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La carta a Vera » Hombre mosquito para un geco

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Hombre mosquito para un geco

Tuve una inquietante sensación en el cuerpo al abrir la puerta de la «bure» 3, y lo primero que vi al encender la luz fue un obeso geco sentado en la botella de ginebra. Entonces era lo que yo había pensado. Tal vez fuera él lo que sonó contra la viga del techo cuando salí de la habitación para ir a cenar. El geco medía cerca de treinta centímetros de largo, y no parecía haber pasado nunca hambre de mosquitos. Nos sobresaltamos los dos a la vez. El geco se quedó inmóvil, pero cuando di un paso hacia él, dio media vuelta alrededor de la botella y tuve miedo de que ésta cayera al suelo desde la mesilla de noche. Ya se habían derramado bastantes gotas esa noche.

Conocía bien a los gecos, y sabía que era ilusorio pensar en librarse de ellos en los dormitorios de esta parte del mundo, pero no me hacía mucha gracia ver demasiados ejemplares de esos animales hiperactivos saltar por la habitación justo cuando iba a acostarme, y menos tenerlos correteando por la colcha o dormidos sobre uno de los postes de la cama.

Di otro paso hacia la mesilla de noche. El geco estaba apoyado contra la parte trasera de la botella, razón por la cual pude estudiar su barriga y su cloaca, algo ampliadas por la refracción. No movía ni un músculo, pero la cabeza y el rabo asomaban por la parte de atrás de la botella, y el pequeño saurio me observaba atentamente, porque por instinto sabía que sólo tenía dos posibilidades: o se mantenía completamente quieto con la esperanza de fundirse con el entorno, o subía corriendo por la pared y se asentaba en el techo, o, preferiblemente, buscaba refugio detrás de una viga del mismo.

Lo paradójico fue que debido al encuentro con ese enorme ejemplar de Hemidactylus frenatus, me entraron unas ganas terribles de dar cuanto antes un gran trago de licor, y empecé a temer que ese animal descuidado me lo impidiera, no sólo esa noche, sino durante toda mi estancia en la isla. La botella estaba casi llena y con gran preocupación por mi bienestar había calculado que me duraría las últimas tres noches antes de regresar a casa. Ya había examinado el minibar nada más llegar, y contenía sólo cerveza y refrescos.

Con el brazo izquierdo dispuesto a salvar la botella en caso de que se cayera, di otro par de pasos hacia el geco, pero el huésped no invitado seguía aferrado a la idea de que una intensa combinación de resistencia pasiva y posesiva era mejor táctica que echarse a correr. De no haber sido por la gran preocupación que sentía por el contenido de la botella, me habría ido al baño, dejando al geco vía libre para salir de allí con la cabeza alta. Pero tenía recuerdos muy recientes de las muchas veces que algún geco me había tirado de todo, desde botellas de champú a vasos de cepillos de dientes. Justo entonces descubrí, para más inri, que el tapón de la botella no estaba bien enroscado.

Otro paso más y podría agarrar la botella, pero en ese caso me llevaría también al geco, y debo confesar que mi relación con los reptiles siempre ha sido algo ambivalente. Me fascinaban porque me proporcionaban muchas asociaciones paleontológicas, pero no me gustaba tocarlos ni que se me metieran en el pelo, y menos cuando iba a acostarme.

Los saurios constituyen para la mayoría de la gente un mysterium tremendum et fascinosum, y yo no soy una excepción, aunque me consideraba un especialista en ellos. Es perfectamente factible tener un interés profesional por bacterias y virus, y no desear ningún tipo de contacto íntimo y sin protección con esos organismos. A partir de Madame Curie, es obligatorio para cualquier entusiasta de los rayos X tomar ciertas precauciones cuando se trata con ese divertido juego de sustancias radioactivas. Ni siquiera constituye necesariamente una paradoja tener una intensa fobia a las arañas y a la vez escribir un tratado humorístico sobre la morfología de esos articulados carnívoros.

En lo que se refiere a vertebrados como gecos e iguanas, hay que considerarlos individuos observadores muy diferentes a, por ejemplo, las bacterias y las arañas. Desde que encontré a aquel pequeño corzo muerto cerca de mi casa en Vestfold, era muy consciente de que también los animales pueden ser pequeñas personalidades. Aquella noche en la cabaña no soportaba la idea de tener que hacer nuevos amigos, no sentía deseos de que me mirara fijamente un saurio, no a esas horas de la noche, y no dentro de lo que yo concebía como el ámbito de mi intimidad, comprada y pagada, pues había dejado muy claro en mi reserva que no deseaba compartir cabaña con otro huésped. Los insectos eran otra cosa, ante ellos nunca me he sentido cohibido, y jamás he sido capaz de equiparar una mosca normal y corriente a una persona. Una mosca no tiene cara, no tiene una expresión individual, pero los saurios sí, y por tanto la tenía ese tozudo geco sentado en la botella de ginebra.

Estoy seguro de que habría logrado superar mi leve aversión a entrar en contacto con aquel engreído reptil si hubiera podido beber un buen trago de ginebra. Pero en ese momento el orden de los sucesos era de gran importancia. Tendría que conseguir beber un trago de la botella antes de llevármela a la boca. La situación estaba por lo tanto bloqueada, y el pequeño drama terrorista duraría más de lo que me había imaginado, porque estaba cansado, muy cansado, y no tenía agallas para echarme a dormir al lado de un geco sin haber tomado mi medicina para dormir.

