Mashenka

Mashenka


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Aunque parezca extraño, no podía recordar cuándo la vio por vez primera. Quizá fue en un concierto benéfico celebrado en un granero, en los límites de las tierras de sus padres. Aunque también cabía la posibilidad de que la hubiera visto, muy brevemente, con anterioridad. Su risa, la dulzura de sus rasgos, su piel morena y el gran lazo en su pelo, le parecieron remotamente conocidos, cuando un estudiante de medicina que hacía prácticas en el hospital militar de la localidad (se estaba desarrollando una gran guerra mundial) le habló de aquella muchacha de quince años tan «dulce y notable», dicho sea en las propias palabras del estudiante. Pero esta conversación había tenido lugar antes del concierto. Ahora, Ganin buscaba vanamente en su memoria. Simplemente, no podía recordar su primer encuentro. Lo cierto era que Ganin la había estado esperando con tan ardientes deseos, y que había pensado tanto en ella, durante los deliciosos días de convalecencia del tifus, que se había formado en la mente la imagen completa de la muchacha antes de verla realmente. Ahora, muchos años después, tenía la impresión de que su encuentro imaginario y su encuentro real se fundían y confundían formando un tercer encuentro, ya que en cuanto a persona viviente, la muchacha sólo era una ininterrumpida continuación de la imagen que la había anunciado, precediéndola.

Aquella tarde del mes de julio, Ganin abrió la chirriante puerta de hierro, en la parte frontal de la casa, y salió fuera, a la luz azulada de los últimos instantes del ocaso. A aquellas horas, la bicicleta parecía rodar más fácilmente, y los neumáticos de las ruedas emitían como un murmullo al pasar sobre la dura tierra, al margen de la carretera, con sus montículos y depresiones. Al cruzar ante los establos sumidos en la oscuridad, sentía el calor que despedían, y a sus oídos llegaba el sonido de un bufido, o el sordo golpe de una pezuña. Más adelante, la carretera quedaba protegida, a uno y otro lado, por los abedules que, a esta hora, guardaban silencio. Entonces, como un fuego moribundo en las piedras del hogar, apareció una débil luz en mitad del campo, y vio los oscuros grupos de hombres y mujeres que avanzaban, con festivo murmullo, hacia el solitario granero.

Dentro, se había montado un escenario, se habían dispuesto filas de sillas, las luces iluminaban las cabezas y los hombros de los presentes, dando destellos a sus pupilas, y el aire olía a caramelo y gasolina. Había acudido mucha gente. Al fondo se agrupaban los campesinos, en medio estaban los veraneantes de las dachas, y delante, sentados en los blancos bancos sacados del parque de la mansión, había unos veinte pacientes del hospital militar instalado en el pueblo, todos ellos silenciosos y quietos, con manchas sin pelo en sus gris-azuladas y redondas cabezas peladas. Aquí y allá, en las paredes adornadas con ramas de abeto, se veían grietas tan anchas que a su través se vislumbraba la noche estrellada, así como las negras sombras de los chicos del pueblo que se habían subido a las altas pilas de leños.

El cantante llegado de San Petersburgo, hombre esbelto, con cara de caballo, lanzó una cavernosa nota, y el coro de la escuela del pueblo, obedeciendo el melodioso vibrar de un diapasón, inició su canto.

En el cálido resplandor amarillo, entre los sonidos que adquirían forma visible en los pliegues de los plateados y carmesíes pañuelos de cabeza, móviles pestañas, negras sombras en las traviesas de la techumbre, sombras que se movían cuando soplaba la brisa nocturna, entre todas las cabezas y hombros que atestaban el granero, en el resplandor y entre los sones de la música popular, Ganin sólo veía una cosa. Tenía la vista al frente, fija en una trenza castaña, con un lazo negro, algo desgastado en los bordes, y sus ojos acariciaban el oscuro, suave, femenino lustre del cabello junto a la sien de la muchacha. Cuando la muchacha volvía el rostro a un lado, para dirigir a la amiga que la acompañaba una de sus rápidas y sonrientes miradas, Ganin también podía ver el intenso color de su mejilla, parte de un destellante ojo tártaro, y la delicada curva de una de las aletas de la nariz, estremeciéndose delicadamente al compás de su risa. Luego, cuando el concierto hubo terminado, el cantante de San Petersburgo se fue en el gran coche del propietario del molino, coche que proyectaba una misteriosa luz sobre la hierba, y que con sus faros despertó a un dormido abedul, y, después, al puente sobre el riachuelo. Entonces, el grupo de veraneantes, con alegre revoloteo de blancos vestidos, se alejó en la azulenca oscuridad, por los campos cubiertos de húmedo trébol, y alguien encendió un cigarrillo en la oscuridad, protegiendo la llama de la cerilla con las ahuecadas palmas de las manos. Ganin, en un estado de solitaria excitación, regresó a pie a su casa, empujando por el sillín la bicicleta, cuyas ruedas producían un leve sonido de engranaje.

