Matrix

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Tercera parte » 8

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La más rápida de mis visiones vino a mí, escribe Marie en su libro. De todos los regalos de visión mística que la Virgen me ha otorgado, fue el decimonoveno y el más dulce porque al recibirlo comprendí que sería el último.

Pues he vivido setenta y tantos años y me he hecho vieja, y soy como un árbol centenario en el campo de frutales cuyo tronco nudoso saca brotes y flores en la primavera, pero que concentra toda la dulzura de la savia en los escasos frutos del otoño. 

Estábamos congregadas para orar en la capilla cuando tuve la visión. Mis monjas cantaban el salmo octavo…, la luna y las estrellas, que vos habéis creado…, cuando entre una palabra y la siguiente el extraño fuego me tocó la piel y ante mis ojos se desplegó la visión del principio del mundo.

Porque esa visión era de la radiante inmensidad de Dios incubando la cara oscura de las aguas, una gallina gigante.

Y de esa incubación cayeron los brillantes huevos de la creación. Y los huevos se rompieron y de las cáscaras se derramó su contenido. Y en el primero había luz dividida en el día y en la noche, y del segundo nacieron los cielos. Y del tercero surgió la tierra y los mares y el fruto de la tierra. Del cuarto salió el sol, la luna y las estrellas, y del quinto todas las bestias del aire y del agua. Del sexto salieron todas las bestias de la tierra, nuestros primeros padres.

Pero los diminutos cuerpos de los primeros humanos seguían tumbados en el suelo como si fuesen muñecos de barro hasta que las alas de Dios levantaron un viento que sopló sobre la tierra nueva, el mar y los bosques; y ese intenso viento insufló vida a los cuerpos, que se removieron y se sentaron y miraron alrededor.

Porque se trataba del Espíritu Santo, que es como una comadrona que besa en la boca a un recién nacido y libera al bebé para que pueda respirar.

El Dios femenino puso la bondad en el mundo con sus huevos.

El Espíritu Santo de Dios, también femenino, nos colma con su aliento y nos hace vivir.

Y al salir de la visión, regresé a mi cuerpo mientras mi boca formaba la siguiente palabra del salmo.

Junto a mí las candelas de cera de abeja parpadearon todas a la vez y se apagaron con el aliento del Espíritu Santo y eso fue la confirmación de la verdad de lo que había visto.

Y hundida en la oscuridad hablé a mis hermanas de la belleza de este mundo, que supe que pronto iba a abandonar.

Y asimismo, supe que esta sería la última de mis visiones. Noto que ya se han ido todas. Porque ya me he vertido por completo, como el agua. Y todos mis huesos están fuera de las articulaciones. Y mi corazón se ha convertido en cera; se ha fundido dentro de mí.

Marie tiene setenta y dos años. Su lucha interior se apaciguó tras la muerte de Leonor y de Wulfhild. Lo que le queda es un miedo creciente a aquellos que viven fuera de la abadía, a su maldad, a su ignorancia de dios.

Está agotada. Entre los pechos, nota un huevo que se va endureciendo poco a poco. A su madre también le fue dado ese huevo; y lo mismo a la madre de su madre. Recuerda lo gris que se le puso la piel a su madre cuando agonizaba, su corpulento cuerpo reducido a los huesos.

La priora Tilde se esfuerza por encargarse de las cosas; será una buena abadesa. Poco inspirada, quizá, pero Marie se siente razonablemente segura de que protegerá los logros por los que ella ha luchado todas aquellas largas décadas en esa isla húmeda y sucia, en esa extraña abadía que ha construido a su alrededor como un caparazón, una catedral, un hogar.

