Max

Max


Capítulo 2

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Capítulo 2

 

Abrió la ventana y volvió a tirarse sobre la cama revuelta. Esa habitación necesitaba una mano de pintura y una remodelación por completo con carácter de urgencia. Pero su estancia allí era solo temporal, o eso se repetía cada vez que le asaltaban los demonios susurrándole «¿qué mierda has hecho con tu vida? ¿Dónde han quedado tus grandes planes?».

Miró desde su posición horizontal a ese póster con una impresionante chica ligera de ropa, apoyada sobre el capó de un deportivo negro. Esas eran las cosas que le gustaban en la adolescencia. Coches y mujeres. Mujeres y coches. Y ver a esa modelo de medidas perfectas, de voluminosos pechos operados desafiando a la gravedad y anchas caderas, le hacían pensar en Lena. Ella era todo lo contrario, menuda, delgada, y sin embargo mucho más explosiva y apetecible que esa rubia de 90-60-90.

Le había costado un mundo regresar a esa casa, pero una vez que salió del apartamento donde había vivido los últimos cinco años, supo que no tenía otro lugar a dónde ir. Y en el fondo, necesitaba reencontrarse de nuevo con esa persona que había sido, y que se había perdido en el camino.

No podía dejar de pensar en ella, algunos recuerdos le hacían sonreír y otros conseguían abrir un boquete en medio de su pecho, como si un agujero negro absorbiera todo a su alrededor, la luz, las risas, los buenos y malos momentos... Cuando eso ocurría, se obligaba a seguir pensando en ella, en todo lo que habían vivido, porque no quería olvidarlo, recordarla era la manera de no volver a cagarla. Estaba dispuesto a ello, aunque significara seguir sufriendo.

Sentía añoranza por los momentos a su lado, las tardes acurrucados bajo las sábanas, los besos y las caricias. Intentaba rememorar el momento exacto que se había enamorado de ella, pero no alcanzaba a identificar uno solo, seguramente que había sido con el paso de los días, cuando fue conociéndola, cuando su dolor traspasó más allá de sí misma y llegó hasta él. Al principio solo podía ver la parte morbosa del trato, sin embargo pronto se dio cuenta de que tras ese contrato había mucho más, por ejemplo, una chica preciosa a la que la vida no le sonreía.

Recordó el primer beso que surgió de improvisto, de un modo impulsivo y que le cogió totalmente por sorpresa. Fue la primera tarde que sacó la guitarra y se sentó en el sofá para arañar las cuerdas despacio, Lena apareció en el salón, parecía que dudaba, como si en ese poco tiempo ya se hubiese habituado a tener que pedir permiso para todo. Max la miró y sonrió, ese simple gesto debió infundirle el valor suficiente para adentrarse en el salón y sentarse junto a él en el sofá. Descubrió que ella le miraba con un inusual brillo en los ojos, un destello de luz diferente al que veía cuando se la follaba, o cuando la obligaba a dejarse follar. En ese sofá, mientras ella escuchaba su música, le pareció que estaban más juntos. Siguió tocando para ella durante mucho rato, ya ni se acordaba de cuantas canciones fueron, lo que sí recordaba era que cuando terminó y enfundó el instrumento, en el instante exacto en el que se levantó y tiró de su mano para que ella hiciera lo mismo, Lena le besó. Fue un beso dulce, cálido, uno de los que erizan la piel, él acarició su cabello y la aferró por la nuca para darle más intensidad a ese beso y se perdió en el mar de sensaciones que sus labios le mandaban.

En ese momento supo que se había enamorado, así que no recordaba el instante exacto en el que su corazón había decidido amarla, pero podía rememorar casi a la perfección el momento en el que se dio cuenta de ello. En ese salón de pie frente a ese sofá, cuando sin pedírselo ella le besó.

«Me ha encantado escucharte tocar» susurró Lena con un hilo de voz entrecortada. Max no se acordaba qué le había respondido, a lo mejor no lo había hecho, solo recordaba que desde ese día, empezó a mirarla con otros ojos. A pesar de eso dejó que todo continuara… y ahora, con el paso de los meses, sus recuerdos más dulces se mezclaban con los más calientes y estos con los amargos, como si fuese incapaz de separar dentro de su cabeza lo que sintió, lo que hizo y lo que debería haber pasado.

