Mashenka

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Aquella tarde, Antón Sergeyevich recibió una visita. Se trataba de un anciano caballero, con bigote del color de la arena, cortado al estilo inglés, de aspecto muy respetable, vestido de chaqué y con pantalones de corte. Podtyagin acababa de obsequiarle con un caldo Maggi, cuando entró Ganin. El humo de los cigarrillos había puesto el aire azulado.

—El señor Ganin, el señor Kunitsyn —dijo Antón Sergeyevich, pesada la respiración, soltando destellos los espejuelos de sus gafas de pinza, mientras amablemente empujaba a Ganin hacia un sillón—. Este señor es un compañero de colegio que, en aquellos tiempos, plagiaba mis versos.

—Efectivamente, así es —admitió Kunitsyn sonriendo, y añadió en voz profunda y redondeada—: ¿Qué hora es, Antón Sergeyevich?

—No es tarde, todavía tenemos tiempo para charlar un poco más.

Kunitsyn se puso en pie, y se alisó el chaleco, tirando de él hacia abajo:

—No, no puedo. Mi mujer me espera.

Antón Sergeyevich puso las manos con las palmas hacia el techo y miró de soslayo a su visitante:

—En este caso, no puedo retenerte más. Dale recuerdos de mi parte a tu mujer. No tengo el gusto de conocerla, pero te ruego le presentes mis respetos.

—Muchas gracias. Ha sido un placer. Adiós. Creo que he dejado el abrigo en el vestíbulo…

—Te acompañaré a la puerta —dijo Podtyagin—. Por favor, discúlpeme, Lev Glebovich. En seguida vuelvo.

Mientras estaba solo, Ganin se reclinó cómodamente en el viejo sillón verde y esbozó una reflexiva sonrisa. Había acudido al dormitorio del viejo poeta porque éste era seguramente el único individuo que podía comprender el alterado estado en que él se encontraba. Deseaba hablarle de muchas cosas, de puestas de sol en una carretera rusa y de bosques de abedules. Al fin y al cabo, aquel hombre era el mismo Podtyagin cuyos versos podían verse, impresos bajo un dibujo, en los viejos volúmenes en que se compilaban revistas como El mundo ilustrado y La revista gráfica.

Antón Sergeyevich regresó meneando tristemente la cabeza. Se sentó a la mesa y tamborileó con los dedos en ella:

—Me ha injuriado. Sí, me ha injuriado terriblemente.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Ganin.

Antón Sergeyevich se quitó las gafas y limpió los cristales con la punta del mantel:

—Me desprecia, esto es lo que pasa. ¿Sabe lo que acaba de decirme, ahora, hace unos instantes? Me ha dirigido una de sus sonrisas frías, sarcásticas, y me ha dicho: «Has dedicado toda tu vida a garrapatear versos, y no he leído ni una palabra de ellos, para no perder el tiempo miserablemente, en vez de trabajar». Esto es lo que me ha dicho, Lev Glebovich. Y ahora le pregunto, querido amigo, ¿cree usted que decir una frase así es propio de un hombre inteligente?

—¿A qué se dedica?

—Sabe Dios… A ganar dinero. Bueno, se trata de una persona que…

—Pero yo no veo razón alguna para que usted se sienta injuriado. El tiene una habilidad y usted otra. De todos modos estoy seguro de que también usted le desprecia.

Muy preocupado, Podtyagin dijo:

—Pero, querido Lev Glebovich, ¿no cree que tengo derecho a despreciarle? No es esto lo más horrible de la situación, sino que un hombre como él tenga la osadía de ofrecerme dinero.

Podtyagin abrió el puño y arrojó un arrugado billete sobre la mesa:

—Y, peor aún, yo lo he aceptado. Mire y admire: veinte marcos. ¡Así Dios los maldiga!

