Matrix

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Tercera parte » 6

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Un día, Marie se mira las manos y las ve con manchas, nudosas. Es vieja, piensa con sorpresa.

Para evitar que los lobos que bajan de las colinas roben los corderos, manda construir a sus monjas un muro de piedra alrededor del pasto, tan alto que sea imposible saltarlo. Les lleva un perezoso otoño levantarlo.

Al pasar por la cocina con un gran cesto lleno de cebollas, Elgiva se acerca demasiado al fuego, que prende en su hábito, y casi queda consumida por las llamas antes de que la cocinera pueda apagarlas con agua sucia. Sobrevive apenas hasta la hora sexta, y es Marie quien le cierra los ojos, llenos de ampollas. Toca las manos rojas e hinchadas, pero bajo la presión de sus dedos, la piel se desprende con la misma facilidad que la de una remolacha al horno.

Siegan los campos, sus oscuras monjas se desperdigan y van pasando la guadaña.

El invierno es una hoja de pergamino sobre la que escriben las patitas de los pájaros, de las zorras, de las liebres.

La descerebrada hermana Duvelina sale a pasear por los surcos primaverales recién labrados, oye un ruidito, se arrodilla y descubre un nido de gazapos recién nacidos, algunos convertidos en una pulpa rosada, otros medio temblorosos, aún sin pelaje. Se pasa varias semanas moviendo el cuerpo con extremo cuidado; hasta que un día en el lavatorium, la cantrix Scholastica le indica a Duvelina que se quede mientras las otras monjas se marchan a toda prisa y le mira en el bolsillo: en el oscuro fondo descubre cuatro hociquillos que se mueven, ocho ojos brillantes. Cuánta ternura, piensa Scholastica. Qué cálido debe de ser el cuerpo de Duvelina para esas pobres crías huérfanas. Y entonces es como si se metiera en la mente de Duvelina por un instante, un lugar sin palabras lleno de maravilla, de intensa belleza, un amor tan dominante que solo puede sentirse con el cuerpo, un calor palpitante, un gozo cantarín. Scholastica finge no haber visto nada. Y cuando por la noche, no mucho después de su descubrimiento, se oye un golpetazo y luego cuatro conejillos que bajan raudos las escaleras nocturnas y Scholastica se levanta de la cama para correr tras ellos, advierte por las sonrisas mal disimuladas de las otras monjas que fingen dormir que, aunque algunas, o quizá todas, sabían el secreto de Duvelina, ni una sola lo había dicho.

Un verano caluroso y Asta ha construido, con las monjas herreras y carpinteras, unos extraños y grandes objetos que giran para clavarlos en los extremos de todas las hileras de parras. Incluso con la menor ráfaga de aire, los artilugios dan vueltas y captan el sol, que luego arrojan con su movimiento mareante sobre las vides y crean una constante canción con voz femenina que la cantrix con su oído absoluto ha modificado para que suene igual que las voces elevadas en un cántico interminable, un canto suave y reconfortante incluso en la oscuridad. Algunas noches, cuando Marie está a punto de conciliar el sueño, le da la impresión de ser una niña en el regazo de su madre, mecida hasta adormecerse. Y esas estructuras cantarinas que reflejan la luz tienen por objetivo asustar a los pájaros y funcionan tan bien que la vendimia es tan abundante que las monjas ya no saben qué hacer y las monjas carpinteras no paran de construir toneles de madera e incluso Marie baja a las cubas en las que pisan las uvas, donde hay risas generalizadas cuando se quita los zuecos y hunde los pies en el delicioso jugo dulce de las uvas aplastadas. Las villanas cantan, dan palmas, y Marie se olvida de la dignidad y baila con las otras monjas, jóvenes y viejas, resbalando y riendo hasta que le duele la barriga y tienen que ayudarla a salir de la prensa cubierta de pieles de uva.

Se baña y vuelve limpia y contenta a sus dependencias, donde encuentra una carta de Leonor. Es una misiva extraña, un frenesí bajo la superficie tranquila de sus palabras.

Los rumores que han mandado las espías eran ciertos: el hijo favorito de la reina, por quien por fin se pagó el rescate y fue liberado y arremetió con la ira real contra aquellos que se habían aprovechado de su larga ausencia, ha muerto de manera accidental, una flecha devuelta a los ingleses al azar que había topado con la columna real. Un gran león abatido por el gusano más rastrero. La hija favorita de la reina, Juana, antigua reina de Sicilia, ha muerto pobre y abandonada, la hicieron monja en un santiamén, pues tomó los votos incluso mientras moría dando a luz. Y poco antes de que Juana acudiera hacia la Santa Virgen, murieron las dos hijas mayores de la reina, a quienes había dejado atrás cuando huyó del lecho de Francia para entrar en el de Inglaterra, pero a las que apreciaba mucho.

De los diez hijos que nacieron del vientre de Leonor, solo quedan dos, y esos dos son de lejos los menos queridos. Y el peor de ellos, el aguilucho sin escrúpulos ni fuerza ni amor a dios, es el heredero de la gran isla inglesa. Será desastroso. 

La anciana reina verá pronto a su última hija viva, Leonor; tiene casi ochenta años, pero van a trasladarla al sur, a Castilla, donde gobierna su hija, para elegir a una de sus propias nietas como joven reina de Francia. La formidable y vieja Leonor. Solo ella sería capaz de conseguir algo así. 

Pero Marie advierte tanta pena en las palabras de Leonor que tiembla al leerlas.

Leonor está casi destrozada; casi, pero no del todo.

Qué humana se ha vuelto la reina con la edad; o quizá sea solo en la intimidad con Marie. Antaño fue radiante como la cara del sol, imposible de contemplar; ahora Marie puede ver no solo su rostro, sino a través de él, en su interior. Había ansiado que Leonor caminase a tientas hacia ella y la encontrase; pero en realidad la monarca no está lejos de Marie.

Eso era lo que tanto deseaba Marie. Lo percibe como una pérdida.

Leonor escribe con trazo más apresurado hacia el final de la carta que ha soñado que morirá durante el viaje, que la capturarán de nuevo y morirá de pena, suplica a la santa Marie que rece por su reina, que le diga con su bendita clarividencia si su sueño se hará realidad o no.