Se giró sobre sí mismo y cerró los ojos de nuevo, dispuesto a seguir durmiendo unas horas más, sin embargo de nuevo la imagen de Lena se le apareció, tan nítida y real, que estaba seguro de que si alargaba la mano podría llegar a rozar su tersa piel. Era preciosa. Con esos ojos castaños tan expresivos, su larga melena siempre perfectamente peinada, al menos antes del sexo, después solía ser una maraña de cabello y sus mejillas que se tornaban tan rosadas que parecían la manzana que durmió a Blancanieves. Sonrió con amargura. Esa sedosa melena a la que solía aferrarse cuando se la follaba por detrás, tirando de ella, haciendo que tuviera que alzar la cabeza hasta una posición casi imposible, mientras él disfrutaba de su cuerpo como un auténtico animal. Y ese pensamiento le llevó a otro, y ese a otro… y en la mayoría de ellos, Lena permanecía desnuda, en horizontal o vertical pero siempre sumisa y entregada mientras él daba rienda suelta a sus más bajos instintos, se desfogaba con su cuerpo, en cualquiera de sus orificios. Pero ella nunca se quejó, nunca dijo nada, al contrario, parecía que disfrutaba, o al menos era más fácil pensarlo así.

La respiración de Max empezó a entrecortarse, excitación y dolor mezclados a partes iguales, agitados de tal modo que lo hacían un cóctel mortal, un tren a punto de descarrilar. Gruñó apretando los dientes, escondiendo su angustia entre los almohadones.

Era cerca de mediodía y la casa estaba totalmente vacía. Descendió los escalones y entró en la cocina para servirse un café, no se molestó ni en calentarlo. Se dejó caer con pesar sobre una de las sillas de madera dispuestas alrededor de la mesa donde solían desayunar y encendió el televisor. Fue pasando de una cadena a otra hasta que la apagó con asco tirando el mando sobre el mármol. De reojo miró la puerta que daba al garaje. Dejó la taza sobre la encimera y se encamino hacia allí como atraído por una fuerza desconocida. Le sorprendió verlo todavía ahí colgado. Después de esos cinco años pensaba que su padre se habría desecho de él, sobre todo porque siempre se quejaba del espacio que ocupaba y lo mucho que le molestaba cuando tenía que apartar el coche dentro.

Dio un primer golpe fuerte y seco, justo en el medio del saco. Había pasado largas horas en el mismo punto en el cual se encontraba en ese instante. Sintió dolor en los nudillos, pero el saco apenas se movió. Retiró la mano y con rapidez lo volvió a golpear un poco más fuerte. No le hizo falta un exceso de imaginación para visualizar la cara de Heit en el medio, como si fuese una diana, el blanco sobre el que vomitar todo el odio que le oprimía el pecho y apenas le dejaba respirar. Golpeó de nuevo con el mismo puño y después cambió de mano. De vez en cuando interrumpía la lluvia de golpes para detener la oscilación del saco y así poder volver a empezar. No dejó de golpearlo ni cuando gotas de sangre empezaron a caer al suelo desde sus maltrechos nudillos, que a esas alturas estaban ya en carne viva, manchando las baldosas del suelo. Siguió una y otra y otra vez más hasta que una mano lo agarró y tiró con fuerza de él para apartarle y sacarle del trance en el que se había sumido.

Se giró pegando un hondo alarido, nacido del mismo centro de sus entrañas y dispuesto a seguir con los golpes contra quien estuviera a su espalda, pero cuando vio el sereno rostro de su padre, solo pudo que dejar caer los brazos en actitud derrotada y echarse a llorar, dejándose abrazar por aquel hombre que lo había criado y le había enseñado unos valores que no sabía dónde se quedaron.

No dijo nada mientras le curó las heridas. Ninguno de los dos lo hizo, se mantuvieron en riguroso silencio hasta que su madre regresó e inundó la casa de gritos. Esa noche durmió con dolor, pero algo mejor.