El anciano temblaba de la cabeza a los pies, su boca se abría y cerraba, la gris perilla se estremecía, y sus gruesos dedos tabaleaban. Luego lanzó un penoso suspiro y sacudió la cabeza:

—Peter Kunitsyn. Sí, le recuerdo muy bien. En el colegio, era un buen estudiante, el sinvergüenza. Siempre con el reloj en el bolsillo, y siempre puntual. Durante las clases, solía levantar la mano e indicarnos con los dedos los minutos que faltaban para que sonara la campana dándoles fin. En los exámenes finales de secundaria se ganó una medalla de oro.

Pensativo, Ganin dijo:

—Le debe causar una extraña sensación acordarse de esto. A poco que pensemos nos daremos cuenta de que incluso parece extraño recordar cualquier detalle cotidiano, recordar algo ocurrido hace pocas horas, aunque nos sea imposible recordar por entero los días.

Podtyagin le dirigió una mirada penetrante y amable:

—¿Qué le ocurre, Lev Glebovich? Parece que su rostro haya recobrado la vida. ¿Se ha enamorado otra vez? Pues sí, tal como usted dice, el modo en que recordamos las cosas es muy extraño. Caramba, caramba… ¡Con cuánta felicidad sonríe usted hoy!

—He venido a verle porque tengo motivos para ello, Antón Sergeyevich.

—¡Vaya! Y lo único que he podido ofrecerle es la presencia de Kunitsyn. En fin, que su personalidad sea un aviso para usted. ¿Qué tal estudiante era usted, Lev Glebovich?

Ganin volvió a sonreír:

—Medianejo. Estudié en la academia Balashov, en Petersburgo, ¿la conoce? —Ganin prosiguió en el mismo tono de voz en que hablaba Podtyagin, como se suele hacer cuando se habla con un viejo—: Recuerdo el patio de la escuela. En él jugábamos al fútbol. Había una pila de leña, bajo un porche, y, de vez en cuando, la pelota iba a dar en la pila y hacía caer un leño.

—Nosotros preferíamos jugar a cosacos y ladrones.

De un modo imprevisible, Podtyagin añadió:

—Y, ahora, todo ha terminado.

—Pues hoy, Antón Sergeyevich, he recordado aquellas viejas revistas que publicaban versos suyos, y también he recordado los bosques de abedules.

El viejo le miró con benévola ironía:

—¿De veras? ¡Qué estúpido fui! Por culpa de aquellos abedules malgasté mi vida y olvidé el resto de Rusia. Ahora, gracias a Dios, he dejado de escribir poesía. He terminado con ella para siempre. Incluso me da vergüenza escribir la palabra «poeta» en la correspondiente casilla de los formularios oficiales. A propósito, hoy he armado un lío tremendo, y el funcionario hasta se ha ofendido. Mañana he de volver.

Ganin se miró los pies, y dijo:

—En los últimos cursos de secundaria, mis compañeros creían que yo tenía una amante. ¡Y qué amante! ¡Nada menos que una señora de la alta sociedad! Por esto, me tenían un gran respeto. Y yo nunca desmentí esta creencia, ya que, a fin de cuentas, yo mismo había lanzado el rumor.

Podtyagin afirmó con la cabeza:

—Comprendo. En su manera de ser hay algo parecido a la astucia, Lyovushka. Y esto me gusta.

—En realidad, era absurdamente casto, y no me molestaba en absoluto serlo. Estaba orgulloso de ello, era como un secreto. Sin embargo, todos me creían muy experto. Pero también he de decirle que no era un muchacho tímido o pudibundo. Sencillamente me gustaba vivir tal como vivía, y esperar. Y aquellos compañeros de estudios que empleaban palabras procaces y que jadeaban con sólo pronunciar la voz «mujer» eran muchachos sucios, con granos, y manos siempre sudorosas. Los despreciaba por sus granos. Y contaban unas mentiras sublevantes, cuando hablaban de sus aventuras amorosas.

En su voz sin brillo, Podtyagin dijo:

—Por mi parte, debo confesar que me estrené con una criada. Era muy dulce, con ojos grises… Se llamaba Glasha. En fin, así es la vida.

