Mashenka

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La pensión no sólo era rusa sino también desagradable. Y era desagradable, principalmente, debido a que durante todo el día y parte de la noche se oía el paso de los trenes del Stadtbahn, lo que creaba la impresión de que el edificio entero se desplazara lentamente. El vestíbulo, en una de cuyas paredes colgaba un macilento espejo con una repisa para dejar en ella los guantes, y en el que había un perchero de roble situado de tal modo que era inevitable que cuantos por allí pasaran se pelaran las espinillas al chocar con él, daba paso a un estrecho pasillo. A uno y otro lado de este pasillo había tres estancias, con grandes números negros pegados en las puertas. Estos números eran simplemente hojas del calendario del año pasado, concretamente las correspondientes a los seis primeros días de abril de 1923. Primero de abril —la primera puerta a la izquierda— era el dormitorio de Alfyorov, la siguiente era la del dormitorio de Ganin, en tanto que la tercera correspondía a la patrona, Lydia Nikolaevna Dorn, viuda de un hombre de negocios alemán que, veinte años atrás, se la había traído desde Sarepta a Berlín, y que había fallecido hacía un año de fiebre cerebral. En las tres habitaciones de la derecha —desde el cuatro al seis de abril—, vivían Antón Sergeyevich Podtyagin, viejo poeta ruso; Klara, muchacha de opulento busto e impresionantes ojos de color castaño azulenco; y, por fin, en el dormitorio seis, al final del pasillo, dos bailarines de ballet, Kolin y Gornotsvetov, los dos soltando siempre risitas de muchacha, con las narices empolvadas y muslos muy musculosos. Al término de la primera porción del pasillo estaba el comedor, con una litografía de la Ultima Cena en la pared que daba frente a la puerta, y las amarillas calaveras con cuernos de unos ciervos alineadas sobre un aparador de redondeadas líneas bulbosas. En este aparador se veía un par de jarrones de cristal, otrora los dos objetos más limpios de la casa, pero actualmente empañados por una capa de graso polvo.

Después del comedor, el pasillo formaba un ángulo recto a la derecha. Allí, en aquellas trágicas y malolientes profundidades, se ocultaba la cocina, un pequeño dormitorio para la criada, un sucio cuarto de baño y un estrecho W. C, en cuya puerta había dos rojos ceros, privados del guarismo inmediato anterior con el que habían indicado el número correspondiente a dos domingos, en el calendario de sobremesa de Herr Dorn. Un mes después de la muerte de este señor, Lydia Nikolaevna, mujer pequeñita, algo sorda y dada a inofensivas excentricidades, alquiló un piso y lo convirtió en pensión. La forma en que distribuyó allí los escasos muebles y cachivaches heredados demostró un ingenio indiscutible aunque un tanto mezquino. Distribuyó las mesas, las sillas, los chirriantes armarios y los duros divanes en las habitaciones que pensaba alquilar. Los diversos muebles, en otros tiempos con aspecto simplemente marchito, una vez separados tomaron el aspecto de huesos de un esqueleto desmontado. La mesa escritorio de su difunto esposo, monstruo de roble con una escribanía de hierro colado en forma de sapo, y con un cajón central profundo cual bodega de buque de carga, fue a parar a la estancia número 1, ocupada actualmente por Alfyorov, en tanto que el sillón giratorio originariamente destinado a dicha mesa, fue separado de ella, y vivía ahora, solitario y huérfano, en la habitación número 6, la de los bailarines. También los dos sillones verdes que formaban pareja fueron arrancados el uno del otro; uno de ellos penaba en la habitación de Ganin, y el otro estaba al servicio de la propia patrona o de su vieja perra dachshund, gorda, negra, con morro grisáceo y orejas pendulares, de extremos aterciopelados como los bordes de las alas de las mariposas. La estantería para libros del dormitorio de Klara estaba adornada con los primeros volúmenes —pocos— de una enciclopedia, cuyos restantes tomos se hallaban en poder de Podtyagin. Klara también disfrutaba del único palanganero decente, con su espejo y cajoncitos. En las otras estancias sólo había un rectangular armatoste de madera, con una jofaina de hojalata y una jarra del mismo material. Sin embargo, la patrona se había visto obligada a comprar camas. Esto enojó a Frau Dorn, no porque fuese, así, agarrada, sino debido a que el modo en que había distribuido su mobiliario le había llegado a producir un cierto placer, un cierto orgullo de su ingenio y sentido económico. Ahora que era viuda y que su cama matrimonial era demasiado espaciosa para ella sola, Frau Dorn lamentaba no poderla aserrar, convirtiéndola en las distintas partes de dos camas. Ella misma se ocupaba de limpiar cuidadosamente las habitaciones, pero no era capaz de cuidar de la cocina, por lo que tenía una cocinera, terror del vecino mercado, formidable marimacho de cabello rojo, que los viernes se encasquetaba un sombrero carmesí y se iba a navegar a toda vela por el barrio del norte de la ciudad, donde procuraba explotar sus hinchados encantos. A Lydia Nikolaevna le daba miedo entrar en la cocina. En general, era una mujer silenciosa y timorata. Cuando sus piececillos, calzados con zapatos de punta roma, la llevaban pasito a paso a lo largo del pasillo, los pupilos tenían siempre la impresión de que aquel ser gris y de corta nariz no era la patrona, sino una viejecita algo chocha que había entrado por error en un piso ajeno. Todas las mañanas, doblada por la cintura, como una muñeca de trapo, barría apresuradamente el polvo que se depositaba debajo de los muebles, y después desaparecía en su dormitorio, que era el menor entre cuantos había en la casa. Allí leía viejos libros alemanes, o examinaba los papeles y documentos dejados por su difunto marido, sin comprender ni jota de su contenido. La única persona que entraba en el cuarto de la patrona era Podtyagin, quien acariciaba afectuosamente a la perra, le tocaba las orejas y el grano que tenía en el hocico, e intentaba que se sostuviera erecta y ofreciera la pata doblada. Hablaba con Lydia Nikolaevna, le contaba sus penas y dolores de anciano, y le explicaba que llevaba seis meses intentando conseguir el visado para ir a París, donde vivía una sobrina suya, y donde las largas y crujientes barras de pan y el vino tinto eran tan baratos. La vieja señora afirmaba con movimientos de cabeza, y, de vez en cuando, le formulaba preguntas acerca de los otros pupilos, en especial Ganin, a quien la patrona consideraba muy distinto de los otros jóvenes rusos que se habían alojado en su pensión. Después de vivir tres meses en la pensión, ahora Ganin se disponía a dejarla, e incluso había dicho que su habitación quedaría libre el próximo sábado. Ganin había proyectado irse varias veces, aunque siempre había cambiado de parecer y había demorado su partida. Por lo que el amable y viejo poeta le había dicho, Lydia Nikolaevna sabía que Ganin tenía novia. Y ahí radicaba el problema.

