Matilda

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El examen semanal

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El examen semanal

A las dos en punto se reunió la clase, incluida la señorita Honey, que vio que la jarra de agua y el vaso estaban en su sitio. Se situó al fondo de la clase. Todos aguardaban. De pronto, hizo su entrada con aire marcial la gigantesca figura de la directora, con su guardapolvo ceñido a la cintura y sus pantalones verdes.

—Buenas tardes, niños —dijo con voz potente.

—Buenas tardes, señorita Trunchbull —respondieron los niños a coro.

La directora se situó frente a los alumnos, con las piernas abiertas y las manos en las caderas, mirando desabridamente a los pequeños que permanecían sentados, nerviosos, en sus pupitres.

—No es un espectáculo muy bonito —dijo. Su expresión era de profundo disgusto, como si estuviera contemplando la inmundicia que hubiera podido dejar un perro en el suelo—. ¡Sois un puñado de nauseabundas verrugas!

Todos tuvieron el buen sentido de permanecer callados.

—Me da náuseas pensar —prosiguió— que, durante los próximos seis años, voy a tener que ocuparme de un hatajo de inútiles como vosotros. Ya veo que tendré que expulsar lo antes posible a muchos de vosotros para no volverme loca —hizo una pausa y resopló varias veces. Producía un sonido curioso. Era el mismo que puede escucharse en una cuadra cuando se da de comer a los caballos—. Supongo —prosiguió— que vuestras madres y vuestros padres os dirán que sois maravillosos. Pues bien, yo estoy aquí para deciros lo contrario, y haríais bien en creerme. ¡Poneos de pie!

Todos se incorporaron rápidamente.

—Ahora, extended las manos. Cuando yo pase delante de vosotros, quiero que las volváis para ver si están limpias por ambos lados.

La Trunchbull inició un lento recorrido por entre las filas de pupitres, inspeccionando manos. Todo fue bien hasta que llegó a un niño de la segunda fila.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó con voz potente.

—Nigel —respondió el niño.

—¿Nigel, qué?

—Nigel Hicks —dijo el niño.

—¿Nigel Hicks, qué? —vociferó la Trunchbull.

Lo dijo con voz tan potente que casi hizo volar al pequeño por la ventana.

—Eso es todo —dijo Nigel—, a menos que quiera también mi segundo apellido —era un pequeñajo valiente y se notaba que procuraba no dejarse amedrentar por el monstruo que se inclinaba sobre él.

—¡No quiero tu segundo apellido, imbécil! —vociferó el monstruo—. ¿Cómo me llamo yo?

—Señorita Trunchbull —dijo Nigel.

—¡Entonces úsalo cuando te dirijas a mí! Ahora, intentémoslo de nuevo. ¿Cómo te llamas?

—Nigel Hicks, señorita Trunchbull —respondió Nigel.

—Así está mejor —dijo la señorita Trunchbull—. Tus manos están sucias, Nigel. ¿Cuándo te las has lavado por última vez?

—Bueno, no sé, déjeme pensar —dijo Nigel—. Es difícil recordarlo exactamente. Puede que fuese ayer, o, quizá, anteayer.

El cuerpo y el rostro de la Trunchbull dieron la impresión de que los hinchaban con una bomba de bicicleta.

—¡Lo sabía! —rugió—. ¡En cuanto te eché el ojo encima supe que no eras más que un trozo de inmundicia! ¿Qué es tu padre? ¿Se dedica a limpiar cloacas?

—Es médico —dijo Nigel—. Y bastante bueno. Dice que, como de todas formas estamos llenos de bacterias, un poco más de suciedad no mata a nadie.

—Me alegro de que no sea mi médico —dijo la Trunchbull—. ¿Y por qué hay, si puede saberse, una alubia en tu camisa?

—Hemos comido alubias para almorzar, señorita Trunchbull.

—¿Y normalmente te echas el almuerzo en la camisa, Nigel? ¿Es eso lo que te ha enseñado ese médico tan famoso que tienes por padre?

—Las alubias son difíciles de comer, señorita Trunchbull. Se me caen del tenedor.

