Matilda

Matilda


El hombre rubio platino

Página 8 de 24

El hombre rubio platino

MATILDA no tenía la más mínima duda de que esta última infamia de su padre se merecía un severo castigo, así que mientras comía su horrible pescado con patatas fritas, su cerebro barajaba diversas posibilidades. A la hora de irse a la cama ya había tomado una decisión.

A la mañana siguiente se levantó temprano, fue al cuarto de baño y cerró la puerta. Como ya sabemos, la señora Wormwood llevaba el pelo teñido de un color rubio platino resplandeciente, muy parecido al reluciente color plateado de las mallas de una equilibrista de circo. Se teñía el pelo dos veces al año en la peluquería, pero la señora Wormwood lo cuidaba, aclarándolo en el lavabo más o menos todos los meses con un producto llamado TINTE RUBIO PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO. También le servía aquel producto para teñir las molestas raíces de color castaño. El frasco de TINTE RUBIO PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO se guardaba en el armarito del cuarto de baño y en la etiqueta, debajo del nombre, se leía «Precaución: peróxido. Manténgase fuera del alcance de los niños». Matilda lo había leído maravillada muchas veces.

El padre de Matilda tenía una espléndida cabellera negra, que peinaba con raya en medio, y de la que se sentía extremadamente orgulloso.

—Un buen pelo —le encantaba decir— significa que hay un buen cerebro debajo.

—Como Shakespeare —comentó una vez Matilda.

—¿Como quién?

—Como Shakespeare, papi.

—¿Era inteligente?

—Mucho, papi.

—Tendría un montón de pelo, ¿no?

—Era calvo, papi.

A lo cual, el padre respondió con brusquedad.

—Si no sabes decir cosas sensatas, cierra el pico.

Sea como sea, el señor Wormwood conservaba su pelo fuerte y reluciente o, al menos, así lo creía él, frotándose todas las mañanas con grandes cantidades de una loción llamada ACEITE DE VIOLETAS. TÓNICO CAPILAR. Siempre había un frasco de esta perfumada mezcla de color violáceo en la repisa de encima del lavabo, junto a los cepillos de dientes, y todos los días el señor Wormwood se daba un vigoroso masaje en el cuero cabelludo con ACEITE DE VIOLETAS, una vez que terminaba de afeitarse. Acompañaba este masaje capilar y del cuero cabelludo con fuertes gruñidos masculinos y profundos resuellos y exclamaciones de «¡Ah, así está mejor! ¡Así, hasta las raíces!», que Matilda percibía con toda claridad desde su dormitorio, al otro lado del pasillo.

En la temprana intimidad del cuarto de baño, Matilda desenroscó la tapa del ACEITE DE VIOLETAS de su padre y vertió tres cuartas partes de su contenido por el desagüe del lavabo. A continuación, rellenó el frasco con el TINTE RUBIO PLATINO EXTRAFUERTE PARA EL CABELLO de su madre. Dejó suficiente cantidad del tónico capilar de su padre para que, al agitarlo, la mezcla permaneciera aún razonablemente violácea. Tras eso, volvió a colocar el frasco en la repisa, sobre el lavabo, teniendo cuidado de dejar el tinte de su madre en el armario. Hasta aquí, bien.

A la hora del desayuno, Matilda estaba sentada tranquilamente en la mesa del comedor comiendo copos de maíz. Su hermano se sentaba frente a ella, de espaldas a la puerta, devorando trozos de pan recubiertos de una mezcla de manteca de cacahuetes y mermelada de fresas. La madre estaba en la cocina, preparando el desayuno del señor Wormwood, que consistía siempre en dos huevos fritos con pan, tres salchichas de cerdo, dos tiras de tocino y unos tomates fritos.

En ese momento entró ruidosamente en la habitación el señor Wormwood. Era incapaz de entrar tranquilamente en una habitación, especialmente a la hora del desayuno. Siempre tenía que hacer sentir su presencia, originando mucho alboroto. Parecía como si dijera: «¡Soy yo, el gran hombre, el amo de la casa, el que gana el dinero y el que hace posible que los demás vivan tan bien! ¡Fijaos en mí y presentadme vuestros respetos!».

Esta vez, le dio una palmadita en la espalda a su hijo al entrar y dijo con voz fuerte:

—Bien, hijo mío, tu padre presiente que está ante otro día productivo en el garaje. He comprado unas preciosidades que voy a endilgar esta mañana a los idiotas. ¿Dónde está mi desayuno?

—¡Ya va, cariño! —dijo la señora Wormwood desde la cocina.

Matilda tenía la vista baja, fija en los copos de maíz. No se atrevía a mirar. En primer lugar, no estaba segura en absoluto de lo que iba a ver. Y, en segundo lugar, si veía lo que creía que iba a ver, no confiaba en poderse mantener seria. El hijo, mientras se atiborraba de pan con manteca de cacahuetes y mermelada de fresas, miraba hacia la ventana.

El padre se dirigía a la cabecera de la mesa para sentarse, cuando llegó de la cocina la madre con paso majestuoso, llevando un plato enorme, lleno de huevos, salchichas, tocino y tomates. Levantó la vista. Vio a su marido. Se quedó paralizada. Luego soltó un grito que pareció elevarse en el aire y dejó caer el plato con estrépito en el suelo. Todos pegaron un brinco, incluso el señor Wormwood.

