Matilda

Matilda


La Trunchbull

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La Trunchbull

A la hora del recreo, la señorita Honey salió de la clase y se fue derecha al despacho de la directora. Estaba enormemente emocionada. Acababa de conocer a una niña que poseía, o eso le parecía a ella al menos, cualidades extraordinariamente geniales. Aún no había tenido tiempo de averiguar con precisión lo genial que era la niña, pero la señorita Honey había visto lo suficiente para darse cuenta de que había que hacer algo lo antes posible. Hubiera sido ridículo dejar a una niña como aquélla en la clase inferior.

Normalmente, a la señorita Honey le aterrorizaba la directora y procuraba mantenerse alejada de ella, pero en ese momento se sentía dispuesta a enfrentarse a cualquiera. Llamó con los nudillos a la puerta del temido despacho.

—¡Entre! —tronó la profunda y amenazadora voz de la señorita Trunchbull.

La señorita Honey entró.

A la mayoría de los directores de escuela los eligen porque reúnen ciertas cualidades. Comprenden a los niños y se preocupan de lo que es mejor para ellos. Son simpáticos, amables y les interesa profundamente la educación. La señorita Trunchbull no poseía ninguna de estas cualidades y era un misterio cómo había conseguido su puesto.

Era, sobre todo, una mujerona impresionante. En tiempos pasados fue una famosa atleta y, aun ahora, se apreciaban claramente sus músculos. Se le notaban en su cuello de toro, en sus amplias espaldas, en sus gruesos brazos, en sus vigorosas muñecas y en sus fuertes piernas. Al mirarla, daba la impresión de ser una de esas personas que doblan barras de hierro y desgarran por la mitad guías telefónicas. Su rostro no mostraba nada de bonito ni de alegre. Tenía una barbilla obstinada, boca cruel y ojos pequeños y altaneros. Y por lo que respecta a su atuendo… era, por no decir otra cosa peor, extraño. Siempre vestía un guardapolvo de algodón marrón, ceñido a la cintura por un cinturón ancho de cuero. El cinturón se abrochaba por delante con una enorme hebilla de plata. Los macizos muslos que emergían del guardapolvo los llevaba enfundados en unos impresionantes pantalones de montar de color verde botella, de tela basta de sarga. Los pantalones le llegaban justo por debajo de las rodillas y, de ahí hacia abajo, lucía calcetines verdes con vuelta, que ponían de manifiesto los músculos de sus pantorrillas. Calzaba zapatos de color marrón con lengüetas. En suma, parecía más una excéntrica y sanguinaria aficionada a las monterías que la directora de una bonita escuela para niños.

Al entrar la señorita Honey en el despacho, la señorita Trunchbull estaba junto a su gran mesa de trabajo, con la impaciencia reflejada en su rostro ceñudo.

—Sí, señorita Honey —dijo—. ¿Qué quiere usted? Esta mañana parece usted muy sofocada y nerviosa. ¿Qué le pasa? ¿Le han estado tirando bolitas de papel masticado esos pequeños bicharracos?

—No, señora directora, nada de eso.

—¿Qué es entonces? Adelante con ello. Soy una mujer ocupada —mientras hablaba se sirvió un vaso de agua de una jarra que había siempre en su mesa.

—Hay una niña en mi clase, que se llama Matilda Wormwood… —empezó a decir la señorita Honey.

—Es la hija del propietario de Motores Wormwood —vociferó la señorita Trunchbull. Casi nunca hablaba con voz normal. O vociferaba o gritaba—. Una excelente persona ese Wormwood —prosiguió—. Justamente ayer estuve allí. Me vendió un coche. Casi nuevo. Sólo tiene diez mil kilómetros. La propietaria anterior era una señora mayor que sólo lo utilizaba una vez al año como mucho. Una verdadera ganga. Sí, me gusta ese Wormwood. Un auténtico pilar de nuestra sociedad. Aunque me dijo que su hija era una mala persona. Que la vigiláramos. Dijo que si alguna vez sucedía algo malo en la escuela, seguro que la culpable era su hija. Aún no conozco a esa mocosa, pero cuando lo haga se va a enterar. Su padre dijo que era una verdadera pesadilla.

—¡Oh, no, señora directora, eso no puede ser cierto! —exclamó la señorita Honey.

—¡Oh, sí, señorita Honey, es condenadamente cierto! Es más, ahora que caigo, apuesto cualquier cosa a que fue ella la que echó esta mañana aquí, debajo de mi mesa, una bomba fétida. ¡Esto huele como una cloaca! ¡Claro que fue ella! ¡La castigaré por eso, ya lo verá! ¿Qué aspecto tiene? Seguro que parece un asqueroso gusano. Mire, señorita Honey, a lo largo de mi dilatada carrera como profesora he aprendido que una niña mala es muchísimo más peligrosa que un niño malo. Y lo que resulta más importante, son bastante más difíciles de dominar. Dominar a una niña es como tratar de aplastar a una mosca. Cuando la golpeas, la maldita ya no está allí. Las niñas son criaturas repugnantes y malas. Me alegro de no haberlo sido nunca.

