Mashenka

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Aquella noche, como todas las noches, un viejecito envuelto en una capa negra avanzaba lentamente por la acera de la larga y desierta avenida, golpeando el asfalto con el pincho en que terminaba su bastón, mientras buscaba colillas de cigarrillo —de papel o con boquilla dorada o de corcho— y medio deshechas colillas de cigarro. De vez en cuando, bramando como un ciervo, pasaba veloz un automóvil, o bien ocurría algo en que las gentes que caminan por la ciudad nunca se fijan: una estrella, más rápida que el pensamiento, y más silenciosa que una lágrima, cruzaba el firmamento. Más espIendentes y más alegres que las estreIIas, eran las letras de fuego que surgían una tras otra sobre un negro tejado, desfilando en fila india, y se desvanecían de repente en las tinieblas.

«Puede - ser - posible», decían las letras en un discreto susurro de neón, y entonces la noche las borraba de un solo golpe aterciopelado. Y otra vez volvía a aparecer en el cielo: «Puede - ser -».

Y volvían a descender las tinieblas. Pero las palabras, insistentes, se encendían una vez más, y, por fin, en vez de desaparecer inmediatamente, quedaban encendidas durante cinco minutos completos, tal como habían concertado la agencia publicitaria y el fabricante.

Pero ¿quién puede decir qué es, realmente, lo que destella ahí, en lo oscuro, sobre las casas? ¿El luminoso nombre de un producto o el destello del pensamiento humano? ¿Un signo, una llamada? ¿Un interrogante lanzado al cielo que repentinamente obtiene una respuesta apasionada, deslumbrante como una joya?

Y en esas calles, ahora tan anchas como brillantes mares negros, a última hora de la noche, cuando la última cervecería ha cerrado sus puertas, un ruso abandona el sueño y, sin sombrero ni chaqueta, cubierto con un viejo impermeable, pasea como en trance de vidente. Y a esta hora tardía, por esas anchas calles pasaban mundos absolutamente ajenos entre sí: un juerguista sin juerga, una mujer, o simplemente un caminante, cada cual un mundo aislado, y cada cual un todo de maravillas y desdichas. Cinco viejos carruajes de caballos aguardaban en la avenida junto a la voluminosa forma, con estructura de tambor, de un pissoir: cinco adormilados, cálidos y grises mundos con uniforme de cochero, y cinco otros mundos sobre doloridos cascos, dormidos y sin soñar en otra cosa que en avena escapando por el roto de un saco, con suave sonido de caída.

En momentos como éste todo adquiere naturaleza fabulosa, todo se convierte en insondablemente problema y la vida parece terrorífica, en tanto que la muerte es todavía peor. Y entonces, mientras uno camina deprisa por la ciudad nocturna, mirando las luces a través de las lágrimas y buscando en ellas gloriosos y deslumbrantes recuerdos de pasada felicidad —un rostro de mujer, que surge del fondo de muchos años de olvido—, de repente, en nuestro loco avance, nos detiene cortésmente un peatón y nos pregunta el camino para llegar a tal o cual calle, nos lo pregunta en voz normal, pero en una voz que nunca más volveremos a oír.

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