Matilda

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Los padres

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Los padres

CUANDO la señorita Honey salió del despacho de la directora, la mayoría de los niños estaban en el patio de recreo. Lo primero que hizo fue ir a ver a varios profesores del curso superior y pedirles prestados cierto número de libros de texto de álgebra, geometría, francés, literatura inglesa y otras cosas. Luego buscó a Matilda y la llevó a la clase.

—No tiene ningún sentido —dijo— que estés sentada en clase sin hacer nada mientras yo les enseño a los demás la tabla de multiplicar por dos y a deletrear gato, rata y ratón. Así que durante las clases te dejaré uno de estos libros para que estudies. Al final de la clase me puedes hacer las preguntas que quieras, si tienes alguna, y yo intentaré ayudarte. ¿Qué te parece? —dijo la señorita Honey.

—Gracias, señorita Honey —respondió Matilda—. Me parece estupendo.

—Estoy segura —respondió Honey— de que conseguiremos trasladarte más adelante a una clase superior, pero, de momento, la directora quiere que sigas donde estás.

—Muy bien, señorita Honey —dijo Matilda—. Muchas gracias por conseguirme esos libros.

«Qué niña más agradable», pensó la señorita Honey. «No me importa lo que haya dicho su padre de ella; parece muy tranquila y es muy amable conmigo. Y nada engreída a pesar de su talento. La verdad es que no parece darse cuenta de ello». Así, pues, cuando se reanudó la clase, Matilda se dirigió a su pupitre y se puso a estudiar en un libro de geometría que le había dejado la señorita Honey. La profesora no le quitó ojo durante todo el tiempo y observó que la niña no tardaba en quedarse absorta en el libro. No levantó la vista para nada durante toda la clase.

Mientras tanto, la señorita Honey tomaba una decisión. Tenía que ir y hablar en privado con el padre y la madre de Matilda lo antes posible. Se negaba a dejar las cosas como estaban. Todo el asunto era ridículo. No podía creer que los padres ignoraran totalmente las sobresalientes aptitudes de su hija. Después de todo, el señor Wormwood era un próspero vendedor de coches, por lo que suponía que tenía que ser un hombre inteligente. En todo caso, los padres nunca subestimaban el talento de sus hijos. Muy al contrario. A veces, a un profesor le resultaba casi imposible convencer a un padre o una madre orgullosos de que su amado hijo era un completo asno. La señorita Honey confiaba en que no tendría dificultades para convencer al señor y a la señora Wormwood de que Matilda era algo muy especial. El problema iba a ser evitar que se entusiasmaran demasiado.

Las ilusiones de la señorita Honey se iban ampliando. Se preguntó si los padres la autorizarían a darle clases particulares a Matilda después de la escuela. La perspectiva de preparar a una niña tan brillante estimulaba enormemente su instinto profesional de profesora. De pronto, decidió que iría a ver al señor y a la señora Wormwood esa misma noche. Iría bastante tarde, entre las nueve y las diez, cuando estaba segura de que Matilda se encontraría en la cama.

Y eso fue exactamente lo que hizo. Tras conseguir la dirección en los archivos de la escuela, la señorita Honey salió de su casa para dirigirse andando a la de los Wormwood, poco después de las nueve.

Encontró la casa en una calle agradable, en la que cada diminuto edificio estaba separado de sus vecinos por un trozo de jardín. Era una casa moderna, de ladrillo, que no debía de haber sido barata, y el nombre de la puerta decía RINCÓN ACOGEDOR. «Cocinera metomentodo[1] hubiera sido mejor», pensó la señorita Honey. Era aficionada a los juegos de palabras como aquél. Subió el sendero y llamó al timbre y, mientras aguardaba, escuchó la televisión atronando dentro.

Abrió la puerta un hombrecillo de rostro malhumorado y bigotillo esmirriado, que llevaba una chaqueta deportiva de rayas naranjas y rojas.

—¿Sí? —preguntó examinando a la señorita Honey—. Si vende usted papeletas para alguna rifa, no quiero ninguna.

