Maya

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La carta a Vera » El hastiado hermanastro del neanderthal

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El hastiado hermanastro del neanderthal

Así transcurrieron mis primeras veinticuatro horas en la isla, y a partir de ahora ya no hace falta que cuente todo con tanto detalle. Lo que quiero es que entiendas por qué reaccioné así en Salamanca.

Justo cuando iba a hablarte sobre nosotros, descubrí a Ana y a José en la orilla del Tormes, y fue como estar de nuevo en Prince Charles Beach. Por eso no pude decirte nada ni sobre nosotros ni sobre lo que sucedió a Sonia, porque no parabas de reír, pensando que me estaba inventando todas esas historias sólo con el fin de retenerte. Era tan agradable oírte reír de nuevo que no me habría importado contar un montón de ellas sólo para seguirte escuchando reír. Pero sí que eran Ana y José a los que había visto, estaba seguro, y me fue confirmado ya al día siguiente. Y sólo pasaron diez días hasta que volví a ver a José en Madrid. Cuando me contó toda esa increíble historia de El Planeta y los dos retratos del museo del Prado, me quedó muy claro que tú y yo teníamos algo muy serio que enseñarnos el uno al otro, y que la única alternativa posible para un nuevo diálogo entre nosotros era que yo te escribiese.

Vera, voy a pedirte un favor, aunque sea lo último que hagas por mí. El jueves por la tarde intentaré enviarte todo lo que he escrito, y el viernes tendrás que venirte conmigo a Sevilla. Creo que les debo a Ana y a José acudir ese día a Sevilla, y estoy casi convencido de que tú sentirás lo mismo cuando hayas leído la historia sobre Ana y el cuadro mágico.

Supongo que recordarás aquella postal que me enviaste desde Barcelona hace muchos años. «¿Te acuerdas de la bebida mágica?», escribiste. Cuando llegaste a casa, me juraste que si hubieras encontrado aquella bebida, no habrías vacilado en darme la mitad. Deseabas con toda tu alma que tú y yo estuviéramos juntos para siempre. «Para mí sólo hay un hombre y una Tierra», dijiste. ¿Lo recuerdas? Y añadiste: «Lo vivo con tanta emoción porque sé que sólo tengo una vida». Luego, el destino intervino y cambió tus planes.

Para empezar, me limitaré a pedirte que me regales un solo día de tu vida. No puedo ir a Sevilla sin ti. No puedo.

Después de haber revivido aquel acalorado primer encuentro con Gordon, he bajado a la Rotonda a leer El País y me he tomado una taza de té y unas pastas. Me ha venido bien desconectar por completo del intenso proceso de escribir, y dedicarme sólo a escuchar el arpa, acompañada por el somnoliento zumbido de todos esos miniencuentros bajo la cúpula. Sé que tendré que pagar una elevada factura de hotel, pero he decidido no abandonar Madrid antes de habértelo contado todo. Como habrás imaginado, también esta vez me he permitido el lujo de alojarme en el Palace. Aquí el personal me conoce, y el Prado está a un paso, a unos pocos más el Jardín Botánico y, a no más de cinco minutos, el parque del Retiro o la Puerta del Sol.

Pero volvamos a Fidji. Al despertarme a la mañana siguiente, me arrepentí enseguida de haberme sincerado tan abiertamente la noche anterior con un desconocido, con el que, además, no me apetecía tener mucho contacto. Un arrepentimiento de esa clase siempre tiene dos vertientes: por un lado, uno puede haber hablado más de la cuenta, pero, por otro, es una característica de la resaca exagerar la importancia de haber dicho más de lo debido. En la confusión del arrepentimiento no sabes muy bien qué has dicho y qué no has dicho, sino sólo pensado. Puedes pasarte toda la mañana siguiente atormentado por un miedo monomaníaco de haberte buscado un enemigo para siempre, o, peor aún, de haber hecho un amigo, un amigo del alma, es decir uno que conoce tus secretos más ocultos. Yo sabía que él se encontraba en algún lugar de la habitación, pero como gecólogo, también sabía que a esa hora del día estaría considerablemente menos engreído de lo que podría llegar a estarlo por la noche.

Me puse delante del espejo del baño. No digo que pertenezca a la categoría de seres humanos que suelen comenzar el día haciéndose una mueca, pero conforme voy envejeciendo —y cuanto más me acerco a mi extinción— más claramente veo esa mirada animal con la que me encuentro en el espejo cuando me enfrento a un nuevo día. Veo un sapo metamorfoseado, una lagartija erguida, un primate de luto. Pero también veo otra cosa, y eso es lo que más me atormenta. Veo a un ángel gravemente falto de tiempo, porque, si no encuentra el camino de regreso al cielo, el reloj biológico irá cada vez más deprisa, y será demasiado tarde para volver a la eternidad. Esto se debe a un fatal malentendido que tuvo lugar hace muchísimo tiempo, cuando el ángel aterrorizado se vistió de carne y hueso, y si no se salva ahora, ya nunca podrá salvarse.

Cuando me dirigía a desayunar, me topé con John en el palmeral. Estaba debajo de un cocotero estudiando un cartel que decía: ATENCIÓN: CAÍDA DE COCOS. Tal vez era miope, porque estaba pegado al tronco y, consecuentemente, justo bajo la copa del cocotero.