Y tampoco podía quedarme allí de pie sin moverme, sobre todo porque tenía los pies muy doloridos tras el largo paseo hasta la línea del cambio de fecha. Además, hubiera resultado demasiado humillante ante ese reptil boquiabierto que no me quitaba ojo ni un instante, y que seguramente estaba pensando lo suyo. Por eso, lo primero que hice fue sentarme con mucho cuidado en la cama, a una distancia que me permitiera alargar el brazo hasta la botella en caso de llegar a un enfrentamiento, algo que no era en absoluto impensable, porque ese exagerado ejemplar de geco hemidactylus era lo más gordo que había visto en mi vida, y no dudaba de que el peso corporal y la fuerza muscular del animal fueran capaces de enviar la botella al suelo, al menos en el peor de los casos imaginables, y no podía permitirme el lujo de considerar otros casos.

Permanecimos un buen rato mirándonos fijamente, yo sentado en el borde de la cama y el geco dominando la escena como una esfinge vigilando la entrada de una farmacia. Si me hubiera puesto a dar palmadas, estoy seguro de que el geco habría depuesto su resistencia pasiva, pero, en ese caso, puede que con las prisas por largarse, o, de pura maldad, hubiera tirado la botella unos microsegundos después de que mis palmas se juntaran, y varias décimas de segundo antes de que un lento primate como yo hubiera tenido tiempo de salvar la botella. Lo que realmente me impresionaba en esos bichos era su capacidad de reacción casi clarividente. Además, ese ejemplar era un representante especialmente despabilado de su clase.

Le puse como nombre Gordon por la etiqueta de la botella. Antes de sentarme en la cama, había podido comprobar que se trataba de un macho. Mister Gordon había pasado ya sus mejores años, comparándolo con una vida humana tendría un par de decenios más que yo, y aunque pertenecía a una especie cuyas hembras ovíparas no ponen más de dos huevos cada vez, tendría probablemente una abundante prole. A Gordon le habría dado tiempo de sobra a ser abuelo y bisabuelo, estaba seguro, y tal vez su abuelo había inmigrado a Taveuni, ya que pertenecía a una especie importada a las islas Fidji hace sólo unos treinta años.

Llegué a la conclusión de que era su larga experiencia lo que le hizo optar por quedarse sentado sobre la botella, porque él era ya más que consciente de que nos estábamos vigilando mutuamente. Ya se habría dado cuenta de que los primates vestidos y con pelo en la cabeza no constituíamos una amenaza real aunque, en ese caso, también debería haber sabido que no habría entrañado ningún peligro para él haberse marchado. Pero también cabía otra posibilidad: Gordon podría ser de la clase de los curiosos, o incluso de los que buscan compañía.

Tantas ganas tenía ya de un trago que clavé la mirada en las pupilas verticales del animal y susurré:

—¡Lárgate ya!

Creo que respiró con algo más de dificultad y tal vez le subiera una pizca la tensión sanguínea, pero, por lo demás, se mantuvo ostensiblemente tranquilo. Me recordaba a esos manifestantes indolentes a los que la policía tiene que llevarse en brazos, ya se trate de una manifestación contra la construcción de nuevas carreteras o —como en este caso— contra las normas demasiado liberales del consumo de alcohol en lugares públicos. Al contrario que yo, ese manifestante puntual ni siquiera tuvo que pestañear, y justo eso, el que los gecos no tuvieran párpados móviles, me irritó sobremanera, no sólo porque, debido a ello, yo no tendría la posibilidad de aprovechar ni un segundo de pérdida de atención por su parte, sino también porque significaba que, durante breves instantes, él tendría la posibilidad de observarme sin que yo le mirara a él, y un breve instante era un intervalo de tiempo mucho más corto para un ser humano que para un geco. En suma: él era capaz de mirarme durante largos períodos seguidos, mientras me veía dormirme una siesta tras otra.

—Vale —dije en voz muy alta—. ¡Ya está bien!

Gordon no se inmutó. No sólo era viejo, sino que era obvio que me había topado con un ser cabezón y hastiado de vivir, que tal vez no conociera otra diversión que la de robarle la muy necesitada medicina para dormir a un vertebrado superior. Robo. Ésa era la palabra clave. Ese mismo día, otro ser había tenido que confesar un robo, un ser que además creía en la vida eterna, y a quien hace poco le había dejado su mujer, motivo por el cual se había pasado toda la noche bebiendo en abundancia en un bar lleno de humo, antes de salir en su avioneta de veterano por la mañana, con cinco pasajeros de los que pagaban. Hasta ese instante no había reconocido al piloto de la caja de cerillas de Sunflower Airlines. Gordon Geco tenía exactamente la misma expresión de cara que ese piloto de avanzada edad, la misma mirada severa, el mismo cuello arrugado, la misma indolente bolsa de piel colgando bajo la barbilla, por no olvidar esas manos en forma de pala que tienen los gecos, con cinco dedos cortos. Hemidactylus significa «con medios dedos», y también ese piloto tenía dos medios dedos. Tuve la sensación de que las piezas del puzzle estaban ya colocadas. No era la primera vez durante las últimas veinticuatro horas que yo había sido rehén en un drama terrorista, y no era la primera vez que la propia situación de terrorismo había despertado en mí una apasionada sed que, precisamente debido a las circunstancias, no podía apagar.

Me cabreé de tal manera que volví a considerar la posibilidad de un ataque relámpago. Si opté por rechazarla, fue sólo porque preveía lo que iba a suceder: no me sería tan difícil salvar la botella en sí durante una veloz acción de comando, pero, en ese caso, el peligro de que una gran parte de su contenido se derramara, al menos si Flash Gordon reaccionaba inadecuadamente, era una posibilidad que no se podía descartar, y no podía permitirme el lujo de perder ni un centilitro.

—Escucha —dije mirando a los ojos rígidos de mi lejano pariente—, lo último que quiero hacer es estrangularte. Creo que lo has entendido. Ni siquiera te pido que te largues. Sólo quiero la botella sobre la que estás sentado.