—¡Eres asqueroso! —rugió la Trunchbull—. ¡Eres una fábrica andante de gérmenes! ¡No quiero verte más hoy! ¡Vete al rincón y ponte de cara a la pared, apoyado en una pierna!

—Pero, señorita Trunchbull…

—¡No discutas conmigo, muchacho, o tendrás que ponerte boca abajo! ¡Haz lo que te digo!

Nigel obedeció.

—Quédate así mientras compruebo cómo deletreas, para ver si has aprendido algo esta semana. No vuelvas tu desagradable cara de la pared. Ahora, deletrea la palabra «herrar».

—¿A qué se refiere? —preguntó Nigel—. ¿A lo que se hace a los caballos o a equivocarse? —resulta que era un niño inusualmente despierto y su madre había trabajado duramente con él en su casa deletreando y leyendo.

—¡Lo de los caballos, estúpido!

Nigel deletreó la palabra correctamente, lo que sorprendió a la Trunchbull, que pensaba que le había propuesto una palabra con truco que seguramente no habría aprendido aún, lo que le sentó muy mal.

Nigel, haciendo equilibrios sobre una pierna y, de cara a la pared, dijo:

—La señorita Honey nos enseñó ayer una palabra muy difícil.

—¿Y qué palabra es ésa? —preguntó amablemente la Trunchbull.

Cuanto más amable era su tono de voz, mayor era el peligro, pero Nigel no tenía por qué saberlo.

—«Dificultad» —respondió Nigel—. Ahora todos sabemos deletrear «dificultad».

—¡Qué tonterías! —dijo la Trunchbull—. No está previsto que aprendáis palabras largas hasta que tengáis ocho o nueve años. Y no me digas que en esta clase sabéis deletrear esa palabra. ¡Me estás mintiendo, Nigel!

—Pregúntele a cualquiera —dijo Nigel, corriendo un tremendo riesgo.

Los relucientes y peligrosos ojos de la Trunchbull recorrieron la clase.

—¡Tú! —dijo, señalando a una niña diminuta y bastante boba llamada Prudence.

Para su sorpresa, Prudence la deletreó muy bien, sin la menor vacilación.

La Trunchbull se quedó verdaderamente sorprendida.

—¡Hum! —gruñó—. Supongo que la señorita Honey consumiría toda una clase para enseñaros esa sola palabra.

—¡Oh, no! —exclamó Nigel—. La señorita Honey nos la enseñó en tres minutos de una forma que no se olvida. Nos enseña así muchas palabras.

—¿Y en qué consiste ese método mágico, señorita Honey? —preguntó la directora.

—Yo se lo explicaré —dijo el arriesgado Nigel, saliendo en ayuda de la señorita Honey—. ¿Puedo bajar este pie y volverme para explicárselo?

—¡Nada de eso! —tronó la Trunchbull—. ¡Quédate como estás y explícamelo!

—Está bien —dijo Nigel, vacilando peligrosamente sobre la pierna—. La señorita Honey nos enseña una canción corta referente a cada palabra y la cantamos todos juntos y así aprendemos enseguida. ¿Quiere escuchar la canción sobre «dificultad»?

—Me fascinaría —dijo la Trunchbull en tono sarcástico.

—Es así —dijo Nigel.

La señora D, la señora I, la señora FI, la señora C, la señora U, la señora L y la señora TAD.

—¡Qué ridiculez! —bufó la Trunchbull—. ¿Por qué están casadas todas esas mujeres? Además, cuando se está aprendiendo a deletrear no se debe enseñar poesía. Suprímalo en el futuro, señorita Honey.

—Pero así les enseño algunas de las palabras más difíciles —dijo la señorita Honey.

—¡No discuta conmigo, señorita Honey! —tronó con voz potente la directora—. ¡Haga lo que le digo! Voy a probar ahora con las tablas de multiplicar, para ver si la señorita Honey os ha enseñado algo de eso —la Trunchbull había regresado a su sitio, frente a los alumnos, y su diabólica mirada recorría lentamente las filas de pequeños pupitres—. ¡Tú! —rugió, señalando a un niño llamado Rupert que se sentaba en la primera fila—. ¿Cuántas son dos por siete?

