Matrix

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Tercera parte » 2

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Por la noche, Marie convoca a sus cuatro hijas más competentes.

La nueva priora Tilde, nerviosa y escrupulosa, con la cara dulce y sobresaltada de un lirón. Ay, cuánto ama a dios esa chica, cuánto ansía a dios, cree en la bondad de todas las cosas con una especie de rigurosa sencillez. Poseer una sencillez tan consciente en un mundo tan complejo requiere una gran inteligencia, considera Marie. Envidia a la chica, la admira.

Y la joven y ávida hermana Asta, cuya mente es clara y mecánica, que sabe adentrarse en los engranajes de las cosas, que camina de puntillas con el cuerpo inclinado hacia delante en un equilibrio precario, como si estuviera impaciente por llegar cuanto antes, cuyos modales en la mesa son tan espantosos que se considera una penitencia tener que sentarse frente a ella en el refectorio. 

Y la hermana Ruth, que había sido novicia con Marie y posee un juicio agudo y es amplia de miras.

Por último, Wulfhild, la cobradora de impuestos de la abadía, a quien han sacado de su sueño en el pueblo, donde tiene cuatro hijas, muchachitas inteligentes y fuertes, y una casa muy arreglada.

Ya es noche cerrada cuando todas se congregan en los aposentos de Marie. La cocinera personal les lleva queso y pan y tartaletas de fruta y un buen vino dulce traído de Borgoña. Con la llegada de la comida, a las mujeres les importa menos haberse visto privadas de sueño.

Entonces Marie se levanta, inmensa, junto a la chimenea. Ruth piensa con admiración que resplandece con una luz que no procede del fuego. La abadesa les cuenta poco a poco la visión que ha tenido en el campo ese día y comparte con ellas su plan.

La priora Tilde baja la cabeza, arrobada, no presenta objeción; tiene miedo de Marie, de lo rápido que avanza su mente por los recovecos, y ahora ve la luz prestada de la Virgen reluciendo en el cuerpo de su superiora.

Para la hermana Asta, el reto de semejante empresa es atractivo, un rompecabezas por resolver, y su carita puntiaguda se enrojece de exaltación, mientras hace cálculos a toda prisa y dice que tal vez podría completarse en dos años, si se empleasen todas las manos que no son imprescindibles para las necesidades urgentes de la abadía y comprasen diez vacas de tiro o caballos de carga a fin de arrastrar las ramas caídas hasta las pilas en las que las quemarán. 

La gran inmovilidad de la duda se apodera de la hermana Ruth. Siente un escalofrío y se estremece. Pero al notar esa incomodidad piensa en Marie tal como era unos meses después de llegar en calidad de novicia: una cosa enorme, patilarga y delgaducha, callada y triste; en cómo, durante los treinta años transcurridos desde ese día, la abadía ha crecido en prosperidad y comodidad y ha pasado de tener veinte monjas muertas de hambre a casi cien monjas y docenas de sirvientas, además de un número similar de villanas que viven en cabañas con su prole. Y todos esos recuerdos, todo el peso de lo que las monjas deben a Marie, los treinta años de control de la abadía y de ingenio para manejar los asuntos de la comunidad pesan sobre la hermana Ruth. Al final, piensa en la imposibilidad práctica del laberinto, en lo ridículo que sonaría si lo hubiera propuesto cualquier otro salvo la Virgen María a través de su firme y enorme receptáculo que es la abadesa Marie; y por fin llega a la conclusión de que la voluntad de Marie es más fuerte que cualquier imposibilidad práctica y que se llevará a cabo aunque Ruth ponga objeciones. 

Baja la cabeza, reza, la levanta y dice que sí, aunque con la voz cargada de preocupación, cuando se hace la votación. 

Wulfhild es la única que se resiste a la abadesa. Hace ya doce años que es cobradora de impuestos, con su curiosa túnica y su falda de cuero, que relucen por el sebo con el que las frota para que sean impermeables ante las inclemencias del tiempo. Es una mujer de pelo oscuro y curtida por el sol que da la impresión de albergar una agitación rabiosa mantenida a raya a base de fuerza de voluntad, más menuda que Marie, pero con una especie de autoridad natural similar a la suya y que se refleja en los hombros, echados para atrás. Cuando frunce el entrecejo, la genuina belleza de sus pómulos altos y sus pestañas largas da paso a una gravedad repentina. Es esa Wulfhild, con la columna fuerte, quien se pone de pie y le dice que no a la abadesa. 

Este plan es una locura, dice. Está abocado al fracaso. 

Marie parpadea despacio y las otras mujeres de la sala contienen la respiración. No, repite la abadesa, sin emoción. 

Wulfhild añade que justo han terminado de ahorrar lo suficiente para la casa de la abadesa, ella misma encargó a los obreros que excavaran en las minas donde se extrae toda la piedra de la abadía, es una insensatez decirles que paren ahora. Tardarán otros diez años en ahorrar de nuevo lo necesario.

Marie pregunta en voz muy baja si Wulfhild no la quiere. 

Wulfhild contesta que la quiere tanto que se atreve a advertir a Marie cuando comete un error y que ni siquiera el resto de las personas que están en esa sala pueden alardear de tal sinceridad cuando Marie pone su cara de asesina, que es la que tiene ahora mismo. Pero a ella, a Wulfhild, no le asusta la abadesa. 

A juzgar por el pulso rápido que se advierte en la garganta de Wulfhild, salta a la vista que en realidad sí que le asusta la abadesa. 

El silencio se prolonga y es horrible.

En voz tan baja que todas las mujeres se inclinan para oírla, Marie dice que cuando Wulfhild habla, lo hace con la voz de la propia autoridad de Marie, que le ha prestado a su cobradora de impuestos. Pero la propia Marie habla con la autoridad de la Virgen María, quien le ha concedido una gran visión ese mismo día. 

Por supuesto, continúa, Wulfhild no se atrevería a contradecir a la Virgen María.

De ese modo queda derrotada la resistencia de Wulfhild. Suspira. Se recompone. Con ojos llameantes se inclina sobre la mesa en la que Asta, muy emocionada, ya ha empezado a esbozar los planos.