En los últimos tiempos, Ganin se había convertido en un hombre triste y lúgubre. Hacía poco, Ganin todavía era capaz de ponerse cabeza abajo, caminar apoyándose en las manos, con las piernas elegantemente erectas, como un acróbata japonés, y recorrer un trecho con gracia de velero. Era capaz de levantar una silla con los dientes. Rompía un cordel flexionando los bíceps. Su cuerpo necesitaba constantemente hacer algo, saltar una valla o arrancar un poste, en fin, «hacer el gamberro», como decíamos cuando éramos jóvenes. Sin embargo, ahora, parecía que se le hubiera aflojado algún muelle en el interior de su cuerpo. Incluso iba encorvado, y había confesado a Podtyagin que padecía insomnio «como cualquier hembrecilla neurótica». La noche del sábado al domingo, después de pasar veinte minutos encerrado en el ascensor en compañía de aquel efusivo individuo, había sido especialmente mala para Ganin. El domingo por la mañana estuvo largo rato sentado, desnudo, con las frías manos aprisionadas entre las rodillas, aterrorizado por la idea de que aquel día era otro día, y que tendría que ponerse la camisa, los pantalones, los calcetines —aquellas lamentables prendas impregnadas de sudor y polvo—, y en su mente apareció la imagen de un perro de aguas de circo, uno de esos perros que tan horrible y lastimero aspecto tienen cuando les visten con prendas de ser humano. Su inercia derivaba en parte de encontrarse sin trabajo. Aunque por el momento no tenía necesidad alguna de trabajar, ya que durante el invierno había ahorrado algún dinero. Cierto era que tan sólo le quedaban doscientos marcos… Pero esto se debía a que había gastado más de la cuenta los últimos tres meses.

Al llegar a Berlín, el año pasado, encontró trabajo inmediatamente, y hasta el mes de enero trabajó en diversos empleos. Había llegado a saber lo que significa ir a trabajar a una fábrica, en la amarillenta bruma de primeras horas de la mañana. También sabía cuánto duelen las piernas después de trotar más de diez sinuosos kilómetros diarios por entre las mesas del restaurante Pir Goroy, transportando platos y bandejas. Había tenido otros empleos, y había vendido a comisión cuantos artículos quepa imaginar, como tortas rusas, brillantina y, pura y simplemente, brillantes. Nada había que pudiera ofender su dignidad. Más de una vez había vendido su propia sombra, como muchos de nosotros hemos hecho. En otras palabras, había ido a las afueras de la ciudad para hacer de extra en alguna película que se rodaba en un recinto de feria, donde los chorros de luz surgían con místico siseo de las superficies de los focos que apuntaban como cañones a una muchedumbre de extras, iluminada con mortal esplendor. Los focos disparaban andanadas de asesino resplandor, iluminando la cera pintada de los rostros inmóviles, y expirando después con un «clic», pero durante largo tiempo brillaría, en aquellos complicados cristales, agonizantes ocasos rojizos, nuestra humana vergüenza. El trato estaba cerrado, y nuestras anónimas sombras eran enviadas a todos los lugares del mundo.

Con el dinero que le quedaba tenía bastante para irse de Berlín, pero esto significaba dejar plantada a Liudmila, y Ganin no sabía cómo romper con ella. A pesar de que se había concedido el plazo de una semana para hacerlo, y había comunicado a la patrona que por fin se iría el próximo sábado, consideraba que el paso de la presente semana, e incluso el de la siguiente, nada cambiaría. Entre tanto, en su espíritu crecía con gran fuerza un sentimiento que bien podría llamarse nostalgia invertida, es decir, ardiente deseo de encontrarse en otro país desconocido. Desde su ventana podía ver las vías del ferrocarril, por lo que la oportunidad de irse jamás dejaba de estar ante su vista. Cada cinco minutos, un sutil temblor comenzaba a estremecer la casa, y tras el temblor se alzaba fuera una gran nube de humo que oscurecía la blanca luz del día berlinés. Una vez más, el humo se disolvía lentamente, revelando las vías del ferrocarril, que iban estrechándose a medida que se alejaban por entre los negros y resquebrajados muros traseros de las casas, bajo un cielo blanco como leche de almendras.

Ganin se hubiera sentido mucho más tranquilo si hubiese ocupado una estancia al otro lado del corredor, si tuviera el dormitorio de Podtyagin o el de Klara, desde cuyas ventanas se veía una calle bastante triste que, a pesar de estar cortada por un paso a nivel, tenía la ventaja de no ofrecer a la vista pálidas y seductoras distancias. Las vías del paso a nivel eran continuación de aquellas que Ganin veía desde su ventana, por lo que nunca pudo desprenderse de la idea de que los trenes pasaban, invisibles, a través de la casa. El tren llegaba por el otro lado, su fantasmal traqueteo estremecía el muro, cruzaba la vieja alfombra, rozaba el vaso en el palanganero, y finalmente desaparecía por la ventana, produciendo un escalofriante fragor, seguido al instante por una nube de humo junto a la ventana, en su parte exterior, y a medida que estas sensaciones se debilitaban, el convoy del Stadtbahn surgía como expelido por la casa: vagones de sucio color oliváceo, con una fila de oscuros pezones de perra en las techumbres, y una robusta y menuda locomotora, enganchada por el extremo contrario al normal, desplazándose dinámica hacia atrás arrastrando los vagones camino de la blanca lejanía, entre los inexpresivos muros cuya capa de oscuro tizne se iba desprendiendo a trozos o estaba manchada por viejos anuncios. Parecía que una corriente de hierro, y no de aire, cruzara sin cesar la casa.

