Medusa

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—¡Despierte, tovarich!

Joe Zavala, todavía aturdido, flotaba en una especie de limbo; sin embargo, estaba lo bastante consciente para saber que el líquido frío que le vertían en los labios tenía el sabor del anticongelante. Escupió el brebaje. Las risotadas que siguieron a su reacción instintiva le despertaron del todo.

Inclinado sobre Zavala había un rostro barbudo con una sonrisa de catorce quilates. Zavala vio que la botella se inclinaba de nuevo hacia sus labios. Su mano se alzó y cerró los dedos con la fuerza de una tenaza en la gruesa muñeca del hombre.

Una expresión de sorpresa apareció en los ojos azules ante la celeridad de la reacción de Zavala, pero la sonrisa no tardó en reaparecer.

—¿No le gusta nuestro vodka? —preguntó el hombre—. Lo olvidé. Los norteamericanos beben whisky.

Zavala aflojó los dedos. El hombre barbudo apartó la botella y bebió un trago. Se secó los labios con el dorso de la mano.

—No es veneno —dijo—. ¿Qué quiere beber?

—Nada —dijo Zavala—. Pero écheme una mano para poder sentarme.

El hombre dejó la botella y ayudó a Zavala a sentarse en el borde del camastro. Zavala echó una ojeada al abarrotado camarote.

—¿Dónde estoy? —preguntó.

—¿Dónde está? —dijo el hombre.

Se volvió y, en un idioma que Zavala identificó como ruso, tradujo la pregunta para beneficio de los otros tres hombres barbudos que se apiñaban en el reducido espacio. Se oyeron risas y se vieron vigorosos gestos de asentimiento de las cabezas peludas.

—¿Qué es tan divertido? —preguntó Zavala.

—Les acabo de decir lo que usted ha preguntado, y mi respuesta es que está en el infierno.

Zavala consiguió esbozar una sonrisa y tendió la mano.

—En ese caso —dijo—, aceptaré el vodka que me ofrece.

El hombre le pasó la botella, y Zavala bebió un sorbo. Sintió el fuerte licor que le quemaba la garganta, pero hizo poco para aliviar los latidos en la cabeza. Se llevó una mano al cráneo y notó el vendaje que lo envolvía como si fuese un turbante. Aún tenía los golpes en el cuero cabelludo de su aventura en la B3.

—Le sangraba la cabeza —dijo el hombre—. Fue lo mejor que pudimos hacer.

—Gracias por los primeros auxilios. ¿Quiénes son ustedes? —preguntó Zavala.

—Soy el capitán Mehdev, y ellos son mis oficiales. Está a bordo de un submarino nuclear lanzamisiles Akula. Somos lo que ustedes los norteamericanos conocen como el Tifón Proyecto 941, el mayor submarino nuclear del mundo. Soy el comandante.

—Es un placer conocerle —dijo Zavala, y estrechó la mano del capitán—. Me llamo Joe Zavala. Estoy con la NUMA. Es probable que haya oído mencionarla.

Mehdev metió la mano en la sudadera y sacó la identificación de la NUMA con la foto de Zavala.

—Cualquiera que surque el mar conoce el gran trabajo de la NUMA —afirmó el capitán—. Sus hermosas naves son conocidas por todo el mundo.

Zavala cogió la identificación y se la guardó en el bolsillo de la camisa, después recogió la manta de la litera y se envolvió en ella para absorber la humedad de las prendas. Bebió otro sorbo y devolvió la botella. Uno de los oficiales se acercó a un lavabo y le llevó un vaso de agua. Zavala se quitó el sabor del vodka con el agua y volvió a tocarse el vendaje.

—No se ofenda, capitán, pero tendría que prestar un poco más de atención a cómo pilota. Su submarino emergió directamente debajo de mí y del helicóptero.

Mehdev hizo otra traducción que los oficiales encontraron graciosísima, pero cuando se volvió hacia Zavala, su expresión era sombría.

—Me disculpo. Me ordenaron llevar al submarino a la superficie y traerlo a usted a bordo. Incluso para alguien con mi experiencia es difícil maniobrar un buque de doscientos metros de eslora con cierto grado de precisión. Usted estaba flotando en el agua. Lo subimos a bordo. También siento la pérdida de su helicóptero.