Han sacado al sol a las tres monjas ancianas junto a la enfermería. Una enferma, otra descerebrada, otra con demencia.

Estrid murió mientras dormía y la ha sustituido Amphelisa, que pisó un par de serpientes mientras copulaban y recibió la maldición de una embolia; la mitad del cuerpo se le ha quedado petrificado y le cuesta mucho hablar.

Duvelina, que tiene la sangre más pura que cualquier otra monja, que procede de la mejor familia de Francia, nació con un puñado de palabras, una sonrisa maliciosa, unos ojos que parecen siempre entornados para protegerse de un viento constante.

Y Wevua, que se vuelve aún más deslenguada porque ya no está anclada al tiempo. 

La priora Tilde ha corrido a darles guisantes para que los desgranen, porque ahora que los bosques están atestados del ruido de los árboles al partirse, de los gritos de las monjas, todas las manos deben trabajar y no hay ocio ni siquiera para las ancianas ni las enfermas.

Wevua se queja de que, desde que empezaron a construir el laberinto, el dormitorio apesta a sudor. Es imposible dormir así, no se puede respirar. Y ya nada está limpio. Las sábanas dan asco. El suelo del refectorio está lleno de barro.

Amphelisa dice con la lengua trabada que es muy difícil con tan pocas monjas como quedan para trabajar en la abadía. Pobre Tilde.

Dejan de desgranar un momento y miran la toca de la priora Tilde, que aparece y desaparece por las ventanas. A la priora le han dejado solo doce sirvientas y monjas para hacer las tareas de toda la abadía, solloza mientras bate mantequilla, solloza mientras corre a sacar el pan de los hornos, ha tenido que ceder, desesperada, a dejar que las malas hierbas se apoderen del huerto. 

Duvelina inclina la cabeza. Debido a su falta de entendimiento, quizá sea la monja con la fe más perfecta, la que tiene la bondad inoculada, sin enturbiar. Empieza a pelar guisantes a una velocidad admirable, sus dedos son un borrón, se le da de maravilla desgranar. 

Amphelisa dice la palabra niña, refiriéndose a lo atroz que es que una oblata muriera el día anterior, al interponerse en el camino de un roble que acababan de talar. Esa mañana han celebrado el funeral. Amphelisa todavía huele la savia de las azucenas que ha recogido con la mano buena para colocarlas sobre el cuerpo cubierto con el sudario.

Wevua resopla. Les cuenta a las demás que todas las niñas oblatas que mandan a la abadía se mueren. Qué se puede esperar. Hay hambruna por todas partes. Mucha muerte. Y esa sirvienta tonta que se comió un tubérculo que parecía una zanahoria pero que no lo era y acabó echando espuma por la boca hasta morir. Las pobres y guapas hermanas de Wevua, que se pusieron azules y con los pulmones encharcados, qué horror. Ella misma cavó sus tumbas. La fría lluvia de febrero. Las manos ensangrentadas. Wevua abre las manos y se mira las palmas. Se siente ofendida al descubrirlas de pronto tan ajadas. 

Con ese gesto, Amphelisa sabe que Wevua ha regresado a la época de hambruna previa a que Marie tomara las riendas de la abadía, unos años antes de que ella misma llegase a la abadía como una novicia de dieciséis años. Le pregunta la opinión a Wevua sobre la nueva priora Marie, curiosa por saber cómo era Marie tantos años atrás.

Wevua resopla y dice que la nueva priora Marie es un cero a la izquierda. Débil. Todavía una niña en ese cuerpo inmenso. Ni siquiera conoce las oraciones que se saben todos los niños cristianos. Es asombroso. Tuvo una infancia pagana. Es cierto que aceptó la cruz cuando fue a las cruzadas de niña, pero renunció a sus votos por fragilidad y volvió a casa sin llegar a ver Jerusalén. Un fracaso de cruzada; peor aún que los que fueron a Outremer solo para enriquecerse. Wevua ha oído a la niña Marie hablando en voz alta en sueños más de una vez. Al parecer, en la corte tuvo un gran amor. La chiquilla todavía suspira por ese amor. Algunas noches, Wevua se despierta y encuentra la cama de Marie vacía, a saber adónde va. Wevua predice que morirá pronto de algún desengaño amoroso. Mejor, dice. Permitir que una no creyente como ella sea priora de una comunidad de santas vírgenes es un escándalo, un pecado.

La mitad de la boca de Amphelisa se alza en una sonrisa. El tiempo ha demostrado cuánto se equivoca Wevua.

La anciana demenciada dice a regañadientes que, de todos modos, la chica aprende rápido, hay que reconocerlo. Si canta una antífona entera una sola vez, ya se la sabe de memoria. Pero Wevua está convencida de que Marie no debería tomar los hábitos porque salta a la vista que no ama a dios.

Y Amphelisa se ríe en voz alta al pensar en la abadesa de otra forma que no sea radiante y con un halo de santidad. Entonces se recuerda mentalmente que todos son pecadores y nadie es perfecto, ni siquiera la madre Marie. 

La priora Tilde se apresura por el camino del jardín, jadeando, y grita desde lejos si ya han desgranado todos los guisantes, luego se pone hecha un basilisco cuando ve que la cesta aún está medio llena. Suplica a sus hermanas que trabajen más deprisa y se marcha de nuevo corriendo.

Tanto es el empeño que pone en la tarea Duvelina, que su nariz casi toca los guisantes que tiene en el regazo. 

Las tres monjas permanecen en silencio hasta que terminan; entonces ven a Tilde corriendo como una flecha hacia la capilla, donde es la encargada de tocar las campanas que marcan la hora nona. Wevua se incorpora, se pone la cesta de guisantes para el refectorio bajo un brazo y coge a Amphelisa con el otro y lleva a ambas a la capilla. Su mente divaga en el tiempo, pero su cuerpo continúa fuerte, a pesar del pie aplastado. Duvelina murmura mientras las sigue arrastrando los pies. Al llegar a la puerta, Wevua deja a Amphelisa, pero entra los guisantes. Amphelisa espera, apoyada en la piedra cálida. Wevua sale otra vez y pone la cesta de guisantes vacía en el suelo; luego recoge a Amphelisa y la acompaña hasta su banco.

