Matilda

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La historia de la señorita Honey

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La historia
de la señorita Honey

NO debemos apresurarnos —dijo la señorita Honey—, así que tomemos otra taza de té. Y cómete esa otra rebanada de pan. Debes de estar hambrienta.

Matilda cogió la segunda rebanada y empezó a comérsela lentamente. La margarina no era mala. Si no lo hubiera sabido, puede que no hubiera notado la diferencia con la mantequilla.

—Señorita Honey —inquirió repentinamente—, ¿le pagan poco en la escuela?

La señorita Honey levantó de inmediato la vista.

—No, no —dijo—. Me pagan lo mismo que a los demás.

—Pues entonces, si usted es tan pobre, debe de ser muy poco —supuso Matilda—. ¿Viven así todos los profesores, sin muebles, cocina ni cuarto de baño?

—No —contestó la señorita Honey, un poco desconcertada—. Da la casualidad de que yo soy la excepción.

—Supongo, entonces, que lo que pasa es que a usted le gusta vivir de forma muy sencilla —dijo Matilda, tratando de sonsacarle un poco más—. La limpieza de la casa debe de ser mucho más fácil y no tiene muebles que encerar ni todos esos objetos estúpidos a los que hay que quitar el polvo todos los días. Y me figuro que, si no tiene usted frigorífico, se evita tener que comprar toda clase de cosas, como huevos y mayonesa y helados con que llenarlo. Debe evitarse un montón de compras.

Matilda notó en ese momento que el rostro de la señorita Honey se había vuelto tenso y su mirada extraña. El cuerpo se le había tornado rígido. Se le había encorvado la espalda, tenía los labios fuertemente apretados y estaba sentada, sujetando su taza de té con ambas manos, con la mirada baja fija en ella, como buscando la forma de contestar aquellas preguntas no tan inocentes.

Sintió un silencio largo y embarazoso. En el transcurso de treinta segundos, el ambiente de la diminuta habitación había cambiado completamente y ahora se respiraba incomodidad y secreto.

—Siento haberle preguntado eso, señorita Honey —dijo Matilda—. No es de mi incumbencia.

La señorita Honey pareció reanimarse de repente. Sacudió los hombros y dejó cuidadosamente su taza en la bandeja.

—¿Por qué no ibas a preguntarlo? —dijo—. Tenías que acabar preguntándolo. Eres demasiado despierta para no haber sentido curiosidad. Quizá yo misma deseaba que me preguntaras. Después de todo, puede que sea por eso por lo que te invité a venir. Por cierto que eres la primera visita que viene a esta casa desde que me trasladé a ella hace dos años.

Matilda no dijo nada. Notaba la creciente tensión que reinaba en la habitación.

—Eres tan inteligente para tus años, querida —prosiguió diciendo la señorita Honey—, que eso es lo que me asombra. Aunque pareces una niña, no lo eres, porque tu mentalidad y tu capacidad de razonamiento parecen los de una persona completamente desarrollada. Así que supongo que podríamos llamarte una niña adulta, si comprendes lo que quiero decir.

Matilda siguió sin decir nada. Esperaba lo que tenía que ir a continuación.

—Hasta ahora —prosiguió la señorita Honey—, me ha resultado imposible hablar con nadie de mis problemas. No podía soportar la vergüenza y, en cualquier caso, me falta valor. El valor que pudiera tener me lo quitaron cuando era joven. Pero ahora, de repente, siento un deseo desesperado de contárselo todo a alguien. Sé que sólo eres una cría, pero tú tienes una especie de magia. Lo he comprobado con mis propios ojos.

Matilda se puso en guardia. La voz que escuchaba estaba pidiendo ayuda. Era más que probable. Era seguro.

La voz volvió a hablar.

—Toma un poco más de té —dijo—. Aún queda algo.

Matilda asintió.

La señorita Honey sirvió té en ambas tazas y añadió leche. Volvió a coger de nuevo su taza con ambas manos y siguió sentada, tomándoselo a sorbitos.

Hubo un largo silencio. Luego preguntó:

—¿Puedo contarte una historia?

—Naturalmente —respondió Matilda.