—¡Irme de aquí…! —musito Ganin, mientras se desperezaba tranquilamente.

Pero dejó de hacerlo al pensar: ¿Qué haré con Liudmila? Se había convertido en un ser ridículamente flojo. Tiempo hubo (en los días en que caminaba cabeza abajo, sobre las manos, o saltaba sobre cinco sillas, una al lado de la otra) en que no sólo dominaba su voluntad, sino que incluso jugaba con ella. Por ejemplo, tiempo hubo en que, para ejercer la voluntad, abandonaba la cama a media noche, salía a la calle y arrojaba una colilla en un buzón de correos. Sin embargo, ahora ni siquiera era capaz de decir a una mujer que ya no la amaba. Anteayer, Liudmila había pasado cinco horas en el dormitorio de Ganin. Ayer, domingo, Ganin había pasado todo el día en compañía de Liudmila, junto a los lagos de las afueras de Berlín, incapaz de negarle esta ridícula excursioncilla. Ahora, en Liudmila, todo le repelía: su cabello amarillento, rizado a la moda, las dos mechas de cabello negro que le salían en la parte baja del cogote y que no se afeitaba, sus párpados oscuros y lánguidos, y sobre todo sus labios relucientes de lápiz rojo-púrpura. Ganin experimentó repulsión y aburrimiento cuando Liudmila, mientras se vestía, después de haber hecho los dos mecánicamente el amor, achicó las pupilas, lo que le dio inmediatamente una expresión desagradable y marchita, y le dijo:

—Tengo tanta sensibilidad que en cuanto dejes de quererme un poco, me daré cuenta.

Sin contestar, Ganin le dio la espalda y miró a través de la ventana, donde se acababa de alzar un muro de humo blanco. Entonces, Liudmila emitió una risita nasal, y en un ronco susurro le dijo:

—Ven aquí.

En aquel instante, Ganin sintió deseos de oprimirse los dedos, para producir chasquidos con las articulaciones, y sentir un delicioso dolor, y decir a Liudmila: «Vete, mujer, y adiós para siempre». Pero no lo hizo, sino que sonrió y se acercó a ella. Con las puntas de las uñas, tan duras que parecían artificiales, le recorría Liudmila el pecho, y componía un mohín, y parpadeaba moviendo arriba y abajo sus pestañas negras como el carbón, interpretando el papel de muchachita ofendida o de marquesa caprichosa. Pese a que Liudmila sólo tenía veinticinco años, a Ganin le pareció que el olor de su cuerpo era viejo, rancio, pasado. Cuando Ganin rozó con sus labios la ardiente y estrecha frente de Liudmila, ella se olvidó de todo, olvidó aquella falsedad que llevaba a su alrededor como el perfume de su cuerpo, la falsedad de su habla de niña de corta edad, olvidó sus exquisitos sentimientos, su pasión por imaginadas orquídeas, así como por Poe y Baudelaire, a quienes jamás había leído, olvidó sus fingidos encantos, su amarillo cabello a la moda, los tristes polvos que llevaba en la cara, y sus medias de seda de ofensivo color de rosa, y, echando atrás la cabeza, oprimió contra el cuerpo de Ganin sus patéticas débiles y no deseadas carnes.

Molesto y avergonzado, Ganin sintió una estúpida ternura, un melancólico rastro de calor dejado allí donde el amor había pasado fugazmente, que le indujo a besar sin pasión el pintado caucho de los ofrecidos labios de Liudmila, aun cuando esta ternura no consiguió acallar la calma y sarcástica voz que le aconsejaba: ¡Ahora, intenta ahora desembarazarte de ella!

Con un suspiro, sonrió dulcemente al rostro alzado, y no se le ocurrió nada que decir cuando Liudmila le cogió por los hombros, y le suplicó en una voz insegura, muy distinta al nasal susurro en ella habitual, de manera que parecía haber puesto todo su ser en las palabras:

—Por favor, di, ¿me quieres?

Pero tan pronto Liudmila notó su reacción —la conocida sombra, el involuntario ceño—, recordó que lo aconsejable era fascinar a Ganin con poesía, perfume y sensibilidad, y comenzó a interpretar aquel papel que oscilaba entre el de pobre muchachita y sutil cortesana. Una vez más el aburrimiento dominó a Ganin, quien comenzó a pasear por la estancia, yendo de la ventana a la puerta y de la puerta a la ventana, y vuelta a la puerta, saltándosele casi las lágrimas al intentar bostezar con la boca cerrada, mientras Liudmila se ponía el sombrero y observaba subrepticiamente a Ganin, a través del espejo.

