Matrix

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Segunda parte

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En un acto de contrición, se pasa el resto de la noche tumbada con la cara pegada a la piedra fría del suelo de la capilla hasta que suena la campana de laudes y se oye ajetreo en las escaleras nocturnas cuando las monjas empiezan a descender. Le cuesta horrores cantar. Incluso la abadesa, cuya mente se pierde en sus neumas, ve a través del velo de los ojos la hinchazón en la mejilla derecha de la priora y pregunta si le ha mordido una araña. Aunque Marie tenía previsto salir a caballo para visitar a tres familias nobles ese día, no puede ir con la cara tan inflamada. Cuando termina la oración de la hora prima, Marie va en busca de la infirmatrix, hasta que la encuentra quitando malas hierbas a sus plantas medicinales y susurrando palabras de aliento a cada plantita en su galés nativo. 

La preciosa Nest levanta la mirada y un tímido placer le cubre la cara. Marie nota que se le remueve el tan olvidado centro de su ser, por debajo de las costillas. 

Nest pregunta a Marie si ya está de nuevo en esos días del mes, porque más de una vez ha aliviado el dolor que le retuerce las entrañas a la priora con el remedio calmante de su madre: bilis de una lechona puesta al fuego, lechuga, beleño negro, trébol, nabo del diablo y belladona en una solución de vinagre. 

Marie contesta que no, es dolor de muelas, aunque el calmante de Nest le aliviaría la irritación. 

Nest le dice a Marie que entre, se levanta, se limpia el polvo de las manos y conduce a la priora por delante de tres monjas acomodadas en sillas a las que han sacado para que se calienten los huesos al sol. La hermana Estrid mira a Marie con una esperanza terrible y dice maman? Duvelina, descerebrada, sonríe con beatitud a una mota de polvo que baila a la luz del sol. Wevua, que siempre verá a Marie como una novicia, murmura por ahí viene esa criaja atea, llorica y quejosa que quiere ser priora.

Las camillas de la enfermería se hallan vacías ahora que las monjas ancianas se encuentran sentadas fuera. La sala de atrás, donde están colgadas las hierbas del año anterior, desprende un intenso olor a marrubio, bergamota, budelia, romero, las hierbas que impregnan el hábito de Nest. No hay ventanas y la única luz procede de la puerta y de las ascuas donde la infirmatrix está hirviendo a fuego lento unas hierbas en una tetera. Nest enciende una lamparita de arcilla, y Marie nota el calor del fuego en sus labios y en la lengua cuando la infirmatrix acerca la lámpara a su boca y mira dentro. Nest dice que la priora debe de estar sufriendo mucho; hay que quitarle la muela. Está podrida. Una lástima, porque Marie había conservado todas las piezas hasta una edad muy avanzada. Un prodigio de buena salud. 

Marie se ruboriza y prueba la tierra del huerto en los dedos de Nest cuando esta ata el fino y resistente hilo para sutura alrededor del diente muerto.

La infirmatrix dice que tirará después de contar hasta tres y Marie se prepara y cierra los ojos. Nest dice uno, luego dos y se produce un dolor intenso y Marie abre los ojos de nuevo y ve a la monja sujetando el hilo con un bulto blanco y negro ensangrentado en un extremo. 

Marie le dice que no mentirás es un mandamiento, no una recomendación. 

Nest dice que el mayor mandamiento para una infirmatrix es no causarás más dolor del necesario. Con cariño, toma la cara de Marie entre las manos y vuelve a mirarle dentro de la boca. Ha machacado betónica en aqua vitae y le indica a Marie que se aclare la boca dos veces con eso y que escupa en una palangana hasta que deje de salirle sangre. A continuación, coge un pincelito y le pinta la encía dolorida con miel y le dice a Marie que se quede sentada con la boca abierta hasta que la miel se seque.

