Matilda

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Un nuevo hogar

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Un nuevo hogar

ESE mismo día, más tarde, comenzaron a circular noticias de que la directora se había recobrado de su desmayo y que se había marchado de la escuela con los labios apretados y el rostro blanco.

A la mañana siguiente no fue a la escuela. A la hora del almuerzo, el director suplente, el señor Trilby, llamó por teléfono a su casa para saber si se encontraba mal. Nadie contestó al teléfono.

Cuando terminaron las clases, el señor Trilby decidió indagar y se encaminó a la casa de las afueras en donde vivía la señorita Trunchbull, una casa preciosa, de estilo georgiano, de ladrillo rojo, conocida como La Casa Roja, situada en el bosque, detrás de las colinas.

Llamó al timbre y no hubo respuesta.

Aporreó con todas sus fuerzas la puerta y no hubo respuesta.

Gritó «¿Hay alguien en casa?», pero no hubo respuesta.

Intentó abrir la puerta y comprobó sorprendido que se hallaba abierta. Entró.

La casa estaba silenciosa y no había nadie en ella; sin embargo, todos los muebles se encontraban en su sitio. El señor Trilby subió al piso superior y se dirigió al dormitorio principal. Allí también parecía estar todo normal, hasta que abrió cajones y armarios. No había vestidos, ropa interior ni zapatos. Habían desaparecido.

«Se ha marchado», se dijo el señor Trilby, y se dirigió a informar a los administradores de la escuela de que, aparentemente, la directora se había esfumado.

El segundo día por la mañana, la señorita Honey recibió una carta certificada de la oficina de un notario local informándole que había aparecido, repentina y misteriosamente, el testamento de su padre. El documento revelaba que, desde la muerte de su padre, la señorita Honey era, de hecho, la legítima propietaria de una casa situada en las afueras del pueblo, conocida como La Casa Roja, que, hasta ahora, había ocupado una tal señorita Agatha Trunchbull. El testamento indicaba también que le dejaba a ella los ahorros de toda su vida que, afortunadamente, seguían a salvo en el banco. Añadía el notario en su carta que si la señorita Honey se dignaba ir por su oficina lo antes posible, la propiedad y el dinero serían transferidos de inmediato a su nombre.

Así lo hizo la señorita Honey, y al cabo de un par de semanas se trasladó a La Casa Roja, el mismo lugar donde se había criado y donde, felizmente, permanecían los muebles y cuadros familiares. A partir de entonces, Matilda se convirtió en una visitante asidua. Iba allí todas las tardes, cuando salía de la escuela, y entre la profesora y la niña comenzó a establecerse una estrecha amistad.

Mientras tanto, en la escuela se estaban produciendo también grandes cambios. Tan pronto como desapareció de escena la señorita Trunchbull, se nombró director, en sustitución suya, al excelente señor Trilby. Poco después, a Matilda la trasladaron al curso superior, donde la señorita Plimsoll no tardó en comprobar que aquella sorprendente chiquilla era tan brillante como había dicho la señorita Honey.

Una tarde, unas semanas después, Matilda estaba merendando con la señorita Honey en la cocina de La Casa Roja, como hacía siempre después de clase, cuando dijo de repente:

—Me ha sucedido una cosa muy extraña, señorita Honey.

—Cuéntamelo —dijo la señorita Honey.

—Esta mañana —dijo Matilda— y, sólo por distraerme, intenté mover algo con los ojos y no pude. No se movió nada. Ni siquiera sentí el calor en los ojos. Ha desaparecido el poder que tenía. Creo que lo he perdido del todo.

La señorita Honey untó parsimoniosamente de mantequilla una rebanada de pan moreno y luego extendió sobre ella un poco de mermelada de fresa.

—Pensé que sucedería algo así —dijo.

—¿Sí? ¿Por qué? —preguntó Matilda.

—Bueno —dijo la señorita Honey—, es sólo una suposición, pero he aquí lo que pienso. Mientras estabas en mi clase no tenías nada que hacer, no tenías que esforzarte por nada. Era una frustración para tu asombroso cerebro. En él había almacenada una enorme cantidad de energía sin utilizar que, de una forma u otra, tuviste la facultad de proyectar a través de tus ojos y hacer que los objetos se movieran. Pero ahora las cosas son diferentes. Estás en la clase superior, compitiendo con niños que te doblan la edad, y empleas toda tu energía mental en clase. Por vez primera, tu cerebro tiene que luchar y esforzarse y estar de verdad ocupado, lo que es estupendo. Pero esto no es más que una suposición, puede que estúpida, pero no creo que se aleje mucho de la realidad.

—Estoy contenta de que haya terminado —dijo Matilda—. No me gustaría ir por ahí toda la vida haciendo milagros.