Klara, muchacha tranquila, con desarrollado busto, siempre vestida de seda negra, sabía que la novia de Ganin le visitaba en su aposento, y siempre que Liudmila le explicaba confidencialmente sus relaciones amorosas, Klara se sentía inhibida y molesta. Klara estimaba que las emociones de este género debían mantenerse en una mayor intimidad, prescindiendo de colores de arco iris y de estridencias de violines. Pero le parecía todavía más intolerable que su amiga, entornando los párpados y echando el humo de su cigarrillo por la nariz, le describiera con horrenda exactitud los detalles todavía cálidos, tras lo cual Klara tenía horribles y vergonzosos sueños. Últimamente, Klara procuraba evitar a su amiga por temor a que ésta terminara impidiéndole experimentar esa formidable y siempre gozosa sensación que, delicadamente, se llama «ensueño». A Klara le gustaban los rasgos duros, levemente arrogantes, de Ganin, como le gustaban sus ojos grises con brillantes rayas, como flechas que surgían de las pupilas insólitamente grandes, y sus cejas espesas y muy negras, que, cuando fruncía el ceño o escuchaba atentamente, formaban una sola línea negra, pero que se desplegaban como delicadas alas cuando una poco frecuente sonrisa descubría por un instante sus dientes centelleantes y fuertes. Estas facciones tan pronunciadas habían impresionado a Klara hasta el punto de que perdía el aplomo cuando se hallaba en presencia de Ganin, y no podía decir cosas que le hubiera gustado decir, y no dejaba ni un instante de toquetearse el ondulado cabello castaño que le cubría la mitad de la oreja, o de arreglar la disposición de los pliegues de seda negra sobre su busto, lo que era causa de que adelantara el labio inferior, y de que quedara de relieve su sotabarba. De todos modos sólo veía a Ganin una vez al día, en la hora del almuerzo, excepto un día que cenó con él y con Liudmila en la mísera casa de comidas en que éste solía cenar salchichas y sauerkraut o carne de cerdo fría. En el almuerzo, en el horrible comedor de la pensión, Klara se sentaba ante Ganin, ya que la patrona situaba a sus huéspedes en la mesa por el mismo orden, más o menos, en que se encontraban sus dormitorios. Por lo tanto, Klara se sentaba entre Podtyagin y Gornotsvetov, mientras que Ganin se sentaba entre Kolin y Alfyorov. La frágil y triste figurilla negra de Frau Dorn parecía fuera de lugar y un tanto desolada en la cabecera de la mesa, entre los perfiles de los dos afectados y empolvados bailarines, que le hablaban con muchos dejes y jeribeques. Debido, en parte, a su leve sordera, Frau Dorn hablaba poco, y se preocupaba principalmente de que la formidable Erika trajera y se llevara los platos en el debido momento. Como una hoja seca, la frágil y arrugada mano de la patrona revoloteaba hacia el colgante timbre, y amarilla y marchita, volvía al punto de partida.

Cuando Ganin entró en el comedor, el lunes, hacia las dos y media de la tarde, todos los pupilos estaban ya sentados. Al verle, Alfyorov le dirigió una sonrisa de bienvenida y se levantó de la silla, sin abandonar su puesto, pero Ganin no le ofreció la mano y se sentó a su lado, saludándole con un movimiento de cabeza, después de haber lanzado una maldición in mente contra su molesto vecino. Podtyagin, viejo limpiamente vestido, de aire sencillo, que parecía tragar en vez de comer, iba ingurgitando sopa ruidosamente, mientras con la otra mano se sujetaba la servilleta remetida en el cuello de la camisa, a fin de que no cayera en el plato. Miró por encima de los cristales de sus gafas de pinza, y, tras emitir un vago suspiro, volvió a aplicarse a la ingestión de sopa. En un momento de franqueza, Ganin le había confesado su deprimente aventura amorosa con Liudmila y ahora lamentaba haberlo hecho. Kolin, a la izquierda de Ganin, le pasó con trémulo cuidado el plato de sopa, dirigiéndole una mirada tan aduladora, y con tal sonrisa en sus ojos extrañamente velados, que Ganin se sintió incómodo. Entretanto, a su derecha, la untuosa vocecilla de tenor de Alfyorov había reanudado su parloteo, con el que parecía contradecir algo dicho por Podtyagin, quien se sentaba frente a él:

—Se equivoca, Antón Sergeyevich, al criticar este país. Es un país extremadamente culto que no puede compararse con la vieja y atrasada Rusia.

Con un amable destello en los cristales de sus gafas, Podtyagin se volvió hacia Ganin:

—Ya puede darme la enhorabuena. Hoy los franceses me han concedido el visado de entrada. Tengo ganas de colocarme la gran banda de cualquier orden honorífica y visitar al presidente Doumergue.

Tenía una voz insólitamente agradable, suave, sin altibajos, dulce y de tono mate. Su cara gorda y blanca, con la gris perilla bajo el labio inferior y la mandíbula deprimida, ofrecía una tonalidad entre morena y rojiza, y alrededor de sus ojos de mirada serena e inteligente se formaban arrugas de benévola expresión. De perfil parecía un gran cobayo gris.

—Realmente, me alegro —dijo Ganin—. ¿Cuándo se va?

Pero Alfyorov no permitió que el viejo contestara. Con una sacudida, habitual en él, de su cuello flaco, con sus escasos y dorados cabellos, y grande e inquieta nuez, prosiguió:

—Le aconsejo que se quede aquí. ¿Qué tiene en contra de este país? Aquí, las cosas están claras. Francia es tortuosa, y en cuanto a Rusia, bueno, Rusia es absolutamente imprevisible. Me gusta estar aquí. Hay trabajo, y da gusto pasear por las calles. Puedo demostrarle matemáticamente que si algún sitio hay en el que fijar residencia…

Tranquilamente, Podtyagin le interrumpió:

—Sí, pero ¿qué me dice de las montañas de papel, de los cajones de cartón en forma de ataúd, de los interminables archivos, archivos y más archivos? Las estanterías gimen bajo el peso de los archivos. Y el funcionario policial que me ha atendido casi se ha muerto del esfuerzo que ha tenido que hacer para encontrar mi nombre en los archivos. No puede siquiera imaginar (y, al pronunciar esta palabra, Podtyagin movió de un lado para otro la cabeza, lenta y tristemente) todo lo que hay que hacer para salir, sencillamente, de este país. ¡Y si supiera la gran cantidad de formularios que he tenido que llenar…! Por fin, hoy he comenzado a tener esperanzas de que pusieran en mi pasaporte el sello con el visado de salida. Pero no señor, todavía no. Primero necesitaban fotografías, y las fotografías no estarán hasta esta tarde.