La tercera vez que Nest mira la boca de Marie, esta cierra los labios alrededor de los dedos de la infirmatrix. Miel, tierra, hierbas. Besa a Nest en la suave piel que hay entre las cejas. Nest no se aparta. Marie coge la cabeza de la infirmatrix. Nest se ruboriza y besa a Marie en la boca. Nest se incorpora y cierra la puerta, y cuando regresa a oscuras, ya se ha quitado la toca, el velo y la cofia. Toma la mano de Marie y la pone sobre su pelo rapado, le quita las prendas de la cabeza a Marie con dedos expertos. Luego Nest tira de Marie hasta ponerla de pie, le desata el cinturón, le retira el escapulario y le dice que se tumbe. Las manos de la infirmatrix levantan el dobladillo del hábito de la priora y Marie siente el sobresalto de una piel suave sobre la parte interna de los muslos y, al notar el aliento de Nest, comprende que no es la mano sino la mejilla de la monja, mucho más fina. Nota las pestañas que le acarician la piel. Un escalofrío le recorre todo el cuerpo. Y entonces la boca de Nest está ahí, sus manos están ahí, y Marie se ve arrastrada con violencia a la rápida corriente central de un río en el que la sueltan, da vueltas, se hunde. Cuando emerge de nuevo, se sacude y se tapa los ojos con las almohadillas de las manos. Ve chispas que bailan en la oscuridad.

Marie deja que la infirmatrix la vista. Nest le aparta las manos de la cara y dice muy seria no, no, no, ay, priora, no tenéis por qué avergonzaros por liberar al cuerpo, es una expresión de los humores, no muy distinto de dejar que la sangre salga, es algo totalmente natural, no tiene nada que ver con la copulación. Todavía llegaréis virgen a vuestro encuentro con dios. Es solo que algunas monjas requieren de esa expresión de los humores más que otras. Algunas por lo menos una vez cada dos o tres de días, otras una vez al año. Nest se había preguntado a menudo si Marie sería de las que lo necesitaban con más frecuencia. Algunas veces, bueno, Marie tiene una mirada enloquecida. Le dice a su superiora que vuelva a la enfermería cuando sienta la necesidad. 

Marie está tan agradecida que se queda sin palabras. Si semejantes cosas son medicinales, no son pecado. Desde la época de Cecily, había sentido que tenía el alma sucia. En una tarde, Nest le ha limpiado esa culpa.

Entonces recuerda dónde está y dice con tristeza pero, en fin, ya se sabe que no puede haber amistades especiales entre las monjas. Van contra la Regla de la congregación. 

Y Nest se traga la sonrisa y dice que, como le ha dicho, otras también van a verla para aliviarse de esos humores. Ese tratamiento no es tan especial como Marie podría creer; en realidad, es bastante común. 

La idea de que haya otras como ella hace reír a Marie. Sale a la luz del día con la lengua metida en la carne viva del agujero que le ha quedado en la boca. 

Y entonces ve lo que se ha perdido al entrar en la enfermería, el resplandor del sol a través de las ramas que el viento sacude, el pinzón con sus alas invisibles moviéndose como un rayo entre las flores, la piel restregada de las ancianas con los ojos cerrados y la barbilla alzada hacia el sol, una piel que recuerda a la corteza del avellano. La amabilidad de Nest hacia el cuerpo carnal ha provocado un cambio interior. Ya no hay nada severo y claro, nada destaca en oposición a otra cosa. El bien y el mal conviven; la luz y la oscuridad. Las contradicciones pueden ser ciertas a la vez. El mundo contiene un inmenso terror latente en su centro. Las mismas entrañas del mundo están en éxtasis.

Marie tiene treinta y ocho años. 

Ha habido líos entre los villanos que trabajan para la abadía y, cuando llega el verano, a tres de las mujeres solteras se les empieza a hinchar la barriga como un escaramujo. No son monjas, es cierto, no han jurado virginidad, pero Marie se avergüenza de no haber podido controlar esos cuerpos que tiene a su cargo, qué pensaría de la abadía el ancho mundo si se enterara. Un gran escándalo. La destituirían como priora. Gracias a dios ha adiestrado bien a sus superiores con sus halagos y habilidades, ya nunca acuden a supervisar la abadía. Habla con Goda, quien le cuenta los datos clave de la procreación a través de metáforas animales, el momento exacto en el que los niños maduran y se convierten en adultos. Al final, Marie convoca a toda la comunidad, más de cincuenta monjas y ochenta y tantas personas más con otras funciones, y se reúnen en el jardín. 

Ha llegado el momento de adoptar medidas drásticas, les anuncia con la voz más grave y rotunda de la que es capaz. A partir de ese día, las tierras de la abadía que quedan delimitadas por el bosque serán un lugar únicamente para mujeres. Todos los demás deben marcharse.

Solo podrán quedarse las sirvientas, continúa.

Darán limosna a los pobres de ambos sexos, pero no allí sino en la casa de caridad que Marie está montando en el pueblo, les dice.