No me cabía duda de que había entendido todo lo que le había dicho, porque fue como si me contestara que sabía todo eso, y que llevaba más de un cuarto de hora sabiéndolo, pero que estaba sentado en la botella capturando mosquitos mucho antes de que yo llegara, por lo que no tenía ningún derecho a exigirle que se quitara de allí, al contrario, era yo el que había penetrado en su territorio, porque él nunca me había visto allí antes, y si no me largaba ya, o al menos lo dejaba en paz, se vería obligado a ocuparse de que no hubiera botella sobre la que discutir, y no quería dejar de informarme de que era cinturón marrón en golpes de cola.

—No quise decir eso —expliqué—. Si me dejas beber unos tragos del brebaje, y no tardaré más que un par de segundos, puedes volver a sentarte sobre la botella. Yo soy cinturón negro en aplastamiento de reptiles, y ya que no nos fiamos el uno del otro, te recomiendo bajar a la mesilla de noche mientras bebo. Además, tendré que enroscar bien el tapón, si no, los dos acabaremos oliendo a enebro.

Gordon ni se inmutó, pero dijo:

—Eso me suena familiar.

—¿El qué?

—Luego te largarás con la botella.

—¡No puedes imaginarte la sed que tengo! —se me escapó sin querer.

—Yo tengo hambre —señaló—. Y sólo como a estas horas de la noche. También los mosquitos tienen cierta preferencia por las botellas, ¿sabes?, porque vienen a posarse aquí a menudo, y yo saco la lengua, y hala… colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Tenía algo de razón, pero me irritó que pensara que podía enseñarme algo sobre la manera de vivir de los gecos. Si no hubiera sido por el contenido de la botella del tapón suelto, podríamos haber compartido habitación en una perfecta simbiosis. Gordon podría haber seguido sentado sobre la botella ocupándose de los mosquitos para que yo pudiera dormir tranquilo, sin tener que despertarme a la mañana siguiente lleno de picaduras. En el pasado, los caciques de Fidji tenían un «hombre mosquito» que pasaba las noches sentado desnudo al lado de ellos, simplemente con el fin de dejarse picar por los mosquitos y así ahorrar al cacique ese malestar. Supongo que esos hombres mosquito se convirtieron en un gremio profesional en paro cuando el eficaz geco doméstico se extendió por las islas. Hoy se consideraba más bien parte del inventario de todas las casas.

Se me ocurrió una idea:

—Entonces iré por otra botella —dije—. Te puedo dar una botella de cerveza helada del frigorífico. Es un verdadero señuelo para los mosquitos.

Gordon permaneció un rato considerando la propuesta, y luego dijo:

—Francamente, empiezo a hartarme de esta pelea, acepto la propuesta.

—¡Eres un sol! —exclamé.

Durante unos segundos me sentí feliz, y recuerdo que me felicité por mi ingenio. Dije:

—Entonces bájate de la botella. Te daré otra enseguida.

Pero el animalito se sobresaltó y dijo muy resuelto:

—Primero vas a por la cerveza y luego me bajo de la botella.

Negué con la cabeza:

—Entonces podrías tirar lo que va a ser la moneda de cambio por la cerveza. Uno puede ponerse de repente un poco espasmódico, ya sabes, sobre todo cuando no hay vigilancia.

—La botella sólo se caerá si dejas de comportarte adecuadamente. Olvídalo.

—¿Por qué?

—Estoy perfectamente como estoy.

Aún no había abandonado la esperanza de hacerle ceder, y dije:

—Si todavía quedan mosquitos en esta habitación, estoy seguro de que prefieren una cerveza fría. A todos los mosquitos les encanta la condensación que tienen las botellas frías de cerveza.

Se limitó a mirarme sarcásticamente.

—¿Y qué crees que me pasa a mí si me siento en algo muy frío? Sería un suicidio para un señor tan sensible como yo. ¿Tal vez por eso se te ocurrió la idea?

En absoluto, porque no se me había ocurrido pensar que Gordon era un animal de sangre fría que perdería el conocimiento si estaba cinco minutos sobre una superficie con una temperatura de dos grados sobre cero.

—Entonces te calentaré la cerveza. Lo hago con mucho gusto, de verdad.

—¡Tonto!

—¿Ahhh?

—Entonces ya no estará fría, y para eso estoy mejor donde estoy.

Yo estaba ya rabioso.

—Sabes que puedo alargar la mano y aplastarte con ella.

Me pareció oírle reír. Objetó:

—No creo que te atrevas, y tampoco creo que puedas hacerlo. ¿No me elogiaste antes por mi capacidad de adivinar? Casi clarividente, dijiste.

—Fue algo que pensé, no algo que dije, no mezcles las cosas —entonces se rió y dijo:

—Si somos clarividentes, es que somos clarividentes, y entonces no hay mucha diferencia entre lo que oigo decir y lo que adivino que piensas. Es decir, veré tus manos acercarse a cámara lenta mucho antes de que lleguen a su destino. Mientras tanto, tendré mucho tiempo para despedirme con un decidido golpe de cola y para refugiarme ileso en el techo.

Yo sabía que decía la verdad.

—Esto ya no tiene gracia —exclamé casi a gritos—. No acostumbro a discutir con reptiles, pero pronto podría llegar a perder los estribos.

—«Discutir con reptiles» —repitió—. Puedes ahorrarte tus sarcasmos.

Me recliné en la cama, esta vez tan hacia atrás que durante muchos segundos no habría tenido posibilidad alguna de salvar la botella si se hubiesen cumplido sus amenazas.

—No quise decir eso —dije en tono halagador—. La verdad es que siento más respeto por seres como tú de lo que te puedes imaginar.

—«Seres como tú» —dijo imitándome—. Los prejuicios más pérfidos suelen estar tan dentro que a veces uno mismo no los nota.

—Sólo quiero decir que no estoy buscando pelea, de verdad —le aseguré—. Me parece que tienes un grave problema de complejo de inferioridad.