—Pero usted ha tenido que ser alguna vez niña, señora directora. Seguro que lo ha sido.

—No por mucho tiempo —rugió la señorita Trunchbull, sonriendo desagradablemente—. Me hice mujer enseguida.

«Ha perdido la chaveta», se dijo para sí la señorita Honey. «Está chiflada». Permaneció resueltamente ante la directora. Por una vez no se iba a dejar intimidar.

—Debo decirle, señora directora, que si cree usted que fue Matilda la que le puso la bomba fétida debajo de la mesa está completamente equivocada.

—¡Yo nunca me equivoco, señorita Honey!

—Pero, señora directora, la niña llegó a la escuela esta mañana y fue directamente a clase…

—¡No discuta conmigo, por todos los diablos! ¡Esa pequeña bestia de Matilda, o como quiera que se llame, ha echado una bomba fétida en mi despacho! ¡No hay la menor duda de eso! Gracias por sugerírmelo.

—Pero si yo no se lo he sugerido, señora directora.

—¡Claro que sí! Ahora dígame lo que quería, señorita Honey. ¿Por qué me hace perder el tiempo?

—Vine para hablarle de Matilda, señora directora. Tengo que informarle de algo extraordinario sobre esa niña. ¿Puedo contarle lo que acaba de suceder en clase?

—Supongo que le prendería fuego a su camisa y le habrá chamuscado las medias —la señorita Trunchbull bufó.

—¡No, no! Matilda es un genio.

Al pronunciar esta palabra, el rostro de la señorita Trunchbull se tornó rojo y su cuerpo pareció hincharse como el de un sapo.

—¡Un genio! —gritó—. ¿Qué tonterías está usted diciendo, señora mía? ¡Usted no está bien de la cabeza! Su padre me ha dado su palabra de que la niña es una gángster.

—Su padre está equivocado, señora directora.

—¡No sea estúpida, señorita Honey! ¡Usted conoce a esa pequeña bestia desde hace media hora y su familia la ha conocido toda su vida!

Pero la señorita Honey estaba decidida a hablar y empezó a contarle algunas de las sorprendentes cosas que Matilda había realizado con los números.

—Así que se ha aprendido algunas tablas de memoria, ¿no? —vociferó la señorita Trunchbull—. Querida mía, eso no la convierte en un genio. ¡La convierte en un loro!

—Pero, señora directora, sabe leer.

—Y yo también —tronó la señorita Trunchbull.

—Opino —dijo la señorita Honey— que habría que trasladar inmediatamente a Matilda de mi clase a la superior, con los de once años.

—¡Ya! —dijo con un bufido la señorita Trunchbull—. Así que quiere librarse de ella, ¿no? ¡Para no tener que habérselas con ella! Quiere usted largársela a la desgraciada señorita Plimsoll, de la clase superior, donde podría crear aún más caos, ¿no?

—¡No, no! —exclamó la señorita Honey—. Ése no es el motivo en absoluto.

—¡Oh, sí que lo es! —gritó la señorita Trunchbull—. Adivino su plan, señora mía. ¡Y mi respuesta es no! Matilda se quedará donde está y es obligación suya que se comporte bien.

—Pero, señora directora, por favor…

—¡Ni una palabra más! —gritó la señorita Trunchbull—. Y, en cualquier caso, tengo por norma que todos los niños se agrupen por edades, sin reparar en sus aptitudes. No voy a tener a una bribona de cinco años junto a las niñas y los niños mayores en la clase superior. ¡Quién ha oído hablar alguna vez de una cosa así!

La señorita Honey permaneció desolada ante aquella gigante de cuello rojo. Podría haber dicho muchas más cosas, pero sabía que sería inútil.

—Está bien —dijo con voz apagada—. Lo que usted quiera, señora directora.

—Puede estar segura de que será como yo quiera —rugió la señorita Trunchbull—. Y no olvide, señora mía, que nos enfrentamos a una pequeña víbora que echó una bomba fétida debajo de mi mesa…

—¡Ella no lo hizo, señora directora!

—¡Claro que lo hizo! —dijo con voz tonante la señorita Trunchbull—. Y le voy a decir una cosa. Me gustaría que me permitieran usar el látigo y el cinto como se hacía en los viejos tiempos. Le hubiera calentado el trasero a Matilda de tal forma que no hubiera podido sentarse en un mes.

La señorita Honey se volvió y salió del despacho, sintiéndose deprimida pero en modo alguno derrotada. «Tengo que hacer algo por esa niña», se dijo. «No se qué, pero tengo que encontrar la forma de ayudarla».

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