Y Marie recorre con la mirada el largo pasillo de su visión y no ve la muerte de la reina ni en el trayecto a España ni en la vuelta. Se lo escribe a la reina pero con seriedad, añadiendo que saque fuerzas y cumpla con su obligación. Añade una broma tonta pensada para enfurecerla. Leonor se llama así en honor de su madre, Aenor: Al-Aenor, o Alia Aenor, la reina a la que ninguna otra mujer ha igualado lleva como nombre de pila el humilde epíteto de la Otra Aenor. En su carta, Marie llama a la segunda Leonor, la reina de Castilla (Leonor, la hija de la primera Leonor), Alia Alia Aenor. Mejor una reina irritada que una desesperada y presa del pánico.

Al final, Marie escribe que ve que la nieta más obvia, la mayor y más hermosa, no es la que debe elegir para llevarse consigo a Francia. Urraca es demasiado fina; se moriría al saber todo lo que se espera de ella. La chica que engendrará a generaciones de reyes y santos será la hermana menor, Blanca, que no es la elección más evidente, pero que ha heredado el espíritu y la sabiduría de la reina.

No le dice que eso no ha sido una visión; es lo que le ha dicho una querida amiga, una muchacha a la que Marie había educado en la abadía y que se casó con un buen partido en Castilla, así que conoce de primera mano a las dos infantas.

Y quizá Leonor también vea lo mismo que ella en la niña, porque en efecto es Blanca y no Urraca a quien se lleva al norte, a quien envía a París para que se convierta en reina de los franceses. Luego, debilitada, la anciana reina regresa a la abadía de Fontevraud.

Sin embargo, al cabo de muy poco escribe la tía de Marie, Ursule, diciendo que lo hace por orden de la reina. La abadesa no debe contestar a su tía, pues la reina se prepara para morir y su mente empieza a divagar en el tiempo. Por momentos cree que Ursule es Marie. Ursule no era consciente de que había una amistad tan formidable entre la pequeña Marie y Leonor, qué extraño que así sea. De hecho, hace unos días la reina le dijo a Ursule con voz rara que ella también la ama, pero solo como a una hermana, y por eso tiene que mandarla lejos. Qué secretos ocultos hay en Marie, en Leonor, en la relación entre ambas. Ojalá Marie estuviera en su lugar, escribe su tía. Ojalá estuvieran sentadas juntas a orillas del lago antes del amanecer, tan jóvenes, esperando a que los animales se acercaran de noche a beber.

Y algo roba el aire de los pulmones a Marie y por un momento se plantea levantarse y correr a los establos y echar a cabalgar y contratar una barca que la lleve a través del canal e ir al galope desde Normandía para colocarse al lado de la reina y servirla como criada hasta la muerte de la gran dama.

Pero entonces alza la mirada y ve a Tilde, que espera con los encargos de manuscritos que debe aprobar; a Goda, impaciente por la noticia de una misteriosa peste bovina en algunas de las vacas, que desprenden un intenso calor, con abscesos en las gruesas y húmedas encías.

Y una abeja con espolones de polen estampa su cuerpo contra la pared.

La abadesa suspira y se pasa la mano por la cara. Envía todo su amor a su hogar. Deja el cuerpo en la embarrada Inglaterra.

Marie aguarda la muerte de la reina. La espera es terrible.

Se consuela tanto como puede deleitándose con el espacio y la blancura del enyesado del nuevo edificio de la abadía, en su chimenea, que la calienta incluso las noches en las que apenas hace fresco, en la excelente cocina y en sus propias sirvientas, que la alimentan a placer, en las dulces voces de las oblatas y las colegialas, que cantan donde las ha colocado, en las aulas que quedan justo debajo de las dependencias de la abadesa. A través de los cristales de las ventanas, increíblemente caros, puede mirar hacia el claustro y los jardines y espiar a sus monjitas.

Pero pierde el apetito. Deja de comer la mayor parte de los platos que le envía la cocinera, y sus músculos comienzan un lento deterioro y se le pegan al hueso. Sigue siendo alta, pero ya no es imponente, y tienen que acortarle los hábitos porque los arrastra por el suelo.

En esos años de espera, llega a la abadía una tal Sprota, una novicia de belleza admirable: tiene los labios carnosos y la cara redonda, luce un rubio dorado con toques rosados, tanto en la piel como en el pelo, sus ojos son enormes y de un azul tan pálido que los iris se ocultan; a Marie le recuerdan a unas yemas batidas con las claras. Cuando la superiora la ve por primera vez en la catedral del pueblo, le conmueve la asombrosa belleza de la chica y la delicadeza con la que su familia llora y se lamenta en el momento de despedirse de ella. Un rayo de ansiedad la recorre; durante todos estos años ha temido la llegada de otra Avice, de otro terremoto que sacuda los cimientos que con tanta paciencia ha construido en la abadía. Pero al advertir el modo con que la chica recibe el amor de los demás con la barbilla alzada y una tranquila expectación, levantando la pálida mano y manteniéndola en el aire hasta que uno por uno sus parientes la besan, Marie empieza a sentirse influida por ella, y pronto se percata de que no hay eco de Avice, sino que es algo completamente distinto, un tipo de amenaza diferente. Y cuando la madre de la muchacha, una mujer con un rostro ávido y un pecho enorme, se atreve a acercarse y susurra al oído de la abadesa que su hija está bendita, que es sagrada, y que seguramente con el tiempo demostrará ser una santa, que sobre todo deben tratarla con el respeto que merecen quienes han sido bendecidas por la mano de dios, que debe mimarla como si fuese la perla misma de la abadía, algo todavía más oscuro se apodera del alma de Marie.

La abadesa desvía la mirada de la madre, a quien el tiempo ha resecado, hacia su réplica más fresca en la chica, y no dice que la belleza es la gran impostora, que es más difícil y no más fácil llegar a santa cuando una ha nacido hermosa, que por norma general las mujeres se vuelven más sagradas solo cuando el rocío de la juventud ha desaparecido de su cuerpo y las pequeñas humillaciones y marcas de la edad les han traspasado la piel y han llegado al hueso.

Se limita a decir con sequedad que sí, Sprota recibirá el mismo buen trato que reciben todas las novicias. Todas las santas hermanas de la abadía de Marie son mimadas como tesoros, como perlas.