—¿Estás jugando a la ruleta rusa? —pregunté.

Vino hacia mí:

—¿Qué has dicho?

No tuve que decir nada más, porque en ese momento cayó un gran coco justo en el lugar donde se encontraba unos segundos antes.

Se volvió y miró hacia atrás.

—Creo que acabas de salvarme la vida —dijo.

—Te lo mereces.

No sabía muy bien cómo seguir, pero tenía claro que necesitaba hablar con alguien, necesitaba hablar con alguien de Ana y José. Delante del espejo había decidido llevar a cabo ciertas pesquisas ese mismo día. Aunque fuera poco probable, no podía excluir la posibilidad de que la pareja española tal vez pudiera ayudar a un ángel en apuros demasiado encarnado.

—¿Has visto a los españoles? —pregunté.

Negó con la cabeza.

—Pero tú te encontraste ayer con ellos en la línea del cambio de fecha, ¿no?

Una vez más tuve la sensación de que el escritor inglés tenía algo que ver con Ana y José. ¿Quién le había dicho que me había encontrado con ellos en la línea del cambio de fecha? ¿Se había convertido en tema de conversación?

Asentí con la cabeza.

—Es una pareja encantadora —afirmé—. ¿Tú hablas español?

¿Intuí el esbozo de una sonrisa? Al menos tuve la sensación de que sabía de qué le estaba hablando. Pero sólo hizo un gesto negativo y dijo:

—Muy poco. Pero ellos hablan muy bien inglés.

—Sí, sí. Pero a veces hablan entre ellos.

John escuchaba con gran atención, casi daba miedo lo atento que estaba. Era como si tuviera un interés muy especial en todas mis observaciones. La cuestión era si ese interés también incluía de alguna manera a los dos españoles.

—¿Y entiendes lo que dicen?

Me puso en un aprieto, porque no tenía muchas ganas de confesar a John que andaba por la isla escuchando a escondidas a Ana y José.

—Al menos he entendido que no hablan ni de fútbol ni de críquet —contesté—. Hablan de cosas muy raras.

El hombre alto de patillas blancas se quedó olfateando el aire. Luego dijo:

—Por lo visto ella es una de las más famosas bailarinas de flamenco de Sevilla.

¡Flamenco! De nuevo mi cerebro recibió una palabra clave para centrar mi búsqueda sobre dónde podía haberme encontrado antes con Ana. En un par de ocasiones había visitado un tablao flamenco en Madrid, pero de eso hacía varios años, y si la hubiera visto en un sitio así, no habría sido capaz de separarla en mi memoria de los ritmos agitados, los vestidos de volantes y el cante apasionado. Además, la imagen mental que yo tenía de Ana no podía basarse en un breve espectáculo de flamenco. Lo del flamenco fue, no obstante, una información muy útil.

Dije:

—Mi interés por los dos españoles se debe en parte a que creo haberme encontrado antes con Ana.

John se sobresaltó.

—¿Dónde?

—Ése es el problema. Soy incapaz de recordar dónde la he visto.

—Interesante —dijo—. Por no decir extraño. Porque yo tengo exactamente el mismo problema. Hay en ella algo tan reconocible que casi resulta molesto…

Así que también él. Ya éramos dos, pues, así que podía descartar que lo de Ana no había sido más que un sueño o que había estado casado con ella en una vida anterior. Ahora también tenía una especie de explicación de por qué John se mostró tan ávido de saber si yo me había encontrado o no con los españoles en la línea del cambio de fecha.

—No es un rostro que se olvida —dije.

Me di cuenta de que podía sonar como un comentario insolente; él se quedó pensando antes de contestar:

—Es posible. Pero, al parecer, tampoco es un rostro que se recuerda.

Tenía algo de razón en eso, y luego añadió, un poco vacilante:

—Entonces sólo queda una tercera posibilidad…

Estaba muy interesado en lo que iba a decir.

—Los dos hemos visto antes a esa mujer. Podría ser que hubiera sufrido una especie de… metamorfosis —añadió.

Yo también había pensado algo parecido, y me sentí aturdido, y además hacía calor y había mucha humedad. En ese instante fuimos interrumpidos por una sonora voz de mujer que provenía de las cercanías de la piscina. Era Laura, que lanzó el siguiente gritó a través del palmeral:

—Sólo digo que no hace falta que me persigas todo el tiempo.

Luego oímos un chapoteo en la piscina, y comprendí que Laura había empujado a Bill dentro. Hice un gesto a John y le dije que tenía que ir a desayunar antes de que fuera demasiado tarde.

Al pasar por el borde de la piscina capté el último acto de un drama. Bill estaba saliendo de su baño involuntario, con un gesto airado de cine mudo, aunque iba perfectamente ataviado para el líquido elemento: un pantalón corto amarillo y una camiseta azul claro con dos o tres cocos pintados. Laura se estaba acomodando en una tumbona, también ella con una risa maliciosa de cine mudo. Al levantar la vista y ver que me dirigía al restaurante, se ató una toalla a la cintura y me preguntó si iba a desayunar. Asentí con la cabeza.

—Tomaré una taza de té contigo —dijo, lo que sin duda significaba que ya había terminado el Lonely Planet.

Dejó de nuevo la toalla en la tumbona, se puso un vestido rojo encima del bikini negro y metió los pies en un par de sandalias. La esperé y luego subimos juntos al restaurante.