Alfyorov afirmó con la cabeza:

—Todo tal como debe ser. Así deben funcionar las cosas en un país bien administrado. No, aquí no encontrará usted la tradicional ineficacia de su querida Rusia. Por ejemplo, ¿se ha fijado en lo que hay escrito en las puertas principales? «Sólo para el público». Esto es significativo, ¿no cree? Hablando en términos generales, la diferencia entre nuestro país y éste puede expresarse de la siguiente manera, imagine una curva, y en ella…

Ganin dejó de escuchar, y dijo a Klara, que se sentaba frente a él:

—Ayer Liudmila Borisovna me encargó le dijera que la llamara tan pronto regresara del trabajo. Me parece que quiere ir al cine con usted.

Confusamente, Klara pensó: «¿Cómo es posible que hable de Liudmila de esta manera, como si nada tuviera que ver con él, cuando le consta que yo sé lo que ocurre?». A fin de mantener las apariencias, dijo:

—¡Vaya! ¿La vio usted ayer?

Ganin, sorprendido, levantó las cejas, y siguió comiendo.

—No comprendo su geometría —dijo Podtyagin, mientras cuidadosamente barría con el cuchillo las migajas de pan y las recogía en la palma de la otra mano.

Como muchos viejos poetas, Podtyagin sentía cierta debilidad por los razonamientos de simple sentido común.

—¿Pero no lo ve? Si es clarísimo. Imagine… —exclamó Alfyorov excitado.

—No lo comprendo —repitió Podtyagin con firmeza.

Echó un poco la cabeza hacia atrás, y se metió en la boca las migajas. Alfyorov extendió las manos, abriendo los brazos, y derribó el vaso de Ganin:

—¡Mil perdones!

—No se preocupe, estaba vacío.

Con gran énfasis, Alfyorov prosiguió:

—Usted no es un matemático, Antón Sergeyevich, pero yo he dedicado toda la vida a esta ciencia. En otros tiempos solía decir a mi mujer que si yo era un verano ella era una cincoenrama primaveral…

Gornotsvetov y Kolin parecieron deshacerse en amaneradas risas. Frau Dorn se sobresaltó y les miró asustada. Secamente, Ganin dijo:

—En resumen, una flor y una cifra al mismo tiempo.

Sólo Klara sonrió. Ganin se sirvió agua, mientras los demás le observaban. Alfyorov volvió el rostro y miró, brillantes y vacíos de expresión los ojos, a su vecino:

—Efectivamente, mi esposa es una flor extremadamente frágil. Me parece milagroso que haya podido sobrevivir durante estos siete años de horrores. Y tengo la certeza de que llegará aquí alegre y lozana. Usted, que es poeta, Antón Sergeyevich, debiera escribir algo acerca de esto, acerca de la feminidad, de la maravillosa feminidad rusa, más fuerte que todas las revoluciones, y que lo supera todo, que supera las adversidades, el terror…

Kolin susurró al oído de Ganin:

—Ya vuelve a las andadas. Ayer hizo lo mismo. Sólo sabe hablar de su mujer.

Mientras contemplaba a Alfyorov, quien se acariciaba la barba con nerviosos dedos, Ganin pensó: «Hombrecillo vulgar. Su mujer debe de estar loca; es un pecado no ser infiel a un hombre así».

—Hoy tenemos cordero —anunció brusca y secamente Lydia Nikolaevna, mientras miraba disgustada a sus pupilos, que comían el plato de carne, sin concederle la menor importancia.

Alfyorov inclinó la cabeza, a modo de reverencia, por razones ignoradas, y prosiguió:

—Creo que comete usted un error, al no abordar este tema.

Podtyagin movió suave pero firmemente la cabeza, en movimiento de negación.

—Cuando conozca a mi mujer —siguió Alfyorov—, quizá comprenda lo que quiero decirle. A propósito, le gusta mucho la poesía. Me parece que usted y ella estarán de acuerdo en muchas cosas. Y además voy a decirle que…

Kolin miraba de soslayo a Alfyorov, y, subrepticiamente, movía un dedo como si dirigiera una orquesta, al ritmo de sus palabras. Al ver los movimientos del dedo de su amigo, Gornotsvetov se estremecía en silenciosas carcajadas.

Alfyorov iba diciendo:

—Lo más importante es que Rusia está acabada. Ha quedado borrada, igual que si alguien hubiera borrado de una pizarra, con una esponja húmeda, una cara extraña.

Ganin sonrió:

—Pero…

—¿Le molesta lo que acabo de decir, Lev Glebovich?

—Efectivamente, pero no le impediré que lo diga.

—Significa esto que usted cree…

En su voz calma, arrastrando levemente las eses, Podtyagin terció:

—Por favor, señores, no hablemos de política. No creo que sirva para nada.

Inesperadamente, Klara intervino, toqueteándose el cabello:

—De todos modos, creo que Monsieur Alfyorov no tiene razón.

—¿Llega el sábado, su esposa? —preguntó con voz inocente Kolin, desde el extremo de la mesa, mientras su amigo Gornotsvetov se llevaba la servilleta a los labios para ocultar la risa.

—Efectivamente, el sábado —replicó Alfyorov, alejando de sí el plato con los restos del carnero.

Sus ojos perdieron el brillo de la lucha y adquirieron expresión reflexiva.

—¿Sabía usted, Lydia Nikolaevna, que ayer Lev Glebovich y yo quedamos encerrados en el ascensor?

—Peras al horno —replicó Frau Dorn.

Los bailarines se echaron a reír. Abriéndose paso por entre los codos de los comensales, Erika comenzó a llevarse los platos. Ganin enrolló cuidadosamente su servilleta, la metió en el servilletero y se levantó. Nunca tomaba postre.