Ahora que Sprota ha tomado el velo blanco de novicia, habla poco, con voz aguda y susurrante, y solo pronuncia frases de la Biblia. Siempre luce una sonrisa; a veces Marie advierte rigidez en ese gesto, se halla en el escurridizo límite de la burla. Las monjas jóvenes, las colegialas y sus compañeras novicias la siguen, prendadas de ella. Cuando la magistra Torqueri la pone a frotar los suelos del refectorio con las otras chicas, o le manda madrugar para ordeñar las vaquillas, más de una vez se ve a las sirvientas liberando del trabajo a las suaves manos de Sprota. Y cuando, como castigo por ese relajo, Torqueri le impone tareas más duras y apoya el yugo sobre sus frágiles hombros para que acarree cubos de agua al lavatorium y Sprota se tropieza y derrama la mitad del agua (quizá, dirá en privado Torqueri más adelante, no del todo accidentalmente, quizá con la intención de aligerar la carga), las otras novicias ven su sufrimiento y protestan porque esa encantadora chica fina como un junco se tambalea bajo el peso. Pero Sprota levanta su suave mano pálida y dice que no, que se deleita en la debilidad, en los insultos, en las penurias, en las persecuciones, en las dificultades. Porque cuando es débil, entonces es fuerte.

La luz ilumina los rostros de las novicias; y Marie, que oye por casualidad las palabras de Sprota, teme que nazca un culto en la abadía. Parte de su antigua fuerza regresa a ella. Marie siempre saca su mejor yo cuando tiene a alguien contra quien combatir.

Y entonces una tarde, la hermana Pomme, que continúa siendo responsable de las hortelanas a pesar de ser tan vieja que está encorvada hacia delante desde las caderas, oye a la muchacha predicando en voz baja a las abejas. Les habla del desierto, del humo de las plantas aromáticas y de todos los perfumes, les habla de los lirios entre las zarzas. De todas las cosas, está predicando con ese malvado canto antiguo, le dice Pomme a Marie, sin aliento debido al ascenso de la colina. 

Bah, pero si es un canto sagrado, no es en absoluto malvado, dice Marie. Es mi favorito de todos los textos sagrados, el Cantar de los Cantares.

Bueno, pues al oírlo siento algo raro en el estómago, dice Pomme. Y esa extrañeza provoca algo malo en mi cuerpo. Y no me gusta.

Yo también me siento así, pero me gusta mucho, es lo que Marie no dice.

Por la ventana Marie ve a Sprota con los brazos extendidos y las palmas al sol; junto a ella la colmena, la masa de seguidoras de Sprota, solo cinco, pero todas cogidas con fuerza de la mano, con los hombros juntos, adorando a la chica.

Marie baja al jardín y se queda al otro lado del muro junto al que está Sprota para escucharla. La muchacha es una oradora excelente, habla claro y pausado, su mensaje no es revolucionario, amar al mundo mediante el trabajo igual que las abejas aman las flores del campo, pero emplea la voz como un laúd, para despertar la emoción en quienes la escuchan. Al terminar, Sprota baja las palmas y parece despertar de un trance, parpadea y sonríe con timidez cuando sus seguidoras se arraciman alrededor, la alaban, y dice, ay, queridas, lo último que recuerda era que estaba en los campos de blanqueo y no sabe cómo ha llegado hasta las abejas, qué es lo que ha hecho.

Pero Marie advierte, con la claridad del horizonte hacia el que se extiende su vista, que con el tiempo Sprota tendrá sus propias visiones. Y el objeto de tales visiones será su elevación, pues sin duda el rumor de la chica guapa con visiones místicas se propagará, atraerá a forasteros que intentarán ir a ver a la niña santa y, para impedir que encuentren el camino hasta la abadía, a la chica habrá que llevarla al pueblo para que hable allí, brillará como una estrella ante la gente y su nombre se oirá más fuerte en el mundo que el nombre de la abadía en que mora. Cuando Sprota haya ganado suficiente poder con su fama y con el dinero aportado por los peregrinos, sus visiones empezarán a competir con las de Marie. La abadesa se inclina y toca las puntiagudas cabezas moradas de los cebollinos, sopesando qué hacer.

Paciencia, se dice. Si golpeas con rabia, todo lo que has construido en este lugar se derrumbará. 

Una semana más tarde, a la hora de la cena, Sprota se niega a comer. Se sienta quieta y en silencio. Cuando sus compañeras novicias le preguntan por señas si hace ayuno voluntario, ella responde también con signos: nada de carne de animales de cuatro patas. Va contra la Regla de la congregación. 

A la noche siguiente, el cordero con especias en salsa de almendras queda intacto en toda la mesa de las novicias, así como en los platos de algunas de las monjas más jóvenes. Cuello de Cisne, la vieja amiga de Marie, con los ojos saltones cerrados para rezar, también hace abstinencia.

Desde luego, ese golpe duele. Aunque Marie habría podido sumarse a la nueva conducta en su etapa de madurez, de no haber mirado las caras silenciosas de sus monjas y haber reparado en las sonrisas contenidas, las miradas insolentes que le dirigían, la actitud de Sprota, que la observaba con los ojos entrecerrados.

Marie le sostiene la mirada, retadora, pero Sprota no aparta la vista y Marie ve que su voluntad es un muro, alto y fuerte, algo que la voluntad más líquida de Marie debe rodear para poder sortearlo.

Algo peor, al día siguiente, cuando Marie sale al huerto a contarle a la cocinera sus previsiones para las comidas de la semana, se fija en que la cocinera mira a Sprota, quien finge estar recogiendo espinacas y asiente discretamente con la cabeza. Tras ver ese gesto es cuando la cocinera se levanta y se acerca a Marie para mostrarle la distribución de las comidas, en la que no aparece la carne ni una vez.

Qué pena que los rabos de buey vayan a pudrirse, dice Marie, y enarca una ceja. La cocinera está pálida de miedo, le tiemblan las manos, pero susurra ay, es que Sprota ha estado predicando que deberíamos seguir más a rajatabla la Regla, considera que esta relajación de las costumbres es terrible entre unas mujeres que se suponen santas. Anticipa un fuerte castigo si no corregimos los hábitos.

Qué astuta, piensa Marie. Cualquier desgracia que acaezca de manera inevitable sobre la abadía demostrará que Sprota tenía razón: el heno que prende fuego por un relámpago, un cordero ahogado en un pantano, un agujero en el tejado por el que se cuela la lluvia. Y las desgracias ocurren constantemente; es la realidad de una propiedad tan vasta.