El personal sirvió café y té, y justo me había dado tiempo a servirme pan y mermelada cuando empezaron a recoger el bufé. Miré el ojo verde y el ojo marrón.

—¿Él te molesta? —pregunté.

Se limitó a encogerse de hombros.

—No, en realidad no.

—Pero le empujaste a la piscina, ¿no?

—Háblame de tus investigaciones —me rogó.

Yo no tenía nada en contra de cambiar de tema. Le expliqué rápidamente mi trabajo de campo, y me di cuenta de que ella tampoco era una mera aficionada. Además, era de la zona y podía contarme cosas que yo ignoraba sobre los problemas de mi campo en el continente australiano.

Le hice un par de preguntas sobre la fundación medioambiental que le había financiado el informe anual del que había hablado la noche anterior. Primero contestó con evasivas, pero al final contó que la fundación en cuestión era más bien un legado, ya que todos los recursos habían sido donados por un norteamericano.

—¿Un idealista? —pregunté.

—Un ricachón —corrigió—. Nada en dinero.

Le pregunté si a largo plazo era optimista o pesimista respecto al futuro de la humanidad.

Contestó:

—Soy pesimista en lo que se refiere al futuro de la humanidad, pero optimista en lo que se refiere al futuro de la Tierra.

Empecé a ubicarla, y pronto se confirmó todo. El compromiso de Laura con la causa del medio ambiente se basaba en unos fundamentos más hondos de lo que me había imaginado. Opinaba que la Tierra era un organismo que por el momento sufría de un ataque de fiebre, pero precisamente esa fiebre intervendría como un elemento regulador y contribuiría a que ella pronto volviera a sanar.

—¿Ella?

—Gaia. Si no ocurre un milagro, acabará por aniquilar los microbios que la hicieron enfermar.

—¿Gaia? —repetí espirando.

—No es más que un nombre que se ha dado a la Madre Tierra, lo mismo podríamos haberla llamado Eartha. Lo importante es que consideremos la Tierra como un ser vivo.

—¿El cual aniquilará los microbios?

—Hace muchos millones de años los dinosaurios se extinguieron —empezó a decir—. Y no está tan claro que se debiera a la caída de un meteorito. Tal vez se provocaron una enfermedad extinguiéndose a sí mismos. He oído hablar de una teoría que mantiene que puede haber tenido algo que ver con los gases intestinales de los dinosaurios. Pero la Tierra se puso bien, en realidad fue un nuevo nacimiento. Ahora son los seres humanos los que amenazan la vida en la Tierra. Pero también estamos destrozando nuestro propio hábitat, y Gaia sabrá deshacerse de nosotros.

—¿Y luego… la tierra volverá a sanar?

La mujer con un ojo verde y otro marrón asintió con la cabeza. Miré al ojo marrón y pregunté:

—¿No consideras también que los seres humanos tienen un valor propio?

Se limitó a encogerse de hombros, y entendí que no sentía un gran aprecio por la dignidad humana. A mí siempre me ha causado problemas descubrir el valor de un planeta que no engendra más vida que la de organismos inferiores. Me gustaba más la idea de un nuevo nacimiento. Pero, como le había confesado a Gordon la noche anterior, era tarde para la Tierra, y no era seguro que la razón volviera a tener una nueva oportunidad, al menos no en este planeta.

—Siempre he pensado que cada ser humano es algo infinitamente valioso —dije.

—También lo es cada panda.

Miré al ojo verde.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿No tienes miedo a morir?

Negó con la cabeza.

—Sólo morirá la forma que tengo ahora.

Recuerdo haber pensado que se trataba de una forma especialmente bonita.

—Pero también soy el planeta vivo —prosiguió—. Me preocupa más que ella vaya a morir, porque yo tengo una identidad más profunda y más duradera en ella.

—«Una identidad más profunda y más duradera» —repetí.

Ella sonrió desafiante.

—Seguramente habrás visto imágenes de Gaia desde el espacio…

—Por supuesto.

—¿No es hermosa?

No la creía. Nunca me había atraído esa clase de monismo simplista, combinado con un compromiso medioambiental más bien misántropo y, aunque me sentí provocado, debo aclarar que Laura me gustaba a pesar de todo. Era un ser frágil, atractivo y en cierta manera herido.

Intenté comprender su retórica. De acuerdo, pensé, vivimos nuestra breve vida en la Tierra, pero con ello no acaba todo, porque vamos a volver en forma de lirios y cocoteros, pandas y rinocerontes, y todo es Gaia, nuestra identidad más íntima y más real.

Laura estaba sentada meciendo sus sandalias. A través de la tela roja del vestido pude vislumbrar la parte superior del bikini.

—¿Cómo empezó la vida en la Tierra? —preguntó.

Entendí que se trataba de una pregunta retórica, pero di la respuesta convencional de que toda la vida en la Tierra desciende de una sola macromolécula, ya que todo el material genético en la Tierra muestra un parentesco indiscutible.

—Entonces la Tierra es un solo organismo vivo —concluyó—. Y eso no es sólo una metáfora. De hecho, yo estoy emparentada con el hibisco.

Señaló hacia el jardín, y vi que Bill había cogido la toalla que ella había dejado en la tumbona. Opté por no decírselo. Ella prosiguió:

—De hecho, estoy más emparentada con el hibisco de lo que lo están dos gotas en el mar. Y si toda la vida en la Tierra desciende realmente de una sola macromolécula…

Vaciló un instante y yo volví a mirar al ojo verde.

