Medusa

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Chang era el psicópata clásico. No había una pizca de compasión o de remordimiento en su cuerpo rechoncho y repulsivo, y para él matar era tan sencillo como cruzar la calle. Los otros mellizos de la tríada habían aprovechado sus impulsos asesinos para sus propios fines. Tenía un gran talento para la organización, así que le dejaron la responsabilidad de dirigir la red de bandas que actuaban en las grandes ciudades del mundo. El trabajo le permitía saciar su sed de sangre porque participaba en los asesinatos para obtener ventajas comerciales, retribuciones, o sencillamente aplicar castigos.

El trabajo también había impedido que Chang se hundiese en el abismo de la locura, siempre y cuando los otros dos hermanos le aportasen equilibrio. Pero empezaba a actuar por su cuenta, lejos de las riendas familiares que habían mantenido controlada su tremenda violencia. Las voces que en ocasiones susurraban en su cabeza ahora gritaban reclamando su atención.

Después de dejar el laboratorio, Chang había llevado los cultivos de la vacuna en el carguero que esperaba cerca del atolón y después esperó el informe del submarino. Cuando recibió el aviso de que no se había producido la explosión y supo que el laboratorio estaba indemne y el personal seguía con vida, enloqueció del todo.

Chang volvió al transbordador con sus asesinos más temibles y ordenó al piloto que descendiese al cráter. Una vez que el buque emergió del túnel, las luces que brillaban en el fondo parecieron burlarse de Chang. Una vena latía en su frente.

El doctor Wu, sentado junto a Chang, había intuido la creciente cólera de su patrón e intentó pasar desapercibido. Incluso más desconcertante fue el súbito cambio de humor de Chang cuando se volvió y dijo con un tono casi alegre que resultaba aún más aterrador que su ira:

—Dígame, amigo mío, ¿qué pasaría si alguien cayese, por accidente, en la pecera con las medusas mutantes?

—Le picarían de inmediato.

—¿La muerte sería instantánea?

—No, la toxina solo paraliza.

—¿La persona sufriría una terrible agonía?

El doctor Wu se removió, incómodo.

—Sí. Si la persona no se ahoga, sería consciente de cada sensación en su cuerpo. Con el tiempo la medusa comenzaría a comérsela.

—Espléndido. —Chang dio una palmada en la espalda del doctor Wu—. ¿Cómo no se me ocurrió antes?

Anunció que, dado que el laboratorio no había estallado, volverían para hacer algo de deporte. En cuanto estuviesen a bordo, reunirían a los científicos y los matarían como más les complaciese. Los hombres que les acompañaban en el transbordador eran sus más temibles asesinos. Solo dejarían vivo a Zavala, al que arrojarían a la pecera de las medusas. El doctor Wu filmaría su muerte en vídeo, para poder mostrar a Austin sus momentos finales.

Con su carga de asesinos, el transbordador descendió al cubo de tránsito. El piloto puso en marcha el compartimiento estanco. Minutos más tarde, Chang y sus sicarios salieron de él y casi tropezaron con una caja de explosivos. Había un lazo hecho con un trozo de cable sobre la tapa de la caja. Y apoyado en el lazo se veía un sobre blanco con la palabra «Chang» escrita en letras mayúsculas.

El hombre que había colocado los explosivos recogió el puñado de cables.

—No hay por qué preocuparse. Estos cables no están conectados.

Dio el sobre a Chang, quien lo abrió. En su interior había un papel con el membrete del laboratorio. El papel estaba doblado en tres. Escrito en la primera parte decía: «¡Buuummm!».

Chang desplegó deprisa el papel. Había un rostro sonriente en el siguiente trozo y: «¡Era una broma!».

El último decía: «Estoy en la sala de control».

Chang hizo una bola con el papel y ordenó a los hombres que registrasen el laboratorio. Regresaron unos minutos más tarde e informaron de que todos los recintos estaban desiertos y que habían arrancado los cables de todas las cargas. Chang salió a la carrera hacia la sala de control, pero se detuvo en la puerta. Al sospechar que podía haber una bomba trampa, envió a sus hombres. Recorrieron la sala e informaron a Chang de que también estaba desierta y no faltaba nada. Entró para verlo. Miró alrededor, y su expresión agria se acentuó. Necesitaba a alguien para descargar su furia. Vio al doctor Wu filmando la sala.

—¡Ahora no, idiota! —gritó Chang—. ¿No ve que no hay nadie?

Una voz metálica sonó por los altavoces.

—Tiene razón, Chang. Usted y sus amigos son los únicos que están en el laboratorio.

Chang se dio la vuelta, apretando contra el pecho la culata de la metralleta.

—¿Quién es?

—Bob Esponja —respondió la voz.

—Austin.

—Vale, lo confieso, Chang. Me ha pillado. Soy Kurt Austin.

Los ojos de Chang se estrecharon hasta parecer ranuras.

—¿Qué ha pasado con los científicos? —preguntó.

—Ya no están en el laboratorio, Chang. Se han marchado en los minisubmarinos.

—No juegue conmigo, Austin. Destruí los circuitos de los submarinos.