Marie ordena a las sirvientas que ensillen su caballo y se dirige al pueblo a hablar con Ruth, limosnera y hostellerix. Ruth es lista, pero también está lo bastante furiosa con Marie para hablar claro. Marie encuentra a su vieja amiga sentada al sol bajo las espectaculares rosas rojas que han crecido y cubren toda la pared de la posada. La barriga de Ruth le ha usurpado la cintura. Tiene la cara tan llena que se le hinca en la toca. 

Parece que Ruth no ve a Marie. Esta se le acerca hasta quedar casi pegada a la otra monja. Baja la cara hacia la de Ruth, quien mira tranquila a la nada. Al final, Ruth murmura que algo impide que el sol le dé en las mejillas, que ha salido a respirar el aire fresco y ver pasar la gente por la calle, pero que una bruja debe de haberla hechizado, o quizá la nube negra del demonio flote invisible ante ella y tape la luz.

Marie se fija en su sonrisa y le dice que no, no es una nube negra del demonio. Al contrario, es la madre de Ruth y una amiga que la quiere muchísimo. Qué extraño que Ruth ni siquiera fuese tan infantil cuando las dos eran novicias y Ruthie hacía muñequitas con abrojos y retales que abrazaba por la noche.

Ruth mira de repente a Marie a la cara y dice bueno, sí, infantil, ya que la abadesa quiere hablar de ridiculeces infantiles, no hay nada más infantil que ponerse la casulla de un cura y dar a sus hermanas un falso sacramento, como si la misa no fuese más que una obra de teatro en lugar de algo absolutamente vital para el alma eterna. Qué vergüenza. Tiembla de ira.

Si Ruth sentía tanta rabia, dice Marie con calma, debería haber escrito cartas a sus superiores… 

Pero Ruth la interrumpe para decir que, como bien sabe Marie, sí escribió cartas, muchas cartas, y no sabe cómo todas y cada una de ellas llegaron a Marie con el sello intacto. Parece que incluso las personas que uno menos se espera deben favores a Marie. Que hasta las cartas que fueron colocadas directamente en las manos indicadas se desviaron.

Entonces quizá, dice Marie, Ruth deba encontrar consuelo en la oración. De hecho, quizá la abadesa podría sentarse con Ruth y rezar juntas para que los malhechores reciban su eterno merecido. O podrían reservar los rezos para más tarde y limitarse a disfrutar de los placeres de la vida, del cálido sol en la piel, las rosas, la compañía de una vieja amiga. Porque disfrutar de los deleites terrenales es otra forma de orar.

Pese a su enfado, Ruth sonríe ante la herejía de Marie.

Por fin le dice siempre es extraño encontrar semejante carnalidad en una mujer santa de tanto renombre como la abadesa. 

Marie se sienta junto a Ruth y juntas inhalan la fragancia de las rosas.

La abadesa se pone a hablar de Sprota. Aunque Marie percibe el vivo enfado de Ruth, también nota que la otra mujer la escucha. Mientras habla, ve los lentos movimientos de la calle: la oca blanca que marcha con su séquito de crías, el niño que se acuclilla para cagar detrás de un haz de palos, los carros cargados de nabos y harapos, los caballos concentrados en su propio movimiento hacia delante, la aglomeración de quienes piden limosna a las puertas de la casa de caridad. En la calleja del fondo hay algo marrón que se mueve, y Marie se fija, pensando que es una enorme rata o quizá un grupo de ratas, pero entonces, cuando la luz ilumina el bulto, repara en que son un par de leprosos acurrucados para esconderse, la madre con la enfermedad avanzada, los dedos de las manos y los pies acortados, la nariz desintegrada y grandes bultos en la cara, el niño con un ojo blanco por la ceguera y sin cejas. Se agarran, montículos humanos. Una mujer con un elegante vestido negro que pasa por la calle ve a los leprosos que caminan con esfuerzo hacia el sol y les escupe un esputo inmenso, y luego las dos niñas pequeñas que la siguen con copias en miniatura del vestido de su madre también les escupen al pasar.

Marie se queda callada, mirando. Ruth, en quien la larga amistad ha creado una ventana que la acerca a su superiora, ve por un instante el interior de la mente de Marie. Contiene la sonrisa y dice que la inspiración de Marie parece más demoniaca que divina.

Marie dice que no puede dudar de que sea divina, porque ¿de qué otro modo se explica la dificultad de la abadía a la hora de encontrar un buen inquilino para esa casita con jardín de la parte más alejada de la ciudad? Es providencial. Acaban de mostrarle el camino.

Y las dos religiosas reprimen las risas con caras solemnes y observan cómo se reparten las limosnas y los leprosos, los últimos que llegan arrastrándose a la puerta, extienden los platos y hacen una reverencia.

Antes de regresar a la abadía, Marie deja instrucciones a Ruth. Abraza a la otra mujer, quien no le devuelve el abrazo. Cuando Marie se ha tragado la ofensa y ha montado en la yegua, Ruth dice por fin, con cautela, que quiere a su amiga Marie, pero odia al diablo que ha poseído a la abadesa con toda su alma eterna.

Durante la cena, Marie logra mirar con tranquilidad otra vez a Sprota, quien resplandece convencida de su propia divinidad interior.

Por la mañana, Marie anuncia la celebración de una reunión extraordinaria. Cuántas monjas, piensa Marie al mirar todas aquellas caras desplegadas ante ella; quizá la abadía haya llegado al límite de su capacidad. Tendrán que morir más de ellas antes de que acepte a otras nuevas. Bueno, por lo menos, allí la muerte es una constante. 

Se pone de pie, las monjas guardan silencio. Habla. Les cuenta de forma muy emotiva lo que ha visto en el pueblo, a la pobre madre leprosa con su hijo, el escupitajo, la vida humana inferior a la de las perras callejeras con las tetas arrastrando por el suelo. Les recuerda que en la Biblia los leprosos se curan con amor. Que es la obligación de las monjas cuidar de los más desgraciados de la tierra.

Las caras de sus monjas se iluminan de bondad, ay, cuánto las quiere.

Dice por fin que, después de mucho rezar, le ha sido otorgada otra visión para fundar una leprosería con sus propios jardines a las afueras del pueblo, y que la abadía se encargará de cuidar de esas desdichadas almas. Y ante la noticia, las caras de las monjas muestran expectación, pues la mayoría son verdaderas esposas de dios, devotas de su fe. 