Todos los visitantes se hospedarán en la posada que hay junto a esa casa parroquial. 

Respira hondo y da la estocada final. Cuando cumplan doce años, solo podrán quedarse con las villanas sus hijas, mientras que sus hijos varones tendrán que irse; si esas villanas no quieren separarse de parte de su familia, Marie intervendrá para que los desplacen juntos a alguna tierra de la abadía fuera de la propiedad principal y allí trabajarán. 

No es un pecado no haber nacido hembra, dice a las cabezas gachas que tiene delante. No es culpa de ningún recién nacido tener el sexo desafortunado que tiene. Pero el pecado se introduce a cierta edad en la vida, en torno a los once o doce años, cuando la serpiente corporal despierta y anhela desperdigar su veneno. Esa es la verdadera historia de nuestros primeros padres; ese es el conocimiento que adquiere Eva. 

Se multiplican los sollozos y, en privado, entre algunas monjas también hay regocijo. Solo cuatro villanas se desplazan a fincas más alejadas de la abadía con su descendencia. Y por el bien de quienes deciden quedarse y dejar que sus hijos varones se vayan solos, Marie busca cuatro sitios en hogares buenos y piadosos del pueblo para esos hijos desterrados.

La reina Leonor manda a una prima a la abadía, una chica de veinte años llamada Tilde, cuya cara pálida y delgada encubre una mente inteligente y un alma devota y humilde. Marie ve la verdadera vocación de la chica escrita en su rostro, y siente una punzada de envidia. Tilde se pasa el día feliz en el scriptorium, a menudo con la barbilla manchada de tinta. Marie la observa. La chica podría ser una excelente priora algún día. Hay en ella buen juicio, gentileza, fervor. 

Y un día Wulfhild, después de haberle entregado las rentas a Marie, se para en el scriptorium para besar en la mejilla a Gytha y mete a hurtadillas un paquete de semillas de hinojo caramelizadas en el bolsillo de la monja loca. Gytha sonríe con nostalgia. Más tarde, cuando por la noche en su casa, agotada, Wulfhild se quita la túnica de cuero, se le cae un dibujo en miniatura de una bestia fantástica en un trocito recortado de una carta, un tigre verde con una sonrisa humana o un erizo tocando el laúd, que sus hijas colgarán un día en la pared como parte de su colección. Algunas noches, cuando entre en su cuarto para darles un beso a las niñas mientras duermen, se parará, lo observará y sentirá ante esas numerosas bestias de Gytha algo similar a lo que sentía de niña cuando las monjas entonaban sus himnos más hermosos, los salmos más magníficos, un lento goteo interno de éxtasis. Arrobamiento. Ojalá tuviera tiempo de analizar esa sensación, piensa Wulfhild arrepentida; pero no tiene tiempo, nunca tiene tiempo, sus retoños la reclaman, el negocio de la abadía la reclama, el hambre y la fatiga del cuerpo la reclaman. Ya se acercará a dios cuando sea vieja, en un jardín entre las flores y los pájaros, se dice; sí, algún día se sentará en silencio hasta que conozca a dios, piensa, mientras se tumba en la cama para dormir. Pero ahora no. 

Trabajo. Oración, que es el elemento propio de la abadía tanto como la humedad, el viento. Los campos, las cerdas, el huerto.

Y Leonor, todavía cautiva. La reina, obligada a vivir en una jaula, continúa siendo una herida abierta para Marie. Sigue sin contestar a las cartas de Marie. Desquiciante.

Llega una novicia escandalosa y arrogante; tiene unas cejas negras tan grandes que le reptan por la cara como un par de orugas. No se molesta en aprender el lenguaje de signos y cuando quiere algo en el refectorio grita ¡lechuga! ¡Pescado! Un día caluroso después de semanas de lluvia, las novicias cogen cestas y corren al bosque a buscar setas. Cuando encuentran un círculo de pequeñas setas puntiagudas con el sombrero hacia arriba, una discusión; son venenosas, intentan advertirle las otras novicias, pero la nueva dice que no, siempre las recogía cuando vivía en su casa, son deliciosas, y habla cada vez más alto, empieza a chillar, agarra un puñado de esas setas y se las mete en la boca. Las otras novicias se dan la vuelta. Llenan cestas y cestas de setas distintas en silencio. Cuando oyen las campanas de las vísperas, resulta que la chica se ha perdido. Al final, la descubren aovillada, muerta, entre dos grandes tocones, con la cara hecha un moretón rabioso, la lengua hinchada entre los labios, otra seta pálida.