Marie y Cecily se sientan juntas en la antecámara de la abadesa, con la ventana abierta al viento fresco de abril. Un fino rizo blanco que se ha escapado del pañuelo que Cecily lleva en la cabeza sube y baja; despacio, sus manos sacan de la nada un Árbol de la Vida de hilo dorado. Cecily lleva un buen rato contando una historia, pero Marie no le ha prestado atención, presa de las esperanzas de un pedazo de tierra plantado con jengibre en una hondonada cálida pero sombría cerca de los abedules, del insecto verde del tamaño de una falange que se acicala la carita con las patas en el alféizar, de cómo las voces de las novicias que aprenden la mano guidoniana en el campo de frutales de la ladera de la colina se entrelazan de una forma fantástica con la urdimbre cálida y áspera de la historia de Cecily. Pero entonces su amiga y criada alcanza casi la gloriosa catarsis del llanto y Marie se pone alerta de pronto, escucha hacia atrás la historia que Cecily le ha contado hasta ese momento. Es un cuento antiguo, que a la madre de la propia Cecily, la cocinera, le encantaba contarle mientras pelaba manzanas con su rápida y reluciente navajita; trata de una fina dama tan hermosa, con ojos tan luminosos, que cuantos la veían se enamoraban de ella. La dama no conocía el descanso, ni de día ni de noche, iban a cazarla cuando salía a cazar, la seguían cuando caminaba, la perseguían cuando cabalgaba, la rondaban desde la ventana por las noches, de modo que no lograba conciliar el sueño, y sus sirvientas tenían que dormir con las dagas a mano para impedir que las personas con malas intenciones la raptaran de la alcoba. Al final perdió el juicio, se acercó a la ventana en la que los laúdes y las flautas invisibles tocaban en el jardín y, a la luz de una antorcha, se arrancó los ojos del cráneo, gritando que, si tanto querían sus ojos, podían quedárselos. Y les arrojó los ojos ensangrentados.

Sin embargo, Marie la calma antes de que Cecily termine y se abandone a un llanto desconsolado y le dice que siempre le había parecido que era una historia increíblemente boba, que en el cuento castigan a la dama por ser bella, cuando, en la vida, muchas más veces ocurre que la dama que no es hermosa es la que recibe castigo.

Y Cecily, irritada, dice con sequedad que Marie lo sabrá mejor que ella, que Marie nunca había sido considerada guapa, pero en lugar de ser castigada por su fealdad, ha llegado a ser poderosa, ahora se alza como la más sagrada de las santas mujeres de la isla, venerada y amada, baronesa de la Corona, propietaria de más tierra que la gran mayoría de los nobles de la zona y, sin duda, la abadesa más rica al norte de Fontevraud. Que si Marie hubiera sido hermosa o incluso tan fea como era, pero hubiera poseído una suave y mansa feminidad, la habrían casado con alguien, probablemente habría muerto hace tiempo en un parto y lo único que quedaría de ella en el mundo sería alguna hija, una noble menor, tan atareada que apenas recordaría las arrugas del rostro de su madre. De hecho, dice Cecily, había sido la fealdad de Marie lo que la había hecho como era.

Acalorada, Marie mira a Cecily. Le entran ganas de pelearse con ella como se peleaban de niñas, tirarle del pelo y pellizcarle la piel de los brazos y las caderas hasta que le salieran moretones, morderle. En voz baja y seca, dice que Cecily se equivoca. Nadie salvo Marie ha hecho a Marie como es.

Entonces Cecily ríe con desdén y dice, ah, claro, ¡se ha hecho sola! Como un gusano que solo necesita barro para crearse. No. Desde que era una semilla en el vientre de su madre Marie fue moldeada por los demás, su madre, sus feroces tías, sus libros, su dinero; añade que la reina influyó más en hacer a Marie como es al mandarla a la abadía de lo que influyó ella misma. Se lo dieron todo, sin menospreciar la gran bendición de la fealdad, y repite que Marie sería ahora mismo polvo y podredumbre, que habría larvas reptando por su caja torácica, de no haber tenido la inmensa suerte de nacer tan fea. 

El viento sacude y sacude el rizo blanco de Cecily contra la lana oscura de su pañuelo. Tiene las mejillas sonrojadas, vuelve a ser una niña, franca y directa. Pero entonces en su cara aflora la confusión y dice alarmada que no puede ser cierto que Marie tenga los ojos llorosos; no ha dicho nada tan duro para que una abadesa anciana y venerable llore, ¿verdad? 

Y Marie contesta con voz distante, parpadeando para quitarse las lágrimas de los ojos, que nunca había pensado que Cecily la considerase tan repulsiva.

Cecily se agacha con esfuerzo y se postra con las frágiles rodillas ante Marie y la toma de las manos y se las lleva a los labios, y dice que puede que Marie lleve algo de sangre real en las venas por casualidad, pero que el resto de ella es una tontorrona. Porque si se compara con la fuerza y la bondad y el resplandor y la gentileza y la grandeza de espíritu tan inmensa que corta la respiración, la belleza no es nada, la belleza es una mota en una montaña, la belleza no es más que una brizna encendida junto a un granero en llamas.

