitán de la embarcación turística se dejó llevar por el pánico. Puso los motores a la máxima potencia y viró en redondo bruscamente; la mitad de los pasajeros salió despedida de sus asientos con el bandazo. Los turistas empezaron a chillar, sin saber qué sucedía.

Veinte metros más abajo, el depredador captó las repentinas vibraciones.

El Kiku estaba anclado a doce kilómetros al este del Instituto Tanaka. La mayoría de los tripulantes dormía después de la última noche de patrulla. Terry Tanaka, vestida únicamente con un bikini blanco, tomaba el sol tendida en una tumbona en la cubierta superior. El aceite bronceador brillaba en su morena piel asiática. Jonas, sentado a la sombra, intentaba leer el periódico pero su mirada volvía constantemente a la mujer.

—¿No tienes frío, Terry?

—Aquí, al sol, hace calor —respondió ella con una sonrisa—. Deberías probarlo: el bronceado te sienta bien.

—Cuando esto termine, tal vez me tome unas vacaciones y me largue a alguna parte. A una isla tropical, tal vez… —Jonas se rió de tal idea—. ¿Querrás venir?

Terry se incorporó en la tumbona.

—Sí, de acuerdo.

Jonas se dio cuenta de que la chica hablaba en serio. Su tono cambió.

—¿Querrías venir?

Terry se sentó muy erguida, se quitó las gafas de sol y miró a Jonas directamente a los ojos.

—Pruébame, Jonas. No te decepcionaré.

«Jonas Taylor, preséntese en el CIM inmediatamente». La llamada, con su voz metálica, resonó por todo el barco.

Jonas se puso en pie sin saber qué decir a Terry.

—Eh, espérame —dijo ella, mientras se ponía una sudadera sobre el bikini. Se dirigieron abajo por la escalerilla y Jonas oyó que Terry, detrás de él, le preguntaba—: Y bien, ¿dónde nos alojaremos en Hawai?

DeMarco lo esperaba en la cabina de mando.

—Jonas —dijo—, acabamos de captar una llamada de socorro de una embarcación de observación de ballenas, bastante cerca de aquí. ¡Parece que el Megalodon ha vuelto!

—¿A plena luz del día? ¿Cómo? —La respuesta surgió en la cabeza del paleontólogo casi con la misma rapidez con que hacía la pregunta—. ¡Espera un momento…! ¡Nuestra fiera está ciega! La luz ya no importa. ¡Maldita sea, cómo he podido ser tan estúpido!

—¿Que el monstruo está ciego, dices? —intervino Terry.

—Sí y no. Puede que su capacidad de visión… —empezó a explicar Jonas.

—Escucha —lo interrumpió DeMarco—, Masao te necesita en el CIM ahora mismo.

Jonas y Terry siguieron al ingeniero a la sala en penumbra donde estaba el centro de información del Kiku mientras el barco levaba anclas y sus hélices empezaban a batir el agua.

Masao estaba junto al técnico del sonar, inclinado sobre la consola y observando con atención la pantalla verde fluorescente.

—¿Dónde está? —preguntó Masao a Pasquale por cuarta vez en los últimos quince minutos.

—Lo siento, señor, pero todavía no estamos en el radio de alcance del transmisor.

—¿Cuánto falta?

El hombre del sonar se pellizcó el puente de la nariz y se tranquilizó.

—Nos hallamos a unos veinte kilómetros al sudoeste del punto de la llamada de socorro. Ya le he explicado, señor, que la señal solo tiene un alcance de cinco kilómetros; de todos modos, he aumentado la profundidad de nuestros sondeos de sonar hasta los mil ochocientos metros.

—¡Jonas! —A Masao se le notaba el cansancio acumulado de las últimas jornadas—. ¿Qué sucede aquí, Jonas? ¡Dijiste que el monstruo solo salía a la superficie de noche!

—Tienes razón, Masao, es culpa mía. No he tenido en cuenta que el Megalodon puede haberse quedado completamente ciego. Sabía que el foco de Mac le había dañado un ojo, pero no me había dado cuenta de que debe de haber perdido la visión del otro ojo durante la noche de la tormenta.

—¡De modo que el monstruo está ciego! Eso es bueno —comentó Masao con una sonrisa—. ¿Verdad?

—En realidad, no —respondió Jonas—. Si es verdad que ha salido a la superficie de día, eso significa no solo que la hembra está ciega, sino también que ha superado el miedo a la luz ultravioleta. Pero que un Megalodon pierda la vista es muy diferente de que nos quedemos ciegos tú o yo. Debes tener en cuenta que ese animal posee otros siete órganos sensoriales de extraordinaria eficacia. Puede oír frecuencias bajas, sobre todo sonidos de chapoteos, a una distancia de varios kilómetros, por lo menos. También es capaz de oler una gota de sangre, sudor u orina en el agua a ochenta kilómetros de distancia del emisor. Sus ventanas nasales son direccionales, lo cual significa que puede encaminarse en la dirección en que el hocico recibe la señal olfativa más intensa. Su línea lateral y sus ampollas de Lorenzini detectan las vibraciones y los impulsos eléctricos y es capaz de concentrarse en una señal mejor que nuestros torpedos más avanzados. Además, puede tocar los objetos y percibir su sabor. Por otra parte, si tenemos en cuenta que esta hembra ha pasado la mayor parte de su vida en una completa oscuridad, la vista es probablemente su sentido menos importante y haberla perdido le resulta, como mucho, un inconveniente menor.

—En otras palabras —concluyó Masao—, seguimos enfrentados al depredador más formidable que la naturaleza ha diseñado jamás… y ahora ya no está limitado a salir a la superficie de noche.

—Exacto. Yo diría que la situación no ha hecho sino empeorar.

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