La salida del sol le descubrió ya despierto sobre el colchón. Le gustaba la paz que se respiraba en ese lugar, el aire fresco que se colaba a esas horas por la ventana. Cerró los ojos y sin tener que esforzarse mucho, rememoró las caricias de Lena sobre su cuerpo, los besos, el olor que desprendía su piel.

 

—¡Ya está bien! —le reprendió su madre abriendo la puerta de par en par sin llamar— ¡Esto no puede seguir así, Maxwell! ¡¿Pero tú has visto como está todo!? ¡¡Esto parece una pocilga!!

—Joder, déjame en paz mamá.

—¡No digas tacos! —le regañó— Si vives bajo este techo acatarás mis normas.

 

Y esa frase, esa simple frase tan usada por todos los progenitores del mundo, le catapultó a esa tarde, ese contrato, esa temblorosa Lena firmando su sentencia de muerte bajo su expectante mirada. Sí, Heit no había mentido al decir que la idea había sido suya, él les había condenado a todos, pero sobre todo a ella.

 

—¡Max! —exclamó su madre palmeando las manos frente a su cara para llamar su atención— Ya está bien hijo, no quiero verte así, ¿se puede saber qué es lo que ha pasado con esos dos?

—Nada, ya te lo dije, tenía ganas de volver a casa.

—Nunca has sabido mentir —susurró su madre desviando la mirada a las heridas de sus manos, resoplando de nuevo y rememorando esos años que pensaba que ya habían quedado atrás—. Venga ¡vístete!

—¿Qué? ¡No!

—Maxwell no hagas que me enfade todavía más, ¡levanta de la cama ya! Hoy empiezas a trabajar.

—¡Y una mierda!

—¡Esa boca jovencito! —le reprendió de nuevo— He aceptado dos alumnos más en la academia para clases de verano, así que levanta el culo de la cama, deja de compadecerte por lo que sea que te ha pasado y ¡ponte las pilas! Llorando no se arreglan las cosas, se arreglan trabajando.

—¿En la academia? —cuestionó.

—¡Dónde sea! La cuestión es trabajar.

 

Max no lo podía creer, ¿en la academia? Rebufó, pero antes de terminar de soltar todo el aire de sus pulmones en ese soplido la palma de la mano de su madre se estampó con gran estruendo sobre su nuca. Una punzada de dolor nació en ese punto y se extendió por toda la cabeza.

 

—Auch…

—Jamás entenderé por qué narices te marchaste, desperdiciando todo tu talento en una maldita tienda de ordenadores, pero ahora que has vuelto, no voy a dejar que tires tu vida a la basura. ¡Tú eres músico! No sé qué te ha pasado con John y Heit, pero me alegro. Nunca me han gustado esos dos.

—Joder —rezongó molesto.

—Max, ¿es qué no lo entiendes? —preguntó con pesadez y preocupación— Vístete —le ordenó alzándose de la cama donde se había sentado—, empiezas a las diez.

 

Eran las diez menos cinco. Max se pasó las manos por el pelo, dudó si recogerlo o dejarlo suelto, estaba nervioso. Intentó calmarse, pero lo primero que le vino a la mente fue que a Lena le encantaba cuando lo llevaba suelto, le gustaba pasar los dedos por entre sus rizos y él adoraba cuando hacía eso. Ese pensamiento no ayudó a templar su nerviosismo. Se sentó en la silla para a los pocos segundos volverse a alzar. Miró a la puerta de la pequeña aula que le habían asignado. Recordó entre nostálgico y hastiado, todas las tardes que había pasado entre esas paredes, hora tras hora, día tras día, semana tras semana… Mientras todos salían a jugar él estaba ahí encerrado, piano, guitarra y violín… Su infancia había sido tan encorsetada que en el instituto no tardó en empezar a revelarse y meterse en líos. No era que pretendiera llamar la atención, es que ansiaba hacer algo más de lo que hasta entonces había hecho. Cuando Heit le ofreció la oportunidad de vivir una experiencia tan diferente no lo dudó, necesitaba irse y reinventarse a sí mismo, ser otra persona, alguien nuevo. Para su madre había sido un fracaso, una decepción, sin embargo como siempre, sus padres le apoyaron en su decisión de marcharse, aunque para ellos no hubiese sido la correcta. Se fue a la ciudad para empezar esa «nueva vida», enseguida encontró trabajo en la tienda de informática y eso ya le valió. Hay quien hubiera pensado que se estaba conformando, y bien podía ser, pero esos cinco años no habían estado tan mal, a excepción de las últimas semanas, claro. Ahora no le gustaba ese nuevo yo, y necesitaba, casi desesperadamente volver a ser quien siempre había sido. Un tío legal, amigo de sus amigos, alguien respetuoso, con valores y principios y no el animal salvaje sediento de sexo y…