—Dieciséis —contestó sin pensárselo Rupert.

La Trunchbull avanzó lenta y silenciosamente hacia Rupert, al igual que una tigresa acechando a un cervatillo. Rupert captó al instante la señal de peligro y gritó precipitadamente:

—¡Son dieciocho! ¡Dos por siete son dieciocho, no dieciséis!

—¡Ignorante babosa! —vociferó la Trunchbull—. ¡Asno estúpido! ¡Cabeza de chorlito! —mientras tanto, se había situado justamente detrás de Rupert y, de repente, extendió una mano del tamaño de una raqueta de tenis y agarró el pelo de Rupert. Éste tenía una hermosa cabellera rubia. Su madre creía que era bonita y le gustaba dejarla crecer más de lo normal. La Trunchbull sentía el mismo odio por el pelo largo de los chicos que por las trenzas y las coletas de las chicas y estaba a punto de demostrarlo. Agarró de un puñado las largas melenas de Rupert con su mano gigante y, alzando su musculoso brazo derecho, levantó al desdichado niño por encima de su asiento y lo sostuvo en alto.

Rupert lanzó un alarido. Se retorció y contorsionó, dando patadas en el aire y chillando como un cerdo al que están degollando, mientras la señorita Trunchbull gritaba:

—¡Dos por siete son catorce! ¡Dos por siete son catorce! ¡No te voy a soltar hasta que lo digas!

Desde el fondo de la clase, la señorita Honey exclamó:

—¡Señorita Trunchbull, por favor! ¡Suéltele! ¡Le está haciendo daño! ¡Puede arrancarle el pelo!

—¡Bien podría, si no deja de forcejear! —contestó desabridamente la Trunchbull—. ¡Estate quieto, gusano retorcido!

Era, en verdad, un sorprendente espectáculo ver aquella gigantesca directora sujetando en el aire al niño que giraba y se retorcía como alguien suspendido del extremo de una cuerda, gritando a voz en cuello.

—¡Dilo! —rugió la Trunchbull—. ¡Di «dos por siete son catorce»! ¡Date prisa o empezaré a subirte y a bajarte y así te arrancaré el pelo y tendremos bastante para rellenar un sofá! ¡Venga, chico! ¡Di «dos por siete son catorce» y te soltaré!

—Do… dos por si… siete son ca… catorce —dijo, jadeando, Rupert, tras lo cual la Trunchbull, haciendo honor a su palabra, abrió la mano y literalmente lo soltó.

Estaba a bastante altura y cayó a plomo sobre el suelo, donde rebotó como un balón de fútbol.

—Levántate y deja de lloriquear —dijo la Trunchbull.

Rupert se levantó y regresó a su pupitre, frotándose el cuero cabelludo con ambas manos. La Trunchbull volvió a situarse frente a la clase. Los niños permanecían en sus sitios como hipnotizados. Ninguno de ellos había presenciado algo así antes. Era una auténtica diversión. Era mejor que una pantomima, sólo que con una gran diferencia. En esa habitación había una enorme bomba humana frente a ellos, a punto de explotar en cualquier momento y reducir a trozos a cualquiera de los chicos. Los ojos de los niños estaban fijos en la directora.

—No me gusta la gente pequeña —dijo ésta—. Nadie debería ser pequeño. Deberían ocultarlos de la vista y guardarlos en cajas, como las pinzas del pelo y los botones. Nunca pude explicarme por qué tardan tanto los niños en crecer. Creo que lo hacen a propósito.

Otro chico valiente de la primera fila dijo:

—Pero, seguramente, usted habrá sido pequeña alguna vez, ¿no, señorita Trunchbull?

—¡Yo nunca he sido pequeña! —rugió—. ¡Toda mi vida he sido grande y no entiendo por qué no pueden serlo otros también!

—Pero usted debió de empezar siendo un bebé —dijo el niño.

