MEG

MEG


CREPÚSCULO

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CREPÚSCULO

Veinte minutos más tarde, después de ducharse y mudarse de ropa, Jonas entró en la cocina, donde una docena de tripulantes daba ruidosa cuenta de unos platos de pollo frito con patatas. Vio a Terry sentada junto a su hermano y un asiento vacío frente a la muchacha.

—¿Está ocupado?

—Siéntate —le ordenó ella.

Lo hizo y prestó atención a D. J., que estaba enfrascado en un debate con DeMarco y el capitán Barre. La ausencia de Heller se hacía notar.

—¡Doctor! —D. J. expulsó con la palabra la mitad del pollo que tenía en la boca—. Llegas en el momento oportuno. ¿Recuerdas la inmersión de entrenamiento que estaba programada para mañana? Pues olvídala.

Jonas notó un nudo en el estómago.

—¿Qué dices, D. J.?

El capitán Barre se volvió a Jonas, engulló un bocado y dijo:

—Un frente de tormentas avanza por el este. Si quiere sumergirse esta semana, tendrá que ser mañana a primera hora.

—Jonas, si no estás preparado, creo que deberías ser lo bastante hombre como para reconocerlo y dejar que me ocupe yo —intervino Terry.

—No. Está preparado, ¿verdad, Jonas? —dijo D. J. con un guiño—. Al fin y al cabo, ya has estado en la fosa otras veces.

—¿Quién lo dice? —Jonas notó que la sala quedaba en silencio. Todas las miradas se dirigían hacia él.

—Vamos, doc. Lo sabe todo el barco. Un periodista de Guam entrevistó por radio a media tripulación una hora después de que subieras a bordo.

—¿Qué? ¿Qué periodista? ¿Cómo demonios…? —Jonas había perdido el apetito.

—Es cierto, Jonas —intervino Terry—. El mismo tipo que te hizo las preguntas en la conferencia. Hablaba de que murieron dos personas en el sumergible que tú pilotabas. Nos dijo que te dejaste llevar por el pánico porque sufriste una alucinación y creíste ver un Meg de esos.

—¿Y bien, doc? —D. J. lo miró a los ojos, fijamente—. ¿Es verdad algo de eso?

En la sala reinaba un silencio sepulcral. Jonas apartó a un lado la bandeja.

—Es verdad. Lo que no ha contado ese periodista, o quien quiera que sea, es que en esa ocasión estaba agotado, tras completar dos inmersiones al fondo de la sima en la misma semana. Me empujaron a aquel servicio con el visto bueno del oficial médico. Aun hoy no estoy seguro de si lo que vi era real o si lo imaginé. Pero por lo que hace a mañana, me he comprometido con tu padre a completar la misión y me propongo mantener el compromiso. He pilotado submarinos en más misiones a grandes profundidades que aniversarios has celebrado tú, D. J., y si tienes algún problema en que te escolte, pongámoslo sobre la mesa en este momento.

D. J. le dirigió una sonrisa nerviosa.

—¡Eh!, calma. No tengo ningún problema contigo. De hecho, DeMarco y yo estábamos hablando de ese animal, de ese tiburón gigante prehistórico tuyo. Al dice que sería imposible que una criatura de ese tamaño pudiera soportar unas presiones como las que existen en esa fosa. Pero yo estoy de tu parte. Digo que es posible; no que crea en tu teoría, porque no es así, pero he visto docenas de especies de peces distintas, ahí abajo. Y si esos peces pequeños pueden resistir la presión del agua, por qué no iba a hacerlo el megatiburón, o como diablos lo llames.

D. J. sonreía de oreja a oreja y varios miembros de la tripulación disimularon unas sonrisas burlonas. Jonas se puso de pie para retirarse.

—Disculpadme, pero creo que he perdido el apetito.

—No, doc, espera —D. J. lo agarró por el brazo—. Háblame de ese tiburón. Me interesa de verdad. Al fin y al cabo, ¿cómo lo reconoceré mañana, si lo veo?