—¿Qué demonios te pasa, mujer? —gritó—. ¡Mira cómo has puesto la alfombra!

—¡Tu pelo! —gritó histéricamente la mujer, señalando con dedo tembloroso a su marido—. ¡Mira tu pelo! ¿Qué te has puesto?

—¿Qué le pasa a mi pelo, si puede saberse?

—¡Oh, papá! ¿Qué te has puesto en el pelo? —exclamó el hijo.

Se estaba desarrollando una divertida y ruidosa escena en el comedor.

Matilda no dijo nada. Permaneció sentada, admirando el maravilloso efecto de su obra. La espléndida cabellera negra del señor Wormwood presentaba un color plateado sucio, el color, esta vez, de la malla de una equilibrista que no se hubiera lavado en toda la temporada de circo.

—¡Te lo has… te lo has teñido! —gritó histéricamente la madre—. ¿Por qué lo has hecho, imbécil? ¡Tienes un aspecto horrible! ¡Es horroroso! ¡Pareces un monstruo!

—¿De qué diablos estás hablando? —gritó el padre llevándose las manos al pelo—. ¡Naturalmente que no me lo he teñido! ¿Por qué dices eso? ¿Qué le ha pasado? ¿O se trata de algún chiste estúpido? —su cara se iba tornando verde pálido, el color de las manzanas ácidas.

—Tienes que habértelo teñido, papá —dijo el hijo—. Tiene el mismo color que el de mamá, sólo que más sucio.

—¡Claro que se lo ha teñido! —gritó la madre—. ¡No puede cambiar de color él solo! ¿Qué demonios querías hacer, volverte guapo o algo así? ¡Pareces como una abuela a la que se le hubiera ido la mano!

—¡Dame un espejo! —vociferó el padre—. ¡No te quedes gritándome! ¡Dame un espejo!

El bolso de la madre estaba en una silla, al otro extremo de la mesa. Lo abrió y sacó una polvera que tenía un espejito redondo en la parte interior de la tapa. La abrió y se la entregó a su marido. Éste la agarró violentamente y se la acercó a la cara y, al hacerlo, se derramó la mayor parte de los polvos de la polvera en su elegante chaqueta de tweed.

—¡Ten cuidado! —gritó la madre—. ¡Mira lo que has hecho ahora! ¡Son los mejores polvos de Elizabeth Arden para la cara!

—¡Oh, Dios mío! —exclamó el padre al verse en el espejito—. ¿Qué ha pasado? ¡Tengo un aspecto horrible! ¡Parezco como si se te hubiera ido la mano a ti! ¡No puedo ir así al garaje a vender coches! ¿Cómo ha sucedido? —miró a su alrededor, primero a la madre, luego al hijo y, finalmente, a Matilda—. ¿Cómo ha podido suceder? —gritó.

—Supongo, papá —dijo Matilda tranquilamente—, que, sin darte cuenta, habrás cogido de la repisa el frasco del producto de mamá en lugar del tuyo.

—¡Eso es lo que ha pasado, claro! —exclamó la madre—. ¿Cómo puedes ser tan estúpido, Harry? ¿Por qué no lees las etiquetas antes de echarte encima un producto? El mío es terriblemente fuerte. ¡Yo sólo uso una cucharada disuelta en una palangana de agua y vas tú y te lo echas puro en la cabeza! Con probabilidad se te acabará cayendo el pelo. ¿Te pica el cuero cabelludo, cariño?

—¿Quieres decir que me voy a quedar sin pelo? —vociferó el marido.

—Creo que sí —dijo la madre—. El peróxido es un producto químico muy fuerte. Es lo que se emplea en el retrete para desinfectar la taza, sólo que con otro nombre.

—¿Qué estás diciendo? —gritó el marido—. ¡Yo no soy una taza de retrete! ¡No quiero que me desinfecten!

—Incluso diluido como lo uso yo —dijo la madre—, se me cae una gran cantidad de pelo, así que cualquiera sabe lo que te puede pasar a ti. Me sorprende que no se te haya caído ya todo lo de arriba.

—¿Y qué puedo hacer? —gimió el padre—. ¡Dime enseguida lo que tengo que hacer antes de que empiece a caerse!

—Si yo fuera tú —intervino Matilda—, me lo lavaría bien con agua y jabón, papá. Pero tendrás que darte prisa.

—¿Y con eso le volverá el color? —preguntó ansiosamente el padre.

—¡Claro que no, imbécil! —exclamó la madre.

—¿Qué hago, entonces? No puedo ir por ahí con este aspecto.

—Tendrás que teñírtelo de negro —dijo la madre—, pero lávatelo primero o no tendrás nada que teñir.

—¡Rápido! —gritó el padre, reaccionando—. ¡Consígueme hora enseguida con tu peluquero para que me lo tiña! ¡Di que se trata de una emergencia! ¡Tendrá que quitar a alguien de la lista! Ahora voy a subir a lavármelo.

Dicho esto, el hombre salió a toda prisa de la habitación y la señora Wormwood, suspirando profundamente, se dirigió al teléfono para llamar al salón de belleza.

—Papá hace tonterías de vez en cuando, ¿no, mamá? —dijo Matilda.

La madre, mientras marcaba el número de teléfono, comentó:

—Me temo que los hombres no son siempre tan inteligentes como ellos se creen. Ya lo aprenderás cuando seas un poco mayor, hija.

Ir a la siguiente página

Report Page