Matilda

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Lavender

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Lavender

A mitad de la primera semana del primer curso de Matilda, la señorita Honey dijo a sus alumnos:

—Tengo noticias importantes para vosotros, así que escuchad atentamente. Tú también, Matilda. Deja ese libro un momento y atiende.

Se alzaron rostros expectantes y prestaron atención.

—La directora tiene por costumbre —prosiguió diciendo la señorita Honey—, hacerse cargo de la clase un rato todas las semanas. Esto lo realiza con todas las clases de la escuela y cada clase tiene fijado un día y una hora. A la nuestra le corresponde los jueves a las dos de la tarde, inmediatamente después del almuerzo. Así, pues, mañana a las dos en punto, la señorita Trunchbull me sustituirá durante una clase. Yo, naturalmente, estaré también aquí, pero sólo como testigo mudo. ¿Lo habéis entendido?

—Sí, señorita Honey —respondieron a coro.

—Un aviso para todos —dijo la señorita Honey—. La directora es muy estricta. Procurad que vuestras ropas, caras y manos estén limpias. Hablad sólo cuando se os hable. Cuando os pregunte algo, poneos inmediatamente de pie antes de contestar. No discutáis nunca con ella ni le llevéis la contraria. Tampoco tratéis de ser graciosos. Si lo hacéis, haréis que se enfade y, cuando la directora se enfada, es mejor ponerse en guardia.

—Y que lo diga —murmuró Lavender.

—Estoy segura —dijo la señorita Honey— de que os preguntará sobre lo que habéis aprendido esta semana, que es la tabla de multiplicar por dos. Así que os aviso seriamente de que os la empolléis esta noche cuando vayáis a casa. Repasadla con vuestra madre o vuestro padre.

—¿Qué más nos preguntará? —preguntó alguien.

—Os hará deletrear —dijo la señorita Honey—. Procurad recordar todo lo que habéis aprendido estos días. Y una cosa más. Cuando viene la directora, tiene que haber en la mesa una jarra de agua y un vaso. Nunca da una clase sin eso. ¿Quién se va a ocupar de ello?

—Yo —dijo Lavender al instante.

—Muy bien, Lavender —dijo la señorita Honey—. Tu trabajo consistirá en ir a la cocina, coger la jarra y llenarla de agua y, luego, dejarla sobre la mesa junto con un vaso vacío limpio, poco antes de que empiece la clase.

—¿Y si no hay ninguna jarra en la cocina? —preguntó Lavender.

—En la cocina hay una docena de jarras y vasos para la directora —dijo la señorita Honey—. Se utilizan en toda la escuela.

—No lo olvidaré —dijo Lavender—, se lo aseguro.

La mente intrigante de Lavender estaba dándole vueltas a las posibilidades que le ofrecía aquella tarea de la jarra de agua. Anhelaba poder hacer algo heroico. Admiraba enormemente a Hortensia por las valientes proezas que había realizado en la escuela. Admiraba también a Matilda, que le había contado, con la promesa de no decir nada, el asunto del loro, así como el cambio de tónico capilar, con el que había aclarado el pelo de su padre. Ahora era su turno de convertirse en heroína, siempre que se le ocurriera un plan brillante.

Esa tarde, en el trayecto de la escuela a su casa, comenzó a barajar las distintas posibilidades y, cuando por fin se le ocurrió el germen de lo que podía ser una gran idea, empezó a darle vueltas y trazó sus planes con el mismo cuidado que puso el duque de Wellington antes de la batalla de Waterloo. Cierto es que el enemigo no era en este caso Napoleón, pero no había nadie en la escuela que admitiera que la directora era un adversario menos temible que el famoso general francés. Lavender se dijo que tendría que realizarlo con gran habilidad y guardar el secreto si quería salir con vida de aquella empresa.

Al fondo del jardín de la casa de Lavender había una charca fangosa en la que vivía una colonia de salamandras acuáticas. Estos animales, aunque muy corrientes en las charcas y lagunas inglesas, no son muy conocidos por la gente normal, pues son tímidos y prefieren la oscuridad. La salamandra acuática es un animal horrendo, increíblemente feo, parecido a una cría de cocodrilo, sólo que con la cabeza más corta. Aunque no lo parece, es inofensivo. Mide unos quince centímetros de largo y es viscoso, con la piel de color gris verdoso por arriba y anaranjado en el vientre. Es, en realidad, un anfibio, que puede vivir tanto dentro como fuera del agua.

Esa tarde, Lavender se dirigió al jardín, decidida a cazar una salamandra. Son animales que se mueven velozmente y, por tanto, difíciles de capturar. Estuvo sentada un buen rato en la orilla, aguardando a ver una grande. Luego, sumergiendo con rapidez el sombrero del colegio, a modo de red, capturó una. Había rellenado su estuche con plantitas de la charca para colocar en él la salamandra, pero descubrió que no era fácil sacar el animal del sombrero y meterlo allí. Se retorcía y se le escurría entre las manos como el mercurio y, aparte de eso, entraba muy justa en el estuche. Cuando por fin logró meterla, tuvo que tener cuidado para no pillarle la cola al correr la tapa. Un chico vecino de ella, llamado Rupert Entwistle, le había dicho que si se le cortaba la cola a una salamandra, la cola seguía viva y se acababa transformando en otra salamandra diez veces mayor que la primera. Podía llegar a ser del tamaño de un caimán. Lavender no creía eso en absoluto, pero no quería correr el riesgo de que lo fuera.

Finalmente, se las arregló para correr la tapa y la salamandra fue suya. Luego, abrió un poquito la tapa para que el animal pudiera respirar.

Al día siguiente llevó su arma secreta a la escuela en la mochila. Temblaba de emoción. Deseaba contarle a Matilda su plan de batalla. La verdad es que le hubiera gustado contárselo a toda la clase. Pero, por último, decidió no decírselo a nadie. Así sería mejor porque, aunque torturaran a alguien ferozmente, no podría echarle la culpa a ella.

Llegó la hora del almuerzo. Ese día pusieron el plato preferido de Lavender, salchichas y alubias estofadas, pero apenas pudo comer.

—¿Te encuentras bien, Lavender? —le preguntó la señorita Honey desde la cabecera de la mesa.

—He desayunado mucho —respondió Lavender— y no puedo comer nada.

Inmediatamente después del almuerzo, se dirigió a la cocina y buscó una de las famosas jarras de la Trunchbull. Era grande y ventruda, de loza esmaltada de azul. La llenó de agua hasta la mitad y la llevó, junto con un vaso, a la clase, donde la colocó sobre la mesa de la profesora. La clase estaba aún desierta. Rápida como un rayo, sacó el estuche de la mochila y abrió la tapa un poquito. La salamandra estaba bastante tranquila. Situó el estuche con cuidado encima del cuello de la jarra, corrió del todo la tapa y volcó la salamandra dentro de la jarra. Se escuchó un chapuzón al caer al agua y se agitó unos segundos antes de quedarse quieta. Luego, para que la salamandra se encontrara más en su elemento, volcó dentro de la jarra las plantitas que había colocado en el estuche.

La hazaña ya estaba hecha. Todo estaba listo. Lavender metió sus lápices en el estuche, que estaba algo húmedo, y lo dejó en su sitio habitual, en su pupitre. Luego, salió de la clase y se reunió con los demás en el patio de recreo hasta que llegó la hora de empezar la clase.

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