La puerta se abrió y su corazón dio un respingo.

 

—¿Eres Maxwell?

—¡Joder! —exclamó sorprendido, y todos esos buenos pensamientos de su reencontrado yo se evaporaron casi en el instante en el que sus ojos se posaron en ella— Supongo que tú eres Georgina ¿no?

 

Frente a él estaba una chica que rozaría la mayoría de edad a duras penas, con penetrantes ojos color miel, melena oscura y rizada y una ensayada sonrisa totalmente seductora. Max se apartó de la silla tropezando con otra y al hacerlo casi tiró al suelo todos los papeles que había intentado ordenar sobre la mesa dispuesta en el centro del aula. La chica lo observó moverse nervioso y no pudo evitar reír.

 

—Ah, qué bien, ya has llegado, Georgina, él es Maxwell, tu nuevo profesor de guitarra —dijo la madre de Max entrando en la pequeña aula—. No te dejes engañar por esas pintas de andrajoso, es un músico excelente. Al final ha habido un cambio de última hora —le susurró a su hijo al oído— y solo vendrá ella de momento. ¡Bueno Georgina! Espero que disfrutes de la clase —exclamó jovial—, cualquier cosa que necesitéis estoy fuera.

 

Georgina sonrió de manera tímida y tomó asiento en la silla vacía bajo la atenta mirada de su nuevo profesor. Este tragó saliva, los nervios se lo iban a comer. Odiaba enseñar música, era algo absurdo, la música se sentía, no se enseñaba. Se levantó de la silla y tomó una de las guitarras que había en el aula, y al hacerlo, todo se le vino encima. Todas esas tardes con Lena sentada en el sofá, tocando solo para ella, mirándola embelesado, sintiéndola tan cerca y tan suya, pensaba que estaban unidos por algo más que un contrato, para poco después de enfundar el instrumento, volver a sentir que un abismo les separaba.

 

—Max…

—Perdona, Georgina —se disculpó por ese pequeño momento de ausencia—. Está bien, enséñame qué sabes hacer.

 

Las dos horas pasaron de manera tediosa. Estaba claro que Georgina no sentía gran pasión por el instrumento, puede que ni por la música en general. Max dejó la guitarra apoyada sobre la silla y ayudó a la chica a quitarse la correa que rodeaba su cuello. Su piel olía a coco.

 

—Bueno, para ser el primer día… —susurró intentando esconder su contrariedad.

—Mientes fatal.

—Eso dice mi madre —rio por primera vez en las dos horas.

—Si tengo que ser sincera, no me gusta demasiado la guitarra, lo hago por hacer algo y que mis padres no me atosiguen todo el día.

—Bueno, no lo has hecho tan mal, de verdad.

—Pensé que las clases serían un calvario, pero puede que terminen gustándome y todo —dijo con un tono de voz que a Max le fue difícil concretar—. Nos vemos mañana, profe.

 

Y así se sucedieron los días siguientes a ese, uno tras otro, después de Georgina un par de alumnos más. No era tan malo.

Cuando se levantó esa mañana se sentía algo mejor, algo más contento. Al final su madre le había conseguido más horas de clase y a medida que habían pasado las semanas, estaba más animado. Puede que sus padres tuvieran razón y jamás debería haber dejado de lado la música, había nacido para ello, o eso era lo que le habían dicho desde pequeño.