—¿Sí?

—…entonces sería una molécula inconcebible. No vacilaría en llamarla divina. Sería una semilla divina. Y tampoco vacilaría en llamar diosa a Gaia.

—¿Que a su vez es tu propio yo?

—Y el tuyo, y el del hibisco.

Había escuchado aquello antes, y, como ya he dicho, pienso que ni ella se creía la mitad de lo que decía.

—Pero también la Tierra tiene un tiempo limitado de vida, —objeté—. No es más que un «lonely planet» en la gran nada.

—¡O en el Gran Todo, señor!

Al decir eso, me cogió las manos, lo que me dejó tan perplejo que no supe cómo reaccionar. Ni siquiera sabía si era capaz de distinguir entre el significado de los conceptos «todo» y «nada». ¿No eran más bien sinónimos?

Me apretó tiernamente las manos, y dijo:

—Juntos somos uno.

Me sentí paralizado por una especie de electroshock por lo de la «duedad». Cuando se habla del gran todo o de la gran nada, resulta agradable tener una mano a la que agarrarse. Si todo no era uno, al menos nosotros éramos dos. No voy a decir que me había convencido con la parte ideológica de su discurso, en absoluto, porque también pensé que cuando la noche es lo bastante oscura, todos los contornos desaparecen.

Permanecimos sentados unos segundos cogidos de la mano. Laura era a la vez una mujer atractiva y una idealista retorcida, aunque lo que acababa de decir era en cierto modo irrefutable, tan irrefutable como mi pusilánime individualismo. Y juntos éramos uno.

—¿Rige también para el ingeniero petrolífero? —pregunté, y entonces retiró las manos.

Negó con la cabeza y dijo con una cálida sonrisa:

—Él pertenece a otro Universo.

Y sin embargo, poco después se levantó y volvió a la tumbona junto a la piscina, tal vez para regañar al americano por haber cogido su toalla.

Había decidido alquilar un coche e irme al Parque Nacional de Tavoro, al este de la isla, para intentar ver alguno de los famosos papagayos y admirar las formidables cascadas. Tenía además otra urgencia que resolver, de suma importancia para mi salud.

El propietario de Maravu Plantation Resort se llamaba Jochen Kiess y era alemán. Me ayudó amablemente a alquilar un coche, pero mi segunda petición no resultó tan fácil de satisfacer. El lugar tenía un bar, con derecho a servir toda clase de bebidas alcohólicas, claro, pero la legislación nacional le prohibía vender una botella entera de alcohol. Le dije que lo entendía muy bien, pues era la misma ley que teníamos en Noruega, pero que no se trataba realmente de una venta normal y corriente, sino más bien de una merecida indemnización por los daños y perjuicios causados por uno de los muchos gecos del establecimiento. No obstante, le hice ver que estaba dispuesto a pagar por la botella, o, si quería, por cada copa que contuviera la botella, es decir, el mismo precio por copa que en la barra. No creo que fueran mis argumentos los que le convencieron, pero su buen humor hizo que al final pudiera marcharme silbando a la «bure» 3, con una botella de Gordon’s Dry Gin sin abrir. En el camino cogí una ramita del hibisco que había señalado Laura, y con el que estaba más emparentada de lo que están dos gotas de agua. Naturalmente tenía razón en lo de las gotas de agua, pero sólo porque dos gotas de agua no están en absoluto emparentadas, sólo son muy parecidas.

Llené con agua la botella vacía de ginebra, metí dentro la rama de hibisco y coloqué la botella en una mesita junto a la ventana que daba al palmeral. Luego destapé la nueva botella y di un trago, sólo para indicar que esa botella me pertenecía y que a partir de entonces no se podría volver a dejar en el bar. Abrí el maletín, coloqué cuidadosamente la botella dentro, bien tapada, y cerré el maletín con llave.

En ese momento le volví a ver. Gordon había elegido la parte superior de la cortina para hibernar. Pensé que estaba dormido, aunque eso es algo complicado de saber en los reptiles que nacen con párpados que parecen gafas. Tal vez me había visto entrar con la nueva botella de ginebra. Le miré al ojo abierto.

—¿Estás quitándote la resaca? —preguntó.

¡Caray! Ya estaba otra vez igual.

—Sólo me he limpiado la boca —le contesté—. Y además, lo que haga estando solo no es de tu incumbencia.

—¿No querrás decir que vamos a seguir donde lo dejamos anoche?

—En absoluto. Sólo lo digo para que no te equivoques. No eres más que un geco.

—Sí y no, señor.

—¿Qué quieres decir?

—Tienes razón en que aparezco aquí y ahora como geco. Pero en realidad…

Intuía adónde quería ir a parar.

—¡Habla! —le dije—. No voy a poner obstáculos a la libertad de expresión.

—En realidad soy el espíritu universal. Ahora ha tomado la forma de un geco. De modo que si deseas saber algo, puedes preguntar lo que quieras.

—No sé si me apetece —dije—. Digas lo que digas, lo sé todo de antemano.

—Lo dudo, pues soy un espíritu universal omnisapiente.

—Bueno, dilo, si quieres. ¿Qué es lo que sabes?

—Has desayunado con un primate hembra de Australia.