Qué pocas monjas quedan para cantar la nona; las demás están en la capilla del bosque, con todo ese polvo de serrín y humo y cantos de los pájaros y sudor. Están allí la priora Tilde, las tres monjas ancianas, Goda, que ahora cuida de los animales sola. La infirmatrix Nest vuelve a la abadía porque en el bosque necesitan ungüento para las ampollas y vendas y se sienta con impaciencia a esperar mientras dura el divino oficio. La luz se filtra con suavidad por las ventanas sobre los bancos de madera, en su mayoría vacíos.

En ausencia de la cantrix, la priora Tilde dirige el servicio religioso. 

Nest canta, pero piensa en el bosque. Oye cómo a lo lejos talan los troncos; el crujido de los árboles al caer; las otras, monjas, sirvientas y villanas, han retomado enseguida sus ocupaciones. Anhela estar con ellas bajo el sol y el viento. Una extraña magia se ha apoderado de sus cuerpos. Desde que la abadesa anunció el proyecto, todos los días ha hecho buen tiempo, pero no demasiado calor, los días han ido alargándose, de modo que la fuerza y la resistencia crecientes de las monjas pueden ponerse a prueba con jornadas de trabajo más largas. Regresan con las manos encallecidas, las mejillas quemadas por el sol, las piernas temblorosas de agotamiento y orgullo; los cuerpos se duermen antes siquiera de tocar la cama después de las completas. Durante ese tiempo, Nest ha atendido solo heridas menores y una única fatalidad, la pequeña oblata de ocho años que jugaba entre la maleza y que no oyó los gritos de advertencia para apartarse de la trayectoria de un roble recién talado, que se le cayó encima. Las niñas más pequeñas son las encargadas de las vacas de tiro y de los caballos de carga y es una delicia ver cómo las bestias se mueven obedeciendo a sus vocecillas, descubrir que la mayor parte de las muchachas pueden trabajar con tanto ahínco como las monjas que ya llevan el velo. Con qué diligencia han estado trabajando todas las mujeres, llenas de resplandor y convicción. Han acabado los muretes y caminos ocultos que tapan el atajo que comunica la abadía con el pueblo, han cavado el túnel secreto final, apenas un trecho desde detrás del último murete hasta el granero que queda tras la casa de caridad y la posada; la propia Nest clavó el pico que reveló la luz de la salida. Y por todo el bosque, los arroyos quedan enterrados bajo los caminos, las monjas transportan cestas de despojos, las esforzadas criaturas levantan leños y troncos de la tierra, los árboles tiernos que han trasplantado parecen haber duplicado su tamaño sin saber cómo, los arbustos van llenando los huecos de forma tan tupida que da la impresión de que los hubieran plantado cuando se formó el mundo. Y es en los huecos que no pueden cubrirse con arbustos donde construyen esos inteligentes muros que completan la ilusión de que la carretera discurre en todo momento de manera aislada, aunque en realidad quede separada de otros caminos por una hilera de árboles y arbustos. En la superficie de la vía que va desplegándose poco a poco, una brazada de guijarros de la cantera sirve de base para un grosor equivalente de tierra. Después, aparece una máquina que construyeron entre Asta y las monjas carpintera y herrera, una imponente maravilla de artilugio: diez de las trabajadoras más fuertes se colocan dentro de una rueda gigante y caminan a la vez para prensar la tierra hasta que queda dura y lisa.

Lo que podría hacer Asta si tuviera una mente bélica: máquinas de muerte atroz, objetos que lanzaran fuego y veneno a cierta distancia, máquinas para aplastar, máquinas de sustancia ardiente listas para explotar; la extraña monja está tan exaltada por las ideas que se olvida de calibrar las consecuencias. Es asombrosa la extensión de camino que puede cavarse en un solo día en un bosque centenario. El primer tramo del laberinto ya está terminado, acaban de empezar el segundo. Y todas las mujeres que trabajan juntas en la empresa se sienten bendecidas por la luz dorada, por el abotargamiento de las hogueras, por el aire libre, por el jubiloso sudor y el esfuerzo de sus cuerpos. Incluso la abadesa trabaja y la prodigiosa fuerza de Marie deja a Nest sin aliento; la abadesa no es muy distinta de una vaca de tiro, esa extraña clase de vaca virago que no es ni una cosa ni la otra, sino ambos géneros al mismo tiempo. Bueno: Marie siempre ha sido fuerte. Nest puede sentir la potencia de la carne de la abadesa como si incluso ahora mismo se moviera bajo su mano. Qué extraño imaginarse que algunas personas que nacen de sangre azul tengan un cuerpo más fuerte que los labriegos del campo. Eso lleva a Nest a reflexionar; ¿significa acaso que entonces hay otros de sangre plebeya que deberían mandar? Ríe ocultando la boca en la manga ante la idea. Wevua, desde el otro lado del coro, la fulmina con la mirada.

Versículo. Oración. Bendición. Nest recoge la cesta con el ungüento y las vendas y se marcha casi a la carrera hacia el bosque, a vendar las manos de las afligidas y devolverlas al tajo.

La priora Tilde la mira mientras se aleja, devastada. Con la voz absorta, dice que la infirmatrix habría podido llevarse la comida en la carreta y así Tilde no habría tenido que acercársela a las mujeres trabajadoras.

Y Goda, que no es en absoluto una mujer blanda, le da una palmadita a la priora en el hombro y le dice vamos, tranquila, ¿por qué no se sienta un momento a descansar?, que ya irá ella, Goda, a llevarles la comida. Le dice a Tilde muy en serio que debe aprender a mantenerse serena, que debe delegar tareas en otras, para no morir de sobreesfuerzo. Tilde debería tomarla a ella, a la subpriora, como ejemplo, porque Goda podría sacar a las vaquillas a pastar todos los días, pero es mejor que emplee el tiempo en atender las enfermedades de los animales; a ver, justo esa misma mañana, ha puesto un linimento a la puerca que tiene el ano hacia fuera y de ese modo ha acallado los chillidos constantes del animal y dado a las otras cerdas un poco de paz. Sí, dice Goda con satisfacción, Tilde debe encontrar sus propias cerdas con prolapso y mandar a otras monjas a que pastoreen las vaquillas, podría decirse que eso es una metáfora, pero cuando se da la vuelta para sonreír a la chica, Tilde ya se ha largado veloz como el rayo.