Terminó de enfundarse las deportivas y recogió el pelo con una goma. Bajó los escalones de dos en dos y entró en la cocina. Su padre leía el periódico como todas las mañanas, y su madre, sentada al lado, miraba la televisión. Siempre había sido así, desde que tenía uso de razón, esas eran sus mañanas, aunque él había cambiado el bol de cereales por un café.

 

—¿Sales?

—A correr.

—¿En serio? —preguntó su padre alzando los ojos del periódico con media sonrisa pintada en el rostro— Me alegra verte más animado.

 

¿Realmente estaba más animado? Unos kilómetros después tenía el corazón saliéndosele por la boca. Paró un segundo a respirar, en esas semanas en casa había perdido mucho fondo, puede que ya fuese hora de retomar también el gimnasio. No podía borrar lo ocurrido, pero podía intentar seguir adelante, aunque eso supusiera un esfuerzo casi titánico. Una ducha rápida le valió para desentumecer sus músculos y con renovadas energías salió en dirección a la academia de música. Quién se lo iba a decir, qué cinco años después, sería capaz de retomar la vida más o menos en el mismo punto en dónde la había dejado al decidir irse a vivir con sus amigos. Ahora, con la distancia, veía esa decisión como un paso atrás, aunque necesario, pues había aprendido mucho, sobre todo de Lena y lo que habían vivido juntos.

Saludó a su madre que llevaría ya un par de horas allí arreglándolo todo. Entró en el aula, la de los lunes era una un poco más grande, ya que en las clases teóricas había decidido juntar a todos sus alumnos. Repasó la partitura que había elegido y dejó una frente a cada silla. En total eran cinco en clase.

Max empezó con su explicación, se notaba que su actitud era diferente, puede que fuese por el gran poder de adaptación al medio que poseía y que le ayudaba a encajar allí donde se encontrara. O simplemente porque le encantaba, eso sí le llenaba y no vender ordenadores, por los cuales nunca había experimentado especial interés. Estaba sentado, todos los chicos buscaban la respuesta a la pregunta que acababa de formular al aire y de pronto lo notó, una mano en su muslo que se movió en pequeños círculos hasta alcanzar la zona central de su cuerpo, que enseguida y en respuesta a ese estímulo, se endureció. Tragó saliva con dificultad y alzó la mirada para cruzarse con la de Georgina, una mirada encendida, vidriosa que acompañó con el sutil pero elocuente gesto de humedecer sus labios. La chica apretó la mano y empezó a moverla de manera disimulada pero enérgica mientras el resto de alumnos seguían pendientes de la partitura.

Su mente se nubló, pero no lo suficiente como para no mirar al resto de la clase y asegurarse, de que nadie estaba siendo consciente de lo que bajo esa mesa sucedía. Un vaivén enloquecedor sin ritmo concreto, pero con un firme agarre, con el que Max sintió que si no detenía eso pronto iba a estallar. Y lo intentó, al menos su mente le instó a poner freno, pero cuando fue a actuar para que ella parara, algo lo detuvo a él.

 

—¿Puede que… en el segundo compás de la tercera línea? —dijo uno alzando la mirada tomándole totalmente desprevenido y por un segundo sin saber de qué hablaba el chico.

—Ahhh —balbuceó Max a punto de perder el control— sssíííí… exactamente —confirmó y ahora sí, con un rotundo gesto apartó la mano que ahora estaba intentando colarse por la bragueta abierta del pantalón.

—Ya son las doce profe.

—Está bien —consiguió decir sin que los nervios le traicionaran—, nos vemos el próximo día.

 

Max miró el reloj más por hacer algo que por necesidad de confirmar que hora era. Todos se levantaron menos él, no podía, la evidencia del delito le delataba. Los vio como guardaban las carpetas, como alguno consultaba el móvil o como hablaban entre ellos. Los veía entre brumas, como mero espectador de una escena un tanto irreal. Estaban a punto de salir todos cuando...