—En absoluto. Cuando los de tu estirpe eran animalitos insignificantes, del tamaño de un musgaño, mis tíos y tías reinaban sobre toda la vida en la Tierra, y muchos de ellos abultaban en la naturaleza como grandes naves.

—Vale, vale —dije—. Sé todo sobre los dinosaurios, y sé distinguir entre sinápsidos y diápsidos. Pero te comunico que también sé distinguir entre Lepidosauria y Archosauria, de modo que no debes presumir demasiado de un parentesco muy íntimo con los dinosaurios. Eso debes dejárselo a las palomas y a los loros que están en el interior de la isla.

Creí que había logrado callarle con las denominaciones taxonómicas, porque permaneció un buen rato sin contestar, y tal vez ni siquiera sabía griego. Al cabo de un rato dijo:

—Si retrocedemos sólo un poco más, las líneas de nuestras familias convergen, lo que significa que estamos emparentados. ¿Has pensado alguna vez en eso?

¡Que si había pensado en eso! La pregunta me pareció tan tonta que ni siquiera me digné contestar. Pero él insistió:

—Si retrocedemos hasta el carbonífero, tú y yo descendemos de la misma pareja. Al fin y al cabo, eres mi hermanito, ¿sabes?

Me pareció que la cosa se estaba poniendo demasiado íntima, pero lo que más me seguía preocupando era cómo no perder la ginebra.

—Claro que lo sé —contesté—. Y tú lo sabes sólo porque yo lo sé. ¿O acaso hay aquí en la isla una universidad para gecos?

No debería haber dicho eso, porque se ofendió. Primero se limitó a mirarme fieramente, a la vez que su cara iba adquiriendo una expresión rígida, como si estuviera tensando todos los músculos. Entonces ocurrió lo que me había temido desde el principio: de repente dio dos vueltas y media alrededor de la botella de ginebra, que se movió unos centímetros. Lo peor de todo fue que con tanto movimiento el tapón se desprendió y cayó rodando, primero a la mesilla de noche y luego al suelo. Noté la presión de las lágrimas en los rabillos de los ojos, porque con ese gesto el airado dragón había mostrado que me llevaba ventaja, y faltaba muy poco para que el mundo se fuese a pique y yo tuviera que pasarme toda la noche despierto, bebiendo cerveza fidjiana. Pensé que su animosidad hacia mí había empezado cuando desdobló un mapa en el regazo de Laura en aquel terrible vuelo en el aire poco denso sobre Tomaniivi.

Iracundo por dentro recogí el tapón del suelo, pero puse buena cara al mal tiempo y dije en un tono conciliador:

—Confieso que lo de la universidad de gecos ha sido un poco irrespetuoso. ¿Aceptas mis disculpas?

Se puso delante de la botella de espaldas a mí, de manera que sólo podía verme con un ojo.

—Además, tienes toda la razón respecto a lo de la época gloriosa de los reptiles en el jurásico y en el cretácico —proseguí—. Fuisteis más avanzados que los primeros mamíferos y, hacia finales del cretácico, que los marsupiales y los placentarios. De verdad que soy consciente de ello. Por eso, aquel terrible impacto del meteorito que marcó la transición al período terciario resulta sumamente injusto.

—¿Qué quieres decir?

—Teníais un glorioso futuro por delante. Muchos de vosotros ya os habíais erguido, algunos erais de sangre caliente como nosotros, de hecho opino que estabais en vías de conseguir una cultura superior, con universidades y centros de investigación. Para algunas especies no faltaban más que unos cuantos millones de años, lo cual no es mucho, teniendo en cuenta que los dinosaurios dominaron la vida en la Tierra durante casi doscientos millones de años. En comparación, puedes pensar en los enormes avances que ha hecho mi estirpe sólo durante los últimos dos millones de años, y con esto quiero decir avances genéticos. Las conquistas culturales las medimos nosotros en siglos y décadas, así que no son gran cosa.

Me oí a mí mismo y tuve miedo de haber vuelto a ser poco escrupuloso en la elección de perspectivas, pues de nuevo estaba presumiendo con todo descaro de mi estirpe y precisamente a costa de los reptiles. Intenté suavizarlo:

—Opino como tú que en el jurásico y en el cretácico era tu estirpe la que iba en vanguardia. Luego, todo se malogró debido a una estúpida colisión con otro cuerpo celeste. No era justo, simplemente no era justo que el primer y tal vez más gigantesco esfuerzo de este planeta hasta la fecha de conseguir una visión global, una mirada retrospectiva evolucionista y, además, una perspectiva del universo, se viera malogrado sólo porque un meteorito hubiera perdido el rumbo y fuera inexorablemente capturado por la gravedad de este planeta. De ese modo perdisteis muchos millones de años.

Gordon clavó la mirada en mí; yo no me había atrevido a quitarle ojo ni un segundo. Procuré hablar con la mayor dulzura posible y tuve la sensación de haberlo suavizado un poco. Preguntó:

—¿Qué quieres decir con que perdimos muchos millones de años?

Estaba ya más conciliador, como un hijo ofendido que sin embargo quiere que su papá le siga contando el cuento, aunque no haya conseguido las chocolatinas que había pedido.

—Perdisteis la carrera hacia la luna. Fueron los descendientes del musgaño los que ganaron ese concurso.

Me mordí el labio. De nuevo me había entusiasmado demasiado.

—Gracias, puedes ahorrarte más impertinencias —dijo, y comprendí que se trataba de un ultimátum, antes de que una catástrofe de la envergadura del mencionado impacto del meteorito ocurriera de nuevo esa noche.