—¿Quién le dijo que me hiciese prisionero?

El capitán frunció el entrecejo.

—Los mismos delincuentes que asaltaron mi submarino y nos retienen prisioneros a mí a y a mi tripulación.

El capitán se lanzó a relatar su historia con una furia mal contenida. Era un veterano de la armada que había comandado un Tifón y que a su retiro había entrado a trabajar en una empresa civil. La Oficina Central de Diseño para la Ingeniería de la Marina, Rubin, responsable del proyecto del sumergible, había tenido la idea de utilizar los Tifón retirados del servicio para llevar carga a las profundidades del Ártico. Habían quitado los silos de los misiles para crear unas bodegas con una capacidad de quince mil toneladas. Una empresa había comprado el sumergible, y a Mehdev lo contrataron para entregar la nave a su nuevo propietario.

La tripulación de algo más de setenta personas era la mitad de la dotación normal, pero sin necesitar a los técnicos de armamento era suficiente para el trabajo. Les habían prometido grandes pagas. Las órdenes del capitán eran de emerger para un encuentro en alta mar. Pero un carguero chino con hombres armados los esperaba para hacerse con el control del buque. Les ordenaron que llevasen el sumergible al océano Pacífico. Con uno de los tubos de torpedo, los secuestradores habían disparado un misil contra una nave de superficie. Luego el Tifón había participado en la operación para remolcar el laboratorio submarino.

—¿Dónde está ahora el laboratorio? —preguntó Zavala.

Mehdev señaló hacia abajo con el índice.

—A unos cien metros debajo de nuestra quilla, en el fondo de la caldera. Hubo una erupción hace muchos años y el volcán se hundió para dejar la caldera aquí, en el lugar donde había estado la isla alguna vez. El coral creció en el borde y formó el arrecife que usted cruzó.

—¿Cómo pasó su nave a través del arrecife? —preguntó Zavala.

—No lo hicimos. Pasamos por debajo. Los japoneses abrieron un túnel en la caldera con la voluntad de utilizar este lugar como una base de submarinos durante la Segunda Guerra Mundial. Iban a esperar hasta que pasase la flota norteamericana y luego sorprenderla por la retaguardia con los supersubmarinos alemanes para hundir sus barcos. Un plan muy astuto. Pero los aliados bombardearon las fábricas de submarinos alemanes y entonces acabó la guerra. —Luego Mehdev preguntó—: ¿Qué sabe del laboratorio? Debe de ser importante.

—Muy importante —contestó Zavala—. La marina de Estados Unidos ha enviado aviones y barcos en su búsqueda. Volé sobre la laguna. El agua es clara como el cristal. ¿Cómo es que no los vi?

—Estábamos debajo de una red de camuflaje tendida a través de la laguna. Es lo que ustedes los norteamericanos llaman baja tecnología.

—¿Qué me dice de la isla en la que me posé en la laguna?

—Eso sí es alta tecnología. Una plataforma artificial con flotadores que se mantiene en el lugar a través de un sistema de propulsión conectado a un sistema de navegación autorregulable. Nos da un puesto de observación para detectar a los intrusos. Le vimos mucho antes de que aterrizase.

—Alguien se tomó mucho trabajo para crear un escondite.

—Hasta donde sé, las personas que están detrás de todo esto pretenden utilizar el atolón para el contrabando a través del Pacífico.

La conversación se vio interrumpida por unos golpes en la puerta. Esta se abrió y entró en el camarote un asiático armado con una metralleta. Le siguió Phelps, que dedicó a Zavala una sonrisa torcida.

—Hola, soldado —dijo—. Está muy lejos de casa.

—Podría decir lo mismo de usted, Phelps.

—Podría. Veo que se ha hecho amigo del capitán y de su tripulación.

—El capitán Mehdev ha sido muy generoso con la bebida.

—Lamento que se acabe la fiesta —manifestó Phelps—. El capitán y sus chicos tienen trabajo que hacer.

Mehdev captó la indirecta y ordenó a su tripulación que saliese del camarote. Phelps ordenó al guardia que los escoltase hasta sus puestos, y luego acercó una silla y puso los pies sobre la pequeña mesa.