Marie continúa. Y después de la visión, rezó toda la noche en busca de guía para elegir quién sería designada regente de la leprosería.

Permaneció arrodillada en la capilla y por la mañana recibió la respuesta.

Hace una pausa para crear tensión. 

Dice que la encargada de los leprosos será la querida novicia Sprota.

Marie observa cómo el tono rosado desaparece de la cara de la chica.

La joven se levanta. Dice con una voz admirablemente serena que la abadesa ha hecho recaer un gran honor sobre su cabeza. Pero que, en fin, Sprota considera que no es más que una novicia y todavía no ha tomado los hábitos y aún le queda mucho por aprender antes de poder igualar a sus santas hermanas. Siente en el alma tener que quedarse para aprender durante largos años antes de ser digna de aceptar tal responsabilidad.

Marie dice que también ha rezado para resolver esa cuestión y que se le ha dicho que el resplandor especial de Sprota permitirá que las monjas pasen por alto la profundidad de su ignorancia. Todas las monjas lo han visto, sí, todas han visto cómo Sprota predica incluso a los insectos de la tierra. Debido a ese fulgor divino, recibirá su profesión de fe esa misma tarde.

Sprota insiste, no, no, pero si ella no es más que un gusano, es un escarabajo pelotero, no es digna de tamaño honor. Quizá la encargada de los leprosos debería ser una monja que haya demostrado su fortaleza. Sin duda, la subpriora Goda, con su santidad y su recta conducta, sería más apropiada para ese puesto.

Goda alza la barbilla con orgullo al oír que la menciona con tanto fervor.

Marie piensa con una sonrisa en la vacante repentina del puesto de subpriora y en la votación que habría que convocar para ocuparlo. Admira la astucia de Sprota, las piezas del ajedrez que mueve mentalmente.

Desde luego, cómo se refleja en Sprota su modestia, ¿verdad?, dice Marie. ¡Semejante humildad y gracia! Pero deben recordar: pues aquellos que se ensalcen serán humillados y aquellos que se humillen serán ensalzados.

Y como no puede haber más protestas, a la joven se le llenan los ojos de lágrimas. Quienes la aprecian interpretan las lágrimas como muestra de piedad y se conmueven.

Antes de la hora nona, cargan una carreta con cerveza, vino, harina y otros víveres, sábanas y fundas de colchón, y las seguidoras de la chica se congregan a su alrededor, exaltadas, para verla ascendida y, además, tan deprisa. Junto a Sprota se sienta una escuálida sirvienta pardusca que después del anuncio saltó hacia Marie y le suplicó que le dejase ir, y que ahora tiembla y se ruboriza al sentarse junto a una chica tan hermosa.

Más adelante la sirvienta informará a Ruth con cara compungida de que, en cuanto llegaron a la leprosería, Sprota se encerró en la habitación de atrás (para rezar, chilló sin abrir la puerta) y, cuando la sirvienta estaba preparando el potaje para los primeros leprosos que tenían que llegar, descubrió que la ventana de la monja estaba abierta y el caballo había desaparecido del establo.

Cuello de Cisne se dirige a Marie sollozando, furiosa. No podría gritar aunque quisiera, pero su susurro es peor. Lo habéis provocado vos, le recrimina su vieja amiga. Vos y vuestro impío orgullo. No podíais aceptar a otra profeta aquí. Teníais que deshaceros de quien os hacía sombra.

Qué bobada, dice Marie restándole importancia, yo no abrí la ventana de Sprota ni azucé a su caballo para que trotara.

Muy apenada, Marie escribe a la familia para hablarles de la monja apóstata. La buena noticia es que Sprota no se ha contagiado de lepra; la mala es que, en fin, en cambio, se ha contagiado de las falsas ideas sobre su propia santidad, que han demostrado haber sido sembradas en su mente por el mismísimo demonio.

El silencio que recibe como respuesta es la prueba de que han acogido a la fugitiva; además, no se atreven a retirar la cuantiosa dote, que Marie dedica al mantenimiento del leprosarium.

Es Cuello de Cisne, sencilla, tranquila y vieja, ahora que se ha desembarazado de la rabia, quien se presta voluntaria para encargarse de los leprosos en lugar de Sprota. En privado, cuenta que tuvo una hermana que murió de esa enfermedad. Es horrendo verse atormentado mientras el cuerpo se pudre. Suele ser mucho peor para la mayoría de los leprosos, arrojados a los elementos, famélicos y odiados, que para su hermana, que fue mimada y querida hasta su muerte. Por eso mantendrá a sus leprosos limpios, alimentados, queridos y a salvo, dice.

Marie contesta que Cuello de Cisne es buena de corazón y le acaricia las manos.

Cuello de Cisne sonríe. Bueno, dice, por supuesto no es ninguna santa. Solo una mujer vieja con compasión en su corazón. Una forma bastante común de bondad.

Marie le dice con cariño, para quitarle la espinita, que semejante bondad puede parecer común solo a quienes ven la santidad en lugares donde no está.

En las calendas de abril, Marie se despierta con un silencio extraño (es como la quietud del aire justo después del tañido de una campana) y sabe que Leonor ha fallecido esa noche.

Todo da vueltas y Marie empieza a caer. ¿Desde dónde? Se ha soltado la mano que desde hacía tanto la sujetaba. La luz de luna entra con la fuerza de una daga. A su alrededor, las hermanas se levantan, rezan, hacen pan, oye que no está sola en el mundo. Pero está terriblemente sola.

Durante unos días, el mundo deja de tener sentido. Marie se tumba en la cama de abadesa y piensa, de modo absurdo, que su cuerpo es un colchón de plumas al que han extraído el relleno a puñados.

Nunca descubrió a la espía de Leonor; y ahora esa laguna la llena de ira.

Una semana después Marie se encuentra junto al escritorio. La carta que confirma la muerte de la reina está abierta ante ella. Tilde tiene la mirada fija en los libros de contabilidad, pero Goda la mira a la cara desde la otra punta de la sala. Levanta la cabeza y olfatea. Goda posee alguna cualidad canina, es capaz de oler la emoción invisible.

Todas las personas son como la hierba, dice de pronto la subpriora, y su esplendor es el esplendor del campo; las briznas de hierba se secan, las flores caen, pero la Palabra es eterna. Se le quiebra la voz. Desvía los ojos hacia el techo del estudio de la abadesa, que Marie odia ahora mismo por ser tan perfecto, tan alto, tan blanco y sin fisuras.