—Tengo veintitrés años —dijo la señorita Honey— y, cuando nací, mi padre era médico en este pueblo. Teníamos una casa antigua preciosa, bastante grande, de ladrillo rojo. Está oculta en el bosque, detrás de las colinas. No creo que la conozcas.

Matilda se mantuvo callada.

—Yo nací allí —continuó la señorita Honey—. Entonces sucedió la primera tragedia. Mi madre murió cuando yo tenía dos años. Mi padre, un médico muy ocupado, tuvo que buscar a alguien que llevara la casa y se ocupara de mí. Así, pues, invitó a que se viniera a vivir con nosotros a una hermana soltera de mi madre. Ella accedió y vino.

Matilda escuchaba atentamente.

—¿Qué edad tenía su tía cuando vino? —preguntó.

—No era mayor —dijo la señorita Honey—. Diría que unos treinta. Pero desde el primer momento la odié. Echaba muchísimo de menos a mi madre y mi tía no era nada amable. Mi padre no lo sabía, porque estaba poco en casa, pero cuando estaba, mi tía se comportaba de forma diferente.

La señorita Honey hizo una pausa y bebió un poco de té.

—No sé por qué te estoy contando todo esto —dijo avergonzada.

—Siga, por favor —rogó Matilda.

—Bien —dijo la señorita Honey—, entonces ocurrió la segunda tragedia. Cuando yo tenía cinco años, mi padre murió repentinamente. Un día estaba aquí y al siguiente ya se había ido. Tuve, pues, que vivir sola con mi tía. Fue mi tutora legal. Tenía sobre mí todo el poder de mi padre y, de una forma u otra, se convirtió en la verdadera propietaria de la casa.

—¿De qué murió su padre? —preguntó Matilda.

—Es curioso que me preguntes eso —dijo la señora Honey—. Yo era entonces demasiado pequeña para preguntarlo, pero he averiguado que su muerte estuvo rodeada de mucho misterio.

—¿No se supo de qué había muerto? —preguntó Matilda.

—No es eso exactamente —dijo vacilante la señorita Honey—. Nadie creía que mi padre, que era un hombre sensato e inteligente, hubiera podido hacerlo.

—¿Hacer qué? —preguntó Matilda.

—Suicidarse.

Matilda se quedó pasmada.

—¿Lo hizo? —preguntó boquiabierta.

—Eso pareció —dijo la señorita Honey—. Pero quién puede saberlo —se encogió de hombros, se volvió y miró fuera, a través de la diminuta ventana.

—Sé lo que está usted pensando —dijo Matilda—. Piensa que lo asesinó su tía e hizo que pareciera como si lo hubiera hecho él.

—No estoy pensando nada —dijo la señorita Honey—. No deben pensarse esas cosas sin tener pruebas.

La pequeña habitación quedó en silencio. Matilda notó que las manos que sujetaban la taza temblaban ligeramente.

—¿Qué pasó después de eso? —preguntó—. ¿Qué pasó cuando la dejaron sola con su tía? ¿No se portó bien con usted?

—¿Bien? —dijo la señorita Honey—. Era un demonio. En cuanto desapareció mi padre se convirtió en un verdadero horror. Mi vida fue una pesadilla.

—¿Qué le hizo a usted? —preguntó Matilda.

—No me gusta hablar de eso —dijo la señorita Honey—. Es demasiado horrible. Pero ella me aterrorizaba tanto que me ponía a temblar cuando entraba en la habitación donde yo estaba. Debes comprender que yo no he tenido nunca un carácter fuerte como el tuyo. Yo estaba siempre asustada y retraída.

—¿No tenía usted otros parientes? —preguntó Matilda—. ¿Tíos, tías o abuelos que vinieran a verla?

—Ninguno que yo conociera —dijo la señora Honey—. Todos habían muerto o se habían ido a Australia.

—Así que usted creció sola en esa casa con su tía —dijo Matilda—. Pero usted tuvo que ir a la escuela.

—Por supuesto —dijo la señorita Honey—. Fui a la misma escuela a la que tú vas ahora. Pero vivía en casa —hizo una pausa y contempló su taza vacía—. Creo que lo que estaba intentando explicarte es que, con el transcurso de los años, me volví tan cobarde y me encontraba tan dominada por ese monstruo de tía, que cuando me mandaba algo, fuera lo que fuese, la obedecía inmediatamente. Esas cosas suceden. Cuando tenía diez años ya era su esclava. Hacía todo el trabajo de casa. Hacía su cama. Lavaba y planchaba para ella. Cocinaba para ella. Aprendí a hacer de todo.