—¿Cómo encontró este bonito escondite? —preguntó Phelps.

Zavala bostezó.

—Pura suerte —dijo.

—No lo creo. Siguiente pregunta: ¿alguien más sabe de este lugar?

—Solo la marina de Estados Unidos. Usted y sus amigos pueden esperar la visita de un portaaviones en cualquier momento.

—Vaya tontería —replicó Phelps con sorna—. El atolón estaría rodeado ahora mismo por barcos y aviones si la marina supiese de nosotros. La cámara de la isla envió una foto de su bonito rostro directamente a mi jefe, Chang. Fue él quien ordenó a Mehdev que lo atrapase, pese al riesgo de ser visto por alguien. Se ha metido en un embrollo, Joe.

Los labios de Zavala esbozaron una sonrisa.

—Solo lo parece —dijo.

Phelps sacudió la cabeza, incrédulo.

—¿Qué os dan para beber a los tíos de la NUMA? —preguntó—. ¿Sangre de toro?

—Algo así —dijo Zavala—. Ahora soy yo quien tiene una pregunta para usted: ¿por qué nos dio la llave de las esposas y devolvió el arma a Kurt después de nuestra refriega con su jefa?

Phelps quitó los pies de la mesa, los apoyó en el suelo y se inclinó hacia delante.

—En realidad, tengo tres jefes. Trillizos. Chang está a cargo de los matones. Tiene un hermano llamado Wen Lo que se encarga de los negocios. Pero el holograma que vio en Virginia es el jefe supremo. No sé si es hombre o mujer.

—¿A qué se refiere?

—Algunas veces es la imagen de un hombre y otras la de una mujer. Nunca se sabe.

—¿De qué va todo esto de los hologramas?

—No se fían de nadie, ni siquiera uno de otro. También están locos, pero eso ya lo sabe.

—No hace falta ser un genio para deducir que no están muy en sus cabales, Phelps. ¿Cómo es que se lió con ese grupo de maníacos?

—Soy un antiguo SEAL. Locos o no, pagan mejor que la marina. Iba a retirarme después de este trabajo. —Bajó la voz y añadió—: Como dije, tengo una familia en casa. ¿De verdad cree que el virus que creó la tríada llegará a Estados Unidos?

—Solo es cuestión de poco tiempo.

—Maldita sea, Joe, tenemos que evitarlo.

—¿Tenemos? —se burló Zavala—. Ahora mismo no estoy en posición de hacer gran cosa.

—Me encargaré de cambiarlo. He estado pensando en cómo solucionarlo. Pero necesitaré de su ayuda.

Sonó el móvil de Phelps. Atendió la llamada y escuchó por unos momentos.

—Vale —dijo y colgó. Pidió a Zavala que no se moviese y salió del camarote.

Zavala pensó en su conversación con Phelps.

El hombre era un asesino profesional, no de aquellos que por lo general se escogen como aliados, pero sus metas coincidían. Tendrían que preocuparse de mejorar la relación más tarde.

Se levantó de la litera y caminó por el camarote. Se acercó al lavabo, se lavó la cara y después caminó un poco más. Casi se sentía normal cuando volvió Phelps.

Vestía un traje de submarinista negro y cargaba con un gran macuto. Había una mirada de preocupación en sus ojos.

—Tendremos que posponer nuestra charla —dijo—. El que llamó era Chang.

—¿Qué está pasando? —preguntó Zavala.

—Las cosas se han complicado un tanto —contestó Phelps—. ¿Le apetece salir a nadar?

—Acabo de hacerlo —dijo Zavala—. ¿Tengo otra alternativa?

—No —respondió Phelps.

Dio el macuto a Zavala, quien lo sopesó.

—¿Esto es una parte de las complicaciones? —preguntó Zavala.

Phelps asintió.

Dijo a Zavala que se cambiase y lo dejó solo en el camarote. Zavala abrió el macuto y encontró un traje de neopreno. Se quitó las prendas húmedas y se visitó con el traje, luego abrió la puerta y salió.

Phelps lo esperaba en el pasillo con dos hombres, también vestidos con traje de submarinista. Hizo un gesto a Zavala para que lo siguiese y abrió la mancha por el laberinto de pasillos del gigantesco submarino. Se encontraron a varios tripulantes que miraron a Phelps con expresiones hostiles. Llegaron a un punto donde los guardias los dejaron, y Phelps entró en un compartimiento en mitad del Tifón.