—¿Yo? ¿Un bebé? —gritó la Trunchbull—. ¿Cómo te atreves a suponer una cosa así? ¡Qué frescura! ¡Qué insolencia! ¿Cómo te llamas, chico? ¡Y ponte de pie cuando me hables!

El chico se puso en pie.

—Me llamo Erick Ink, señorita Trunchbull —dijo.

—¿Eric, qué? —gritó la Trunchbull.

—Ink —dijo el chico.

—¡No seas animal! ¡Ese apellido no existe![3]

—Mire en la guía telefónica —dijo Eric—. Allí encontrará el apellido de mi padre.

—Está bien —dijo la Trunchbull—. Puede que te apellides Ink, jovencito, pero deja que te diga algo. Tú no eres indeleble. Si tratas de dártelas de listo conmigo, te borro enseguida. Deletrea «que».

—No entiendo —dijo Eric—. ¿Qué quiere que deletree?

—¡Que deletrees «que», idiota! ¡Deletrea la palabra «que»!

—Q… E —dijo Eric, contestando demasiado rápidamente.

Hubo un peligroso silencio.

—Te daré una oportunidad más —dijo la Trunchbull sin moverse.

—¡Ah, sí, ya lo sé! —dijo Eric—. Es con K. K… E. Es fácil.

En dos zancadas, la Trunchbull se colocó detrás del pupitre de Eric y se quedó allí, como un poste amenazador cerniéndose sobre el infeliz. Eric miró temerosamente hacia atrás, por encima del hombro, al monstruo.

—Lo he dicho bien, ¿no?

—¡Lo has dicho mal! —rugió la Trunchbull—. La verdad es que eres como esa odiosa picadura de viruela que siempre está mal. ¡Te sientas mal! ¡Tu aspecto es horrible! ¡Hablas fatal! ¡No hay nada bueno en ti! Te voy a dar otra oportunidad para que lo digas bien. ¡Deletrea «que»!

Eric vaciló. Luego, muy despacio, dijo:

—No es Q… E y tampoco K… E. ¡Ah, ya sé! ¡Tiene que ser K… U… E!

La Trunchbull agarró las orejas de Eric, una con cada mano, sujetándolas con el dedo índice y el pulgar.

—¡Ay! —gritó Eric—. ¡Ay! ¡Me está haciendo daño!

—¡Aún no he empezado! —dijo rudamente la Trunchbull, quien, agarrándole bien de las orejas, lo levantó de su asiento y lo sostuvo en el aire.

Igual que Rupert antes, Eric se puso a chillar como un condenado.

Desde el fondo de la clase, la señorita Honey suplicó:

—¡Por favor, señorita Trunchbull! ¡No haga eso! ¡Déjelo! ¡Le puede arrancar las orejas!

—No se arrancan nunca —le contestó airadamente la Trunchbull—. A través de mi larga experiencia, señorita Honey, he aprendido que las orejas de los niños están firmemente unidas a la cabeza.

—¡Por favor, señorita Trunchbull, déjele! —suplicó la señorita Honey—. Podría hacerle daño, de verdad. Podría arrancárselas.

—¡Las orejas nunca se arrancan! —gritó la Trunchbull—. Se estiran maravillosamente, como éstas, pero le aseguro que nunca se arrancan.

Eric chillaba más fuerte aún y pataleaba en el aire.

Matilda no había visto nunca un niño, o cualquier otro ser, suspendido en el aire por las orejas. Al igual que la señorita Honey, estaba segura de que ambas orejas acabarían desprendiéndose en cualquier momento por el peso que soportaban.

—La palabra «que» se deletrea Q… U… E. ¡Ahora, repítelo tú, babosa!

Eric no lo dudó. Al ver a Rupert había aprendido, que, cuanto antes contestara, antes le soltarían.

—¡«Que» se deletrea Q… U… E! —gritó.

Sujetándolo aún por las orejas, la Trunchbull lo bajó y lo dejó en su asiento. Luego, se dirigió marcialmente al frente de la clase, sacudiéndose las manos como si hubiera estado manejando algo sucio.