—De acuerdo, veamos ahora si pasas el examen. ¿También puedes decirme si la amo o no?

Él se rió:

—No, eso sería ridículo en tan breve tiempo, incluso para un primate macho como tú. Pero si no eres capaz de reprimir tus deseos animales, tal vez estés perdido.

—Ella también es el espíritu universal.

—Sí señor. Yo estoy en todo lo que te rodea. Vives en mí, te mueves en mí y existes en mí.

Todavía existen algunos enclaves aislados de seres humanos que no se dejan engañar para vender su alma por dinero. Los habitantes del pequeño pueblo de Bouma, en la parte este de Taveuni, sabían que habían recibido como regalo de nacimiento uno de los bosques tropicales más hermosos del planeta, y de hecho se ha convertido en un imán, tanto para los amantes de la naturaleza como para los rodajes de películas paradisiacas, como por ejemplo Regreso al lago azul. Cuando los habitantes del pueblo recibieron una oferta de vender, a cambio de suculentas divisas, el terreno baldío para tala de árboles, tuvieron algunas discusiones al respecto, ya que el dinero contante y sonante no abunda ni en Bouma ni en las islas Fidji en general, pero acabaron por decir no a la tala del bosque y sí a la vigorosa idea de convertir el frondoso entorno en parque nacional, pues eso también podía representar una fuente de ingresos para ese pueblo pobre y llegar a durar mucho más que ese señuelo contante y sonante que se les había ofrecido a cambio de la tala de sus árboles.

Hoy dispone de un parque protegido, de cinco mil hectáreas, preparado para recibir a los ecoturistas que llegan hasta allí, y es la gente del pueblo la que se ocupa de hacer y cuidar los senderos —protegidos con barandillas en las partes más empinadas— además de atender los servicios sanitarios, merenderos y campings. El ejemplo ha cundido, ya que varios proyectos semejantes están en fase de planificación en otros lugares de la isla.

Atravesé el pueblo y crucé el alegre río Bouma, y en una caseta pagué con gusto los cinco dólares fidjianos que costaba entrar en ese paraíso protegido. En la misma caseta recibí buenos consejos sobre los siete kilómetros de senderos preparados, y también compré un paquete de galletas y una botella de agua. Aseguré que encender fuego podría tener consecuencias catastróficas.

Anduve aproximadamente un kilómetro por la orilla del río Bouma, y el sendero que seguí era una frondosa y continua alameda de palmeras y floridos arbustos. Eso es lo que yo llamo paisaje cultural, Vera. ¡Deberías haber estado allí!

Pronto oí el murmullo de la primera y exuberante cascada. Había leído que la caída libre era de veinte metros y que la cascada había excavado un jacuzzi gigante. Me habían dicho que no solía ir mucha gente hasta allí, por tanto no me había llevado el bañador, sino que había decidido lanzarme desnudo a la piscina natural si no había gente, y, en caso contrario, me acercaría a la siguiente cascada, a media hora de paseo, donde la caída era de casi cincuenta metros, aunque la charca no era tan generosa como la primera.

En el momento de avistar la cascada —aún tengo en el oído su suave murmullo— oí unas voces conocidas, y descubrí a Ana y José bañándose. No sé si me decepcioné al comprobar que no estaba solo, o si simplemente me sorprendí al ver de quién se trataba. En todo caso, era un contratiempo, porque aunque era agradable volverlos a ver, sabía que ellos habían pensado lo mismo que yo, porque estaban nadando desnudos. Una vez más me hicieron pensar en Adán y Eva, los primeros seres humanos creados por Dios, y la imagen misma de la felicidad, al menos antes del patético asalto al manzano y la consecuente expulsión del jardín. Pero la expulsión no llegaría hasta el capítulo siguiente, porque todavía se estaban refrescando en estado desnudo. Antes de darles la espalda, me dio tiempo a ver que Ana tenía un gran lunar en la barriga.

Disimular no entender lo que se decían era una cosa, pero no estaba tan corrompido como para ponerme a espiar su desnudez; ese vil comportamiento se lo dejaba a Dios, pues él era el paradigma mismo de un mirón. El problema era que no podía seguir hasta la siguiente cascada sin que me vieran, porque sólo se podía avanzar por el sendero preparado, y éste pasaba justo por delante de donde se estaban bañando, de modo que tendría que dar la vuelta.

Pero no di la vuelta, porque oí a José decir algo a su pareja desnuda, y aunque no capté todo lo que dijo, llegaría a oírlo al completo más tarde:

Comodín se despierta de sueños inconexos a una realidad de carne y hueso. Se apresura a recoger los frutos de la noche, antes de que el día los madure demasiado. Es ahora o nunca. Es ahora, y nunca más. Comodín comprende que no puede salir dos veces de la misma cama.

Pensé que también tendría la oportunidad de escuchar las declaraciones de Ana esa mañana, si me quedaba quieto en el sendero. Dijo:

¿Qué piensan los elfos en el momento de ser alumbrados y llegar completos y desarrollados a un flamante día? ¿Qué dicen las estadísticas sobre eso? Es Comodín quien pregunta. Él mismo se sobresalta cada vez que ocurre el pequeño milagro, se descubre a sí mismo como en un juego de magia producido por él mismo. De esa forma celebra la mañana de la creación. De esa manera saluda la creación de la mañana.