Dije:

—Me temo que has vuelto a malinterpretarme. La culpa es mía y nada más que mía. Es que no pienso siempre con la misma serenidad en medio de la noche, al menos cuando se me priva del derecho a… bueno. Pero, como tú mismo has dicho, en realidad tú y yo somos hermanos de sangre, con una serie de genes idénticos en nuestro equipaje, los dos somos tetrápodos pentadáctilos, y creo que podremos entendernos mejor si aprendemos a considerar este planeta en el que vivimos como un espacio de acción o una esfera de intereses comunes. Fue el propio planeta el que perdió millones de años por culpa de esa caída insensata de un meteorito extraviado, ni tú ni yo, o mejor dicho los dos, porque debemos tener en cuenta que ni siquiera un planeta tiene un tiempo de vida ilimitado, y un día será demasiado tarde para la Tierra.

Si no hubiera sido por el caprichoso meteorito, tú estarías ahora sentado en el borde de la cama contando historias, y yo estaría dando vueltas por la habitación cazando insectos. Y puede ocurrir de nuevo. Se trata aquí de un precario equilibrio de poder entre la razón y la sinrazón, entre la conciencia universal y una inconciencia igualmente universal, es decir, un equilibrio cósmico de terror que convierte en nimiedad nuestra pequeña controversia, y tal vez debo añadir que, en este equilibrio de terror, la verdadera razón es David con la frágil honda, y el gigante Goliat con un arsenal de iracundos cometas y meteoritos a su disposición es la masiva sinrazón. La sensatez es un dispositivo poco frecuente, pero, por otro lado, hay cantidad de hielo, fuego y piedra, por no decir que todo está desierto, porque los caprichosos asteroides siguen circulando en sus órbitas sumamente inestables, entre Marte y Júpiter, y sólo hace falta una infeliz conjunción para que uno de ellos se salga de su órbita y apunte hacia la Tierra. Espera, en la próxima vuelta serán los primates los que palmarán, y por ejemplo, la familia Geconoide, del suborden Sauria se convertirá en el que pilote el próximo intento de la naturaleza de comprender un ápice más del universo del que formamos parte. La cuestión es si entonces no será demasiado tarde para la Tierra, porque quién sabe cuánto tiempo falta para que el sol se convierta en una gigante roja, pero no emitiré sentencia alguna, sólo os deseo suerte. Un día, tal vez deis un pequeño paso para un saurio, pero un paso de gigante para la Naturaleza omnipresente, y, en ese caso, debéis saber que también nosotros participaremos en el viaje.

—Hablas demasiado —dijo.

—Más que demasiado —admití—. Se llama angustia cósmica.

—¿No tienes ningún elogio para mi familia por lo que somos hoy?

Sentí una gran comprensión por esa objeción, y dije:

—Sí, cómo no. Me impresiona muchísimo, por ejemplo, que hayáis logrado manteneros alejados de los estupefacientes durante millones de años, tal vez por eso sois tan longevos. Supongo que no siempre resulta fácil ser reptil, al menos puedo confesar que a veces es muy duro ser un homínido. Tal vez suframos de esa pequeña anomalía que consiste en tener una o dos circunvoluciones de más. No hablo por autocompasión, porque quién sabe, tal vez algún que otro reptil pasa también por la vida con la carga de algún enervante defecto. Pero bueno, como ya he dicho, el alcohol fluye libremente, por ejemplo en la fruta podrida, pero ninguno de vosotros estáis enganchados a cosas semejantes, e incluyo a todos los órdenes, tanto archosaurios, reptiles escamosos y cocodrilos, por hablar sólo de los diápsidos. He de confesar que no sé lo que pueden llegar a ingerir las tortugas, pero supongo que la mayoría de ellas puede arreglárselas sin alcohol, al menos durante largos períodos pues se hacen muy viejas, algunas especies llegan a cumplir doscientos años, como por ejemplo la tortuga griega de tierra; se cuenta que un obispo de San Petersburgo tuvo una de estas tortugas y que llegó a vivirle 220 años; tal vez se trate de una pequeña exageración, pero la literatura nos habla de una tortuga gigante que fue capturada ya adulta en las Seychelles en el año 1766 y que vivió en cautiverio hasta que murió en Mauricio en un accidente en 1918, aunque llevaba ciega nada menos que 110 años. Lo de tan avanzada edad no rige sólo para las tortugas, lo sé, claro que lo sé, en general los reptiles se hacen muy viejos, lo que sin embargo no genera ningún tipo de alcoholismo de tercera edad, dolencia que afecta tan indecorosamente a mi especie, al menos en las culturas que rinden culto a las mencionadas circunvoluciones que, como ya he indicado, están de más, y que causan tantas preocupaciones relacionadas con el cosmos: nuestra vida tan breve en la Tierra y las distancias demasiado grandes en el tiempo y el espacio.

—Ya te lo he dicho, hablas demasiado.

Mi intención con la última retahíla había sido suavizarle, pero, si hubiera causado el efecto contrario, no dudaba de que pronto no tendría botella de ginebra. Por cuestiones de seguridad opté por la capitulación:

—Mister Gordon, en lo que concierne a esa botella, he decidido desistir.

—Una sabia decisión.

—Y no hablemos más del asunto.

—Es lo que vengo pensando desde hace una hora.

—Pero no tendrás nada en contra de que vuelva a enroscar el tapón, ¿verdad? Es una precaución que la gente debería tomar siempre.

Él no contestó, y dije:

—No creo que estorbe la caza. Al contrario, creo haber oído decir que los mosquitos no soportan el olor a ginebra, es un verdadero insecticida, me han dicho. ¿No era ésa la razón por la que los colonizadores ingleses bebían tanta ginebra? Para protegerse contra la malaria, quiero decir.

En ese momento se movió una pizca, puede que para tenerme dentro de su campo de visión binocular, la cual, para un geco, no es de más de unos 25°.

—No te atrevas —dijo.

Esa breve respuesta podría interpretarse de dos maneras, así que dije:

—¿Significa eso que sí?

—No. Significa además que debes cuidar un poco tu manera de expresarte. Claro que tienes razón en que una botella sin tapón requiere un tratamiento mucho más cuidadoso que una botella debidamente cerrada.