Marie le dice que se levante, que es una palurda vieja y tonta. Pero la abadesa tiene la cara roja y le cuesta contener la sonrisa. Y Cecily, que siempre ha dicho la verdad cuando la advierte, mira a esa cara con su bigotillo y sus arrugas y esos astutos y brillantes ojos castaños y sabe que ha calmado el orgullo de Marie y se ha abierto camino hasta su luz interior. Se le ocurren muchas otras cosas inteligentes que decir. Pero, por amor, Cecily se muerde la lengua.

Ahora la abadesa ha empezado a dormir mucho. Se sienta al sol junto a Wevua, que, por asombroso que parezca, continúa viva, aunque seguro que debe de tener más de cien años. El lenguaje ha abandonado la boca de Wevua; gruñe y hace muecas, como los monos que Marie vio en otra vida en la corte de Westminster.

Al cabo de poco, Marie está demasiado débil para que la saquen al sol, así que se queda tumbada en la cama e intenta rezar con cada latido de su corazón.

Cuando no duerme, sino que finge dormir para que la dejen en silencio, piensa en su vida.

Parte de sus vivencias regresan a ella con tal nitidez que son casi una visión mística. Cecily, tan joven por el campo en la época en que huyeron de la finca de Le Maine a Ruán, una tormenta repentina, gotas grandes como esputos, los caballos azuzados para que trotaran mientras la lluvia caía despiadada, un campo con almiares, un túnel hacia el interior seco del pajar, donde las chicas se quitaron las prendas empapadas y se taparon con la manta de lana, riendo ante la proximidad del otro cuerpo y el modo en que sus extremidades se chocaban cuando se movían y el sonido de la lluvia y el intenso olor dulce del heno. Se recostaron, se abrazaron para entrar en calor, y Marie notó el corazón de Cecily latiendo al compás del suyo, el pulso en la sien donde descansaba sobre el brazo de Marie, y su olor era tan fuerte, el jabón de limón y lavanda en el corazón de su trenza, la piel impregnada de miel y cebolletas y hojas podridas. Siempre se habían frotado juntas con la ropa puesta, pero nunca habían estado desnudas de esa manera; no se habrían atrevido. Cecily parpadeó y sus pestañas acariciaron el brazo de Marie. Esta se quedó inmóvil, se puso a contar hasta cien. Al llegar a cien, o se apartaría, o besaría a Cecily. Pero cuando iba por veintiuno, Cecily se volvió hacia ella y la besó en la garganta y Marie levantó la mano y tocó la cara de Cecily, encontró sus labios con los dedos, no había nadie que pudiera verlas ni detenerlas, no tendrían que apartarse sin resuello cuando la puerta del establo se abriera al sol y una silueta se perfilara contra el cielo como otras veces, no había nadie sobre la faz de la tierra que supiera dónde estaban, así que despacio y con timidez, la fría mano de Cecily le tocó la parte interior de la rodilla, resiguió la larga pierna hasta llegar a la zona más recóndita de sus muslos. Dejó la mano izquierda bajo la cabeza de Marie, que la abrazó con la derecha. Y Cecily sonrió con disimulo mientras con la mano trazaba círculos sin llegar a tocar a Marie donde esta quería que la tocara, desplazó los dedos hasta el hueso de la cadera y la pequeña curva de la barriga y las costillas y los pezones y al final se rindió, volvió a bajar la mano y la puso con suma ternura sobre el centro de Marie, donde la muchacha nunca se había atrevido a pedirle a Cecily que la tocara, y el muro que contenía a Marie por dentro empezó a desmoronarse, se dejó llevar sin pensar más, se abandonó a los anillos del placer que se expandían desde el centro de su cuerpo, la culminación de todos los momentos en el gallinero, en los establos, los besos furtivos, las peleas en el río mientras los pececillos les mordisqueaban los tobillos; y al final perdió la capacidad de pensar, se vio embargada por el júbilo, el éxtasis de vivir dentro de un cuerpo que contenía tales riquezas, dentro del apabullante mundo material tan henchido de belleza. Toda la noche, hasta que el día exhaló su maravilla. 

Incluso ahora nota un leve eco de los anillos de placer en la carne del cuerpo enfermo.