Gracias, Goda, dice Tilde sorprendida, pero Marie no se molesta en contestar.

Más adelante Marie pensará con inquietud que quizá el dolor por la muerte de la reina la volvió un poco loca.

Le cuentan que levantó la mesa y la tiró al suelo, desperdigando manuscritos, velas, tinta, pero no se acuerda de nada. Al cruzar el claustro, su pie se adelanta de forma independiente y da una patada a un gato, que sale disparado por encima del muro. No siente remordimientos. Siempre había aborrecido los gatos. En otra ocasión, deja de leer a sus monjas y mira por encima de las cabezas mientras cuenta despacio hasta cien y ellas esperan, porque ese es el aspecto que tiene cuando las visiones la sobrecogen; pero en lugar de transmitirles la radiante intensidad y proclamar qué ha visto, cierra los ojos y se desploma como un árbol talado.

Cuando, de repente, solo unas cuantas semanas después de la muerte de Leonor, Wulfhild enviuda (una trágica historia: un nido en el alero, una escalera desvencijada, una caída a la calle, un atropello de un carro de estiércol que pasaba rápido), Marie va a verla y toma en sus brazos a la mujer y le besa la coronilla, siente que su pena duplica el duelo de esa hija de su corazón. Las hijas de Wulfhild se arremolinan alrededor. Reza con ellas, por ellas, hasta que se quedan dormidas sobre su madre y Wulfhild se pasa la noche hablándole de su pérdida, de su queridísimo compañero, el alma más gentil que haya visto jamás la faz de la tierra. Marie la escucha, aunque una pequeña parte de ella se consuela al comprobar que, salvando las diferencias, Wulfhild sabe qué está sintiendo Marie, de modo que esta no se ve obligada a soportar la desolación en solitario.

Adopta la costumbre de salir a cabalgar todos los días entre la hora sexta y la nona, haga el tiempo que haga. Con la lluvia constante de abril y las nieblas de mayo, a través de los campos, vueltas y vueltas, deseando poder atravesar el bosque. Sueña con cacerías que duren el día entero, con seguir un rastro de sangre hasta donde una bestia herida se esconde exhausta, el frenesí de darle muerte, la sangre en las manos. La pobre yegua sigue avanzando.

Trata de atrapar su dolor con palabras, pero es como alargar la mano hacia una nube.

En vez de eso cabalga, piensa en dios. De pronto se le ocurre que dios debe de parecerse muchísimo al sol en el cielo, que se eleva por el día y duerme por la noche, renovándose eternamente; y es cálido porque vierte su calor y su luz, y al mismo tiempo remoto y frío, porque continúa existiendo mientras los seres humanos que también llenan la tierra de vida viven y mueren, y no le importa hacia dónde se decante la balanza, no altera su camino, no escucha los sonidos de la tierra que hay debajo, no puede pararse ni un instante a advertir la vida humana, se sacude cualquier absurda historia que intentamos hacer recaer sobre él y existe en la quietud como un ser sin parangón, radiante, distante y sin sentido.

Es cosa de los santos y los ángeles interceder por esos humanos que se revuelcan en el polvo de la tierra, pequeñas criaturas mugrientas que en su grandeza deben parecerles similares a los humildes insectos que se retuercen de dolor y chillan con palabras tan amortiguadas que no se oyen. 

Transcurre junio, julio. En una de sus salidas a caballo ve que el arroyo que alimenta la fábrica de cerveza y que arrastra la mierda del retrete exterior se ha secado con el calor de agosto. Cabalga río arriba fijándose mucho, hasta donde desaparece en el bosque. Incluso sobre el lecho seco del arroyo hay una gran cantidad de zarzamoras enmarañadas que arañan la piel del caballo hasta que la pobre criatura empieza a sangrar unas diminutas perlas color rubí. 

Al final, más allá del zarzal, encuentra el bosque cerrado, y todavía más allá descubre el acceso más cercano al laberinto.

Allí el arroyo está tan oculto en túneles por debajo del camino que nadie sospecharía que discurre por ahí. Cruza el camino y se adentra de nuevo en los zarzales, en el lecho del río, y se abre paso hasta el otro lado, y continúa por un bosque tan denso que no le queda más remedio que tumbarse sobre el animal con las piernas hacia atrás y la gorda yegua tiene que encoger el vientre y retorcerse y gemir para conseguir que su cuerpo quepa entre los árboles apretados. Y otra vez hacia el camino. La yegua, que en su vida ha librado sangrientas batallas con un corazón valiente, se amedrenta al tener que zambullirse por tercera vez entre los espinos, pero Marie la azuza y la maldice, hasta que la bestia cede ante la fuerza de voluntad de la abadesa, mayor que la suya. Cuatro tramos más de bosque espeso, cuatro caminos más, y entonces logra salir del laberinto.

Los árboles de esa zona están encogidos, la tierra descuidada. Deben de ser las tierras de la Corona, se dice cuando los pies del caballo resbalan en el barro. Amarra al animal y se quita los zuecos a toda prisa, para seguir caminando, aunque el lodo del pantano se le pega a los pies descalzos y a las espinillas.

Por fin llega a un claro tan amplio y extraño que se frota los ojos y vuelve a mirar. Es una marisma con atrofiados árboles inundados, igual que manos que arañasen un cielo bajo, y grandes penachos de juncos verdes y marrones y hierba enfermiza. Al final, su mirada se posa en la extraña cuenca azul de piedra que lo rodea todo.

Nota el fuego en la yema de los dedos; pero el fuego se retira y deja de girar alrededor del cuerpo de Marie, y no está claro, tal como escribirá más adelante, si lo que ve es un regalo que la Virgen ha dejado caer de sus manos o simplemente una ilusión que su propia mente ha hecho aflorar.

En cualquier caso, lo que ve es que esa humedad se detendrá en el lugar en el que ella está de pie. Donde el agua de la marisma se filtra por el barro y por fin se convierte en el arroyo, habrá esclusas de madera con ruedas de hierro que harán subir y bajar las compuertas, de modo que la gran cuenca de piedra se llene de agua y pase a ser algo similar a un lago. Y cuando lleve recluido suficiente tiempo, podrá permitirse que el arroyo fluya sin importar la estación del año. En los meses de calor, las ovejas beberían a su antojo del agua y ya no pasarían sed, podrían ponerse de rodillas para refrescarse, la música del fluir de las aguas llenaría los sonidos estivales de la abadía. El arroyo discurriría tranquilo y constante por su cauce bajo la fábrica de cerveza, de modo que la abadía tendría cerveza fresca e hidromiel incluso en verano, mientras que ahora deben contentarse con la cerveza vieja y el vino del año anterior. Se llevaría consigo el hedor de los excrementos de las monjas.