Marie tiene cuarenta y cinco años. Hay noventa y seis monjas, doce oblatas, todas muy capacitadas. La abadía es rica. 

Y por fin, una tarde de viento racheado, la ciega, cantarina, inútil y amable abadesa Emme yace en su lecho de muerte, donde permanecerá un tiempo, más música que cuerpo. 

Marie tiene cuarenta y siete años. Desde Roma, desde París, desde Londres, sus espías le han escrito apresuradas cartas presas del pánico: Jerusalén ha vuelto a caer en manos de los infieles.

Marie solloza. Se enfada por no haber contemplado nunca la ciudad cuando fue a las cruzadas de niña. Oculta, anhelada, soñada, Jerusalén ha crecido dentro de ella año tras año hasta ser el ideal de las urbes, un lugar de perfección, una ciudad a la que ninguna otra ciudad mortal logrará parecerse. Cedros, higueras, azucenas, gacelas. Y ahora, con la caída de Jerusalén, se ha abierto una rasgadura en el reino terrenal de su dios. Por esas rasgaduras se cuelan los grandes males. De noche no duerme por miedo a la nube oscura que siente aproximarse. Le resulta todavía más aterradora porque permanece agazapada en las sombras; ninguna de sus visiones puede sacar a la luz lo que se avecina. También es cierto que sufre insomnio porque la maldición de Eva está apartándose de su cuerpo con unas llamaradas que cuecen a Marie desde el interior. 

Llamas en lo más profundo de su ser, que lamen hacia fuera. Horroroso. Se levanta inquieta, corre.

El estanque de la abadía está oscuro, opaco. Es una noche sin luna. 

La sensación que transmite la abadía en su colina, a su espalda, encorvada y medio vigilante en sueños. El calor que sube desde la tierra, las ranas que aporrean sus tambores, las cigarras que cantan por millones, algún solitario pájaro nocturno con sus escasas notas.

Su cuerpo está habitado, siente un calor eléctrico, un fuego agitado se le cuela bajo la piel, el sofoco es insoportable, ahora corre hacia la luz tenue que hay junto al agua. La noche da vueltas en sus montículos de oscuridad. Fuera los zuecos y las calcetas mojadas con el rocío nocturno, el barro le refresca los dedos de los pies, el agua le llega a los tobillos, le empapa el dobladillo del hábito, las rodillas las vergüenzas la barriga, tan fresca en el pecho y los brazos, la lana mojada tira de su cuerpo hacia abajo. Las ranas murmuran al verse molestadas. Su cabeza es lo único que sigue en llamas, el agua le lame la barbilla a través de la tela. Un cuerpo que parece el de un perro en el agua oscura. Una visión del gran alano tontorrón de su infancia en una tarde de agosto del cual solo asomaba en la superficie el hocico rosado. Al recordar ese perro, hace tanto tiempo fallecido, la risa grave y baja de Marie surca la superficie y resuena en el extremo opuesto del estanque. 

El calor se desprende de las extremidades de Marie y su lugar lo ocupa el fresco, un alivio. Esos sofocos son inaguantables, volverían loco a cualquiera. 

Y con esfuerzo, porque le pesa la ropa, regresa a la orilla.

Sin embargo, allí hay alguien de pie. Una mano atenaza el corazón de Marie. Terror: latigazos en la espalda, un estómago hambriento, un golpe a la dignidad de la priora. Que sea lo que tenga que ser. No va a malgastar una plegaria a la Virgen para impedirlo. Camina con pesadez mientras vadea el estanque. La cara pálida enmarcada en el hábito oscuro se hace visible, la hermana Elgiva, con pecas en las mejillas, con largas y pálidas pestañas, de una antigua familia sajona. 

Elgiva le pregunta con voz divertida si la priora tenía ganas de darse un chapuzón nocturno. Qué extraño continúa sonando el francés en las bocas de esas inglesas, pese a los treinta años vividos en la abadía, un oído criado en el continente nunca podrá acostumbrarse. 

Pero Marie le dice que no, era la mortificación de la carne. Pero ahora, al saber que la hermana la había espiado, es la mortificación del orgullo.

