Mashenka

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El viernes por la mañana, los bailarines repartieron la siguiente nota a los cuatro restantes pupilos:

«Teniendo en consideración:

1.º Que el señor Ganin nos deja.

2.º Que el señor Podtyagin se dispone a dejarnos.

3.º Que la esposa del señor Alfyorov llega mañana.

4.º Que la señorita Klara celebra su veintiséis aniversario, y

5.º Que los abajo firmantes han conseguido un contrato para actuar en esta ciudad, esta noche, a las diez, se celebrará una pequeña fiesta en la habitación 6 de abril».

Al salir de la pensión para dirigirse a las oficinas de la policía, en compañía de Ganin, el viejo Podtyagin dijo con una sonrisa:

—Son muy amables esos muchachos. ¿Ya dónde piensa ir, cuando deje Berlín, Lyovushka? ¿Muy lejos? Sí, usted es ave de paso. Cuando yo era joven no pensaba más que en viajar, tragarme el ancho mundo. En fin, es lo que, por desdicha, está ocurriendo…

Al recibir el soplo del fresco aire primaveral, Podtyagin se encorvó para protegerse de él, y se subió el cuello de su bien conservado abrigo gris oscuro, con sus grandes botones de hueso. Todavía sentía las piernas débiles, secuela del ataque cardíaco, pero hoy experimentaba un confortante alivio al pensar que al fin terminaría las engorrosas gestiones precisas para obtener el pasaporte, y que le darían permiso para partir camino de París, mañana, si quería.

El vasto y rojizo edificio de la jefatura central de policía tenía fachadas a cuatro calles. Era de severo, pero extremadamente feo, estilo gótico, con oscuras ventanas, y un patio muy intrigante, de entrada prohibida al público. En la entrada principal, un impasible policía montaba guardia. En el muro había una flecha pintada que indicaba el estudio de un fotógrafo, en la casa frontera, en el que uno podía obtener, en veinte minutos, una miserable semblanza del propio rostro, en media docena de idénticas fisonomías, una de las cuales se pegaba al amarillo papel del pasaporte, otra quedaba en los archivos de la policía, y las restantes seguramente iban a parar a las colecciones privadas de los funcionarios.

Podtyagin y Ganin penetraron en el ancho corredor grisáceo. Junto a la puerta del departamento de pasaportes había una mesilla en la que un viejo funcionario con patillas repartía papelitos numerados, lanzando de vez en cuando una mirada de maestro de escuela a la políglota multitud ante él.

—Hay que hacer cola para que nos den el número —dijo Ganin.

El viejo poeta musitó:

—Sí, ahora lo veo. Y pensar que nunca lo había hecho… Siempre entraba directamente.

Cuando, minutos después, recibió el papelito numerado, quedó maravillado, y la semejanza de su cabeza con la de un cobayo aumentó notablemente.

En la estancia de aire denso, iluminada por el sol y pelada, en que los funcionarios, tras un bajo mostrador, despachaban al público, había otra multitud que parecía haber acudido con el solo propósito de contemplar a aquellos lúgubres escribanos.

Ganin se abrió paso a empujones, fielmente seguido por Podtyagin.

Media hora más tarde, después de haber entregado el pasaporte de Podtyagin, pasaron a otro funcionario, volvieron a hacer cola, la gente se apretujaba, a alguien le olía mal el aliento, y al fin, a cambio de unos pocos marcos, les devolvieron la amarilla hoja, ahora adornada con el mágico sello.

Al salir del edificio de temible aspecto, aunque en realidad solamente sórdido, Podtyagin gruñó:

—Y ahora al consulado. Parece que ya tenemos el asunto arreglado. ¿Cómo se lo hace para hablar tan serenamente a esa gente, Lev Glebovich? ¡Para mí era terriblemente angustioso, cuando iba solo! Vamos, subamos al imperial del autobús. ¡Qué alegría…! Realmente, estoy sudando de satisfacción.