Y esa visión es buena, aunque tal vez no sea sagrada. La colma de su antigua y ardiente ambición.

Construirá algo útil, un lago, a partir de algo inútil, ese montón de barro y hedor, ese lodazal. Y aunque esa tierra no sea suya para poder anegarla, siente una rabia dentro que parece preparada para hacer su voluntad contra la Corona que se atreve a seguir existiendo todavía, pese a que la persona más adecuada para ocuparla haya ido al encuentro de dios. Si pudiera, aplastaría la Corona con las manos.

Asta dice que por supuesto que es posible realizar ese proyecto, y lo dice con su rapidez de siempre, la vejez de su cara delicada solo se aprecia en las finas telarañas de arrugas junto a los ojos. Se estremece de emoción. Salta.

Tilde protesta, no, imposible, no pueden inundar un terreno que no es suyo, es robar, pero Marie empieza a dibujar los planos para demostrárselo y nadie hace caso a la priora.

Wulfhild frunce la frente ante la idea de otro proyecto de construcción. Dice que será una carga muy pesada. Y ¿por qué necesitan seguir creciendo? ¿Por qué debe comerse más tierra la abadía? Marie no descansará hasta que controle la totalidad de esa fangosa isla, dice. Se ha puesto a gritar. Wulfhild ya trabaja más que una mula, las monjas ya son tan ricas que su opulencia despierta iras; la ropa que dieron a los pobres ese invierno era de lanas de tal calidad que ni las amas de casa de buena familia podían permitirse esos tejidos y se quejaron de que regalaran a los harapientos lo que la gente honesta no podía comprar.

El tiempo ha sido cruel con Wulfhild. Han transcurrido décadas de constantes viajes en nombre de la abadía, de conflicto, de aguantar enfados, amargura y maltratos, de buscar dinero, de curtirse la cara al sol; su reciente pérdida la ha avejentado todavía más deprisa. Unas marcadas bolsas negras le cuelgan debajo de los ojos y tiene unos extraños saquitos de piel junto a la boca, bajo las orejas, bajo la mandíbula. Desde que está viuda, la acompañan sus dos hijas mayores (la joven Wulfhild y Hawise) porque las chicas se han convertido en las lugartenientes de su madre y han asumido el exceso de trabajo que ella ya no puede realizar. Las tres huelen un poco a caza, el reluciente cuero de sus prendas se ha impregnado del olor de sus cuerpos, sus caballos, el mal tiempo, la turba y la humedad del campo, los perrazos que las protegen. Cuando Marie mira con detenimiento a las hijas de Wulfhild, se queda sin aliento: tienen la misma cara que su madre de joven, las espesas pestañas negras, las mejillas sonrosadas.

Como si fuese algo obvio, Marie dice que están convirtiendo la abadía en invulnerable. Si llega la sequía, si se secan los pozos, la abadía seguirá teniendo agua. Las monjas podrían continuar invioladas dentro de su comunidad. Les recuerda la Regla de la congregación: autosuficiencia.

Asta dice que no hay que preocuparse, que en realidad no es un proyecto tan ambicioso. Apenas un fragmento de la carga de trabajo que supuso hacer el laberinto o construir el edificio de la abadía.

Wulfhild se inclina hacia delante. Por un instante, da la sensación de que algo se fragua; los deseos de la cobradora de impuestos aunándose para rebelarse contra Marie. Las otras mujeres de la sala contienen la respiración al descubrir algo que no imaginaban, que incluso la imponente Marie podría verse cuestionada por otra persona.

Sin embargo, Goda entra en la tensa sala con pasos fatigados, flexionando las manos. Acaba de tener que ahogar a tres camadas de gatos recién nacidos, qué pena, pero les está bien empleado a los gatos por ser unos pecadores tan lujuriosos, ale. Chasquea la lengua. Entonces mira alrededor y pregunta qué ocurre. La sensación de poder que iba creciendo en Wulfhild se desvanece.

Wulfhild asiente con la cabeza. Con pesar, dice que hará lo que desee Marie.

Tilde añade un poco más alto que robar, aunque sea a la Corona, sigue siendo robar.

Marie espeta que no van a robar nada, que la tierra seguirá estando siempre donde está, que lo único que van a hacer las monjas es darle utilidad. Tilde abre la boca, la cierra, la abre. Le falta coraje. La deja cerrada.

Empiezan. Pican bloques de piedra de las paredes de la cantera, los transportan en carros, talan árboles, quitan tocones, construyen una plataforma sobre el suelo fangoso para poder trabajar encima. El barro se traga los primeros bloques que colocan. Las monjas más vigorosas se desplazan por el terreno a docenas igual que hormigas, porque realizan todas las tareas con rapidez y en silencio. Es poco probable que alguno de los agentes de la Corona vea lo que están haciendo, porque implicaría colarse en el laberinto, o mirar hacia arriba desde un punto minúsculo de un sendero apenas transitado al otro lado de la cuenca de piedra con aguda mirada de halcón, pues apenas un paso más adelante o un paso más atrás y los árboles tapan ya cualquier visión del muro de contención. De todos modos, no es imposible que alguien lo atisbe y lo cuente, le dijo Wulfhild a Marie en voz baja, y aunque la abadía es más apreciada que la Corona en todas las tierras circundantes siempre habrá aldeanos fieles a la Corona en el lugar.