La hermana Elgiva extiende una mano y tira del pesado cuerpo de su superiora para ayudarla a alcanzar la orilla. Es tan bajita, bueno, todas lo son en comparación con Marie, la coronilla de la monja apenas le llega a la clavícula. Alarga los brazos para ayudarla a quitarse la toca, el velo, la cofia. 

Elgiva le dice que oyó que la priora salía corriendo y supuso dónde iba. Su propia madre también perdió la maldición de Eva a una edad temprana. Una vez, la encontraron fuera en plena nevada, metiéndose nieve por dentro del corpiño. 

Qué bien sienta el aliento de la noche que sopla por el pelo corto de Marie, qué fresco el aire en el cuero cabelludo. Elgiva se inclina y coge la costura del escapulario y levanta la pesada tela. Ahora sube el dobladillo del hábito. Muy libre. Ahora un sobresalto, porque la hermana se inclina a coger la parte inferior del blusón, pero aquí los cuerpos no están desnudos, los cuerpos solo se muestran para el baño mensual, la noche tiene ojos. Pero la languidez se ha apoderado de la priora después de meterse en el estanque: cuando los sofocos abandonan el cuerpo de Marie siempre es como si la deshuesaran. ¿Qué tiene de malo dejar que Elgiva la ayude? Así pues, permite que su piel desnuda quede expuesta, los ojos de la hermana sobre la piel son como caricias con la yema de los dedos, la sensación de una sábana seca en las manos, un roce en la noche. Cuando Elgiva envuelve a Marie con el tejido limpio, el velo acaricia la piel desnuda de su pecho.

Entonces, una sorpresa. Y en el fondo, en realidad no es una sorpresa. Los labios de Elgiva están calientes, el aliento le huele bien, ha masticado menta en la oscuridad de camino al estanque, tiene la piel fina. 

No, piensa Marie, dura consigo misma, aunque ya sabe que la respuesta es sí. Es débil. 

Ahora es Elgiva la que se quita la toca, el velo y la cofia, el cinturón el escapulario el hábito, se ríe, no puede esperar a quitarse del todo el blusón de lino, toma la gigantesca mano de Marie entre las suyas pequeñas y callosas y la pone en el centro de su cuerpo, una deliciosa humedad que cede bajo los dedos de Marie, se hunde como si tocase el musgo en el bosque, exuberante y blando, los gemidos que emite bajo la presión de la boca de Marie. Ambas de rodillas en la tierra cálida y húmeda. Ahí abajo Elgiva huele a cebada y cebollino y sal marina y barro ribereño. Su respiración tan próxima es como una cancioncilla, y las ranas han olvidado las molestias del agua y han reanudado sus cantos. Los dedos de Marie, tan expertos… Quizá Elgiva sea otra de las monjas secretas ocultas en la abadía, hay unas cuantas como ellas; después de que Nest la despertara, Marie las ha visto dándose besos furtivos entre las sombras a la orilla de los zarzales, esperando junto al retrete en la oscuridad hasta que otro cuerpo se escabulle con la noche como coartada. Marie pasa mentalmente al inglés, el francés no es apropiado para el cuerpo animal, mano boca dientes pecho labio muslo piel coño, palabras que contienen la sangre caliente del sentimiento.

Y cuando Elgiva ha recuperado el aliento dice que ya se lo imaginaba. Había oído rumores de que la priora también visita a la infirmatrix Nest. 

Por un instante, a Marie se le corta la respiración al imaginarse a sus monjas hablando de ella en esos términos. Una liberación de humores, como un sangrado, dice siempre la infirmatrix. Nest, con su preciosa y amable boca carnosa y tan hábil. En ninguno de los libros se menciona la sodomía femenina, y si fuese un pecado, sin duda los grandes y airados moralistas lo habrían explicitado. Marie lo ha buscado; solo ha hallado el eco del silencio.

Se envuelve de nuevo en la sábana de lino, recoge las prendas mojadas, cruza el terreno oscuro con pasos rápidos. El aroma de Elgiva todavía perdura en sus dedos, no te laves, nadie lo sabrá. Esta noche no hay ni estrellas ni luna, mucho mejor. Le da la sensación de que las campanas de maitines están aunando su silencio, preparándose para tañer. 

Elgiva vacila y luego susurra que a menudo está sola en la lechería, cuando todas las demás se hallan ocupadas en sus tareas.

