Maya

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La carta a Vera » La paloma de color naranja

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Con esta última pregunta me pareció que la conversación había dado un giro muy singular. Luego recordé que le había mencionado mi afición por el arte, que Madrid tiene una de las colecciones de arte más importantes del mundo, y que yo tenía una especial predilección por el Prado.

—Tal vez —contesté.

—Tendrás que ir —insistió—. No se puede pasar por Madrid sin visitar el Museo del Prado.

—No sabía que compartiéramos esa pasión —comenté—. ¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Dime, ¿prefieres El Greco o El Bosco, Velázquez o Goya?

Me sentía ajeno a esa conversación casi maniática justo al final de la estancia, en el momento de despedirnos seguramente para siempre, ante dos vuelos intercontinentales y cuando el conductor cogió mi maleta. Pensé en mi breve charla con Gordon esa misma mañana. Pensé en el traje nuevo del emperador. Pensé, además, en la súbita indisposición de Ana y los despiadados primeros auxilios de José.

—Prefiero todo el edificio —dije.

—Entonces deberías tomarte el tiempo suficiente para ver minuciosamente toda la colección.

El conductor señaló el reloj. Sólo faltaba media hora para la salida del avión.

—¿Prometes saludar de mi parte a Ana y José? —pregunté.

—Con mucho gusto. Si vienes a Londres…

—Lo mismo digo. Encontrarás mi nombre en la guía telefónica. Pero prométeme saludarlos muy especialmente de mi parte. ¡Y que se mejore la paciente!

El conductor tocó el claxon, y un par de horas más tarde me encontraba en el segundo piso del avión Jumbo con destino a Honolulu y Los Ángeles.

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