—Pero probablemente podría haberse quejado a alguien, ¿no? —dijo Matilda.

—¿A quién? —dijo la señorita Honey—. Y, de todas formas, estaba demasiado aterrorizada para quejarme. Ya te he dicho que era su esclava.

—¿Le pegaba?

—No entremos en detalles —rogó la señorita Honey.

—¡Qué horrible! —exclamó Matilda—. Se pasaría llorando todo el tiempo, ¿no?

—Sólo cuando estaba sola —dijo la señorita Honey—. No me permitía llorar delante de ella. Pero vivía aterrorizada.

—¿Qué sucedió cuando terminó la escuela? —preguntó Matilda.

—Yo era una buena alumna —dijo la señorita Honey—. Podría haber ido fácilmente a la universidad. Pero no hubo forma.

—¿Por qué no, señorita Honey?

—Porque me necesitaba para realizar el trabajo doméstico.

—¿Cómo se hizo maestra, entonces? —preguntó Matilda.

—Hay una escuela de profesorado a sólo cuarenta minutos de aquí en autobús —dijo la señorita Honey—. Me permitió ir allí, a condición de que regresara a casa inmediatamente, a primera hora de la tarde, para lavar y planchar, hacer la casa y preparar la cena.

—¿Qué edad tenía usted entonces? —preguntó Matilda.

—Cuando fui a la escuela de profesorado tenía dieciocho —respondió la señorita Honey.

—Podía haber recogido sus cosas y haberse marchado —dijo Matilda.

—No podía hasta que consiguiera un trabajo —explicó la señorita Honey—. No olvides que por entonces yo estaba dominada por mi tía de tal forma que no me hubiera atrevido. No puedes imaginarte lo que es estar controlada así por una persona con un carácter muy fuerte. Te deja hecha papilla. Así es. Ésa es la triste historia de mi vida. Ya he contado suficiente.

—No se detenga, por favor —rogó Matilda—. Aún no ha terminado. ¿Cómo se las arregló para acabar alejándose de ella y venirse a vivir a esta casita tan extraña?

—Ah, eso fue algo importante —dijo la señorita Honey—. Me sentí orgullosa de ello.

—Cuénteme —pidió Matilda.

—Bien —dijo la señorita Honey—, cuando conseguí trabajo como profesora, mi tía me dijo que le debía una gran cantidad de dinero. Le pregunté por qué. Ella me dijo que «porque te he estado dando de comer todos estos años y comprándote ropa y calzado». Me dijo que ascendía a varios miles y que tenía que devolvérselo entregándole mi salario durante los diez años siguientes. «Te daré una libra a la semana para tus gastos», dijo. «Pero eso es todo lo que vas a conseguir». Incluso arregló las cosas con las autoridades de la escuela para que ingresaran mi salario directamente en su banco. Me hizo firmar el documento.

—No debería haberlo hecho —dijo Matilda—. Su salario era su oportunidad de libertad.

—Lo sé, lo sé —dijo la señorita Honey—. Pero, para entonces, yo había sido su esclava durante casi toda mi vida y no tenía el valor o las agallas de decir no. Aún estaba aterrorizada y podía hacerme mucho daño.

—¿Y cómo se las arregló para escapar? —preguntó Matilda.

—¡Ah! —exclamó la señorita Honey, sonriendo por primera vez—. Eso fue hace dos años. Fue mi mayor triunfo.

—Cuénteme por favor —dijo Matilda.

—Yo solía levantarme muy temprano y salía a dar un paseo mientras mi tía estaba aún durmiendo —dijo la señorita Honey—. Un día llegué a esta casita. Estaba vacía. Averigüé quién era el propietario. Se trataba de un granjero. Fui a verle. Los granjeros se levantan también muy temprano. Estaba ordeñando sus vacas. Le pregunté si podría alquilarme esta casita. «No puede usted vivir allí», dijo. «No reúne condiciones ni agua corriente, ni nada».

«Quiero vivir allí», dije. «Soy una romántica. Me he enamorado de ella. Alquílemela, por favor».