 

—Georgina —llamó alzando la voz sobre las del resto de chicos—, ¿puedes quedarte un momento? Quiero comentarte algo.

—Claro profe —respondió la aludida con una mueca divertida.

 

Dudó. Cuando la puerta se cerró la miró un segundo, y esa ínfima porción de tiempo le valió para obtener lo que buscaba y lo encontró en forma de una taimada sonrisa. No dio tiempo a nada más, se abalanzó sobre ella y la empujó hasta hacer rebotar su espalda contra la pared de manera poco delicada. Buscó confirmación en su mirada y la obtuvo cuando los jadeos de Georgina se entremezclaron con esa sonrisa enloquecedora.

Buscó su piel subiéndole la falda, recreándose un instante es sus bronceados y perfectamente definidos muslos, ella dio un salto aferrándose con ambas piernas alrededor de su cadera. A esas alturas tenía ya un máster en deshacerse de los pantalones en un tiempo récord. Como si los hiciera desaparecer. Solo necesitó apartar un poco la ropa interior de ambos para colarse en su interior. Estaba encendido y ella totalmente mojada. Dio un primer embiste conteniendo todas sus ansias, calibrando hasta dónde podía llegar con esa chica, pero Georgina empezó a moverse exigiendo un ritmo más rápido, más profundo, mucho más bestial. Max comenzó con ese delicioso mete y saca, sin compás y con brutalidad, la espalda de ella rebotaba a cada penetración, llenando el aula de una improvisada clase de percusión. Sus jadeos se entre mezclaron en perfecta sintonía y cuando a punto estaba de correrse se apartó de golpe para derramarse sobre ella, manchando la cara interna de sus muslos y parte de su ropa interior.

 

—¡Joder! —gruñó pellizcando uno de sus pechos por encima de la camiseta, pues ni tiempo había tenido de deleitarse con ellos.

—Buena clase profe —susurró Georgina con una sonrisa, mientras se recolocaba el tanga y pasaba la mano por el semen de Max que se le resbalaba hacia abajo.

—Puede que necesites alguna clase extra ¿no?

—Claro profe, se lo comentaré a mis padres.

 

Cuando ella se fue se dejó caer sobre a silla más cercana, ¿qué acababa de hacer? Resopló y se recolocó la aún evidente erección. Había sido un polvo bestial, con el morbo añadido de que su madre les pillara. Se sintió rejuvenecer unos cuantos años, cuando se encerraba en la habitación con la excusa de estudiar y ponía la música a todo volumen para meterle mano a alguna chica. Todo fue a mejor cuando se pudo comprar su primer coche, sonrió al recordarlo, la de cosas que habían visto los asientos traseros de su viejo Ford. ¿Qué habría sido de él?

Sacudió la cabeza y se cabreó consigo mismo, pues una vez más, había dejado aflorar esa parte de él que no le gustaba.

Salió del trabajo un poco antes de la hora de comer, tenía hambre, pero aun así, decidió dar un rodeo para ir hacía la casa de sus padres. Tenía mucho en qué pensar y caminar, aunque fuese bajo ese sol abrasador, le ayudaba a centrarse un poco. Si decidía quedarse allí, cosa que todavía no tenía del todo clara, debería buscar un piso.

Y eso no se pagaba con cuatro clases particulares a la semana. Necesitaba un trabajo con el que poder mantenerse. El sol apretaba a finales de ese mes de junio y el calor era ya asfixiante a pesar, de que llevaban toda la semana anunciando lluvias, pero en el cielo no se veía una sola nube.

Justo cuando parecía que estaba recobrando, al menos en parte y a excepción de ese fortuito polvo, el control de su vida, lo vio. Estaba de pie, cerca de la entrada principal del parque del pueblo, que junto a la plaza eran el centro neurálgico de esa pequeña ciudad. Daba la sensación de que estaba esperándole, como si supiera que él pasaría por allí. Max lo reconoció a pesar de la distancia, y no pudo evitar que todo su cuerpo se tensara y sus manos se cerraran formando dos fuertes puños. Dudó en si dar la vuelta y modificar la ruta que había elegido, o enfrentarse a él. Y se decidió por lo segundo, que sin duda era lo menos sensato, pero necesitaba saber, no solo qué hacía allí, sino si había pasado algo e incluso, si había tenido noticias de Lena.