—¡Será el tiburón grande al que le falta un diente! —estalló Terry.

En torno a ellos hubo una cascada de risas.

Jonas volvió a sentarse.

—Bien, D. J., si de veras quieres saber cosas de esos monstruos, te las contaré. Lo primero que debes saber es que la familia de los tiburones lleva en el planeta unos cuatrocientos millones de años, muchos más que el ser humano, cuyos antepasados cayeron de los árboles hace apenas dos millones de años. Y de todas las especies que han habitado nunca el océano, el Megalodon era sin disputa el rey. Lo poco que sabemos de esos monstruos es que la naturaleza los dotó no solo para sobrevivir, sino para dominar todos los océanos y todas las especies marinas. Así pues, no estamos hablando de un mero tiburón, sino de una formidable máquina de guerra. Olvida por un instante que la especie es una versión de un gran tiburón blanco de veinte metros. El Megalodon era el cazador supremo del planeta y sus instintos asesinos se habían perfeccionado a lo largo de millones de años. Además de su enorme tamaño y de sus letales dientes aserrados de veinte centímetros, el animal también poseía ocho órganos sensoriales de gran eficacia.

León Barre soltó una risilla.

—¡Eh, doctor Taylor! ¿Cómo sabe tantas cosas de un pez muerto que nadie ha visto nunca? —A algunos de los tripulantes se les escapaba la risa como al capitán. Por fin, la estancia quedó en silencio una vez más, a la espera de la respuesta de Jonas.

—Por un lado, hemos encontrado dientes fosilizados que nos indican no solo su enorme tamaño sino también sus tendencias depredadoras. También existen pruebas fosilizadas de las especies que les servían de alimento.

—Sigue con lo de los sentidos —apremió D. J., con auténtica curiosidad esta vez.

—De acuerdo. —Jonas ordenó sus pensamientos y se dio cuenta de que los demás miembros de la tripulación habían enmudecido y le prestaban atención—. El Megalodon, como su primo actual, el gran tiburón blanco, poseía ocho órganos sensoriales que le permitían buscar, detectar, identificar y perseguir a su presa. Empecemos por el más asombroso de esos órganos, llamado las ampollas de Lorenzini. A lo largo de la zona superior del morro, y también debajo de este, el Meg tenía una serie de pequeñas cápsulas llenas de una especie de gelatina que podían detectar descargas eléctricas en el agua. Lo explicaré con palabras sencillas: el Megalodon podía detectar el leve campo eléctrico creado por el latir del corazón de su presa o por el movimiento de sus músculos a cientos de kilómetros de distancia. Eso significa que un Megalodon que rondara nuestro barco sería capaz de detectar a una persona que disfrutara de un apacible baño en las playas de Guam.

En la sala reinaba un silencio absoluto. Todos los ojos estaban concentrados en Jonas.

—Casi tan asombroso como las ampollas de Lorenzini era el sentido del olfato de ese animal. A diferencia del hombre, el Megalodon poseía una nariz direccional capaz no solo de detectar una parte de sangre, sudor u orina entre mil millones de partes de agua, sino que también podía determinar la dirección del olor. Por eso a los grandes tiburones blancos se los ve nadar moviendo la cabeza de lado a lado. En realidad, están olfateando el agua en distintas direcciones. Las ventanas nasales de un Megalodon adulto tenían, probablemente, el tamaño de un pomelo.

»Ahora pasemos a la piel del monstruo, un órgano sensorial y, al mismo tiempo, un arma. A lo largo de ambos flancos, el Meg tenía lo que se conoce por «línea lateral». En realidad, esta línea es más bien un canal que contiene unas células sensoriales llamadas neuromastos, capaces de detectar la vibración más ligera en el agua, hasta el palpitar del corazón de otro pez.

Al DeMarco se puso de pie.

—Tendréis que excusarme. Tengo trabajo pendiente.

—¡Oh, vamos, Al! —exclamó D. J. alegremente—. Mañana no hay escuela. Tienes permiso para quedarte hasta tarde.