En el bosque, Marie, que piensa en la reina, a quien acaban de liberar de su cautiverio, en qué aspecto tendrá Leonor tras esas largas décadas, pues incluso la reina debe envejecer, alza la vista y ve a Nest avanzando a grandes zancadas por el camino recién aplanado, con las mejillas sonrojadas por la caminata, qué preciosa está con esa sonrisa, el pequeño defecto de la marca de nacimiento junto a la nariz hace que su belleza resalte aún más.

Últimamente Marie tiene hambre, hambre de todo, de comida, de trabajo corporal, de ese buen aire fresco en los pulmones; y esa hambre se le despierta con tanta fuerza al ver a Nest que la abadesa tiene que cerrar los ojos y contener la respiración hasta que se le pasa.

Las monjas trabajan hasta que el viento se carga de nieve y el suelo está demasiado duro para excavar, y después se adentran en las largas y oscuras horas de la contemplación invernal, anhelando los árboles y el aire fresco, con el cuerpo inquieto por la falta de movimiento y los sueños nocturnos llenos de laberintos. Han acabado más de lo que Asta se atrevió a calcular, dos secciones enteras de bosque convertidas en laberinto, desde el pueblo, en el noreste, hasta las colinas del noroeste por donde los lobos se escabullen en primavera cuando se llevan corderos. Terminan temprano sus tareas en la panadería, la fábrica de cerveza, la lechería para poder ir a la parcela de árboles y cortar y almacenar leña, qué bien sienta volver a sudar, poner al límite los músculos y hacerlos trabajar. Las quemaduras del sol palidecen en la penumbra interior. El brillo sano de sus mejillas ha desaparecido. La priora Tilde se fija en que las sirvientas tardan apenas unos días en dejar las estancias como los chorros del oro, todos los suelos y los muebles de madera frotados y relucientes, recién pulidos, todos los desperfectos arreglados. Terminan con celeridad los manuscritos del scriptorium que habían interrumpido para hacer las tareas exteriores, dedican largas horas a los breviarios, los salterios y los misales, los acaban y encuadernan, hasta que ya no quedan más encargos pendientes.

A la demente hermana Gytha, que es analfabeta porque las letras le bailan y cambian de forma ante sus ojos, pero que pinta las ilustraciones de los manuscritos con una imaginación salvaje (demonios perfectos de color azul, mártires agonizantes con grandes chorros de sangre), ya no le quedan más libros que ilustrar y, para evitar que sus pensamientos se desperdiguen como las semillas de un diente de león, empieza a contar chismes sin parar sobre las orgías de los bosques.

Pactos de sangre, niños sin bautizar convertidos en caldo, sangre de vírgenes bebida como el vino, de todo eso habla.

Una mañana gélida, después de la hora prima, Gytha para a la abadesa y le cuenta en un susurro rápido y falto de aliento que la noche anterior vio que los árboles se doblaban y bailaban al son de los cuernos y tambores de las brujas que se habían reunido allí en la negrura absoluta, porque no había luna, para llevar a cabo sus horrendos y retorcidos rituales de medianoche alrededor de las hogueras hechas no con leña sino con carne seca y apilada de recién nacidos. Y añade que ella, Gytha, les dijo a los árboles que no la engañan con su fingida inocencia, porque sabe perfectamente que los árboles son instrumentos del demonio. Jadea. Tiene los dientes perfilados de azul por donde chupa el pincel de lapislázuli para hacerle la punta más fina. 

Con cautela, Marie le dice que tal vez lo que vio Gytha la noche anterior fuese en realidad una tormenta de nieve con mucho viento y granizo que sacudió los árboles, un viento que aulló como si portara consigo las voces de muchas bestias. Marie es capaz de ver la verdad que subyace a lo que otras llaman la locura de Gytha. 

Y esa misma mañana, Marie encarga otra tarea a la monja demente y le indica que pinte una inmensa María Magdalena con el pelo rojizo y suelto alrededor del cuerpo en las paredes de la capilla. Apostola Apostolorum, la santa favorita de Marie; la verdadera roca de la iglesia, piensa la abadesa. La cara de la santa se desvela poco a poco. Se trata de la cara huesuda y larga, nada agraciada, de la abadesa Marie, con su halo dorado. Tiene un toque sumamente equino. Gytha canta para sus adentros mientras trabaja. Marie siente que su cara real, de carne y hueso, arde de desesperación; allí no hay espejos, ninguna pieza de estaño pulida en la que reflejarse, e inmersa en la grandeza de su poder se ha olvidado incluso del recuerdo de su profunda falta de belleza hasta que Gytha la pinta sobre la escayola.

Las otras monjas fabrican cosas. Tejen resmas de lino y de lana, arreglan cestas, curten la piel. Experimentan con una nueva clase de cerveza de gruit en la fábrica que se oculta al otro lado del arroyo helado.

Y fuera, más allá de los muros del jardín, donde las monjas de los oficios han puesto sus distintos talleres, Asta, dando saltos de puntillas por la emoción, y las monjas herrera y carpintera construyen artefactos con los que trabajar mejor y más rápido en primavera. Las ayudan las otras monjas con oficio: la zapatera, la sopladora de cristal, la alfarera. Crean una sierra, accionada por dos vacas de tiro o dos yeguas en un círculo, que en cuestión de minutos es capaz de tumbar un árbol de la envergadura de tres monjas cogidas de las manos. Construyen un trineo capaz de trasladar los árboles a las pilas de quemar con una única bestia en el yugo. Fabrican carretillas con inmensas ruedas de hierro que se desplazan con facilidad por el terreno abrupto.

Las celebraciones de Adviento, Navidad y Epifanía se suceden como luces que brillan en la oscuridad.

Y la fría negrura retrocede. Antes de que el suelo se haya derretido del todo o el verde aflore en los terrenos, en la grisura previa a la Cuaresma, las monjas regresan encantadas al trabajo que les ha brindado la Bendita Virgen. 

A Marie le sangran las manos. Acaba de ver cómo un fresno suspiraba de resignación, luego emitía un tremendo crujido y caía en un desplome lento y elegante a la tenue luz de marzo. 