—Pues yo esperé —dijo Ganin en voz baja—. Esperé desde el inicio de mi pubertad hasta los dieciséis años, es decir, unos tres años. Cuando tenía trece años, otro chico de la misma edad y yo estábamos jugando al escondite, y nos encontramos encerrados en un armario. En aquella oscuridad, el muchacho me dijo que había mujeres extremadamente bellas que se dejaban desnudar por dinero. No oí bien el nombre que les daba, y pensé que había dicho «princesutas», como una derivación de princesa, por lo que me formé una deslumbrante y misteriosa imagen de ellas. Pero, luego, no tardé en comprender cuán equivocado estaba, ya que nada atractivo veía yo en aquellas mujeres que se paseaban por la Perspectiva Nevski, meneando las caderas, y que a los chicos de secundaria nos llamaban «lápices». Así es que, después de tres años de orgullosa espera, mi castidad terminó. Fue en verano, en nuestra casa de campo.

—Sí, sí, lo imagino. Bastante común. Los dulces dieciséis años, y amor en el bosque.

Ganin le dirigió una mirada de curiosidad:

—¿Es que hay algo más bello que esto, Antón Sergeyevich?

—No lo sé, no me pregunte estas cosas, querido amigo. Puse en la poesía todo lo que hubiera debido poner en la vida, y ahora ya es demasiado tarde para comenzar una vida nueva. Lo único que por el momento se me ocurre es que, a fin de cuentas, resulta mejor haber sido un hombre de temperamento sanguíneo, o sea, un hombre de acción, y si uno ha de embriagarse, mejor que se embriague del todo, y que lo mande todo a hacer gárgaras.

Ganin sonrió:

—También esto me ocurrió.

Podtyagin pensó en silencio durante unos instantes, y, al fin, dijo:

—Me ha hablado usted del campo ruso, Lev Glebovich. Espero que usted vuelva a verlo, pero yo dejaré los huesos aquí. Y si no aquí, en París. En fin, perdóneme, pero parece que hoy estoy pesimista.

Los dos guardaron silencio. Pasó un tren. Lejos, muy lejos, una locomotora lanzó un salvaje grito de desesperación. Por los cristales de la ventana sin cortinas, se veía la noche, de un frío color azul, y los cristales reflejaban la pantalla de la lámpara, y un ángulo, intensamente iluminado, de la mesa. Podtyagin, sentado, mantenía los hombros echados hacia delante y la gris cabeza inclinada, mientras jugueteaba con una pitillera de cuero. Era imposible adivinar en qué pensaba, si meditaba acerca de la mediocridad de su pasada vida, o si la vejez, la enfermedad y la pobreza habían aparecido ante su mente con la misma tenebrosa claridad del reflejo en los nocturnos cristales de la ventana, si pensaba en París y en su pasaporte, si comprobaba pesaroso que el dibujo de la alfombra reseguía exactamente la línea de la puntera de su zapato, o que de buena gana se tomaría una jarra de cerveza, o que aquel visitante llevaba ya demasiado tiempo allí… En fin, sólo Dios sabía en qué pensaba Antón Sergeyevich. Pero mientras Ganin contemplaba la gran cabeza inclinada, las seniles matas de vello que le salían de las orejas y los hombros echados hacia delante de tanto escribir, sintió súbitamente tanta tristeza que perdió las ganas de hablar del verano en Rusia, de los senderos del parque, y menos aún de la pasmosa ocurrencia del día anterior.

—Bueno, he de irme —dijo—. Que duerma bien, Antón Sergeyevich.

Después de lanzar un suspiro, Podtyagin dijo:

—Buenas noches, Lyovushka. Me ha gustado mucho hablar con usted. Por lo menos, no me desprecia por aceptar el dinero de Kunitsyn.

En el último instante, cuando ya se encontraba en la puerta, Ganin se detuvo y dijo:

—¿Sabía, Antón Sergeyevich, que he iniciado una nueva y maravillosa aventura amorosa? Ahora voy al encuentro de esta mujer. Me siento muy feliz.

Podtyagin movió la cabeza, como dándole ánimos:

—Comprendo. Dele recuerdos. No tengo el placer de conocerla, pero preséntele mis respetos.

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