—Ésa es la forma de enseñarles, señorita Honey —dijo—. No basta decírselo, hágame caso. Hay que metérselo en la cabeza. No hay nada como unos tirones y unos pescozones para que recuerden las cosas. Eso hace que sus mentes se concentren maravillosamente bien.

—Podría producirles lesiones permanentes, señorita Trunchbull —dijo la señorita Honey.

—Seguro que lo he hecho, seguro —respondió la Trunchbull sonriendo—. Las orejas de Eric han debido de alargarse bastante en los dos últimos minutos. Ahora serán mayores que antes. No hay nada malo en eso, señorita Honey. Durante el resto de su vida tendrá un divertido aspecto de gnomo.

—Pero, señorita Trunchbull…

—¡Oh, cállese ya, señorita Honey! Es usted tan tonta como cualquiera de ellos. Si no lo soporta usted, búsquese trabajo en alguna blandengue escuela privada para mocosos ricos. Cuando lleve tanto tiempo como yo dando clases, se dará cuenta de que no es bueno ser amable con los niños. Lea Nicholas Nickleby de Dickens, señorita Honey. Lea lo que hacía el señor Wackford Squeers, el admirable director del colegio Dotheboys. Él sí que sabía cómo manejar a esas pequeñas bestias, ¿no? Sabía cómo emplear el látigo. Procuraba que sus traseros estuvieran tan calientes que podían freírse sobre ellos huevos y tocino. ¡Un buen libro! Pero supongo que ninguno del puñado de retrasados mentales que tenemos aquí lo leerá nunca, porque, por su aspecto, ni siquiera aprenderán a leer.

—Yo lo he leído, señorita Trunchbull —dijo Matilda, tranquilamente.

La Trunchbull volvió la cabeza y miró atentamente a la pequeña de pelo oscuro y profundos ojos castaños sentada en la segunda fila.

—¿Qué has dicho? —preguntó airadamente.

—Que yo lo he leído, señorita Trunchbull.

—¿Leer, qué?

Nicholas Nickleby, señorita Trunchbull.

—¡Me estás mintiendo, presumida! —gritó la Trunchbull, mirando aviesamente a Matilda—. ¡Dudo que haya un solo niño en esta escuela que haya leído ese libro, y tú, un renacuajo de infantil, quieres que me crea esa trola! ¿Por qué lo haces? ¡Debes tomarme por tonta! ¿Me tomas por tonta?

—Bien… —empezó a decir Matilda, y luego dudó. Le hubiera apetecido decir «Sí, tonta de remate», pero eso hubiera sido suicida—. Bien… —dijo de nuevo, aún dudando y negándose a decir «no».

La Trunchbull adivinó lo que la niña estaba pensando y no le hizo ninguna gracia.

—¡Levántate cuando hables conmigo! —ordenó bruscamente—. ¿Cómo te llamas?

Matilda se puso en pie y dijo:

—Me llamo Matilda Wormwood, señorita Trunchbull.

—Wormwood, ¿eh? —dijo la Trunchbull—. En ese caso debes de ser hija del propietario de Motores Wormwood, ¿no?

—Sí, señorita Trunchbull.

—¡Es un timador! —gritó la Trunchbull—. Hace una semana me vendió un coche de segunda mano que decía que estaba casi nuevo. Entonces creí que era un tipo estupendo, pero esta mañana, mientras conducía ese coche por el pueblo, se le cayó el motor al suelo. ¡Estaba lleno de serrín! ¡Ese hombre es un timador y un ladrón! ¡Voy a hacer salchichas con su piel, ya lo verás!

—Es listo para los negocios —dijo Matilda.

—¡Un bandido es lo que es! —gritó la Trunchbull—. La señorita Honey me ha dicho que tú también eres lista. ¡Pues bien, mocosa, a mí no me gustan las personas listas! ¡Son todas retorcidas! ¡Lo más seguro es que tú también seas retorcida! Antes de pelearme con tu padre me contó algunas historias desagradables de cómo te comportas en casa. Será mejor que no intentes nada en esta escuela, jovencita. Desde ahora voy a vigilarte atentamente. Siéntate y estate quieta.

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