Matilda

Matilda


El señor Wormwood, experto vendedor de coches

Página 4 de 24

El señor Wormwood,
experto vendedor
de coches

LOS padres de Matilda poseían una casa bastante bonita, con tres dormitorios en la planta superior, mientras que la inferior constaba de comedor, sala de estar y cocina. Su padre era vendedor de coches de segunda mano y, al parecer, le iba muy bien.

—El serrín es uno de los grandes secretos de mi éxito —dijo un día, orgullosamente—. Y no me cuesta nada. Lo consigo gratis en las serrerías.

—¿Y para qué lo usas? —le preguntó Matilda.

—Te gustaría saberlo, ¿eh? —dijo.

—No veo cómo te puede ayudar el serrín a vender coches de segunda mano, papá.

—Eso es porque tú eres una majadera ignorante —afirmó su padre.

Su forma de expresarse no era muy delicada, pero Matilda ya estaba acostumbrada. Sabía también que a él le gustaba presumir y ella le incitaba descaradamente.

—Tienes que ser muy inteligente para encontrarle aplicación a algo que no vale nada —comentó—. A mí me encantaría poder hacerlo.

—Tú no podrías —replicó su padre—. Eres demasiado estúpida. Pero no me importa contárselo a Mike, ya que algún día estará en el negocio conmigo —despreciando a Matilda se volvió a su hijo y dijo—. Procuro comprar un coche de algún imbécil que ha utilizado tan mal la caja de cambios que las marchas están desgastadas y suena como una carraca. Lo consigo barato. Luego, todo lo que tengo que hacer es mezclar una buena cantidad de serrín con el aceite de la caja de cambios y va tan suave como la seda.

—¿Cuánto tarda en volver a empezar a rechinar? —preguntó Matilda.

—Lo suficiente para que el comprador esté bastante lejos —dijo su padre sonriendo—. Unas cien millas.

—Pero eso no es honrado, papá —dijo Matilda—. Eso es un engaño.

—Nadie se hace rico siendo honrado —dijo el padre—. Los clientes están para que los engañen.

El señor Wormwood era un hombrecillo de rostro malhumorado, cuyos dientes superiores sobresalían por debajo de un bigotillo de aspecto lastimoso. Le gustaba llevar chaquetas de grandes cuadros, de alegre colorido y corbatas normalmente amarillas o verde claro.

—Fíjate, por ejemplo, en el cuentakilómetros —prosiguió—. El que compra un coche de segunda mano lo primero que hace es comprobar los kilómetros que tiene. ¿No es cierto?

—Cierto —dijo el hijo.

—Pues bien, compro un cacharro con ciento cincuenta mil kilómetros. Lo compro barato. Pero con esos kilómetros no lo va a comprar nadie, ¿no? Ahora no puedes desmontar el cuentakilómetros, como hace diez años, y hacer retroceder los números. Los instalan de forma que resulta imposible amañarlos, a menos que seas un buen relojero o algo así. ¿Qué hacer entonces? Yo uso el cerebro, muchacho, eso es lo que hago.

—¿Cómo? —preguntó el joven Michael, fascinado. Parecía haber heredado la afición de su padre por los engaños.

—Me pongo a pensar y me pregunto cómo podría transformar un cuentakilómetros que marca ciento cincuenta mil kilómetros en uno que sólo marque diez mil, sin estropearlo. Bueno, lo conseguirías si haces andar el coche hacia atrás durante mucho tiempo. Los números irían hacia atrás, ¿no? Pero ¿quién va a conducir un maldito coche marcha atrás durante miles y miles de kilómetros? ¡No hay forma de hacerlo!

—¡Por supuesto que no! —dijo el joven Michael.

—Así que me estrujé el cerebro —siguió el padre—. Yo uso el cerebro. Cuando tienes un cerebro brillante tienes que usarlo. Y, de repente, me llegó la solución. Te aseguro que me sentí igual que debió de sentirse ese tipo tan famoso que descubrió la penicilina. «¡Eureka!», grité. «¡Lo conseguí!».

—¿Qué hiciste, papá?

—Del cuentakilómetros —explicó el señor Wormwood— sale un cable que va conectado a una de las ruedas delanteras. Primero, desconecté el cable en el lugar donde se acopla la rueda. Luego, me compré una taladradora eléctrica de gran velocidad y la conecté al extremo del cable, de tal forma que, cuando gira, hace girar el cable al revés. ¿Me sigues? ¿Lo comprendes?

—Sí, papá —dijo el joven Michael.