—Ya has hecho bastante —dijo la señorita Honey—. Apenas puedo creerme todo lo que has hecho por mí.

Matilda, que estaba sentada en un alto taburete de la mesa de la cocina, se comió su pan con mermelada lentamente. Le encantaban esas tardes con la señorita Honey. Se sentía muy a gusto en su presencia y las dos se hablaban más o menos como iguales.

—¿Sabía usted —preguntó Matilda repentinamente— que el corazón de un ratón late a un ritmo de seiscientas cincuenta veces por segundo?

—No lo sabía —dijo la señorita Honey sonriendo—. ¿Dónde lo has leído?

—En un libro de la biblioteca —respondió Matilda—. Eso quiere decir que late tan rápido que ni siquiera se pueden diferenciar los latidos. Debe sonar como un zumbido.

—Así debe de ser —dijo la señorita Honey.

—¿A qué ritmo cree usted que late el corazón de un erizo?

—Dímelo —pidió la señorita Honey, volviendo a sonreír.

—No tan rápido como el de un ratón —dijo Matilda—. Trescientas veces por minuto. Pero, aun así, nadie hubiera pensado que latiera tan rápidamente tratándose de un animal que se mueve tan despacio, ¿no, señorita Honey?

—Yo, desde luego, no —respondió la señorita Honey—. Dime alguno más.

—El caballo —dijo Matilda—. Ése va realmente despacio. Sólo cuarenta veces por minuto.

«Esta niña —pensó la señorita Honey— parece interesarse por todo. Es imposible aburrirse a su lado. Me encanta».

Las dos siguieron hablando durante una hora, más o menos, y a eso de las seis se despidió Matilda y se fue andando a su casa, en lo que tardaba unos ocho minutos. Cuando llegó, vio un gran Mercedes negro estacionado a la puerta. No le prestó demasiada atención. Era frecuente ver coches extraños estacionados ante la puerta de su casa. Cuando entró en la casa se encontró con un auténtico caos. Su madre y su padre estaban en el vestíbulo, guardando frenéticamente ropas y diversos objetos en maletas.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Qué pasa, papi?

—Nos largamos —dijo el señor Wormwood sin levantar la vista—. Nos vamos al aeropuerto dentro de media hora, así que ya puedes ir empaquetando tus cosas. ¡Vamos, chica! ¡Date prisa!

—¿Que nos vamos? —exclamó Matilda—. ¿Adónde?

—A España —dijo el padre—. El clima es mejor que en este piojoso país.

—¡A España! —gritó Matilda—. ¡Yo no quiero ir a España! ¡Me gusta vivir aquí y me gusta mi escuela!

—¡Limítate a hacer lo que te digo y deja de discutir! —rugió el padre—. ¡Bastantes problemas tengo sin contar contigo!

—Pero papi… —comenzó a decir Matilda.

—¡Cierra el pico! —gritó el padre—. ¡Nos vamos dentro de treinta minutos! ¡No voy a perder ese avión!

—¿Por cuánto tiempo nos vamos, papi? —preguntó Matilda—. ¿Cuándo volveremos?

—No vamos a volver —respondió el padre—. ¡Ahora, lárgate! ¡Estoy ocupado!

Matilda se dio la vuelta y salió por la puerta principal, que estaba abierta. Tan pronto como estuvo en la calle echó a correr. Se dirigió a la casa de la señorita Honey, a la que llegó en apenas cuatro minutos. Subió corriendo el sendero que conducía a ella y vio a la profesora en el jardín delantero, en medio de un macizo de rosas, con unas tijeras de podar. La señorita Honey había oído el ruido de las rápidas pisadas de Matilda sobre la gravilla y se incorporó y salió del macizo en el momento en que llegaba la niña corriendo.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¿Qué pasa?

Matilda se detuvo frente a ella, sin aliento y con el rostro rojo:

—¡Se van! —exclamó—. ¡Se han vuelto todos locos y están haciendo las maletas para irse a España dentro de treinta minutos!

—¿Quiénes? —preguntó tranquilamente la señorita Honey.

—Mamá y papá y mi hermano Mike, y dicen que tengo que irme con ellos.

—¿De vacaciones?

—¡Para siempre! —exclamó desolada Matilda—. ¡Papá dice que no vamos a volver nunca!

Hubo un breve silencio y luego dijo la señorita Honey:

—La verdad es que no me sorprende mucho.

—¿Quiere decir que sabía usted que se iban? —exclamó Matilda—. ¿Por qué no me lo dijo?

—No, querida —dijo la señorita Honey—. No sabía que se iban a marchar. Pero la noticia no me sorprende.

—¿Por qué? —preguntó Matilda—. Dígame por qué, por favor —aún jadeaba por la carrera y por el sobresalto que le había producido todo aquello.