Infinidad de ardillas huyen por el suelo, los pájaros salen desperdigados por el hueco abierto entre el dosel de los árboles.

Y es entonces cuando la segunda visión de la Virgen desciende sobre ella.

Más tarde, después de regresar a toda prisa por el terreno helado y cruzar los campos con centeno de invierno y finalmente subir por el campo de frutales para entrar en la abadía invadida por la quietud de las escasas almas que siguen en ella y ascender las escaleras que conducen a su fría antecámara, plantada ante el escritorio de pie, la abadesa Marie escribe y por fin copia esto en latín en su Libro de Visiones privado:  

La segunda ofrenda que me ha sido entregada por la gracia de Nuestra Señora, la Estrella del Mar, el Trono de la Sabiduría, el Espejo de la Justicia.

Estaba en el bosque con el hacha en la mano observando la caída de un árbol talado cuando noté que se me calentaba la cabeza con un intenso palpitar y después la serpiente del relámpago me azotó las extremidades.

Una luz creció en el bosque a mi espalda. Brilló sobre mis hijas y sobre las niñas sentadas en las bestias de tiro; y todo lo que estaba en movimiento un instante antes quedó detenido en su acción y así permaneció, como por obra de una mano misteriosa; y la tierra arrojada de la pala y el serrín que había saltado se paralizaron en el aire. Me di la vuelta. Y entonces caí postrada de rodillas, pues de pie, en el lugar donde había que construir el camino del bosque, había dos mujeres cuya santidad brillaba con tanta intensidad que su resplandor me obligó a apartar la cara.

Una de ellas llevaba una túnica del color verde pálido del principio de primavera, cuando las hojas estallan exuberantes de los brotes y las flores empiezan a abrirse en los capullos y el viento sopla con dulzura y frescor sobre la tierra; y joyas de esmeralda, zafiro y perla le adornaban la cabeza y las mangas, y en el pecho le sangraba una herida grande y abierta y de un brillo dorado, y era la herida de su dolor maternal.

Porque era la Madre de Dios, la Bendita Virgen María, quien me concedió esta visión. 

Y esa fue la segunda vez que se dignó revelarme su rostro.

Le daba la mano una mujer que emitía un resplandor equiparable, vestida con una túnica rojo sangre, con diamantes y plata sobre el pecho y las muñecas, y en cuya frente brillaba con rubíes la herida infligida por la vara del ángel que la había desterrado del jardín del Edén; porque se trataba de Eva, la primera madre de toda la humanidad. Y en la otra mano sostenía una costilla hecha de cristal, ya que ella misma había surgido de una costilla, de modo que demostró ser un refinamiento del primer mortal hecho de humilde barro. Pues ¿acaso no es menos perfecto el oro bruto extraído de la roca que el oro fundido de la roca por la acción humana y recocido para adquirir un brillo que se haga eco del brillo del sol?  

Las mujeres me miraron en silencio y con el rostro rebosante de amor. Y cuando por fin pude atreverme a posar mi mirada sobre ellas y no tuve agallas de apartar los ojos, levantaron las manos que tenían entrelazadas y se besaron. Dejó que ella la besara con el beso de su boca.

De ese modo me mostraron que la guerra tan a menudo relatada entre ellas dos era una falacia creada por la serpiente para sembrar división, discordia y desdicha en el mundo. 

Porque, tal como lo vi, fue a través del mordisco de Eva al fruto prohibido como se adquirió el conocimiento, y con el conocimiento la capacidad de comprender la perfección del fruto del vientre de María y la ofrenda hecha al mundo.

Y sin el pecado de Eva no podría existir la pureza de María.

Y sin el vientre de Eva, que es la Casa de la Muerte, no podría existir el vientre de María, que es la Casa de la Vida.

Sin la primera matrix, no podría existir la salvatrix, la mayor matrix de todas.

Y cuando vi todo esto con claridad, las dos mujeres se alzaron a la vez y se elevaron de donde estaban, en el arbusto muerto del bosque invernal, y juntas ascendieron a los cielos en una lenta y resplandeciente columna de luz.

Y lo único que quedó tras ellas fue la neblina de la mañana y el olor a mirra que perduraba en mi nariz y la dulzura de los primeros trinos de los pájaros, pues aunque mis hermanas se habían quedado petrificadas, los pájaros invernales lo habían visto todo y cuando las benditas mujeres se marcharon, abandonaron su silencioso arrobamiento y se entregaron a un júbilo desenfrenado.

Y mientras escribía esta segunda visión, he alcanzado a ver la advertencia que encierra. Comprendo que significa que la reina va a venir por estos lares en una de sus repentinas chevauchées, y que nosotras, mi abadía de monjas, debemos prepararnos y formar una sólida unidad.

Marie llama a la hermana Ruth para que vaya a verla. La vieja amiga de la abadesa no había sido capaz de ocultar sus recelos a propósito de las obras del laberinto, no paraba de interpelar a Marie, y para evitar roces entre las dos, Marie la mandó al pueblo, a que ejerciera de magistra de huéspedes y encargada de las limosnas en las propiedades de la abadía próximas a la catedral, con un pequeño equipo de seis sirvientas. Los edificios habían sido cedidos a la abadía poco después de que Marie se convirtiera en priora, en una época en la que apenas eran unos graneros infestados de ratas, una mala dote que una novicia llevó consigo; Marie había sido la única que había visto el potencial de aquellos edificios y había impedido que la abadesa Emme mandara venderlos. Marie tardó cinco años en ahorrar el dinero necesario para repararlos, más aún para ampliarlos, pero una vez que estuvieron listos, sirvieron para mantener a todos los visitantes y a quienes pedían limosna fuera de las tierras valladas que circundaban la abadía, ya no era preciso que la gente se diese la larga caminata por los bosques y los campos hasta la abadía que se yergue en la cima de la colina. 

Se acabaron las manos que agarraban la puerta de atrás. Se acabaron los hurtos de truchas del estanque y de ciervas del bosque. Se acabaron las amenazas para el enclaustramiento de las monjas.