Mientras volvía a su habitación, pensó: «¡Qué aburrimiento! ¿Qué puedo hacer ahora? Dar un paseo, supongo».

Aquel día, lo mismo que los anteriores, transcurría lentamente, como arrastrándose, en un ocio insípido, carente incluso de aquella ensoñada expectación que tan agradable matiz da a la inactividad. Ahora, la falta de trabajo le irritaba. Levantándose el cuello de un viejo impermeable que había comprado por una libra esterlina a un teniente inglés en Constantinopla (primera etapa del exilio), y metiendo con fuerza los puños en los bolsillos, echó a andar despacio por las pálidas calles abrileñas, en las que nadaban balanceándose las negras cúpulas de los paraguas. Contempló una larga y bella maqueta del Mauritania en el escaparate de una empresa naviera, y también miró los cordeles pintados que unían los puertos de dos continentes en un gran mapa. Al fondo, se veía la fotografía de un paisaje tropical: palmeras color de chocolate contra un cielo castaño claro.

Pasó una hora tomando un café, sentado junto a un gran ventanal, contemplando a los transeúntes. De vuelta a su habitación, intentó leer, pero el contenido del libro le pareció tan ajeno a él y tan flojo, que lo abandonó a mitad de una frase subordinada. Se encontraba en aquel estado que él denominaba de «dispersión de la voluntad». Permaneció inmóvil, sentado ante la mesa, incapaz de decidir qué hacer: cambiar de postura, levantarse de la silla y lavarse las manos, o abrir la ventana, tras la cual el día lluvioso comenzaba a oscurecerse con las sombras de la noche. Se hallaba en un estado de humor horrible y angustiado, parecido a aquel malestar que se experimenta cuando despertamos pero, al principio, no podemos abrir los ojos porque parece que los párpados hayan quedado pegados para siempre jamás. Ganin tenía la sensación de que el triste ocaso que se iba colando gradualmente en su estancia penetraba también poquito a poco en su cuerpo, transformando su sangre en niebla, y se sentía impotente para luchar contra el conjuro del anochecer.

Sí, se sentía impotente debido a que no experimentaba deseo concreto alguno, y esto le torturaba, ya que en vano buscaba un deseo, algo que desear. Ni siquiera era capaz de alargar la mano y encender la luz. La simple transición desde la intención al acto le parecía un imposible milagro. Nada aliviaba su depresión, sus pensamientos discurrían perezosos y sin rumbo, el latido de su corazón era débil, y su ropa interior se le pegaba, de un modo muy desagradable, al cuerpo. Había instantes en que pensaba que debía escribir inmediatamente una carta a Liudmila, explicándole con firmeza que había llegado el momento de romper aquellas horrendas relaciones, pero en el instante siguiente recordaba que aquella noche tenía que ir con ella al cine, y pensaba que le resultaba mucho más difícil llamarla por teléfono y cancelar la cita que escribirle una carta, pensamiento que le impedía hacer las dos cosas.

Mil veces se había jurado que el día siguiente rompería con Liudmila, y no había tenido dificultad alguna en imaginar lo que le diría, aunque era absolutamente incapaz de ver el último instante, aquél en el que le estrecharía la mano y se iría. Esta acción —dar media vuelta y salir— era lo que le parecía inimaginable. Ganin pertenecía al tipo de hombres capaces de conseguir cuanto desean, de alcanzar logros, de destacar, pero era absolutamente incapaz de renunciar, de huir, ya que, al fin y al cabo, lo uno y lo otro son una misma cosa. Se lo impedía cierto sentido del honor, cierto sentido de la piedad, que ablandaban la voluntad de un hombre que, en otros casos, era capaz de cualquier iniciativa creadora, de cualquier esfuerzo, y que emprendía las tareas con entusiasmo y voluntad, alegremente dispuesto a superarlo todo, a triunfar pese a todo.

Ignoraba ya qué clase de estímulo podía darle la fuerza precisa para romper aquellas relaciones con Liudmila, que habían durado ya tres meses, igual que ignoraba qué le hacía falta para poder levantarse de la silla. Sólo durante un período muy breve había estado genuinamente enamorado de Liudmila, habíase encontrado en aquel estado de emoción inquieta, exaltada, casi extraterrena, parecida a la que se siente cuando se oye música en el preciso instante en que uno hace algo totalmente vulgar, como recorrer el trecho que media desde la mesa, en un restaurante, al mostrador, para pagar la consumición, y esta música da una interior calidad de danza al más simple movimiento, transformándolo en un gesto significativo e inmortal.

Esa música había cesado bruscamente una noche en que, en el traqueteante piso de un oscuro taxi, había poseído a Liudmila, y, entonces, todo se había convertido en algo extremadamente banal: la mujer rectificando la posición del sombrero que le había resbalado hacia atrás, las luces que cruzaban la ventanilla del vehículo, y la alta espalda del taxista, como una negra montaña, tras el vidrio que mediaba entre los dos compartimentos.

Ahora tenía que pagar el precio de aquella noche, pagarlo con laboriosos engaños, prolongar indefinidamente aquella noche, y débilmente, sin voluntad, someterse a sus crecientes sombras que, ahora, invadían todos los rincones de la estancia, convirtiendo en nubes los muebles.

Más tarde, en el cine atestado, hacía calor. Durante largo rato desfilaron silenciosamente por la pantalla anuncios coloreados, en propaganda de pianos de cola, vestidos, perfumes… Por fin, la orquesta comenzó a tocar y se inició el drama.

Liudmila estaba insólitamente alegre. Había invitado a Klara porque se daba perfecta cuenta de que ésta se sentía atraída por Ganin, y porque quería complacerla, sin privarse ella del placer de alardear de su aventura y de su arte en ocultarla. Por su parte, Klara había aceptado porque sabía que Ganin proyectaba partir el sábado siguiente. Klara estaba sorprendida de que Liudmila pareciera ignorarlo, o bien de que, sabiéndolo, guardara silencio al respecto, a pesar de irse en compañía de Ganin.