Podtyagin comenzó a subir, ante Ganin, la retorcida escalerilla. El cobrador, arriba, atizó un par de palmadas a la plancha de hojalata, y el autobús reanudó la marcha. A uno y otro lado desfilaban las casas, los anuncios, las ventanas y escaparates iluminados por el sol. Mientras examinaba reverentemente el pasaporte, Podtyagin dijo:

—Nuestros nietos no comprenderán esas tonterías del visado, nunca comprenderán que un simple sello de goma pudiera provocar tantas angustias.

Atribulado, añadió:

—¿Cree usted que los franceses realmente me darán el visado, ahora?

—Naturalmente, a fin de cuentas le dijeron que ya estaba concedido.

—Me parece que partiré mañana —dijo Podtyagin sonriente—. ¡Vayámonos juntos, Lyovushka! En París se vive bien. Mire, mire qué jeta tengo aquí.

Ganin miró el pasaporte con la foto en un ángulo. Era una notable fotografía: el rostro deslumbrado e hinchado nadaba en un grisáceo barro. Con una sonrisa, Ganin dijo:

—Yo tengo nada menos que dos pasaportes. Uno de ellos es ruso, auténtico pero muy viejo, y el otro es polaco, falsificado. Este último es el que siempre utilizo.

Para pagar, Podtyagin dejó el amarillo documento en el asiento, a su lado, seleccionó 40 pfennigs entre las distintas monedas que tenía en la palma de la mano y dirigió la vista al cobrador:

—¿Genug?

Luego, miró de soslayo a Ganin.

—¿Qué ha dicho, Lev Glebovich? ¿Falsificado?

—Efectivamente. Mi nombre de pila es Lev, pero mi apellido no es Ganin.

—¿Qué quiere decir con esto, querido amigo?

Podtyagin, pasmado, había desorbitado los ojos, pero en el instante siguiente tuvo que llevarse las manos al sombrero porque sopló una fuerte ráfaga de viento. Ganin explicó:

—Bueno, pues pasó lo siguiente. Hace unos tres años, yo formaba parte de un destacamento de guerrillas, en Polonia… En fin, ya sabe. Y tenía la idea de volver a San Petersburgo, y allí iniciar un levantamiento. Ahora me es muy útil tener este pasaporte, e incluso me parece divertido.

Bruscamente, Podtyagin apartó la vista y dijo con tristes acentos:

—Anoche soñé en San Petersburgo, Lyovushka. Paseaba por la Perspectiva Nevski. Sabía que era la Perspectiva Nevski, a pesar de que no lo parecía en absoluto. Las casas tenían ángulos agudos, como en un cuadro futurista, y el cielo estaba negro, pese a que me constaba que era de día. Los viandantes me dirigían extrañas miradas. Entonces, un hombre cruzó la calle y me disparó, apuntándome a la cabeza. Este hombre me persigue desde hace tiempo. Es terrible, sí, terrible, que siempre que soñamos en Rusia soñemos que es algo horroroso, y no una tierra muy bella, tal como sabemos que en realidad es. Son sueños en los que el cielo se desploma sobre la tierra, y en los que uno tiene la sensación de que ha llegado el fin del mundo.

—Pues yo sólo sueño en cosas hermosas, en los mismos bosques, en las mismas casas de campo… A veces, todo está un poco desolado, con ausencias extrañas, pero esto poco importa. Tenemos que apearnos aquí, Antón Sergeyevich.

Ganin bajó por la escalera en espiral, y ayudó a Podtyagin a saltar a la calle. Con los cinco dedos extendidos, Podtyagin indicó el canal, y, jadeante, observó:

—Fíjese cómo brilla el agua.

—Cuidado, cuidado con esa bicicleta. El consulado está ahí, a la derecha.

—Por favor, Lev Glebovich, acepte mi más sincero agradecimiento. Solo, jamás hubiera podido solucionar tantos problemas de papeleo. Me siento muy aliviado, mucho. Adiós, adiós, Deutschland.

Entraron en el edificio del consulado. Mientras subían las escaleras, Podtyagin comenzó a buscar en sus bolsillos. Ganin, que iba delante, se volvió y dijo:

—Vamos, no nos detengamos…

Pero el viejo siguió buscando.

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