—Esas taladradoras giran a una velocidad enorme —dijo el padre—, así que cuando conecto la taladradora, los números del cuentakilómetros retroceden a toda velocidad. En pocos minutos puedo rebajar cincuenta mil kilómetros del cuentakilómetros con mi taladradora eléctrica de gran velocidad. Y, cuando termino, el coche sólo ha hecho diez mil kilómetros y está listo para su venta. «Está casi nuevo», le digo al cliente. «Apenas ha hecho diez mil. Pertenecía a una señora mayor que sólo lo utilizaba una vez a la semana para ir de compras».

—¿De verdad puedes hacer que el cuentakilómetros vaya hacia atrás con una taladradora eléctrica? —preguntó Michael.

—Te estoy contando secretos del negocio —dijo el padre—, así que no vayas a decírselo a nadie. No querrás verme en chirona, ¿no?

—No se lo diré a nadie —dijo el niño—. ¿Le haces eso a muchos coches, papá?

—Todo coche que pasa por mis manos recibe el tratamiento —dijo el padre—. Antes de ofrecerlos a la venta, todos ven reducido su kilometraje por debajo de diez mil. ¡Y pensar que lo he inventado yo…! —añadió orgullosamente—. Me ha hecho ganar una fortuna.

Matilda, que había escuchado atentamente, dijo:

—Pero papá, eso es aún peor que lo del serrín. Es repugnante. Estás engañando a gente que confía en ti.

—Si no te gusta, no comas entonces la comida de esta casa —dijo el padre—. Se compra con las ganancias.

—Es dinero sucio —dijo Matilda—. Lo odio.

Dos manchas rojas aparecieron en las mejillas del padre.

—¿Quién demonios te crees que eres? —gritó—. ¿El arzobispo de Canterbury o alguien así, echándome un sermón sobre honradez? ¡Tú no eres más que una ignorante mequetrefe que no tiene ni la más mínima idea de lo que dice!

—Bien dicho, Harry —dijo la madre. Y a Matilda—. Eres una descarada por hablarle así a tu padre. Ahora, mantén cerrada tu desagradable boca para que podamos ver tranquilos este programa.

Estaban en la sala de estar, frente a la televisión, con la bandeja de la cena sobre las rodillas. La cena consistía en una de esas comidas preparadas que anuncian en televisión, en bandejas de aluminio flexible, con compartimentos separados para la carne guisada, las patatas hervidas y los guisantes. La señora Wormwood comía con los ojos pendientes del serial americano de la pequeña pantalla. Era una mujerona con el pelo teñido de rubio platino, excepto en las raíces cercanas al cuero cabelludo, donde era de color castaño parduzco. Iba muy maquillada y tenía uno de esos tipos abotargados y poco agraciados en los que la carne parece estar atada alrededor del cuerpo para evitar que se caiga.

—Mami —dijo Matilda—, ¿te importa que me tome la cena en el comedor y así poder leer mi libro?

El padre levantó la vista bruscamente.

—¡Me importa a mí! —dijo acaloradamente—. ¡La cena es una reunión familiar y nadie se levanta de la mesa antes de terminar!

—Pero nosotros no estamos sentados a la mesa —dijo Matilda—. No lo hacemos nunca. Siempre cenamos aquí, viendo la tele.

—¿Se puede saber qué hay de malo en ver la televisión? —preguntó el padre.

Su voz se había tornado de repente tranquila y peligrosa.

Matilda no se atrevió a responderle y permaneció callada. Sintió que le invadía la cólera. Sabía que no era bueno aborrecer de aquella forma a sus padres, pero le costaba trabajo no hacerlo. Lo que había leído le había mostrado un aspecto de la vida que ellos ni siquiera vislumbraban. Si por lo menos hubieran leído algo de Dickens o de Kipling, sabrían que la vida era algo más que engañar a la gente y ver la televisión.

Otra cosa. Le molestaba que la llamaran constantemente ignorante y estúpida, cuando sabía que no lo era. La cólera que sentía fue creciendo más y más y esa noche, acostada en su cama, tomó una decisión. Cada vez que su padre o su madre se portaran mal con ella, se vengaría de una forma u otra. Esas pequeñas victorias la ayudarían a soportar sus idioteces y evitarían que se volviera loca. Recuerden que aún no tenía cinco años y que, a esa edad, no es fácil marcarle un tanto a un todopoderoso adulto. Aun así, estaba decidida a intentarlo. Después de lo que había sucedido esa noche frente a la televisión, su padre fue el primero de la lista.

Ir a la siguiente página

Report Page