Marie contesta que le ha entrado un interés repentino en la fabricación de la mantequilla. Risas. Un espino albar en la oscuridad cubierto por completo con su temblorosa flor blanca. Un último beso fugaz. Entonces Elgiva se mete en la capilla. Marie observa que en la penumbra la otra monja se tumba ante el altar de la Virgen María, con la cara apoyada en el suelo de piedra, los brazos en cruz, para rezar y esperar el oficio nocturno. 

Mientras la observa, siente una tristeza dentro, quizá sea lástima; no podrá aceptar lo que la bonita monja pecosa le ha ofrecido, Marie le ha mentido. El amor que se obtiene con tanta facilidad no es amor, como bien sabe por los romances corteses. El amor que fluye de arriba abajo, de priora a monja ordinaria, va contra las leyes de la bondad. Para el rígido corazón de Marie, no puede haber otros enredos salvo los que comenzó hace mucho con Leonor, imposibles y distantes. Para saciar su hambre corporal, esos apetitos carnales y más bajos, en otro tiempo estuvo Cecily y ahora solo pueden estar las manos medicinales de Nest. 

Una vez en la abadía, rápido a la cocina y luego a la bodega. No quedan blusones de lino, el otro que tiene está en la lavandería. La prenda mojada extendida en la cuerda de tender y en las estanterías el último hábito de la pila, a la izquierda, el único lo bastante grande para cubrir el cuerpo de Marie en toda su extensión. Lo aborrece, con sus remiendos y su pieza suplementaria en el dobladillo cosida treinta años atrás. Y el escapulario, los calcetines largos, la toca, rápido, rápido. Ya tañen las campanas. Se oyen pasos de monjas soñolientas que bajan las escaleras nocturnas.

Acaba de ajustarse las agujas mientras sale corriendo de la cocina. Y cruza el claustro con sus columnas, que se yerguen desnudas, igual que si fueran doncellas en la oscuridad, ay, calla, mente, esos pensamientos turbios deben desaparecer, es hora de rezar. Y la entrada tardía la genuflexión el asiento junto al de la abadesa, que está vacío. A la luz de la única vela encendida al otro lado de la silla de la abadesa, la subpriora Goda vuelve la cara, olfatea, ¿es posible que huela el placer en Marie, el barro del estanque, lo que lleva en los dedos? Sonrisita. Tal vez sí. Goda trabaja entre novillas y cerdos. Conoce el cuerpo animal.

Deus in adiutorium meum intende. Maitines. 

Las monjas bajan la cara, cantan, ocultas por la luz tenue. Las voces adormiladas se elevan en el Venite, con antífona. 

Ay, qué maravilla. Esto es un milagro.

Porque el profundo calor vuelve a despertarse, imposible de apagar; mientras abandona su cuerpo, el fuego devorador de la maldición de Eva empieza a latir desde el interior hacia la piel. Pero esta vez conforme da vueltas, insoportable, por dentro, el hábito nuevo ya empapado en sudor, comienza a suceder algo extraño: la intensidad abrasadora de ese refulgir sale del cuerpo de Marie y desciende sobre cada una de las otras monjas, una por una, en una ola luminosa. Y cuando el calor se posa, lo hace con colores nuevos: en las niñas oblatas de la primera fila de bancos es una lengua de fuego diminuta y pálida y en las jovencísimas novicias es una llama roja un poquito más intensa que va creciendo en tonos dorados a medida que avanza hacia las monjas de mayor edad, y en azul y verde al entrar en las monjas que también están en edad de perder la maldición de Eva (la época del pánico, la idea peregrina de tirarse por la ventana para liberarse de los asfixiantes humores del cuerpo) e incluso se vierte en dorado y rojo sobre las monjas encorvadas y desdentadas que pasaron hace décadas a la calma que hay más allá del final de la fertilidad. El calor desciende sobre la cabeza de todas y cada una de las monjas; y cuando vuelve a elevarse y sale de todas ellas, crea un inmenso brillo compasivo que cobra fuerza y velocidad a su paso, un remolino de llamas rojas, blancas y azul cálido. El calor que se extiende desde el cuerpo de una hasta el de la siguiente se comparte, igual que se comparten todas las cosas en esa abadía de mujeres. Marie lo ve pasar de un cuerpo a otro. Ve que incluso la abadesa en su lecho de muerte en los dormitorios que hay encima del refectorio se convierte en una vela de sebo que reluce en la oscuridad. 

Y mientras cantan, todas las almas iluminan el mundo con su radiante brillo. 

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