Me había preguntado varias veces quién podía ser «Comodín». Ahora tuve una especie de explicación, porque José dijo:

Comodín se mueve entre los elfos de azúcar en forma de primate. Baja la vista y ve un par de manos desconocidas, acaricia con una mano una mejilla que no conoce, se toca la frente y sabe que allí dentro actúa como un fantasma el enigma del yo, el plasma del alma, la gelatina del conocimiento. Más cerca del núcleo de las cosas no podrá llegar. Tiene la sensación de ser un cerebro trasplantado, luego ya no es él.

O un ángel bioquímico, pensé, y con ello, un representante de la eternidad tan ávido de saber cómo gorgotea la vida en el reino de la carne que en su arrogancia se había olvidado de organizar la retirada. No sólo era peligroso para un primate vestirse con alas de cera y sacar con ello la precipitada conclusión de poder volar hasta el cielo como un ángel. Lo contrario tendría que ser al menos igual de temerario. Tendría que ser igualmente estúpido por parte de un ángel pensar que sería capaz de compartir las condiciones del primate sin perder su estatus de ángel. Claro que, el ángel, tenía infinitamente más que perder que el primate, aunque en cierta manera perdiesen los dos exactamente lo mismo: es decir, a sí mismos. La única diferencia estaba en que el ángel había dado por sentado que su eterna existencia jamás acabaría.

Tal vez contaba con que me habían visto y por eso habían empezado a recitarme sus máximas filosóficas. En ese caso sería un tontería retirarse. Puede que ni siquiera me lo preguntara, lo único que recuerdo es que me hice visible en el sendero, y me tapé los ojos con la mano, fingiendo que no había oído ni una palabra de lo que habían dicho.

—¿Hay sitio para un inmigrante? —pregunté—. La verdad es que he pagado cinco dólares por un visado al paraíso.

Ellos se rieron y salieron del agua mientras yo seguía tapándome los ojos con la mano, aunque dio la casualidad de que durante unos segundos dos de mis dedos se separaron un par de milímetros, lo justo para poder vislumbrar los cuerpos desnudos antes de que se pusieran un pantalón de lino negro y un vestido rojo.

Al ver a Ana con el traje de Eva, supe que sólo había visto antes su cabeza, el cuerpo no lo reconocí. No es que no le estuviera bien, era perfecto, pero había algo que no cuadraba. No se podía trasladar la cabeza de un cuerpo a otro, ¿no? Yo nunca había oído hablar de una cabeza trasplantada.

En cuanto se vistieron, nos sentamos en un banco a la sombra, a comer galletas y elogiar la reserva natural, y a los habitantes de Bouma, ya que éramos sus huéspedes. Ana volvió a sacar su cámara y yo tuve que hacerles varias fotos. Entre tanto, José comenzó de nuevo a interrogarme sobre diferentes hipótesis evolucionistas. No obstante, yo había comprendido ya la noche anterior que él tenía muchos conocimientos sobre el tema para no ser un profesional. Sin pestañear, había empleado expresiones técnicas como gradualismo y puntualismo.

Habían acordado con un conductor que los recogiera en la caseta de recepción, de modo que por fin pude disfrutar del paraíso para mí solo. Tras un baño rápido, seguí hacia las demás cascadas.

La siguiente vez que me topé con Ana y José fue en el palmeral de Maravu, muchas horas más tarde. De nuevo Ana quiso hacernos fotos, y lo menciono especialmente porque me pareció que había algo tan ritual en eso de las fotos como en esas frases más o menos crípticas que se recitaban constantemente.

Estaba solo en el palmeral y de repente oí unas voces conocidas. Comprendí que me encontraba delante de la cabaña de Ana y José y que ellos estaban sentados en el porche. No creo que me hubieran visto, al menos era imposible verme donde me encontraba en ese momento, aunque estaba tan cerca de la pareja como estuvieron ellos de mí cuando yo estaba sentado en el porche y ellos en el palmeral. Me habría retirado discretamente si no hubiera sido porque de repente brotó una gran cascada de suculentas frases. José comenzó la recitación litúrgica y dijo:

¿Quién pudo alegrarse de los fuegos artificiales cósmicos mientras las filas de butacas del firmamento no se habían llenado más que de hielo y fuego? ¿Quién pudo adivinar que ese atrevido primer anfibio no sólo había recorrido a gatas un paso desde la orilla, sino que había dado un paso de gigante por el largo camino hacia la orgullosa visión de conjunto del primate del principio de dicho camino? El aplauso a la gran explosión no llegó hasta quince mil millones de años después de que hiciera explosión.

—O podemos empezar por éste —dijo Ana—. Hay algo que aguza el oído y abre los ojos de par en par: Subiendo de entre las lenguas de fuego, subiendo de la pesada sopa de materia primitiva, subiendo por las cuevas, subiendo por encima de los horizontes de las estepas.

—Por mí vale. Pero tal vez deberíamos decir «la sopa de materia primitiva, pesada como el plomo».

—¿Por qué? Una sopa nunca es pesada como el plomo.

—Quiero decir pesada en sentido figurado. Había una mínima posibilidad de que algún ser vivo subiera de repente un día a tierra.

—¿Y no rompes el ritmo?

—Al contrario: «Subiendo de la sopa de materia primitiva, pesada como el plomo…».

—Ya veremos.