DeMarco le lanzó una mirada severa: —Mañana, precisamente, es un gran día para todos. Propongo que todos vayamos a descansar.

—Está bien, Al —asintió Jonas—. En cualquier caso, ya he mencionado lo más destacado. De todos modos, para responder con dos palabras a tu primera pregunta, el Megalodon poseía un hígado enorme que, probablemente, constituía una cuarta parte de su peso total. Además de servir para realizar las funciones hepáticas normales del animal y para acumular reservas de energía en forma de grasas, un hígado así habría permitido al Megalodon adecuarse a los cambios en la presión hidrostática, incluso a profundidades tan grandes como las de la sima Challenger.

—Está bien, profesor —replicó DeMarco—. Supongamos, solo en hipótesis, que realmente existiera uno de esos bichos en la fosa. ¿Por qué no ha salido nunca a la superficie? Al fin y al cabo, hay mucha más comida cerca de esta que en el fondo…

—Muy sencillo —dijo Terry—. Si ascendiera desde once kilómetros de profundidad, reventaría.

—No, no estoy de acuerdo —indicó Jonas—. Los cambios en la presión del agua, incluso los más drásticos, afectan a los tiburones de diferente manera que a los humanos. El Megalodon ya se habría adaptado a las presiones tremendas que reinan a diez kilómetros de profundidad. Un ejemplar adulto pesaría en torno a los veinte mil kilos, un setenta y cinco por ciento de los cuales sería agua, contenida sobre todo en los músculos y los cartílagos. Eso y su enorme hígado permitirían al animal reducir su densidad específica; en cierto modo, el Meg se descomprimiría mientras fuera ascendiendo. El tránsito sería difícil, pero el monstruo sobreviviría.

—Pero entonces, ¿cuál es el problema? —preguntó Terry.

—Está claro que no prestabas mucha atención durante la conferencia —fue la respuesta de Jonas—. Recuerda que dije que mi teoría sobre la existencia de estos animales en la fosa de las Marianas se basaba en la presencia de una capa de agua caliente en el fondo de la sima, como consecuencia de la actividad de las fuentes hidrotermales. Por encima de esa capa caliente hay ocho o nueve kilómetros de aguas casi en el punto de congelación. El resto de la especie Megalodon pereció hace cien mil años a causa del descenso de temperatura del agua, como consecuencia del último período glacial. En caso de que algunos ejemplares hubieran sobrevivido en la fosa, la causa habría que buscarla en la posibilidad de haber escapado de las aguas superiores, más frías. Así, esos Meg habrían quedado atrapados en las profundidades del mar. Aunque intentaran alcanzar la superficie, no soportarían el frío.

D. J. emitió un silbido y, con un guiño a su hermana, murmuró:

—Vaya, doc, me alegro de que solo sufrieras una alucinación. Así, todos podremos dormir tranquilos. Buenas noches, Terry.

El muchacho besó a su hermana y salió de la cocina con DeMarco. Segundos después, se escuchó la risa de ambos en el pasillo. Jonas se sintió humillado. Dio las buenas noches a Terry y, sin tocar el plato, se puso en pie y abandonó la cocina en dirección a la cubierta.

El mar estaba en calma pero se veía avanzar una masa de nubes por el este. Jonas contempló el reflejo de la media luna sobre la superficie negra del Pacífico y pensó en Maggie. ¿Lo quería aún? ¿Importaba eso todavía, en realidad? Contempló las aguas oscuras y notó de nuevo el nudo en el estómago sin reparar en que, desde la cubierta superior, Frank Heller lo observaba.

Antes del alba, Jonas despertó en el camarote, oscuro como la brea y, por un instante, no supo dónde estaba. Cuando lo recordó, un retortijón de miedo le recorrió las entrañas. Unas horas más y estaría sumergido en una oscuridad parecida, con diez kilómetros de agua gélida sobre su cabeza. Cerró los ojos e intentó volver a dormirse.

No pudo. Una hora después, D. J. llamó a su puerta para despertarlo.

Había llegado el momento.

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