«Está usted loca», dijo. «Pero si insiste, sea bienvenida a ella. La renta será de diez peniques a la semana».

«Aquí tiene el alquiler de un mes, por adelantado», dije, dándole cuarenta peniques. «Y muchas gracias».

—¡Qué estupendo! —exclamó Matilda—. ¡Así que, de pronto, tenía una casa para usted!

Pero ¿cómo tuvo el valor suficiente para decírselo a su tía?

—Fue duro —dijo la señorita Honey—, pero me mentalicé para hacerlo. Una noche, después de que hube preparado su cena, subí al piso superior, guardé las pocas cosas que poseía en una caja de cartón, bajé y le comuniqué que me iba. «He alquilado una casa», dije. Mi tía se enfureció. «¡Alquilar una casa!», gritó. «¿Cómo puedes alquilar una casa cuando todo lo que tienes es una libra a la semana?».

«Lo he hecho», dije.

«¿Y cómo vas a comprar comida?».

«Ya me las arreglaré», murmuré y me fui.

—¡Bien hecho! —exclamó Matilda—. ¡Al fin era libre!

—Al fin fui libre —dijo la señorita Honey—. No puedo explicarte lo maravilloso que resultó.

—Pero ¿realmente se las ha arreglado para vivir aquí con una libra a la semana durante dos años?

—Claro que sí —dijo la señorita Honey—. Pago diez peniques de alquiler y con el resto me alcanza para comprar petróleo para el hornillo y un poco de leche y té, pan y margarina. Eso es todo lo que de verdad necesito. Como ya te he dicho, me doy una buena comilona en el almuerzo en la escuela.

Matilda la miró. ¡Qué cosa tan valiente había hecho la señorita Honey! De pronto, se convirtió en una heroína para ella.

—¿No es esto terriblemente frío en invierno? —preguntó.

—Tengo mi hornillo de petróleo —dijo la señorita Honey—. Te sorprendería ver lo calentito que se está aquí dentro.

—¿Tiene usted cama, señorita Honey?

—No exactamente —dijo la señorita Honey, volviendo a sonreír—, pero dicen que es muy sano dormir sobre una superficie dura.

Matilda se hizo cargo de la situación con absoluta claridad. La señorita Honey necesitaba ayuda. No era posible que pudiera seguir viviendo así indefinidamente.

—Le iría mucho mejor —dijo— dejar su trabajo y acogerse al subsidio de paro.

—Yo no haría eso nunca —dijo la señorita Honey—. Me encanta enseñar.

—Me figuro que esa horrible tía suya seguirá viviendo todavía en su antigua casa —dijo Matilda.

—Desde luego —asintió la señorita Honey—. Sólo tiene unos cincuenta años. Seguirá aún allí durante mucho tiempo.

—¿Cree usted que su padre deseaba realmente que se quedara ella la casa para siempre?

—Estoy segura de que no —dijo la señorita Honey—. Los padres suelen ceder a su tutor el derecho a ocupar la casa durante un cierto tiempo, pero casi siempre la dejan en depósito para el hijo. Luego, cuando el hijo o la hija se hacen mayores, la propiedad es suya.

—Entonces, seguramente, es propiedad de usted.

—Nunca apareció el testamento de mi padre —dijo la señorita Honey—. Parece como si alguien lo hubiera destruido.

—No hay que romperse la cabeza para adivinar quién fue —dijo Matilda.

—Desde luego que no —dijo la señorita Honey.

—Pero si no hay testamento, la casa es automáticamente suya. Usted es el pariente más cercano.

—Lo sé —dijo la señorita Honey—, pero mi tía presentó un documento, supuestamente escrito por mi padre, en el que se decía que le dejaba la casa a su cuñada por sus desvelos al ocuparse de mí. Estoy segura de que era un documento falso. Pero nadie puede probarlo.

—¿No podría intentarlo? —preguntó Matilda—. ¿No podría contratar un buen abogado y tratar de impugnarlo?

—Carezco de dinero para ello —dijo la señorita Honey—. Y debes tener presente que esa tía mía es una persona muy respetada en la comunidad. Tiene mucha influencia.

—¿Quién es ella? —preguntó Matilda.

La señorita Honey dudó un momento. Luego respondió en voz baja:

—La señorita Trunchbull.

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