—Una cámara de escape —explicó Phelps y señaló una escotilla por encima de sus cabezas—. Hay otra al otro lado de la torre que usarán nuestros dos guardias.

Abrió un armario y sacó dos equipos completos de buceo que incluían máscaras dotadas con intercomunicadores. Cuando estuvieron preparados, Phelps subió por la escalerilla a una cámara cilíndrica, Zavala lo siguió a paso lento por el peso del equipo.

La cámara de escape solo tenía espacio para dos hombres equipados. Phelps pulsó un interruptor que cerraba la escotilla y comenzó a entrar agua. Una vez que se hubo llenado la cámara, abrió la escotilla superior.

Phelps hinchó el chaleco hidrostático y salió por la escotilla. Zavala lo siguió de cerca. Emergieron del submarino en la base de la torre. Los dos guardias los esperaban. Cada uno sujetaba un arpón submarino de gas comprimido que tenía una punta muy afilada. Zavala no les hizo caso y se calzó las aletas.

La luz verdosa que se filtraba a través de la red de camuflaje bañaba el casco negro del submarino con un resplandor espectral. Zavala había visto una vez a un Tifón amarrado, cuando el casco estaba sumergido en su mayor parte, y se había sentido impresionado con su tamaño, pero no era nada comparado con ver el gigantesco submarino y su enorme torre en su totalidad.

Una voz nasal sonó a través del intercomunicador, y Phelps hizo un gesto para llamar su atención.

—Ya está bien de contemplar el panorama, Joe. Sígame. Esta es una inmersión de buceo técnico. Bajaremos a más de cien metros, pero tiene Trimix en la botella, así que no pasará nada.

Phleps encendió la linterna subacuática. Con un movimiento de tijera de las piernas, se apartó de la cubierta y se propulsó a través del agua en horizontal para luego iniciar el descenso. Zavala lo siguió, con los dos guardias detrás.

Bajaron hacia un racimo de luces ámbar. A medida que descendían, Zavala vio que las luces estaban en la parte exterior de cuatro grandes esferas unidas las unas a las otras por tuberías transparentes. De inmediato reconoció el laboratorio por los diagramas que había estudiado.

—¡El Davy Jone’s Locker! —exclamó Zavala.

—Es todo un espectáculo, ¿no? —dijo Phelps.

Zavala vio algo más. Unas espectrales formas azules se movían ondulantes en la penumbra, apenas un poco más allá del alcance de los focos del laboratorio.

—¿Lo que veo son medusas azules? —preguntó.

—Sí —contestó Phelps—. Más le vale mantenerse apartado de esos bichos. Queman. Ya podremos hacer un recorrido por la naturaleza más tarde. Solo tenemos unos minutos para hablar. Somos los únicos que llevamos máscara con intercomunicador, así que no se preocupe de los tipos que le siguen. Iba a dejarlo en el submarino hasta que pudiésemos elaborar un plan, pero Chang dijo que lo quería en el laboratorio. No explicó qué tiene en mente, pero una cosa es cierta: no le ofrecerá una fiesta de bienvenida.

—Tampoco la esperaba —dijo Zavala—. ¿Qué tal si me echa un cabo?

—Haré todo lo posible. Le avisaré cuando haga mi jugada. Mientras tanto, sea un buen chico y no dé a los tipos con los arpones una excusa para que lo utilicen como diana en una práctica de tiro.

Estaban encima de la estructura hemisférica en el centro del complejo. Zavala recordó que era el módulo de tránsito donde estaba ubicado el compartimiento estanco para el vehículo de transporte. Phelps nadó por debajo del módulo de tránsito, más allá de los cuatro minisumergibles amarrados a la parte inferior como cachorros mamando, y luego subió por un tubo que comunicaba con una piscina circular en el centro de una cámara.