—Porque tu padre —dijo la señorita Honey— está relacionado con una banda de ladrones. En el pueblo lo sabe todo el mundo. Creo que es el destinatario de coches robados en todo el país. Está metido hasta el cuello.

Matilda se la quedó mirando con la boca abierta.

—Llevaban coches robados al taller de tu padre —prosiguió la señorita Honey—, donde él cambiaba las matrículas, los pintaba de otro color y cosas por el estilo. Probablemente le habrán dado el soplo de que la policía iba tras él y hace lo que todos: marcharse a España, donde no pueden cogerle. Habrá estado mandando fuera su dinero durante años, para cuando llegara este momento.

Se encontraban en el césped de la parte delantera de la bonita casa de ladrillo rojo con sus patinadas tejas rojas y sus altas chimeneas, y la señorita Honey aún tenía en la mano las tijeras de podar. Hacía una tarde excelente y por allí cerca cantaba un mirlo.

—¡Yo no quiero ir con ellos! —gritó Matilda—. ¡No me iré!

—Me temo que tendrás que hacerlo —dijo la señorita Honey.

—¡Quiero vivir aquí con usted! —exclamó Matilda—. ¡Por favor, déjeme vivir aquí con usted!

—Me gustaría que pudieras —dijo la señorita Honey—, pero creo que no es posible. No puedes dejar a tus padres sólo porque quieras. Tienen derecho a llevarte con ellos.

—¿Y si ellos accedieran? —preguntó Matilda ansiosamente—. ¿Podría quedarme con usted si dijeran que sí? ¿Permitiría que me quedara aquí con usted?

—Sí, sería maravilloso —dijo la señorita Honey, dulcemente.

—¡Creo que accederán! —exclamó Matilda—. ¡Creo que sí! ¡La verdad es que no les importo nada!

—Calma, calma —dijo la señorita Honey.

—¡Tenemos que ir enseguida! —exclamó Matilda—. ¡Se van a marchar de un momento a otro! ¡Vamos! —gritó, cogiendo de la mano a la señorita Honey—. ¡Por favor, venga conmigo y dígaselo! ¡Tenemos que apresurarnos! ¡Tenemos que correr!

Un instante después, las dos se dirigían corriendo por el sendero de entrada hacia la calle. Matilda iba delante, tirando de la señorita Honey, y fueron corriendo desenfrenadamente por el campo y por el pueblo hasta la casa de los padres de Matilda. El gran Mercedes negro estaba aún en la puerta y el maletero y las puertas estaban abiertas, mientras el señor y la señora Wormwood y el chico se movían apresuradamente de un lado a otro, cargando las maletas, cuando llegaron corriendo Matilda y la señorita Honey.

—¡Mamá, papá! —exclamó Matilda, jadeando—. ¡No quiero ir con vosotros! ¡Quiero quedarme aquí y vivir con la señorita Honey, y ella dice que puedo hacerlo, pero sólo si me dais permiso! ¡Decid que sí, por favor! ¡Vamos, papá, di que sí! ¡Di que sí, mamá!

El padre se volvió y miró a la señorita Honey.

—Usted es la profesora que vino a verme una vez, ¿no? —dijo.

Luego volvió a su tarea de colocar maletas en el coche.

—Ésta tendrá que ir en el asiento trasero —le dijo su mujer—. Ya no hay más sitio en el maletero.

—Me encantaría tener conmigo a Matilda —dijo la señorita Honey—. Yo cuidaría de ella con todo cariño, señor Wormwood, y pagaría todos sus gastos. No les costaría a ustedes ni un penique. Pero no fue idea mía, sino de Matilda. Sin embargo, no accederé a quedarme con ella sin que den su pleno consentimiento de buen grado.

—¡Vamos, Harry! —dijo la madre, metiendo la maleta en el asiento trasero—. ¿Por qué no la dejamos, si es eso lo que quiere? Será una menos de quien ocuparse.

—Tengo prisa —dijo el padre—. Tengo que tomar ese avión. Si ella quiere quedarse, que se quede. Por mi parte no hay inconveniente.

Matilda se arrojó en brazos de la señorita Honey y se abrazó a ella. La señorita Honey la abrazó a su vez y, a poco, la madre, el padre y el hermano se subieron al coche y éste salió disparado con un fuerte chirrido de neumáticos. El hermano hizo un gesto de despedida con la mano, a través de la ventanilla trasera, pero el padre y la madre ni siquiera miraron hacia atrás. La señorita Honey aún tenía a la niña en sus brazos y ninguna de ellas dijo nada, mientras veían cómo el coche doblaba la esquina, al final de la calle, y desaparecía para siempre en la distancia.

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