—¿Nunca te cansas?

—Soy un geco nocturno. Ya lo sabías.

Dejé de preocuparme por las siguientes noches en Maravu. Tal vez conseguiría comprar una botella de ginebra en el hotel o en la tienda de Somosomo. No tenía ni idea de las leyes de Fidji en asuntos de compra y venta de alcohol, lo único que sabía con seguridad era que tendría que beberme dos decilitros de la botella de Gordon para poder dormir lo que quedaba de noche. Estaba ya dispuesto a sacrificar medio litro de la botella con el fin de asegurarme los dos decilitros, y por eso pude volver a evaluar, en condiciones completamente nuevas, un asalto relámpago que podría acabar en bastantes manchas con su subsiguiente tarea de limpieza, pero que sin duda también salvaría el quantum satis por una noche. En el peor de los casos, la operación podría dar como resultado que la botella entera se cayera, y la mera idea de lo humillante que sería que Gordon me viera gateando por el suelo lamiendo unos sucios restos del elixir sedante, me hizo reconsiderarla.

En medio de la habitación, aproximadamente a un paso y medio de donde me encontraba, estaba el maletín negro. De repente me acordé de que había en él un envase de zumo de uno de mis viajes en avión, e incluso que al cartón estaba pegada una pajita, al menos cuando la azafata me lo dio. Tal vez fuera mi última posibilidad, y esta vez decidí no comunicar mi plan a ese engreído terrorista, fuese clarividente o no.

A la vez que mantenía la vista clavada en la botella, con el brazo izquierdo logré levantar el maletín del suelo, y unos segundos más tarde volví a sentarme en el borde de la cama.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Voy a acostarme —mentí—. En realidad yo soy un animal diurno, ¿sabes?

Dijo:

—Tú no desciendes de los musgaños. Ellos salían a cazar por la noche, cuando hacía frío, porque era entonces cuando los depredadores de sangre fría descansaban.

Abriendo el maletín dije:

—Lo sé. Sé todo eso. Ya te dije que, si no hubiera sido por ese meteorito de hace 65 millones de años, tal vez serías tú el que ahora se dispondría a acostarse en la cama y yo estaría dando vueltas por la habitación cazando insectos. Tú no eres capaz de saber más que yo, y tampoco eres capaz de saber algo que yo no sepa.

Lo dije con el fin de comprobar su genio, pero también para ocultarle que estaba manipulando el envase de zumo. Al instante tenía la pajita en la mano.

No era tan descerebrado como para rogar a Gordon que cediera al menos algunos de esos miserables centilitros sobre los que se había sentado. Me limité a inclinarme hacia la botella y decir:

—Sabes que soy un viejo conocedor de reptiles…

—Ya, ya me he dado cuenta. Eres completamente monomaníaco.

—Pero a lo mejor no te he dicho que siempre he sentido una preferencia especial por los gecos. Y te confieso que particularmente por las 35 especies de geco hemidactylus.

Me puse la pajita entre los labios y la metí en la botella sin tocarla con las manos, y lo más curioso era que Gordon permanecía quieto. Tal vez no se atreviera a hacer otra cosa, pensé, tal vez se sintiera algo perplejo.

Estoy seguro de que ingerí un decilitro entero antes de tener que emerger y respirar. Pero lo había logrado, había realizado el truco de beber de una botella sin llevármela a la boca. Comparado con eso, ese huevo de Colón no parecía ya gran cosa.

—Hmm —dije con un sonoro eructo.

No lo hice para ofenderle, tampoco fue el resultado de un acto de soberbia adquirido gracias al alcohol, simplemente se me escapó. No obstante, he de confesar que me sentí inmediatamente más animado, y noté que mi coraje iba en aumento. En ese sentido, Gordon había tenido mucha razón en insistir desde el principio en no complacerme en lo de la botella.

Al instante, Hemi Dactylus Frenatus dio una brusca vuelta alrededor de la botella, y aunque yo la estaba sujetando con un dedo, esta vez no se pudo evitar que algunos valiosos centilitros se derramasen sobre la mesilla de noche. Pero ya había contado con eso, y solté la botella porque sabía que treparía encima de mí en cuanto tuviera la oportunidad, y a decir verdad, mi relación con los gecos no se había vuelto menos ambivalente después de mi encuentro con Gordon.

—Voy a ser muy claro —afirmó—. Si vuelves a hacer eso, te prometo que te arrepentirás.

Recibí con simpatía esa advertencia, porque en el fondo sabía que si lograba ingerir tan sólo otro decilitro, podría llegar a volverme tan osado que podría traicionarle. Ya el primer decilitro me había infundido intensas ganas de hacerlo.

—Entendido —dije—. No sabía que tuvieras algo en contra de que comprobara si esta curiosa pajita era de verdad impermeable, y nunca ha sido mi intención aplastarte.

—Entonces tal vez puedas poner un tapón a esa diarrea verbal que tienes.

Claro que sí, por el momento ya no tenía nada más que decir a Gordon Geco, de la misma manera que un psicólogo de la policía no suele tener nada que decir a un secuestrador, aunque finja que sí, y ésa es la clave, pero necesita tiempo, por eso mantiene viva la conversación, y precisamente por eso suele establecerse una relación recíproca entre las dos partes, porque cuando la situación queda bloqueada y el secuestrador se sabe rodeado por la fuerza superior, entonces también él necesita tiempo.

Añadió:

—O por lo menos hablar de algo más sensato.

—¿Conque eso es lo que quieres, eh? ¿Quieres hablar de algo sensato?

—Todavía queda mucha noche y estando tú cerca es más probable que se acerquen los mosquitos, y podrán ponerse más gordos y nutritivos antes de que yo los devore.