Ruth llega con las mejillas sonrojadas por el frío, más regordeta de lo que estaba antes, porque es la responsable de dar un buen recibimiento a los visitantes nobles e ilustres, a los devotos que están de paso en su peregrinación. Ha decidido que allí solo entren los alimentos más refinados; el pan blanco de la abadía sí, pero el de centeno no; la cerveza de la abadía sí, pero el vino no. Carne a la brasa a diario. El queso curado sí, pero el fresco no. Marie se lo permite; desde la época de hambruna cuando eran jóvenes, Ruth ha hallado su mayor placer en la comida.

La reina irá a visitarlas, le dice Marie a Ruth estrujándose las manos. Sin duda será para Carnelevarium, porque Leonor siempre ha sido una gourmande muy elegante que aborrece la Cuaresma. Gracias a la Virgen, la Semana Santa no caerá pronto ese año. Ruth tendrá que alojar también al séquito, que será numeroso. Docenas de personas. Marie siente decirle que supondrá una carga inmensa para la posada. 

Ruth se sonroja, suspira y dice que se preparará. 

Marie añade que la reina ordenará a Ruth que le muestre el camino secreto por el laberinto hasta la abadía, pero que debe ser firme y astuta y no hacerlo.

Ruth le pregunta, con cautela, cómo es posible que una mera mortal le diga a la reina que no puede hacer algo.

Marie contesta que es imposible. Lo que hay que hacer es lavarle los pies a la reina muy despacio; después de secárselos, se la agasaja con delicadezas y buen vino caliente, y mucho antes que eso, en cuanto se reciba la noticia de que los heraldos están entrando en el pueblo, se debe enviar el caballo más rápido a buscar a la abadesa. 

Tras pensarlo un poco, Ruth dice que por desgracia la suya es una abadía real. Marie, al convertirse en abadesa, pasó a ser baronesa de la Corona. De modo que ¿por qué diantres no va a poder la monarca ver el camino privado de las monjas? Al fin y al cabo, es la regente. Pese a ser abadesa, Marie no es más que una súbdita.

La reina de Inglaterra, dice Marie con sequedad, es una personalidad poderosa, pero no sabe guardar un secreto. Y aunque supiera, tiene tanto miedo de que vuelvan a hacerla cautiva, y con razón, que nunca accedería a ir sola, y una no puede fiarse de los ojos del séquito. 

A partir de entonces, aunque el cuerpo de Marie anhela estar fuera con las otras monjas, blandiendo el hacha, dedica los días a escribir cartas y manda a Wulfhild a repartir mensajes por todo el país.

Y cuando llega la noticia de que han visto a la reina en la campiña próxima a la ciudad, que viaja ligera y sin heraldo, Marie galopa hacia el pueblo, al que se llega desde la abadía a través de los senderos y túneles ocultos, y ya está sentada, sudando junto a la chimenea de la sala de recepción de la casa de caridad, cuando irrumpe la reina, irritada por la interrupción de sus planes. La abadesa oculta su rostro tras una máscara. Se incorpora y despliega toda su estatura, su volumen y su grandeza y empieza sus exequias despacio, para que Leonor pueda interrumpirla e indicarle que se siente. Pero la reina no la interrumpe; Marie siente los ojos afilados de la otra mujer recorriéndole el cuerpo.

En la penumbra del vano de la puerta, Leonor parecía joven, pero ahora, conforme se acerca al fuego, deja a la vista las finas arrugas bajo el colorete y la joroba que ha empezado a formársele. Su perfume tan intenso es la avanzadilla de su ataque. 

Y el mundo se calla en los oídos de Marie; lo único que oye es el latido desbocado de su corazón. Busca en su interior, desconcertada. Si la belleza ha sido arrancada de la más hermosa, si la gracia ha abandonado a la más graciosa, ¿significa acaso que habrá sido retirado también el favor de dios? 

Sin preámbulos, Leonor dice que bueno, hace décadas que no se ven, Marie se ha convertido en una montaña de mujer, ¿eh? Le manda que se siente, si no rompe la silla, claro. Marie ya no parece una condenada a la horca, ja. Ella, que era tan increíblemente huesuda. Madre mía. 

Marie sonríe.

La reina la mira. Musitando, dice que no, quizá en esas décadas Marie se haya convertido en una esfinge. 

Marie contesta que ahora sí comen bien en la abadía, que ese lugar ya no es el reducto de hambruna que era cuando llegó siendo la adolescente a la que la propia Leonor había desterrado, aquellas semanas en que Marie observaba a las chiquitinas oblatas que se ponían azules y se consumían de tanta hambre. Sí, comen bien y en abundancia, aunque por supuesto ninguna de las monjas está gorda. Casi todas las religiosas tienen unos músculos tremendos. Quizá la reina simplemente no esté acostumbrada a ver la fortaleza femenina. O quizá haya transcurrido tanto tiempo desde que Leonor lideró su Ejército de Mujeres que ya se le ha olvidado. ¿Quizá cualquier mujer que no sea tan frágil que pueda romperse con un grito parezca gorda, al menos a ojos de alguien tan refinado y cortés como la reina? 

Es como si la monarca no la oyera; sigue con sus reflexiones, no es que Marie fuese alguna vez pequeña, digamos que sencillamente a sus huesos les faltaba carne en aquella época remota. Ahora lleva su propia armadura debajo del hábito, sí, diría que Marie se ha convertido en un gran unicornio viejo. Pelaje de acero, un único cuerno vicioso, o eso ha oído. Unicornio. Sí, exacto. 

Marie respira por la nariz y dice que confía en que la reina acepte las condolencias de su súbdita por su reciente viudedad. Una úlcera sangrante, qué cosa tan dolorosa. A Marie le resultó curioso que nadie le escribiera para contárselo, que tuviera que enterarse de la noticia por casualidad, como si no fuese pariente de sangre. Aunque por supuesto, Marie solo es media hermana y bastarda. Seguro que la reina estaba tan ocupada que no pudo escribir a Marie, su hermana.

Media hermana. Y solo política, por parte de su marido, dice Leonor muy seria. Sí, en realidad siempre está atareada. Pero fue también porque le parecía mal aceptar las condolencias cuando en el fondo no lamenta en absoluto la pérdida. Había habido amor verdadero, Marie lo sabe, lo vio con sus propios ojos de niña, en la corte. Un gran amor incluso, en otros tiempos. Bueno, para ser sincera, las obligaciones de la alcoba de Inglaterra nunca fueron en absoluto onerosas. Y la reina suelta su característica risa rápida que la deja sin respiración. 