Phelps se quitó la máscara facial con el equipo de comunicación, y Zavala siguió su ejemplo. Los guardias aparecieron unos segundos más tarde. Para entonces, Phelps y Zavala habían utilizado la escalerilla en un costado de la piscina para salir. Los guardias los siguieron, y los cuatro hombres colgaron las botellas de aire y el equipo pesado en unos ganchos. Los guardias se quitaron las máscaras y quedaron a la vista sus rostros asiáticos. Dejaron a un lado los arpones y sacaron las metralletas de sus fundas estancas.

Phelps apretó el interruptor que abría la puerta. Encabezó la marcha por un pasillo hasta otra puerta que comunicaba con una pequeña sala. Phelps dijo a los guardias que esperasen, y luego él y Zavala entraron.

La mitad de una pared era de cristal y permitía la visión de un laboratorio donde había varios trabajadores vestidos con trajes anticontaminación blancos. Los hombres miraron cuando Phelps golpeó el cristal con los nudillos. Todos volvieron a su tarea excepto uno, que saludó y desapareció detrás de una puerta señalizada con un cartel que decía DESCONTAMINACIÓN.

Minutos más tarde, Lois Mitchell entró en la habitación. Llevaba un pantalón y una bata de laboratorio, y su pelo oscuro estaba húmedo por la ducha descontaminante. A pesar de su situación, Zavala mostró una sonrisa en reconocimiento ante la belleza de la científica. Lois le vio y las comisuras de sus labios se curvaron hacia arriba.

—Le conozco —dijo ella.

Zavala hizo un rápido repaso de los centenares de mujeres con las que había salido a lo largo de los años y no llegó a ningún resultado.

—¿Nos conocemos? —preguntó con cautela.

Lois se echó a reír.

—Le vi por televisión. Usted era el ingeniero de la NUMA que se sumergió con el doctor Kane en la batisfera. —Frunció el entrecejo—. ¿Qué demonios está haciendo aquí?

—Yo podría preguntarle lo mismo —dijo Zavala.

—Doctora Mitchell —intervino Phelps—, es Joe Zavala de la NUMA.

—Lois —corrigió la científica, que tendió la mano a Joe.

—Detesto interrumpir la fiesta —dijo Phelps—, pero el tiempo nos apremia a actuar, doctora Mitchell. Mi jefe viene de camino al laboratorio. Si no me equivoco, querrá comprobar la marcha de su proyecto.

—En realidad, viene a recoger la vacuna.

Phelps entrecerró los ojos.

—¿A qué se refiere? —preguntó.

—Mientras usted no estaba, dije a una de las personas que me siguen a todas partes que habíamos sintetizado la toxina. —Se volvió para señalar el tabique de vidrio—. Aquel es nuestro laboratorio de fermentación, cultivo de células y análisis. Su jefe podrá llevarse el cultivo y comenzar de inmediato la producción a gran escala.

—Eso no es nada bueno —afirmó Phelps, con una expresión contrariada.

—¿Por qué? —preguntó Lois—. ¿No era el propósito de todo este proyecto producir una vacuna para dársela al mundo?

—Dígaselo usted —dijo Phelps y sacudió la cabeza.

—Una vez que tengan la vacuna —explicó Zavala—, permitirán que la epidemia continúe extendiéndose hasta conseguir derrocar a su gobierno. Después ofrecerán la vacuna al resto del mundo. Paguen o mueran. Usted y su laboratorio se han convertido en prescindibles.

El color desapareció de las facciones ya pálidas de Lois Mitchell.

—¿Qué he hecho? —exclamó.

—Es lo que hará lo que cuenta —afirmó Phelps.

Llamaron a la puerta. Phelps la abrió y uno de los guardias asomó la cabeza para susurrarle al oído. Phelps volvió al interior.

—No me ha dicho qué quiere que haga —suplicó Lois.

—Sea lo que sea lo que hagamos, más valdrá hacerlo deprisa —dijo Phelps—. El helicóptero de Chang ha despegado de Pohnpei para ir a su barco.

A Zavala aún le daba vueltas la cabeza desde su encuentro con el Tifón, y sospechaba del abrupto cambio de bando de Phelps, pero el anuncio de que el matón de la tríada no tardaría en presentarse en el laboratorio le había causado más efecto que un cubo de agua helada.

Dado que no tenía muchas alternativas, Zavala decidió apostar a favor de su antiguo adversario. Cogió a Phelps del brazo y dijo:

—Tenemos que hablar, soldado.

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