Sentado entre las dos, Ganin estaba irritado debido a que Liudmila, como muchas mujeres de su estilo, habló durante casi toda la proyección de cosas ajenas a la cinta, inclinando el cuerpo por encima de las rodillas de Ganin, para dirigirse a su amiga, y envolviéndole en el paralizante y desagradablemente familiar perfume que utilizaba. Para colmo de males, la película era muy interesante y estaba excelentemente realizada.

Liudmila le dirigió una rápida mirada en la oscuridad, enderezó el cuerpo, y fijó la vista en la pantalla iluminada.

—No entiendo nada —dijo—. Es una porquería.

—No me sorprende que no hayas entendido nada, después de haberte pasado el rato charlando —dijo Ganin.

En la pantalla se movían formas luminosas, gris-azulencas. Una prima donna que había dado muerte a alguien involuntariamente, tiempo atrás, recordaba súbitamente el hecho mientras interpretaba un papel de asesina en la ópera. Entonces, desorbitaba sus ojos inverosímilmente grandes, y se caía de espaldas, en pleno escenario. Lentamente, el interior del teatro ocupó la pantalla, el público aplaudía, la gente de los balcones y galerías se ponía en pie extasiada. De repente, Ganin se dio cuenta de que estaba contemplando algo que le era vaga y horriblemente familiar. De repente, recordó con alarma las filas de butacas burdamente montadas, las sillas y las partes frontales de los palcos pintadas de siniestro color violeta, los perezosos operarios caminando tranquilamente, con desinterés, como ángeles vestidos de azul, por los altos tablones del andamiaje, o apuntando con los cegadores focos a aquel ejército de rusos amontonados en el gran escenario cinematográfico, interpretando su papel en total ignorancia de la trama de la película. Recordaba a los hombres jóvenes, vestidos con trajes viejísimos, pero maravillosamente cortados, los rostros de las mujeres maquillados en colores malva y amarillo, y también recordaba a aquellos inocentes exiliados, viejos y muchachitas, a los que colocaron en último término, sólo para llenar espacio. En la pantalla, aquella fría cuadra había quedado transformada en un cómodo teatro, en el que la arpillera parecía terciopelo, y el rebaño de hambrientos extras era el público de un teatro de ópera. Con un esfuerzo visual, y también con un estremecimiento de vergüenza, se reconoció entre aquella gente, aplaudiendo para cumplir las instrucciones recibidas, y recordó que todos estuvieron obligados a mirar al frente, hacia un imaginario escenario, donde, en vez de una prima donna, había un hombre gordo y pelirrojo, en mangas de camisa, de pie en una plataforma, entre varios focos, y volviéndose loco de tanto gritar a través de un megáfono.

El doppelgänger de Ganin también estaba en pie y aplaudía allí, al lado de aquel sorprendente individuo con la negra barba y la banda cruzándole el pecho. Aquella barba, así como la camisa de almidonada pechera, habían sido la razón de que a aquel individuo le colocaran siempre en primera fila. Durante el descanso, el individuo se comía un bocadillo, y después del rodaje se ponía un viejo impermeable sobre sus ropas de gala y regresaba a su barrio, en una distante zona de Berlín, donde trabajaba de linotipista en una imprenta.

En el presente instante, Ganin no sólo sintió vergüenza, sino también la sensación de la rápida evanescencia del humano vivir. Allí, en la pantalla, su macilenta imagen, su cara de abrupto perfil alzada y sus manos en la actitud de aplaudir se mezclaban con otras figuras humanas en el gris calidoscopio. Instantes después, la sala del teatro, balanceándose como un buque, desaparecía, y en el escenario aparecía una vieja y mundialmente famosa actriz, representando con gran habilidad a una joven difunta. Con repulsión, incapaz de seguir contemplando la película, Ganin pensó: «No sabemos lo que hacemos».

Liudmila volvía a hablar en susurros con Klara. Le decía algo acerca de una modista y de cierta tela. El drama terminó, y Ganin se sintió mortalmente deprimido. Momentos después, mientras se abrían paso a empujones hacia la salida, Liudmila oprimió su cuerpo contra el suyo y le dijo al oído:

—Te llamaré mañana a las dos, mi vida.

Ganin y Klara la acompañaron a casa, y regresaron juntos a la pensión. Ganin estaba silencioso, y Klara se esforzaba desesperadamente en encontrar un tema de conversación.

—¿Nos deja el próximo sábado? —le preguntó.

En voz lúgubre, Ganin repuso:

—Francamente, no lo sé.

Mientras caminaba, iba pensando que su sombra vagaría de una ciudad a otra, de una pantalla a otra, que jamás sabría él qué clase de gente vería su sombra, o cuánto tiempo andaría ésta vagando por ahí, por el ancho mundo. Y cuando se acostó, y oyó el paso de los trenes a través de aquella casa sin alegría en la que vivían siete extraviadas sombras rusas, la vida entera le pareció una ficción cinematográfica, en la que distraídos extras representaban un papel, sin saber nada en absoluto de la película en que lo representaban.

Ganin no podía dormir. Un estremecimiento nervioso le recorría constantemente las piernas, y la almohada le atormentaba la cabeza. En plena noche, su vecino, Alfyorov, comenzó a tararear una tonada. A través del delgado tabique, Ganin le oía pasear por el dormitorio, primero cerca de él, luego alejándose, y Ganin permanecía quieto, irritado. Cuando pasaba un tren, la voz de Alfyorov se mezclaba con el ruido, pero volvía a surgir: tam-ti-tum, tam-ti, tam-ti-tum…

Ganin no pudo aguantarlo más. Se puso los pantalones, salió al pasillo y golpeó con el puño la puerta del dormitorio número 1. Las idas y venidas de Alfyorov le habían dejado en aquel instante junto a la puerta, que abrió de un modo tan inesperado que Ganin se sobresaltó.