Pero entonces Leonor añade que claro, si metes un águila en una jaula durante más de una década, lo normal es que intente picarte los ojos cuando abras la puerta.

Marie dice que bueno, las cosas han acabado bien y la reina ha sido liberada de su largo cautiverio, y ahora su mejor aguilucho sobrevuela el trono de Inglaterra. Esos años de encarcelamiento han sido redimidos. Aunque tiene entendido que algunos de los captores de la reina fueron bastante crueles durante su encierro. Le arrebataron a sus gerifaltes. La privaron tanto de calor que le salieron sabañones en el precioso rostro. Marie solía pensar en la reina en su cautiverio, sobre todo porque en ocasiones estaba muy cerca y la abadía con sus comodidades habría podido aliviar su tormento. De hecho, la reina habría estado mucho mejor allí de monja que como reina enjaulada. 

Leonor parpadea rápido muchas veces y Marie se ríe por dentro; los parpadeos rápidos siempre han sido una ventana abierta a la mente de esa mujer. Entonces la reina dice que resulta extraño que Marie pensara en ella con tanta frecuencia, que debe confesar que ella apenas había pensado en la abadesa. O si lo hacía, era en Marie tal como la conoció, recién llegada a la corte y estrafalaria, toda codos y cabeza, que chocaba contra el vano de la puerta, esa voz grave con la que intentaba enzarzarse en disputas, maloliente y ordinaria, pero tan imponente que todo el mundo huía ante sus pisadas atronadoras. Qué espécimen tan lastimoso había sido Marie entonces. Antes de la llegada de la chica, el plan había sido buscarle un marido, pero entonces se presentó con su rareza, su avidez jadeante. Su cara tan poco agraciada. Y era imposible casar con un buen partido a semejante criatura.

La reina añade que, si se retirase a alguna abadía, sería a la gran Fontevraud, no a ese sitio insignificante y embarrado en esa odiada isla. 

Ha llegado la comida. Marie hace un gesto para invitar a la reina a sentarse. La conversación se ha tensado demasiado y, para enfriar el ambiente, Marie dice con tono conciliador que ha preparado una copia de sus Fábulas para Leonor. La ilustradora de la abadía está loca y ve demonios en la hierba y maldad exhalada de una sopa de cebolla caliente, pero sus obras son finísimas, una maravilla. Marie escribió las historias todas seguidas mientras la abadesa Emme estaba en su declive y la entonces priora tenía que quedarse de vigilia por las noches para velar a la anciana que tanto sufría. En las Fábulas había probado con un estilo nuevo, alejado del de sus lais, ya no escribe sobre el terrible amor apasionado, después de esos treinta años largos solo siente amor hacia sus hermanas en el corazón, y su estilo también debe cambiar para reflejar esa verdad, por supuesto. 

En cualquier caso, continúa, en el libro hay una historia sobre una grulla y un lobo. ¿La reina conoce la fábula? ¿No? Un lobo muerde un hueso, que se le queda clavado en la garganta. Muerto de dolor, la bestia congrega a todos los animales del reino para exigir que alguno le saque el hueso de la garganta. La grulla es la única con el cuello lo bastante largo. Como es natural, la grulla se muestra reticente a meter la cabeza entre las fauces del lobo. Al final, este le dice a la grulla que, si introduce la cabeza en su boca, obtendrá un tesoro maravilloso. Así pues, la valiente grulla la mete y saca el hueso. El lobo, liberado del dolor, le dice al ave que enseguida obtendrá su recompensa. Y que el tesoro es su vida. La grulla debe estar contenta de que no se la haya comido. 

La reina se ríe y dice fabuloso. 

Comen en silencio un rato hasta que la monarca, satisfecha con su porción de carne de faisán blanco, se reclina en el asiento, toma la copa de vino y empieza a hablar. Le dice a Marie que todo el mundo está asombrado por los rumores acerca de su laberinto. 

Marie contesta encantada que sin duda es una obra maestra de ingeniería. ¡De lo que son capaces las mujeres cuando se les encomienda una tarea! Sus habilidades no tienen límites. 

Ah, pero la abadesa ha interpretado mal el tono de las palabras de la reina. Hay nobles que dicen que les entran ganas de mandar un ejército para arrancar a las monjas del lugar; para darles una lección. También corren rumores malintencionados sobre actos de magia. En tal situación, a Marie no le beneficia ser descendiente del hada Melusina. Hay quien habla de que las monjas ocultan una riqueza inimaginable en la abadía. La reina ha tenido que apaciguar a los más beligerantes. Se ha visto en la tesitura de tener que amenazar, persuadir. Es agotador.

Marie deja la copa en la mesa. Dice que ya lo sabe, que también ella tiene espías y sabe quién dice qué. Qué ridícula toda esa conspiración y esas habladurías cobre una comunidad de vírgenes piadosas entregadas a la pobreza. Impío, por decirlo suavemente. Lo que la abadía no se gasta en subsistir, lo da en limosnas. Son tan pobres como los propios pobres.

Pero ¿es posible?, se pregunta la reina en voz alta; al pasearse a caballo se percató de que los pobres de ese pueblo iban vestidos a las mil maravillas. Mejor que las clases de mercaderes de otros lugares. Y se ha fijado en que Marie ha puesto cristal en las ventanas más grandes, limpios círculos transparentes con incrustaciones de plomo, de modo que el efecto general es de una colmena seccionada por la que ahora la luz se cuela sin más. Qué derroche. Quizá la reina debiera aumentar los impuestos de la abadía. Quizá debiera recaudar más tasas para la guerra y exprimir más a la congregación.

Marie dice que los cristales son baratos porque una de las hermanas se dedica a hacer cristal y que allí los pobres tendrán que llevar los mismos zapatos y las mismas túnicas durante muchos años. Su gran proyecto de laberinto ha vuelto a empobrecer la abadía. Y saca los libros de cuentas que ha preparado para esa visita y le muestra a la reina los números, que desde luego parecen lamentables.