—No —aclaró la señorita Honey—. Por favor, perdone que me presente así, sin más. Soy la profesora de Matilda y es preciso que hable con usted y con su esposa.

—Ya tiene problemas, ¿no? —dijo el señor Wormwood, obstaculizando la entrada—. Bueno, a partir de ahora es responsabilidad suya. Tendrá que ocuparse usted de ella.

—Matilda no tiene ningún problema —explicó la señorita Honey—. He venido a traerle buenas noticias. Noticias bastante asombrosas, señor Wormwood. ¿Puedo pasar unos minutos y hablar con ustedes de Matilda?

—Estamos viendo uno de nuestros programas preferidos —dijo el señor Wormwood—. Su visita es un poco inoportuna. ¿Por qué no viene en otra ocasión?

La señorita Honey empezó a perder la paciencia.

—¡Señor Wormwood, si cree usted que un nauseabundo programa de televisión es más importante que el futuro de su hija, no debería ser padre! ¿Por qué no apaga ese maldito aparato y me escuchan?

Eso desconcertó al señor Wormwood. No estaba acostumbrado a que le hablaran de aquella forma. Miró atentamente a la delgada y frágil mujer que permanecía tan resueltamente en el porche.

—Muy bien —aceptó bruscamente—. Entre y hablaremos de ello.

La señorita Honey entró con paso decidido.

—A la señora Wormwood no le va a hacer gracia —dijo el hombre, mientras la conducía al cuarto de estar, donde una mujerona rubia platino miraba entusiasmada la pantalla del televisor.

—¿Quién es? —preguntó la mujer, sin mirar.

—Una profesora de la escuela. Dice que tiene que hablar con nosotros de Matilda —se acercó al televisor y quitó el sonido, dejando la imagen.

—¡No hagas eso, Harry! —gritó la señora Wormwood—. ¡Willard está a punto de declararse a Angelica!

—Puedes seguir mirando mientras hablamos —dijo el señor Wormwood—. Ésta es la profesora de Matilda. Dice que tiene que contarnos una serie de cosas.

—Me llamo Jennifer Honey —se presentó—. ¿Cómo está usted, señora Wormwood?

La señora Wormwood la miró con cara de pocos amigos y dijo:

—¿Qué es lo que pasa?

Nadie invitó a la señorita Honey a sentarse, por lo que eligió una silla y se sentó.

—Hoy ha sido el primer día de clase de su hija.

—Ya lo sabemos —dijo la señora Wormwood, enfadada por tener que perderse el programa—. ¿Es eso todo lo que ha venido a decirnos?

La señorita Honey miró severamente los ojos grises de la otra mujer, hasta que la señora Wormwood se sintió incómoda.

—¿Me permiten que les explique para qué he venido? —preguntó.

—Adelante —dijo la señora Wormwood.

—Ustedes deben saber —comenzó la señorita Honey— que los niños del curso inferior de la escuela no suelen saber leer, ni deletrear ni hacer malabarismos con los números cuando llegan a ella. Los niños de cinco años no pueden hacerlo. Pero Matilda hace todo eso. Y si he de creer lo que dice…

—Yo no lo creería —dijo la señora Wormwood, aún furiosa por no tener sonido en el televisor.

—¿Mentía entonces —preguntó la señorita Honey— cuando me dijo que nadie la había enseñado a multiplicar y a leer? ¿Alguno de ustedes le ha enseñado?

—¿Enseñado a qué? —preguntó el señor Wormwood.

—A leer. A leer libros —dijo la señorita Honey—. Puede que le hayan enseñado ustedes y que haya mentido ella. Quizá tengan ustedes estanterías llenas de libros por toda la casa. Yo no podía saberlo. Puede que sean ustedes grandes lectores.

—Claro que leemos —asintió el señor Wormwood—. No diga tonterías. Yo leo todas las semanas el Autocar y el Motor de cabo a rabo.

—Esa niña ha leído ya un número asombroso de libros —continuó la señorita Honey—. Únicamente quería saber si provenía de una familia amante de la buena literatura.