No me gustó mucho la idea de hacer de hombre mosquito para un geco, y me pareció que se estaba aproximando a la desfachatez cuando añadió:

—Francamente, esperaba que no cerraras tan rápidamente la puerta después de encender la luz.

En realidad, había cerrado la puerta antes de encender la luz. Llevaba casi dos meses en el trópico, y no era especialmente sensible a mosquitos, pero me cuidaba mucho de no llevármelos al dormitorio, con el fin de mantener alejados del mismo a los gecos.

—Podemos hablar de lo que quieras —dije—. ¿Te interesa el fútbol?

—En absoluto.

—¿Y el críquet?

—Cero.

—¿Sellos raros?

—¡Déjalo ya!

—Entonces sugiero que hablemos de la realidad.

—¿De la realidad?

—Sí, por ejemplo. ¿O te parece un tema demasiado fortuito?

—Habla si quieres, yo nunca me acuesto antes de la salida del sol.

—La cual es ante todo inmensamente grande y además increíblemente vieja. Aunque nadie sabe con exactitud de dónde viene.

—¿La salida del sol?

—No, la realidad. Ahora estamos hablando de la realidad, creo que debemos centrarnos en un tema cada vez, y el sistema solar es sólo una fracción microscópica de lo que llamamos la realidad. En conjunto, la realidad consta de unos cien mil millones de galaxias, una de las cuales es la Vía Láctea, y en ella el sol no es más que una de más de otros cien mil millones de estrellas, aunque es precisamente ese sol el que se va a levantar sobre este planeta dentro de un par de horas, para que empiece un día completamente nuevo en la Tierra, porque nos encontramos prácticamente en la línea del cambio de fecha, «donde cada nuevo día empieza».

—Entonces la realidad es grande —comentó Gordon, y creo que se hizo aún más tonto de lo que era.

Yo dije:

—Pero sólo estamos aquí un breve momento, y colorín colorado… habremos desaparecido para el resto de la eternidad, la cual, como sabes, va a durar muchísimo. Yo, por ejemplo, habré desaparecido dentro de unos pocos años o decenios, y entonces no tendré oportunidad de informarme de lo que ocurre aquí. Naturalmente, también habré desaparecido dentro de cien millones de años a contar desde ahora y, entonces, habré estado ausente durante exactamente cien millones de años, menos algunas semanas y meses, incluido lo que queda de esta noche.

—No debes atormentarte con ese tipo de preocupaciones —dijo, casi como queriendo consolarme, como si no fuera él la causa desencadenante de mi desánimo.

—Lo que más me preocupa no es realmente que esta vida sea tan breve —proseguí—, yo también necesitaría echarme un poco, necesitaría dormir un rato, pues estoy molido. Lo que me irrita es que nunca voy a poder volver una vez que me haya echado, volver a la realidad, quiero decir. No tendría necesariamente que volver aquí, es decir a la Vía Láctea, si hubiera problemas de espacio, por ejemplo. Estaría dispuesto a considerar la posibilidad de otra galaxia, siempre que hubiera al menos un bar, y además me gustaría ser reencarnado en uno con los dos sexos, porque nunca me han hecho mucha gracia esos planetas monjiles donde la reproducción tiene lugar mediante gemación. Para eso prefiero no volver. De modo que el problema no es despedirse, sino el no poder volver nunca. Para los que poseemos esas dos o tres circunvoluciones cerebrales (que podríamos decir de más) en algunos momentos las perspectivas pueden llegar a acabar con nuestra alegría de vivir, no sólo emocionalmente, porque no se trata aquí sólo de una provocación a las emociones, sino porque la propia razón va en contra. Podríamos decir que esas dos o tres circunvoluciones sobrantes se afectan precisamente a ellas mismas, se muerden la cola, por así decirlo, y no sólo en broma, sino hasta sangrar; tienen, en otras palabras, una naturaleza destructiva, y tampoco resulta fácil deshacerse de ellas. A un saurio, por ejemplo, le resulta más fácil deshacerse de una cola que está siendo atacada, porque para los primates superiores no existe ningún paralelo cerebral a la autotomía de los saurios. Es verdad que las sinapsis atacadas pueden ser anestesiadas durante unas horas, por ejemplo con uno o dos decilitros de ginebra, pero se trata sólo de un alivio pasajero y no de una solución al dilema en sí.

—Entiendo —se limitó a decir, y me pregunté si no exageraba, porque no creo que entendiera ni una palabra de lo que estaba diciendo.

Dije:

—Las partes del cerebro que no son estrictamente necesarias para las funciones vitales básicas, es decir, las partes sobrantes, son, por otra parte, la condición misma de ese conocimiento que hemos adquirido sobre la evolución de la vida en la Tierra, ciertas leyes básicas de la Naturaleza y la propia historia del universo desde el Big Bang hasta hoy. No son pequeñeces con lo que llenamos nuestro cerebro, ¿sabes?

—Estoy impresionado.