Otra voz surgió del altavoz: era Phelps.

—Aquellos eran los circuitos de recambio. Los minisubmarinos funcionan a la perfección, jefe.

—¿Phelps? —exclamó Chang—. Creía que estaba muerto.

—Lamento desilusionarlo, Chang. La doctora Mitchell y los demás científicos se han marchado hace rato.

—Los encontraré —gritó Chang—. Los encontraré a usted y a Austin y los mataré a los dos.

—Es poco probable —afirmó Austin—. Por cierto, los cultivos de la vacuna que le dieron son inútiles. Los buenos los tienen los científicos.

Las voces en la cabeza de Chang comenzaron a aumentar de volumen y de número, hasta convertirse en un malvado estrépito. Ordenó a sus hombres que volviesen al transbordador. Mientras salía del laboratorio, se comunicó con el carguero y dio órdenes para que comenzasen a rastrear las profundidades con el sónar. Un minuto más tarde, recibió una respuesta. El sónar había captado cuatro ecos que se alejaban del atolón. Ordenó que el barco estuviese cerca cuando los minisubmarinos emergiesen.

El transbordador avanzaba a toda velocidad hacia el túnel. Chang se permitió que una sonrisa apareciese en su rostro al imaginar la expresión en los rostros de los científicos cuando descubriesen que el carguero se les echaba encima. Disfrutaba con la escena y se imaginaba cuál sería la reacción al verlo emerger de las profundidades como Neptuno, cuando oyó la llamada del piloto. Chang se inclinó hacia delante en el asiento y miró a través de la ventana de la cabina. Una enorme sombra negra avanzaba hacia ellos.

El piloto reconoció la enorme proa del Tifón, que se acercaba, y gimió como un cachorro asustado. Chang le gruñó a su vez, pero las manos del piloto estaban paralizadas en los controles. Con un aullido feroz, Chang cogió al piloto de los hombros, lo apartó de la butaca y ocupó su lugar. Giró el timón todo a estribor.

Las turbinas del transbordador continuaron impulsándolo hacia delante, pero después de unos segundos la proa viró para apartarlo de la trayectoria de una colisión frontal con el torpedo de doscientos metros que se cruzaba en su camino. Sin embargo, el Tifón se movía a veinticinco nudos y golpeó la popa del transbordador, destrozándole el timón al tiempo que lo lanzaba en una espiral tremenda. La violencia del impacto hizo que se abriese la puerta de carga y el agua comenzó a entrar.

Debido a la inundación, la popa del transbordador se hundió y la proa se levantó, como si el buque fuera un pez agonizante. Los hombres de Chang se sujetaron a los asientos y avanzaron por la cubierta inclinada hacia la cabina.

El doctor Wu luchó para unirse al grupo, pero los guardias más fuertes lo sujetaron bajo el agua y sus brazos no tardaron en quedarse quietos. Chang no estaba dispuesto a compartir la bolsa de aire con nadie más. Se volvió, apoyó la pistola en el respaldo de la butaca y disparó contra cualquiera que intentase meterse en su espacio. En cuestión de segundos, había matado a todos los guardias y estaba solo en la cabina. Para entonces, la inundación había afectado a la proa. El transbordador se niveló y comenzó a hundirse hacia el fondo del cráter. La cabina quedó sumida en la oscuridad más absoluta. Chang luchó para mantener la cabeza en la bolsa de aire, cada vez más pequeña, pero los cuerpos que flotaban en el agua teñida en sangre lo hacían difícil. Tan pronto como apartaba un cadáver, otro ocupaba su lugar. En un momento, se encontró cara a cara con el cuerpo sin vida del doctor Wu.

Entró más agua, reduciendo todavía más la bolsa de aire. Chang se apretó contra el techo de la cabina con solo unos centímetros disponibles. Mientras el agua llenaba su boca y su nariz, miró hacia arriba, vio la monstruosa sombra del Tifón que pasaba por encima y, con un último suspiro, gritó:

—¡Austin!

Austin estaba sentado junto al timonel ruso en la sala de control del Tifón. Zavala estaba al otro lado de aquel joven ucraniano, que tenía un talento natural para su cometido. El capitán estaba junto a Austin y transmitía al timonel las órdenes en ruso.

Minutos antes, el timonel había hecho retroceder el submarino al interior del túnel, de cara al cráter. El operador de sónar estaba atento a la aparición del transbordador y avisó a Austin cuando captó el eco en movimiento. La pantalla conectada a la cámara en la torre del submarino mostró los focos gemelos del transbordador que se acercaba. Austin dio la orden de avante a toda máquina. El timonel sujetó la rueda cuando el submarino comenzó a moverse hacia delante. La emboscada estaba en marcha.

Después de golpear el trasbordador, el Tifón continuó hacia el interior del cráter para virar. Cuando el submarino enfiló de nuevo el túnel a fin de acabar el trabajo, la cámara volvió a mostrar el transbordador. Austin miró con ojos despiadados cómo se hundía hacia el fondo. No experimentó ninguna sensación de triunfo. Todavía no. Era muy consciente de que la tríada era un monstruo de tres cabezas.

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