—Nosotros no somos muy aficionados a leer libros —replicó el señor Wormwood—. Uno no puede labrarse un futuro sentado sobre el trasero y leyendo libros de cuentos. No tenemos libros en casa.

—Ya veo —dijo la señorita Honey—. Bien, todo lo que quería decirles es que Matilda tiene un talento extraordinario, pero supongo que ya lo sabrán ustedes.

—Claro que sabíamos que leía —dijo la madre—. Se pasa la vida en su cuarto enfrascada en algún libro absurdo.

—Pero ¿no les llama la atención —preguntó la señorita Honey— que una niña de cinco años lea extensas novelas para adultos, de Dickens y Hemingway? ¿No les impresiona eso?

—No especialmente —dijo la madre—. No me gustan las chicas marisabidillas. Una chica debe preocuparse por ser atractiva para conseguir luego un buen marido. La belleza es más importante que los libros[2], señorita Hunky…

—Me llamo Honey —corrigió la señorita Honey.

—Míreme a mí —dijo la señora Wormwood— y luego mírese usted. Usted prefirió los libros. Yo, la belleza.

La señorita Honey miró a la vulgar y regordeta persona con cara de torta y pagada de sí misma que estaba sentada al otro lado de la habitación.

—¿Qué ha dicho usted? —preguntó.

—He dicho que usted eligió los libros y yo la belleza —dijo la señora Wormwood—. ¿Y a quién le ha ido mejor? A mí, por supuesto. Yo vivo cómodamente en una casa preciosa con un próspero hombre de negocios y usted trabaja como una negra, enseñándole el abecedario a un montón de niños horribles.

—Muy cierto, ricura —dijo el señor Wormwood, lanzando a su mujer una mirada tan conmovedoramente tierna que hubiera hecho vomitar a un gato.

La señorita Honey pensó que si quería conseguir algo de aquella gente no debía perder la paciencia.

—No les he contado todo —dijo—. Matilda, por lo que he podido advertir hasta ahora, es también una especie de genio matemático. Multiplica mentalmente cifras complicadas, como el rayo.

—¿Para qué sirve eso si uno puede comprarse una calculadora? —preguntó el señor Wormwood.

—Una chica no consigue un hombre siendo inteligente —dijo la señora Wormwood—. Mire, por ejemplo, a esa actriz —añadió, señalando la muda pantalla del televisor, en la que un apuesto actor abrazaba a una actriz pechugona a la luz de la luna—. No creerá usted que lo ha conseguido haciéndole multiplicaciones, ¿no? Probablemente no. Y ahora él se va a casar con ella, ya lo verá, y va a vivir en una mansión con un mayordomo y un montón de criados.

La señorita Honey apenas daba crédito a lo que estaba oyendo. Había oído que había en el pueblo padres como aquéllos y que sus hijos acababan siendo delincuentes y marginados, pero para ella fue un choque conocer a unos padres así al natural.

—El problema de Matilda —dijo, intentándolo una vez más— es que se encuentra tan por encima de cualquiera de los que están en su entorno, que valdría la pena pensar en algún tipo de enseñanza privada. Creo sinceramente que podría alcanzar el nivel universitario en dos o tres años de enseñanza apropiada.

—¿Universidad? —gritó el señor Wormwood, dando un brinco de su asiento—. ¡Quién quiere ir a la universidad, por Dios! ¡Allí sólo aprenden malas costumbres!

—Eso no es cierto —dijo la señorita Honey—. Si usted sufriera ahora un ataque cardiaco y tuviera que llamar a un médico, ese médico sería un licenciado universitario. Si a usted le denunciaran por venderle a alguien un coche de segunda mano estropeado, usted tendría que buscar un abogado, que también sería un licenciado. No menosprecie a las personas inteligentes, señor Wormwood. Pero veo que no nos vamos a poner de acuerdo. Siento haber venido.

La señorita Honey se levantó de la silla y salió de la habitación.

El señor Wormwood la siguió hasta la puerta principal y dijo:

—Gracias por haber venido, señorita Hawkes, ¿o es señorita Harris?

—Ninguno de los dos —dijo la señorita Honey—, pero da igual.

Y se fue.

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