Ahora le tocaba a José. Al parecer, se quedó pensando unos instantes, antes de decidirse por decir:

Como una niebla hechizada se eleva la visión de conjunto, a través de la niebla, subiendo de la niebla. El hastiado hermanastro del neanderthal se toca la frente y sabe que detrás del hueso frontal del primate nada la blanda masa cerebral, el piloto automático del viaje de la evolución, el airbag del festival de proteínas entre cosa y pensamiento.

Esta vez Ana no tuvo necesidad de pensar en su respuesta, pues su parte estaba ya integrada en la dramaturgia del rito.

El gran salto tiene lugar en la pista del circo cerebral del tetrápodo. Es aquí donde se informa sobre los últimos triunfos de la familia. En las neuronas del vertebrado de sangre caliente saltan los primeros corchos de champán. Primates posmodernos alcanzan por fin la gran visión de conjunto. Y no se espanten: El Universo se ve a sí mismo en gran angular.

Hubo una pequeña pausa, y creí que la recitación había acabado, porque en el intervalo se abrió una botella de vino. Y a continuación José dijo:

El vertebrado mira de repente hacia atrás y contempla la misteriosa cola de la estirpe en la imagen del espejo retrospectivo de la noche de los años luz. Por fin el camino enigmático ha llegado a la meta, y la meta ha sido la conciencia del largo camino hacia la meta. No se puede hacer otra cosa que aplaudir con esas extremidades que se anotan en la cuenta de la cartera genética de la especie.

—«La imagen del espejo retrospectivo de la noche de los años luz» —repitió Ana—. ¿No resulta un poco pesado?

—Mirar hacia el Universo es lo mismo que mirar hacia atrás en la historia del Universo.

—Podemos volver sobre ello. Ahora podríamos recitar ésta: De peces, reptiles y pequeños y dulces musgaños, el primate chic ha heredado un par de bonitos ojos con visión de profundidad. Los lejanos herederos forzosos del crosopterigio estudian la huida de las galaxias en el espacio celeste, y saben que se ha tardado miles de millones de años en enfocar la mirada. Las lentes están compuestas de macromoléculas pulidas. La mirada es enfocada por proteínas hiperintegradas y aminoácidos.

De nuevo le tocó el turno a José:

En el globo del ojo colisionan la visión y la percepción, la creación y la reflexión. Las esferas oculares de Jano son una mágica puerta giratoria en donde el espíritu creador se encuentra a sí mismo en el creado. El ojo que mira el Universo es el ojo del propio Universo.

Hubo silencio durante unos segundos. Luego él dijo:

—¿Trébol o diamantes?

—¡Diamantes! Está clarísimo.

Se llenaron dos copas, y yo me quedé escuchando aún unos instantes, pero como ya no decían nada más, me retiré tan sigilosamente como pude.

Sentí un estremecimiento, pero, por otro lado, había logrado respuestas a muchas preguntas, porque estaba ya clarísimo que las extrañas frases eran algo que Ana y José estaban tejiendo sentados en el porche. Y también tenían mucha, muchísima cara, pues estaba convencido de que la larga serie que acababa de oír constituía algo que yo, sin reparos, llamaría cleptomanía espiritual, por no decir pirateo mental, porque no era una casualidad que las frases filosóficas de Ana y José comenzaran a parecerse cada vez más a mi propia perspectiva biológica evolucionista. Desde nuestro primer encuentro no habían parado de interrogarme, vaciándome de reflexiones.

No obstante, aún quedaban algunas preguntas sin respuesta. «¡Diamantes! Está clarísimo». Y claro que eran diamantes, Vera, ni tréboles ni picas, qué va. Pero ¿qué querían decir con eso? ¿Qué podría tener que ver todo eso con los naipes? ¿Y quiénes eran «Comodín» y «los elfos de azúcar»?

Además, sospechaba que la finalidad del seminario de la tarde era exhibirse ante turistas solitarios que se deslizaban furtivamente por el palmeral. No podía excluir la posibilidad de que me hubieran descubierto unos segundos antes de llegar cerca de su porche. Y luego estaba Ana. ¡Vuelve de mi olvido, Ana!

Decidí actuar. Primero volví a mi cabaña, cogí papel y bolígrafo y me senté en el borde de la cama. Escribí: «Cuánto más se acerca Comodín a la extinción eterna, con mayor claridad ve el animal que lo saluda en el espejo al enfrentarse a un nuevo día. No encuentra consuelo en la mirada afligida de un primate de luto. Ve un pez hechizado, un sapo metamorfoseado, una lagartija deforme. Esto es el fin del mundo, piensa. Aquí acaba abruptamente el largo viaje de la evolución».

Lo leí en voz alta, y de repente se oyó la voz de Gordon desde lo alto de la cortina:

—Me ha gustado eso de «lagartija deforme».

—¿Por qué?

—Porque subraya, por así decirlo, que nosotros somos los auténticos.

—¡Bobadas! Tú también eres un pez hechizado.

—Pero no soy deforme. No me sobra ni una circunvolución cerebral. Tengo un sistema nervioso perfectamente adecuado para mis actividades, ni más ni menos.

—Entonces pondré una «lagartija erguida».

—Me parece que debes conservar lo de «deforme», y no sólo por esas circunvoluciones cerebrales sobrantes, sino también por el ritmo del lenguaje. Por no mencionar la buena relación de vecinos.