Pero no todo es tan bueno. También hay dolor. Dolor como un desgarro, como el mordisco de pequeñas bestias invisibles, zorros o comadrejas.

Y con ese dolor vuelven a ella aquellos meses posteriores a su llegada a la abadía, cuando se sentía igual que un ángel apóstata arrojado de la luz del cielo a la oscuridad del infierno.

Recuerda una y otra vez una noche poco después de tomar el mando de la abadía, cuando se despertó agitada y salió a la espesa oscuridad sin estrellas. Ese día habían separado a un ternero de su madre. Tanto la vaca como el ternero mugieron toda la tarde y hasta bien entrada la noche, mugieron tanto que las hermanas más tiernas perdieron el apetito. Cuando Marie la reprendió con sutileza, Goda le espetó que era necesario separar a las vacas de sus terneros a menos que las monjas no quisieran tomar leche y mantequilla. Marie se quedó callada porque le encantaba la leche y la mantequilla, y porque sentía como un agravio personal que la leche y la mantequilla parecieran más valiosos que el sufrimiento de los animales. La vaca se calmó al anochecer, pero luego los pasos de Marie seguramente la despertaron y, al mirar alrededor y buscar de nuevo su ternero pero no encontrarlo junto a ella, la vaca retomó sus mugidos, que, cerca del cuerpo de la bestia, le sonaron a Marie tan llenos de angustia que notó que los ojos se le anegaban de lágrimas. El sufrimiento de la vaca era inmenso y poderoso, una ola, que barrió el sufrimiento de la propia Marie. Entró en el prado y se dirigió a la madre, la acarició en el flanco para consolarla. Pero la vaca movió el cuerpo, de modo que su cara quedó frente a la de Marie, y apoyó la ancha y rugosa testa contra el pecho y el vientre de Marie, que abrazó la pesada mandíbula del animal, notando cómo el duelo de la madre por el ternero perdido fluía dentro de ella, y de ese modo se emborronaron los límites de su ser y se perdió en el sufrimiento ajeno. Y más tarde, cuando aún de noche sonaron las campanas que llamaban a maitines y regresó en la oscuridad como si estuviera ciega, Marie se preguntó si de hecho esa experiencia había sido la que más la había acercado a dios: no el padre invisible, no el sol calentando la tierra y animando a las semillas a salir de la tierra, sino la nada en el centro de su ser. No la Palabra, porque pronunciar la Palabra limita la grandeza del infinito, sino el silencio más allá de la Palabra en que habita la infinitud.

Comprendió que no importaba que su paisaje interior pareciese tan distinto del de sus hermanas, que a ellas les hubieran enseñado a anhelar el sometimiento y a sí misma no, que ellas creyeran en cosas que, en privado, Marie consideraba tonterías, no merecedoras de la dignidad de una mujer. Sus hermanas estaban llenas de bondad igual que una copa está llena de vino. Marie no lo estaba, y no podría estarlo. Por supuesto, Marie tenía grandeza en ella, pero la grandeza no era lo mismo que la bondad.

Y en ese momento vio cómo podía emplear esa grandeza por el bien de sus hermanas; renunciaría al ardor del amor singular de su interior y se dedicaría a un amor más elevado, construiría alrededor de las otras mujeres una abadía del espíritu para protegerlas del frío y la humedad, de los superiores que esperaban devorarlas, construiría una abadía invisible formada con su propio ser, una iglesia más grande a partir de su propia alma, un edificio de sí misma en el que sus hermanas crecerían igual que los fetos crecen en el oscuro calor palpitante del vientre.

Cuando entró en la capilla con una única candela encendida y entre las sombras y la oscuridad de los hábitos solo vio las caras de las monjas que relucían y cantaban, las vio como tiernos bebés desnudos flotando en la oscuridad amniótica.

Y ahora que es vieja y agoniza en el aire cerrado y perfumado con hierbas de la enfermería, piensa qué extraño es que no sean los largos y buenos momentos de acogedora felicidad los que regresen a ella cerca del final, sino más bien los instantes del más fugaz éxtasis y de oscuridad, de lucha y pasión y hambre y miseria.

Sonríe ante la versión de sí misma en aquella época de dolor, tan joven que creía que podría morir de amor. Qué criatura tan ingenua, le diría la vieja Marie a aquella niña. Abre los ojos y suelta tu vida. No te pertenece ni puedes hacer con ella lo que quieras.

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