—Por favor, entre, Lev Glebovich.

Iba en camisa y calzoncillos, con la rubia barba un tanto alborotada —seguramente agitada por las canciones—, y en sus pálidos ojos azules había un brillo de felicidad.

Con ceño, Ganin dijo:

—Sus canciones no me dejan dormir.

—Por el amor de Dios, hombre, entre, no se quede ahí en el pasillo —suplicó Aleksey Ivanovich, pasando el brazo alrededor de la cintura de Ganin, en gesto bien intencionado aunque torpe—. Lamento infinito haberle molestado.

Con desgana, Ganin entró. Pese a que la estancia contenía muy pocas cosas, se hallaba en gran desorden. En vez de estar junto a la mesa escritorio (el monstruo de roble con la escribanía en forma de sapo), una de las dos sillas de cocina había emprendido el camino del palanganero, aunque había quedado detenida a mitad de trayecto, debido sin duda a haber tropezado con la punta levantada de la alfombra. La otra silla se encontraba junto a la cama, cumpliendo las funciones de mesilla de noche, aunque oculta bajo una negra chaqueta que parecía haber caído allí con tanta pesadez y desmadejamiento como si se hubiera precipitado desde la cumbre del Monte Ararat. Sobre la mesa y sobre la cama había gran número de delgadas hojas de papel esparcidas de cualquier modo. Una casual mirada bastó para que Ganin viera que en estas hojas había dibujos de ruedas y cubos, trazados sin la más leve exactitud técnica, como simples garabatos hechos para pasar el tiempo. El propio Alfyorov, con sus calzoncillos de lana —capaces de dar a cualquier hombre, ya sea tan bien formado como Adonis, o tan elegante como Brummel, un aspecto extremadamente poco atractivo—, había comenzado de nuevo a pasear por entre aquellas ruinas, propinando de vez en cuando un golpe con la uña a la verde pantalla de la lámpara de sobremesa o al respaldo de una silla.

—No sabe usted cuánto me alegra que al fin haya decidido visitarme. Tampoco yo podía dormir. Imagínese… Mi mujer llega el sábado. Y mañana ya es martes. ¡Pobre chica! ¡Ni siquiera puedo imaginar los sufrimientos que habrá padecido en nuestra maldita Rusia!

Ganin, que había quedado absorto en intentar solucionar un problema de ajedrez planteado en una de las hojas de papel que yacían en la cama, levantó bruscamente la vista:

—¿Qué decía?

Propinando un audaz golpe con la uña, Alfyorov repuso:

—Que mi mujer llega.

—No, no me refería a eso. ¿Qué ha llamado a Rusia?

—Maldita. Y es verdad, ¿no cree?

—No sé… La calificación me ha parecido curiosa.

De repente, Alfyorov se detuvo en el centro del dormitorio:

—Vamos, vamos, Lev Glebovich, ya es hora de que deje usted de jugar al bolchevique. Quizás a usted le parezca muy divertido, pero le advierto que está en un grave error. Ha llegado el momento de que todos reconozcamos francamente que Rusia se ha acabado, que nuestros «santos» campesinos rusos no han resultado ser más que broza despreciable, tal como cabía esperar, dicho sea de paso, y que nuestra patria ha muerto de una vez para siempre.

Ganin se echó a reír:

—Me parece muy bien todo lo que usted dice, Aleksey Ivanovich.

Alfyorov se pasó la palma de la mano por el rostro, como secándolo, desde la frente a la barbilla, y, de un modo súbito, esbozó una ancha y ensoñada sonrisa:

—¿Por qué no se ha casado, amigo mío?

—Porque no he tenido ocasión. ¿Es divertido estar casado?

—Delicioso. Mi esposa es adorable. Castaña, y con unos ojillos tan vivos… Y muy joven todavía. Nos casamos en Poltava el año 1919, y en 1920 tuve que emigrar. Aquí, en el cajón del escritorio, tengo unas fotografías que voy a enseñarle.

Doblando los dedos por debajo del cajón, tiró de él. Sin curiosidad, Ganin le preguntó:

—¿Y qué era usted en aquellos tiempos?

Alfyorov sacudió negativamente la cabeza:

—No me acuerdo. ¿Cómo cabe recordar lo que uno ha sido en el pasado? Quizá fuera una ostra, o un pájaro, o quizá profesor de matemáticas… De todos modos nuestra anterior vida en Rusia parece algo que hubiera ocurrido antes del principio de los tiempos, algo metafísico, o como quiera usted llamarlo. No, metafísico no es la palabra adecuada… Sí, ahora sé de qué se trata. Es como una metempsicosis.

Ganin miró sin gran interés la fotografía en el interior del cajón. Vio el rostro de una muchacha con el cabello alborotado, y una boca alegre, de grandes dientes. Alfyorov se acercó y miró por encima del hombro de Ganin:

—No, ésta no es mi esposa, es mi hermana. Murió del tifus, en Kiev. Era una muchacha muy agradable y alegre, que jugaba muy bien a la petanca.

Sacó otra foto:

—Ésta es Mashenka, mi esposa. La instantánea es bastante mala, pero el parecido no está nada mal. Y aquí tiene usted otra foto, tomada en nuestro jardín. Mashenka es la que está sentada, con el vestido blanco. Hace cuatro años que no la he visto, pero no creo que haya cambiado mucho. Realmente, no sé cómo me las arreglaré para vivir hasta el sábado. ¡Espere! ¿A dónde va, Lev Glebovich? ¡Quédese, por favor!

Con las manos en los bolsillos del pantalón, Ganin se dirigía a la puerta.

—¿Qué le ocurre, Lev Glebovich? ¿He dicho algo que le haya ofendido?

Se oyó un portazo. Alfyorov se quedó solo, en pie, en el centro de su dormitorio.

—¡Qué grosería! ¿Qué bicho le habrá picado? —musitó.

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