—Tengo otra más —dije. Esta vez iba leyendo en voz alta mientras escribía—: «Comodín es un ángel en apuros. Debido a un fatal malentendido, se vistió de carne y hueso. Sólo había querido compartir las condiciones de los primates durante unos segundos cósmicos y tuvo la desdicha de tirar de la escalera celestial y bajársela consigo. Si nadie le recoge ya, el reloj biológico irá cada vez más deprisa, y será demasiado tarde para regresar al reino de los cielos».

Levanté la vista.

—Tonterías románticas, si quieres que te dé mi opinión.

—No te la he pedido.

—¿Y si no existe una eternidad?

—Es precisamente esa idea lo que me irrita tanto. Y también me entristece. Yo soy un primate de luto.

—Pero postulas que existe un cielo desde el que los ángeles pueden bajar a encarnarse por un día, con el único propósito de darse cuenta de que están tan hundidos en el tremedal de este mundo que no son capaces de volver a casa.

—¿Debo incluir eso de «…tan hundidos en el tremedal de este mundo que no son capaces de volver a casa»?

—En absoluto. No creo que haya otro mundo aparte de éste, que se desarrolla en el tiempo y en el espacio.

—¡Lo sé! —dije casi gritando—. Y lo dices sólo por eso. Pero en esta parábola hay un «como si», ¿comprendes? Yo soy como un ángel caído, si los ángeles existieran. Sólo has de imaginarte un ángel caído que se ha perdido en el tremedal de la carne para de repente darse cuenta de que ha hecho algo fatal e irreparable, ya que no es capaz de volver a subir al cielo. ¿No entiendes lo terrible que tiene que ser eso para el ángel? Ha considerado como parte evidente de la creación que su existencia no tendría fin. Ha existido siempre, y prácticamente tiene un contrato con Dios de que así será desde la eternidad hasta la eternidad. Es justo aquí donde aparece el error, una hamartía, como también fue un error lo de la manzana en aquel viejo jardín, porque el ángel por fin se da cuenta de que su estatus ha sido considerablemente rebajado, ya que de repente ha sido reducido a ángel bioquímico, es decir a un ser humano, una máquina de muerte basada en proteínas, igual que los peces y los sapos. Está delante del espejo y comprende que, debido a un simple malentendido, no vale más que un geco.

—Como ya te he dicho, nosotros nunca nos hemos quejado de nuestro estatus ontológico.

—¡Pero yo sí!

—Porque te sobra una circunvolución cerebral.

—Ya, ya. Al ángel no le sobra. Tal vez tenga exactamente la misma inteligencia que el ser humano, es decir la suficiente para dar cabida a ciertos conceptos sobre el Universo, donde estará eternamente, en un marcado contraste con el ser humano. Ésa es la gran diferencia, y nada más que ésa. En ese sentido, el ángel posee un conocimiento adecuado, muy adaptado a su estatus cósmico. Personalmente sé demasiado bien que sólo estoy aquí de visita.

—No entiendo la necesidad de discutir la inteligencia de los ángeles si acabas de reconocer que no crees en los ángeles.

Simplemente le ignoré:

—Soy de la estirpe de las salamandras —proseguí—. El que me sobre una circunvolución cerebral o dos, se debe a la brevedad del tiempo que voy a estar aquí. De manera que no es una cuestión intelectual lo que estoy discutiendo, sino emocional, por no decir moral. Por tanto, me resulta triste y provocador tener que reconocer la brevedad de la vida y de cuántas cosas estoy ya a punto de despedirme. No es justo.

—Entonces tal vez puedas emplear ese tiempo limitado en otra cosa que no sea irritarte por su brevedad.

Dije:

—Imagínate que estás de viaje, y que unas personas amables con las que te encuentras te invitan a su casa, a una breve visita, se entiende. Además, sabes que jamás volverás a la misma casa, al mismo país o la misma ciudad.

—Pero de todos modos puedes sentarte a charlar un rato.

—Claro que sí, pero no me hace falta saber todo lo referente al funcionamiento de la casa. No necesito saber dónde se encuentra todo, los cazos y cacerolas, las tijeras del jardín o la ropa de cama. No he de saber todo sobre cómo les va a los dos niños en el colegio o sobre lo que los padres sirvieron a sus invitados en la celebración de sus bodas de plata el año anterior. Puede resultar agradable que te enseñen la casa por encima, y no pretendo ridiculizar la hospitalidad de la gente, pero que te muestren toda la casa, del sótano al ático sólo durante una breve visita para tomar café, está de más.

—Exactamente, como las dos circunvoluciones.

No me dejé distraer y proseguí:

—Si me fuera a vivir allí unos meses sería distinto. Pues estoy seguro de que se trata de una familia muy agradable, si no, no creo que les hubiera hecho una visita, aunque yo no podía saber, claro, que iban a dedicar tanto tiempo de esa breve visita a explayarse sobre su perfecta vida en su chalet con hilos de calor por el suelo y un flamante jacuzzi. Yo estoy a punto de coger un avión, me voy a otro hemisferio. Estoy nervioso, porque tengo que levantarme y marcharme, el taxi puede llegar en cualquier momento, y jamás volveré… ¿Eres realmente capaz de entender lo que estoy diciendo?

—AI menos empiezo a entender que tú comprendes demasiado.

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