Mashenka

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Sólo cuatro huéspedes se sentaron a la mesa, para almorzar. Alegremente, Alfyorov dijo:

—¿Dónde están nuestros dos amigos? Imagino que tampoco habrán tenido suerte hoy.

Alfyorov rebosaba placer anticipal. La víspera había acudido a la estación y se había enterado de la hora exacta en que estaba prevista la llegada del rápido del norte: las ocho y cinco. Hoy había cepillado y limpiado su traje, y había comprado un par de puños de camisa y un ramillete de lilas. Sus asuntos económicos parecían ir por buen camino. Antes del almuerzo había sostenido una entrevista, en un café, con un severo caballero de cara totalmente rasurada, que le había ofrecido un empleo indudablemente remunerativo. La mente de Alfyorov, muy habituada al manejo de cifras, estaba ahora preocupada por un número formado por una unidad y una fracción decimal: ocho coma cero cinco. Este era el porcentaje de felicidad que, por el momento, el destino le había concedido. Y mañana… Alfyorov alzó los ojos, suspiró e imaginó con cuánta anticipación acudiría a la estación, imaginó también su espera en el andén, la llegada del tren…

Después del almuerzo, Alfyorov desapareció, igual que los bailarines, quienes salieron a comprar, disimuladamente y excitados como dos mujercitas, la comida y las bebidas para la celebración de la fiesta anunciada.

Solamente Klara se quedó en la pensión. Tenía jaqueca, y le dolían los delgados huesos de sus gruesas piernas, lo que no dejaba de ser inoportuno, teniendo en cuenta que hoy era su cumpleaños. Klara pensó: «Hoy cumplí veintiséis años, y mañana Ganin se va. Es un mal hombre, engaña a las mujeres y es capaz de cometer delitos. Se atreve a mirarme a los ojos, con toda tranquilidad, pese a que le consta que le vi mientras estaba robando dinero. Sin embargo, es un hombre maravilloso, y me paso literalmente todo el día pensando en él. Sí, a pesar de que no puedo forjarme la menor esperanza».

Se miró al espejo. Su rostro estaba más pálido que de costumbre. Bajo el mechón de cabello castaño que le caía sobre la frente le había salido una leve erupción, y además tenía ojeras. No podía soportar más el vestido de brillante seda negra que llevaba todos los días, sin excepción. Junto a la costura de una de sus medias oscuras, transparentes, llevaba un visible cosido. Y uno de sus zapatos tenía el tacón torcido.

Podtyagin y Ganin regresaron hacia las cinco de la tarde. Klara oyó sus pasos y se asomó al pasillo. Pálido como la muerte, con el abrigo abierto, la corbata y el cuello de la camisa en la mano, Podtyagin entró en silencio en su dormitorio y cerró la puerta con llave. En un susurro, Klara preguntó a Ganin:

—¿Qué ha pasado?

Ganin chasqueó la lengua:

—Ha perdido el pasaporte y ha tenido un ataque cardíaco, aquí, delante de esta casa. Me ha costado Dios y ayuda conseguir que subiera las escaleras. Desgraciadamente, el ascensor no funciona. Hemos buscado el pasaporte por toda la ciudad.

—¡Voy a verle! ¡Necesita consuelo!

Al principio, Podtyagin no quería dejarla entrar. Cuando por fin el viejo abrió la puerta, Klara vio la ofuscada y triste expresión de su rostro y emitió un gemido. Con melancólica sonrisa, Podtyagin dijo:

—¿Se lo han dicho? Soy un pobre viejo idiota. Todo estaba ya arreglado, y entonces yo voy y…

—¿Dónde lo dejó, Antón Sergeyevich?

—Ahí está el meollo de la cuestión. Lo tiré. Licencia poética: pasaporte elidido. «La nube con calzones», de Mayakovski. Un gran cretino, esto es lo que soy.

Para animarle, Klara dijo:

—Quizás alguien lo encuentre.

—Imposible. Es el destino. No hay modo de escapar al destino. Estoy condenado a no abandonar esta ciudad. Estaba previsto.

Se sentó pesadamente:

—No me encuentro bien, Klara. Ahora, hace un momento, en la calle, me he quedado sin respiración, y he pensado que había llegado el final. Dios mío, ya no sé qué hacer, salvo palmar de una vez.

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