Lo primero que construyen son los extremos desde donde subirá la presa a ambos lados de la abertura de la cuenca; y de vuelta en la abadía, la monja herrera y la carpintera se acuclillan y repasan los esbozos en el suelo polvoriento, luego resuena la forja, los martillos golpean todo el día, el eco satura el aire fresco. La nieve comienza a desprenderse del cielo y se funde sobre los cuerpos de las atareadas hermanas, calándoles el hábito. Marie va a caballo todos los días hasta allí para animarlas, para llevarles comida caliente. Reza con ellas y algunas veces empieza a doblar el cuerpo para colocar piedra sobre piedra con el fin de construir la escalera externa que dará acceso a la parte superior de la esclusa, pues aunque es vieja, aún es fuerte y su cuerpo echa de menos esa forma de trabajo duro de los músculos. Y cuando las monjas se reúnen para trabajar por la mañana después de la hora prima, Wulfhild las insta a ir todavía más rápidas, les dice con la cara contraída, con las manos enfundadas en la calidez de su túnica, que deben terminar antes de que el invierno se encrudezca. El agua les llega a la pantorrilla, luego hasta la cintura, luego trepa contra el muro temporal que bloquea el sitio donde se alzarán las compuertas; muchas cosas han quedado engullidas ya por el agua, las hierbas, los nidos donde viven las raras aves de los humedales, las madrigueras de las serpientes, los diques de los castores. El último ejemplar vivo de una extraña salamandra roja que solo se encontraba en ese lugar pantanoso se ve ahuyentado de su nido de hibernación y perece, acaba con las entrañas destripadas por un pájaro. Los nudosos árboles, pequeños pero antiguos, que habían visto a los romanos y a los daneses, son testigos de cómo las aguas se cierran sobre sus ramas superiores. Se aprecia el resplandor del hielo en los bordes del nuevo lago. Transportar las compuertas de la esclusa hasta donde tendrán que instalarlas precisa del esfuerzo de cuatro caballos de tiro, hombro con hombro, pero las monjas han tenido suerte, el suelo se ha congelado y así arrastrar el peso es muchísimo menos laborioso de lo que habría sido un mes antes. Una gran tormenta de nieve paraliza todos los progresos, las monjas regresan a la abadía cerrada y oscura, y al principio es un alivio, les recuerda a los agotados caballos de carga que vuelven a la comodidad del establo, pero al cabo de poco esa comodidad se convierte en una sensación de cautividad y anhelan el aire libre. Contemplan los carámbanos de hielo que crecen hacia abajo desde el tejado y piensan en la primavera.

Por fin, con un delicioso alivio, el tiempo cambia, un día frío y resplandeciente que permite que la nieve se convierta en un hielo tan firme que pueden caminar encima. Las monjas terminan la escalera, trabajan rápido para mantener el calor, colocan la compuerta de la esclusa, que queda bien sujeta, las puertas suben y bajan con facilidad y sin hacer ruido gracias al inteligente diseño de Asta. La ingeniosa monja indica que encadenen los caballos al muro temporal que ha contenido el agua, les grita que tiren hasta que rompen el muro y un fuerte rugido de agua marrón brota desde la esclusa, hasta que Asta baja la compuerta y el chorro se convierte en un fluir constante. Incluso en lo más crudo del invierno, el agua baja con alegría por el lecho del arroyo, con la misma fuerza que si hubiera crecido por el deshielo primaveral y la lluvia, discurre veloz bajo los caminos y llega a los campos.

A leguas de distancia, en los apriscos de la abadía, las monjas pastoras oirán un trueno y verán el agua espumosa acercándose desde la distancia por el lecho del río seco y pensarán que es una manada de caballos desbocados galopando a toda velocidad, y gritarán de júbilo.

Wulfhild permanece junto a Marie en lo alto de la presa, y desde allí contemplan el inmenso lago gris mate.

Marie recorre con la mirada lo que la rodea. Lo ha hecho ella. Sí, es obra suya, ha bloqueado la cuenca y la ha llenado de agua. Siente el resplandor en las manos, los pies, el vientre.

Se siente regia. Se siente papal.

Pero a su lado, Wulfhild resopla. Ha tenido tos desde que empezaron a trabajar y últimamente se le ha recrudecido, se le oyen pitidos en el pecho. Marie mira a su cobradora de impuestos y la toma por el brazo, ve la palidez por debajo de la piel morena, la delgadez de su cuerpo robusto. Preocupada, Marie le pregunta si se encuentra bien, pero nota que el calor se desprende de su piel. 

La otra mujer responde que solo está un poco enferma e intenta sonreír. No sabe qué le pasa en los pulmones.

Ha trabajado mucho, le dice Marie. Debería ir a casa y descansar un poco. Y ordena que alguien vaya a buscar a Nest, para que la infirmatrix la atienda en la casa del pueblo de la cobradora y se asegure de que esta obedece, porque Wulfhild no está contenta salvo cuando sale a cabalgar para atender los asuntos de la abadía. 

Entonces las monjas se retiran, reparan lo mejor que pueden los atajos que han abierto en los caminos del laberinto porque hasta la primavera no tendrán oportunidad de volver para plantar arbolillos y arbustos que los oculten del todo; regresan a la abadía resiguiendo el lecho del arroyo. Las monjas más jóvenes, emocionadas por el agua blanca indómita y agitada fruto de sus esfuerzos, cantan y bailan, y las monjas de mayor edad se ríen de ellas y dan palmas para seguir el ritmo.

La cellatrix Mamille, sabiendo que ese día marca el final del trabajo, se ha compinchado con las cocineras y juntas han sacrificado un cerdo gordo y lo han asado, y también hay tartaletas de apio y mantequilla y, lo más delicioso de todo, una sopa de leche y finas hierbas.

Durante dos días, Nest envía mensajes cautelosos: Wulfhild está bastante grave, pero la enfermedad solo afecta a los pulmones, no progresa.

El tercer día, cuando Marie se desplaza a casa de su cobradora de impuestos, Nest corre hasta el patio, con la cara envejecida por la fatiga. Sin Beatrix a su lado para relajarla, han vuelto a tensársele los hombros y casi los tiene a la altura de la mandíbula. Ay, abadesa, la saluda, y le cuenta a Marie que lo siente, pero no podrá ver a Wulfhild, porque lo que Wulfie necesita por encima de todo es dormir.

Las primeras ovejas han parido corderillos y Goda y sus ayudantas se pasan la noche en vela en unas pequeñas e ingeniosas cabañas con ruedas en el aprisco. Ah, bueno, no es muy incómodo, le contesta Goda cuando Marie va a verla, y por lo menos no huele a pies y a flatulencias, como el dormitorio común. Con una cuerda, la subpriora ata a un cordero huérfano el vellón todavía mojado y cubierto de sangre arrancado a un cordero que nació muerto, y la temblorosa cría toca el hocico de su nueva madre, quien al olerlo suelta un alarido que suena casi igual que el de una mujer que sufre.

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