—Eso da justo para tener una serie de ideas claras sobre la historia de la realidad, su geografía y la naturaleza de la masa. Pero nadie entiende nada de lo que es esa masa, al menos no por estas latitudes, y las distancias en el universo no sólo son enormes: son grotescas. La cuestión es si hubiéramos entendido algo más de lo que es el mundo, en el sentido más profundo, si el cerebro hubiera sido por ejemplo un diez por ciento más grande o un quince por ciento más eficaz. ¿Tú qué crees? ¿Crees que hemos llegado en nuestra orientación hasta donde le es posible llegar a cualquier cerebro, sea cual sea su tamaño? Porque no podemos ignorar la posibilidad de que pueda resultar prácticamente imposible entender más de lo que ya entendemos. En ese caso, es un pequeño milagro el que poseamos un cerebro que tiene el tamaño exacto para entender, por ejemplo, la teoría de la relatividad, las leyes de la física cuántica o el genoma humano. Pues en ese campo no existen muchos eslabones perdidos. Dudo de que incluso el chimpancé más avanzado tenga alguna idea del Big Bang, del número de años luz que nos separan de la galaxia más cercana o, por qué no, de que la Tierra sea redonda. Resulta interesante en este contexto señalar que el cerebro del ser humano no podría ser más grande de lo que es porque habría impedido que, las madres anduvieran erguidas. Me apresuro a indicar que, sin la postura erguida de los seres humanos, el cerebro no habría podido desarrollar el tamaño que tiene. Estoy señalando un equilibrio precario, e intentaré expresarlo de otra manera: lo que podemos llegar a entender de este enigma en el que nos movemos puede, pues, depender de la pelvis de la mujer. Me parece inaudito que el conocimiento de este universo tenga estas limitaciones anatómicas tan banales. ¿Pero no resulta también enigmático el que esa ecuación carnal pueda resolverse? Tal vez resulte que la x de la ecuación es exactamente el quantum satis, es decir quantum satis para que este universo en este momento sea consciente de sí mismo. La pelvis del ser humano tiene el tamaño exacto para que podamos entender lo que es un año luz, a cuántos años luz están las galaxias más lejanas y, por ejemplo, cómo se comportan los cuantos de la materia tanto en un laboratorio como en los primeros segundos tras la gran explosión.

—¿Y por qué no va a haber cerebros más grandes en algún otro lugar del espacio? —objetó Gordon.

Me reí tenazmente, y dije:

—Puede pensarse, y no tengo problemas para imaginármelo, un cerebro capaz, por ejemplo, de aprenderse de memoria todas las páginas de la Enciclopedia Británica. Ni siquiera me cuesta imaginarme un cerebro capaz de contener el conjunto de todas las experiencias de la humanidad. De lo que dudo es de si en un principio es posible entender mucho más de los secretos de este universo de lo que la humanidad ya comprende. De esta manera todas mis preguntas se reducen a si el universo en sí guarda más secretos. Quiero decir: si encuentras un meteorito, puedes dedicarte a adivinar cuánto pesa, cuál es su peso específico y de qué sustancias químicas está compuesto. Pero cuando se ha investigado todo esto, ya no quedan más posibilidades de seguir sacando secretos a la piedra. Entonces sólo es lo que es y lo que ha sido siempre. Luego se puede conservar y tal vez llenarse de polvo en un museo, pero nosotros no hemos avanzado, pues ¿qué es una piedra?

—No sé si te sigo del todo —suspiró Gordon. Parecía algo cansado.

—Ya ves. Sólo digo que la época científica puede estar acercándose a su fin. Hemos llegado ya a la meta, y la meta es la conciencia del largo camino hacia la meta. Nos hemos presentado al universo, y el universo se nos ha presentado expresamente. Tal vez la ciencia haya llegado al final del camino, eso es lo que quiero decir, tal vez sepamos todo lo que merece la pena saber. Y cuando hablo de «nosotros» no sólo hablo de ti y de mí, me refiero a todos los demás cerebros potenciales de todo el Universo. En ese caso, y ésa es la teoría por la que me inclino en este momento, la realidad sufre de una incurable falta de nombre. ¿Quién soy?, pregunta la realidad. Pero nadie contesta. No hay nadie que nos vea o nos oiga. Sólo nos vemos a nosotros mismos.

—Me hubiera gustado poder ayudar —dijo consternado. Sin duda podría haber ayudado si hubiera tenido cerebro para moverse de esa botella sobre la que estaba sentado.

—Pero dijiste que creías en la vida eterna —objeté—. Entonces no deberías transportar pasajeros sin llevar copiloto… Pero, bueno, dejemos ya ese asunto.

Tal vez era un vuelo ilegal, pensé, y por eso no contestó a lo que acababa de decir.

—¿Es corriente entre seres como tú creer en la vida eterna? —pregunté.

—Jamás me he encontrado con un geco que haya dado algún argumento convincente de lo contrario.

—¿Podrías ser un poco más preciso?

—No existe ningún geco en el mundo que niegue la existencia de una vida eterna. No creo que a ningún reptil se le haya ocurrido pensar que la vida pueda acabar algún día. Esa idea no se nos ha ocurrido jamás, así de simple.

Cuando prosiguió, era como si intentara imitar mi voz:

—Y con eso me refiero a todas las familias de los cuatro órdenes de la clase de vertebrados Reptilia. La idea de que la vida se acabe un día no se nos ha ocurrido jamás a ninguno de nosotros.

Pensé que si retrocedía sólo unas cuantas generaciones en la historia de los seres humanos, se podría decir lo mismo de los primates. Ese soplo frío de la gran nada fue entonces un fenómeno nuevo. Y tal vez no existiera el miedo a la muerte en ningún otro planeta del universo.

Él dijo:

Existe un mundo. En términos de probabilidad, esto es algo que roza el límite de lo imposible. Habría sido mucho más fidedigno si casualmente no hubiera habido nada. En ese caso nadie se habría puesto a preguntar por qué no había nada…

Y como no contesté, preguntó:

—¿Has oído lo que he dicho?

—Sí, sí, y ahora tal vez puedas decirme si es algo inventado por vosotros aquí en la isla o si es algo que habéis encontrado en un libro de palabras sabias.

No contestó, pero yo intenté hacerle hablar:

—¿Es algo sobre lo que lleváis meditando mucho tiempo? ¿O sois una especie de poetas ambulantes?

Llevamos y somos llevados por un alma a la que no conocemos. Cuando el enigma se yergue sobre dos patas sin haberse solucionado, es cuando nos toca el turno a nosotros. Cuando las imágenes soñadas se pellizcan el brazo sin despertarse, somos nosotros. Porque nosotros somos el enigma que nadie resuelve. Somos el cuento encerrado en su propia imagen. Somos lo que andamos sin cesar y nunca llegamos a la claridad.

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