En una de las alas de la casa, entre la bodega y el dormitorio del ama de llaves, había un amplio y anticuado retrete, cuya ventana se abría a una descuidada zona del jardín, en la que, a la sombra de una techumbre metálica, un par de negras ruedas sobresalían del brocal de un pozo, y un canalillo de madera surcaba la tierra, entre las peladas y retorcidas raíces de tres grandes álamos. Los cristales policromos de la ventana representaban un caballero de barba terminada en ángulos rectos, y de poderosas piernas, que resplandecía de un modo extraño a la débil luz de la lámpara de parafina, con reflector de hojalata, que colgaba junto a la gruesa cuerda cubierta de terciopelo. Uno tiraba de esta cuerda, y de las misteriosas profundidades del tronco de roble surgía el sonido de agua corriente y de huecos movimientos de succión. Ganin abrió la ventana y se subió al alféizar. La cuerda cubierta de terciopelo se balanceó suavemente, y el cielo estrellado que divisó por entre los álamos le dio ganas de exhalar un suspiro. El momento en que se sentó en el alféizar de la ventana de aquel lúgubre retrete, y pensó que probablemente jamás, jamás, jamás, llegaría a conocer a la muchacha del lazo negro en la parte posterior de su delicado cuello, y esperó en vano a que un ruiseñor comenzara a cantar en los álamos, como en un poema de Fet, este momento era el momento que Ganin consideraba el más importante de su vida.

Tampoco recordaba cuándo la volvió a ver, si fue el día o la semana siguiente. Al atardecer, antes de la hora del té, Ganin se sentó en el cuero con muelles debajo, se inclinó sobre el manillar, y pedaleó rectamente hacia el resplandor de occidente. Siempre recorría el mismo trayecto circular, pasando entre dos villorrios separados por un bosque de pinos, avanzando luego por la carretera, entre los campos, y regresando a casa a través del gran pueblo de Voskresensk, junto al río Oredezh, cantado por Ryleev cien años antes. Conocía el camino de memoria, ahora estrecho y llano, con su borde de cemento a lo largo de un peligroso margen, ahora con piso de adoquines que hacían temblar la rueda delantera, en otros lugares con traidores hoyos, y por último liso, rosado y firme. Conocía el camino por la vista y por el tacto, tal como se conoce un cuerpo vivo, y rodaba por él con gran competencia, accionando los pedales, y avanzando hacia un rumoroso vacío.

El sol del atardecer rayaba con rojo fuego los rugosos troncos de un grupo de pinos; de los jardines de una dacha llegaba hasta sus oídos el sonido del entrechocar de bolas de

cricket; las moscas de agua se le metían en la boca y en los ojos.

En la carretera, de vez en cuando se detenía ante una pequeña pirámide de piedras de pavimentación, junto a las que se levantaba un poste de telégrafos, con la madera estriada en gris, que emitía un dulce y desolado murmullo. Se apoyaba en la bicicleta y, a través de los campos, contemplaba uno de esos lindes de bosque que sólo se ven en Rusia, remoto, compacto, negro, sobre el que el dorado cielo de occidente quedaba únicamente roto por una solitaria y alargada nube color lila, de la que surgían hacia la tierra los rayos solares como un ardiente abanico. Y mientras contemplaba el cielo y escuchaba el casi ensoñado mugido de una vaca en un pueblo distante, intentaba comprender el significado de aquello, del cielo y de los campos, y del murmullo del poste de telégrafos. Tenía la impresión de que estaba a punto de comprenderlo, cuando súbitamente la cabeza comenzaba a darle vueltas, y la lúcida languidez del momento se le hacía intolerable.

No sabía dónde podía encontrarla o abordarla, en qué revuelta de la carretera, si en este matorral o en el otro. La muchacha vivía en Voskresensk, y salió a pasear aquella misma soleada y solitaria tarde en que lo hizo Ganin, y exactamente a la misma hora. Ganin la vio desde lejos, e inmediatamente sintió una mano helada en el corazón. La muchacha caminaba aprisa, iba con falda azul, y había metido las manos en los bolsillos de su chaqueta de sarga también azul, con blanca blusa debajo. Cuando Ganin, como una suave brisa, llegó a su lado, únicamente vio los pliegues de tela azul moviéndose a uno y otro lado, y el lazo de seda negra, como dos alas extendidas. Cuando la rebasó, no miró el rostro de la muchacha, sino que fingió prestar absorta atención a su pedaleo, pese a que, un minuto antes, al imaginar su encuentro, se había jurado que sonreiría y la saludaría. En aquellos tiempos, Ganin pensaba que la muchacha forzosamente tenía que ostentar un nombre insólito y sonoro, pero cuando se enteró, por el estudiante antes mencionado, de que se llamaba Mashenka, no se sorprendió en absoluto, como si lo hubiera sabido de antemano, y aquel nombre sencillo tomó para él un nuevo sonido, adquirió un entrañable significado.

—Mashenka, Mashenka —musitó Ganin.

Hizo una profunda inhalación, y, sin soltar el aire, escuchó el latir de su corazón. Eran las tres de la madrugada aproximadamente, ya no pasaban trenes y la casa parecía haber detenido sus constantes movimientos. En la silla, con los brazos hacia delante, como los de un hombre fulminado en el instante de rezar sus oraciones, se veía, colgando en la oscuridad, la vaga y blanca forma de la camisa usada aquel día.

—Mashenka —repitió Ganin.

Intentaba dotar a estas sílabas de la musicalidad que en otros tiempos habían encerrado —el viento, el murmullo de los postes de telégrafo, la felicidad—, juntamente con otro secreto sonido que daba a la palabra su verdadera vida. Ganin yacía boca arriba, y escuchaba el pasado. En aquel instante, desde la habitación contigua llegó a sus oídos un bajo, dulce, inoportuno sonido: ta-ta, ta-ta. Alfyorov esperaba el sábado.

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