Otra acusación contra Marie que ha oído la reina, según dice, es que la abadesa guarda las reliquias en la capilla de una forma muy egoísta y no comparte los milagros que conceden con otras personas que podrían necesitarlos. 

Marie piensa en la colección de dientes y huesos de los santos, los fragmentos de la Vera Cruz. Hay tantos pedazos de la Santa Cruz solo en Inglaterra que en algún páramo de por allí podría reconstruirse un Gólgota entero de Vera Cruces. También es cierto que muy pocas de las reliquias de la abadía brillan con la luz de la autenticidad; gran parte del valor de las piezas está en los engarces y estuches; los cofres ornamentados, las filacterias en las que se custodian las falanges y los molares. Ah, bueno, tampoco sería una gran pérdida. Pensativa, la abadesa anuncia que quizá el día de Todos los Santos las hermanas podrían hacer una procesión para trasladar las reliquias a la catedral, como regalo de la abadía a los devotos de las tierras circundantes.

Leonor comenta que es muy generoso por su parte, pero que todavía falta mucho para el día de Todos los Santos. 

A Marie se le resbala la máscara y sonríe. Dice que desde luego necesitará tiempo para poner en práctica esos buenos planes, la gran caridad que van a repartir entre los habitantes del campo en una muestra de generosidad y piedad.

Leonor suspira. Bebe en silencio un rato. También se relaja y dice que espera de todo corazón que Marie renuncie a esa locura que se le ha metido en la cabeza. La gente ve el laberinto como un acto de agresión. Las mujeres actúan contra las leyes de la sumisión cuando se apartan y dejan de estar accesibles. Eso es lo que subleva a los enemigos de Marie.

La abadesa dice con admiración que lo ha expuesto muy bien, graciosa Majestad. Pero quizá no sea una orden.

Leonor la mira; cede, aparta la mirada. Quizá no. Quizá sea una advertencia. Pero incluso advertida, la reina ve que Marie sigue sin tener miedo. Comprende que la abadesa continuará igual.

Bueno, sí. Como encargada de esa abadía real donde la monarca eligió colocarla tantas décadas atrás, dice Marie, ha descubierto que es una baronesa de la Corona con todos los derechos asociados a la baronía; incluida la confianza de contar con la protección de los poderes de la Corona. Y hasta el momento ha sido una baronesa impecable, puntual en los pagos de los impuestos y dispuesta a proporcionar las tasas necesarias para la guerra cuando se las han pedido. Su lealtad es incuestionable. E, igual que todos los nobles con tierras, considera que se le permite la libertad de fortificar su terreno para ponerse a salvo de los intrusos. 

Leonor responde despacio que todo eso es cierto. Se olvida de los comentarios de los nobles; era solo una manera de abordar el tema. Ahora se dispone a llevar a cabo el verdadero ataque. Sus espías también le han contado que toda Roma habla de interdicción. Dicen que Marie rechaza la jerarquía y se considera igual que su diácono. Dicen que no permite que los mensajeros entren en las tierras, sino que se reúne con todos los dignatarios en el templo del pueblo. Incluso tiene enemigos dentro de la Iglesia. Y tal como sabe Marie, un anatema sería devastador para una comunidad de religiosas. Ni misa ni confesión. Ni cánticos del oficio divino.

Al oírlo, Marie siente el latigazo de un relámpago en las entrañas porque la reina tiene razón, sin cantos la abadía sería un lugar húmedo, frío e insoportable.

La reina añade y algunas de las hijas de Marie morirían de pena y lo harían sin confesión. 

Marie contesta que también ha oído esos rumores. Que las habladurías de Roma son preocupantes, desde luego. Pero se siente bastante segura de que no las echarán fuera del perímetro. Ha empezado a luchar al estilo de Roma.

Al oírlo, Leonor se ríe. ¿Con qué, con la oración?, pregunta. Pero por favor. La oración es preciosa. Ella misma reza a diario. Pero ante semejante amenaza, Marie necesitará armas más poderosas que la oración. Quizá no lo sepa, dado que lleva muchos años apartada del mundo, pero para entrar en guerra con el mundo hay que emplear sus armas.

A eso sigue un silencio tan largo que Leonor vuelve la vista hacia Marie, quien la mira a la cara sin inmutarse; entonces la reina dice con una sonrisita que, desde luego, ha quedado demostrado que tuvo buen ojo al mandar allí a Marie, no pedirá perdón por haber hecho lo que dios le ordenó.

Marie deja que el silencio se prolongue hasta que la reina hace un gesto de impaciencia y entonces la abadesa cede y dice por fin que sí, por supuesto que utilizan la oración, la oración es el producto más refinado de cualquier abadía. Poseen tanto excedente de rezos que sus monjas tienen garantizados generosos beneficios a cambio de sus oraciones.

Pero, dice Marie, también luchan con oro. Y en grandes cantidades, lamenta decir. Le encargan canciones e historias que se cantan por las calles. Está inundando las calles de Londres, París y Roma con cantos y rumores sobre la piedad de las hermanas y la fuerza de la abadía y la propia santidad de Marie, así como sobre el imponente y milagroso laberinto que han creado. Se ríe. Dinero e historias. Información y simpatía. No puede haber defensa posible contra semejante guerra. Fue la misma Leonor quien se lo enseñó a Marie.

La reina agarra con fuerza la copa y apura el vino, pensativa. En voz baja, añade vaya, vaya, qué niña tan lista esta Marie.

Marie se dice para sus adentros, muy seria, calma, porque hace décadas que no es una niña y porque su corazón se ha elevado y ha levitado a raíz de la alabanza. Pues una vez plasmó su alma en el pergamino y la reina hizo oídos sordos. Recuerda el dolor sentido tanto tiempo atrás, se recrea en él, de modo que la antigua rosa del odio, del amor, florece en ella y vuelve a abrirse.

Esa noche, Marie es incapaz de dormir sabiendo que la reina está tan cerca, apenas las separa una pared de la posada; se levanta para los maitines en la catedral y se queda en el templo hasta las laudes, rezando. Le encantan las voces de sus monjas, pero la polifonía de ese coro del capítulo catedralicio le provoca escalofríos; esa clase de música le parece más próxima a los cantos de los ángeles.

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