 

—Hola —saludó sin más, como si nada hubiese pasado, y Max sintió ese simple saludo como un insulto, un escupitajo en medio de la cara, pero no dijo nada, solo lo observó—. ¿No vas ni a saludarme?

—¿Qué quieres Heit?

—Solo quería verte.

—Ya me has visto —le espetó Max.

—Necesitaba ver cómo estabas —dijo en voz baja Heit.

—De puta madre —soltó entre dientes Max.

—Ya veo.

 

Los dos se observaron un instante más, formulando en su cabeza exactamente la misma pregunta, con idénticas palabras, con la misma respuesta si alguno de los dos se atreviera a pronunciarla en voz alta. Pero esa muda pregunta, ese: «¿Has sabido algo de ella?», murió en sus mentes antes de que ninguno se atreviera a verbalizarla y ponerle voz.

 

—¿Eso es todo? —inquirió Max con impaciencia.

 

Heit le observó, pero no pudo decir nada, a decir verdad, no sabía ni qué hacía allí, así que optó por apartarse del camino de su «ya no amigo» y dejarle marchar. Lo siguió con la mirada hasta ver cómo se perdía calle abajo, y decidió marcharse él también antes que alguien le reconociera, no tenía ganas de relaciones sociales con viejos conocidos, mucho menos de fingir alegrarse de saber de su vida y esas estupideces propias de los pueblos de mala muerte como ese. Dio media vuelta, pero cuando adelantó un par de pasos volvió a mirar en la dirección por donde se había ido Max. Se maldijo por no haber sido capaz de preguntarle por Lena. Si ella fuese a llamar a alguno de los tres, seguramente el afortunado sería Max, puede que incluso John, era plenamente consciente que jamás le llamaría a él. Y ese dolor ya perpetuo en su pecho se acrecentó un poco, justo en el momento que subía a su coche y pisaba a fondo el acelerador para alejarse de allí.

 

—Maldito gilipollas —masculló Max al girar la esquina sintiendo cómo crecía su indignación a pasos agigantados.

 

«¿A qué había ido allí?» se preguntó, al tiempo que pateaba una piedra que salió disparada hasta rebotar contra el muro, ¿solo a joderle? Estaba claro que no tenía noticias de Lena, le había dejado muy claro que no intentara buscarla, pero… ¿y si era ella la que le había buscado a él? Paró su errático caminar de golpe, ¿había ido Heit hasta allí para decirle eso? No, ¡no! Imposible. Max se sentó en el banco de la parada del autobús hundiendo el rostro entre las manos, buscando una respuesta que no tenía. Entonces pensó que le había visto con muy mala cara. Heit le había parecido cansado, sin duda mucho más demacrado de lo normal, siempre había sido, bajo su punto de vista, un pálido debilucho, sin embargo ahora estaba mucho peor. Tan solo se había fijado en él unos pocos segundos, pero había sido el tiempo suficiente para advertir los surcos violáceos bajo sus ojos, y…

 

—¡Joder! —exclamó entonces— ¿Heit con ropa deportiva?

 

Max se levantó de pronto y corrió en la misma dirección por la que había llegado, no paró hasta el punto exacto dónde había visto a Heit minutos antes, pero no había rastro de él. Pivotó sobre su propio eje, haciendo una perfecta esfera de 360º, pero no lo vio por ningún lado, aunque no podía estar muy lejos, rápido, lo que se decía rápido no era. Cayó en la cuenta entonces de que podía llamarle, y así lo hizo, sacó el teléfono del bolsillo trasero de sus vaqueros y buscó desde la agenda el número, pero para su sorpresa, una voz femenina metálica, le informó que ese teléfono ya no era cliente de esa compañía.

 

—¿Qué diablos…?

 

Pensó en llamar a John, de hecho, su dedo buscó su nombre por la pantalla de la agenda, pero cuando estaba a punto de deslizar su fotografía hacia el icono verde, desechó la idea. No quería saber nada de ellos, no quería saber nada de lo que estuvieran haciendo, no quería saber por qué Heit había ido a verle, no, no quería. Prefería no saber. Quería intentar retomar su vida sin saber nada de ellos.

Volvió sobre sus pasos hasta llegar a la casa, su padre lo vio entrar cabizbajo y tan ausente como había llegado semanas antes, totalmente derrotado. Dudó en preguntarle, pero prefirió dejarle su espacio, Max siempre había sido muy reservado para sus cosas y agobiarlo nunca había dado buen resultado. Escuchó como su hijo se encerraba en su habitación y poco después los primeros acordes de la guitarra llegaron hasta el salón. No sabía qué había pasado con sus amigos, pero estaba claro que parecía algo, que a su hijo le iba a costar superar.

Max pasó las siguientes horas enfrascado en su guitarra y sus canciones. Dejó la mente en blanco y se abandonó a cada melodía que nacía en su subconsciente, la música siempre había sido un bálsamo para él, por ese motivo había intentado que también lo fuese para Lena. Con sus tardes y sus canciones, solo pretendía aliviar un poco más todo el dolor que ella debía llevar dentro, incluso antes de conocerles. Tardó en entenderlo, le costó ver más allá de una chica que vendía su cuerpo y cuando lo hizo, comprendió el duro camino que habría recorrido para llegar hasta allí, hasta ese sofá en el que sentada escuchaba, y se dejaba abrazar por la música igual que estaba haciendo él en ese instante.

Su móvil emitió un zumbido pero lo ignoró, enfrascado como estaba en sus recuerdos y canciones. El segundo pitido le pareció molesto, pero el tercero le hizo sentir ganas de coger el móvil y tirarlo por la ventana abierta. Dejó la guitarra sobre la cama y lo agarró con bastante poco tacto, encendió la pantalla y vio el icono verde del WhatsApp encendido, deslizó el dedo para ver quién era y le sorprendió un número que no tenía en la agenda.

 

—¡Su puta madre! —exclamó al abrir y ver el mensaje.

 

En la pantalla una muy sugerente foto le invitaba a hablar. Miró la imagen de nuevo y reconoció en ella a su «alumna estrella». Tragó saliva. La aplicación de mensajería le preguntaba si aquello era spam o si deseaba bloquear al interlocutor. Max volvió a fijar la vista a la pantalla, «menudo cuerpazo» pensó. La verdad era, que la foto era muy provocativa, la ropa interior bien elegida y el ángulo totalmente estudiado. Podría decirse que se lo pensó, dudó, meditó, barajó pros y contras… Pero no, no hizo nada de eso. Max aceptó el mensaje, guardando el número en la agenda y respondió con un: «No puedo hablar, lo que sí puedo es mirar»

Y miró, vaya si miró. Al poco rato su polla ya estaba completamente dura viendo como Georgina bailaba y se iba quitando la ropa poco a poco para él. Lo hizo de un modo perfecto, insinuante, como si no fuese la primera vez que se desvestía para ojos ajenos, acompañando ese quitar de ropa con golpes de cadera, movimientos cadenciosos y un ronroneo incesante de jadeos de satisfacción… Podía perder la cabeza, si seguía mirando ese espectáculo incluso terminar perdiendo la razón, pero, ¿qué importaba? Ella recorría su propio cuerpo con las manos y él jugaba a imaginar que esas que ahora profundizaban en el interior de sus muslos eran las suyas. Que esa boca en la que había introducido uno de los dedos, para degustar su humedad, era la suya. Se moría de ganas de degustar ese cuerpo, pues ese primer polvo había sido tan rápido, que ni tiempo de deleitarse en él había tenido. Pensó en lamer cada parte de su anatomía, reseguir con la lengua y los dedos cada centímetro de su piel, morder cada rincón… A esas alturas, mientras movía arriba y abajo su mano debajo del bóxer, le quedó claro de que iba a cometer de nuevo una locura. Seguramente no podría evitarlo, no era suficientemente fuerte como para decir que no.

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