Mashenka

Mashenka


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Corrían las horas de la mañana, y Kolin preparaba té para Gornotsvetov. Aquel día, Gornotsvetov tenía que salir de la ciudad a primera hora, a fin de visitar a una bailarina que estaba formando un cuerpo de baile. Todos los habitantes de la casa dormían todavía, cuando Kolin fue a la cocina en busca de agua caliente, ataviado con un kimono notablemente sucio, y calzando botas, sin calcetines. Su rostro esférico, carente de rastros de inteligencia, extremadamente ruso, con nariz corta y ojos azules de lánguido mirar (se consideraba a sí mismo como aquel «mitad Pierrot mitad Gavroche» de Verlaine), estaba hinchado y con la piel brillante, el despeinado cabello rubio le caía sobre la frente, y los cordones de sus botas desabrochadas producían al golpear el suelo un sonido parecido al de la lluvia fina. Sacando los labios hacia afuera, como una mujer, cogió la tetera, y acto seguido comenzó a tararear muy bajo y con gran entusiasmo. Gornotsvetov estaba terminando de vestirse.

Se adornó con la corbata de lazo a lunares, y se puso histérico al ver que el grano que había decapitado mientras se afeitaba rezumaba sangre y pus a través de la espesa capa de polvos. Tenía facciones oscuras y muy regulares. Las largas pestañas rizadas daban a sus ojos castaños expresión franca e inocente. Tenía el cabello negro, levemente rizado, y lo llevaba corto. Se afeitaba el cogote, como un cochero ruso, y llevaba patillas que le llegaban hasta más abajo de las orejas, formando una curva hacia fuera. Lo mismo que su amigo, era bajo, muy delgado, con los músculos de las piernas extremadamente desarrollados, pero con el pecho y los hombros estrechos.

Hacía relativamente poco tiempo que eran amigos. Habían bailado en un cabaret ruso de algún lugar de los Balcanes, y llegaron a Berlín dos meses atrás, en busca del triunfo artístico. Un matiz especial, una extraña afectación, los diferenciaba de los restantes huéspedes, pero, honradamente, nadie podía acusar a aquella inocente pareja por el delito de ser felices, felices como dos blancas palomas.

Kolin, solo en el desordenado dormitorio, después de la partida de su amigo, abrió un estuche de manicura, y, tarareando suavemente, comenzó a «hacerse las manos». Pese a que no era hombre que destacara por su limpieza corporal, siempre llevaba las uñas en impecable estado.

El dormitorio apestaba a perfume y a sudor. En el agua de la jofaina flotaba un amasijo de pelos. En las paredes había fotografías de bailarines en diversas posturas de danza. Y en la mesa se veía un gran abanico abierto y un sucio cuello de camisa almidonado.

Después de admirar el coralino barniz de sus uñas, Kolin se lavó cuidadosamente las manos, se roció el rostro y el cuello con un agua de colonia mareantemente dulzona, y se quitó la bata. Desnudo, dio unos pasitos de puntillas e hizo un pequeño entrechat. Se vistió muy aprisa, se empolvó la nariz y se maquilló los ojos. Después de haberse abrochado todos los botones de su ceñido abrigo gris, salió a darse un garbeo, levantando y bajando con gran regularidad la punta de su bastoncillo de fantasía.

Al regresar a casa, se encontró en el portal con Ganin, que venía de comprar medicamentos para Podtyagin. El viejo poeta se encontraba mucho mejor. Había escrito un poco y dado algún paseo por su dormitorio, pero Klara, de acuerdo con Ganin, había decidido que no era aconsejable que Podtyagin saliera de casa aquel día.

Kolin se acercó sigilosamente a Ganin, y le cogió el brazo, por encima del hombro. Ganin dio media vuelta.

—¡Ah, es usted, Kolin! ¿Qué tal le ha ido el paseo?

Mientras subía las escaleras al lado de Ganin, Kolin dijo:

—Alec ha salido. Estoy terriblemente preocupado. No sabe cuánto deseo que consiga este contrato.

Ganin, que jamás sabía qué decir cuando conversaba con Kolin, afirmó:

—Claro, es natural.

Kolin rió:

—Alfyorov volvió a quedar encerrado en el ascensor. Ahora, el trasto ha dejado de funcionar.

Pasó la empuñadura del bastoncillo por los hierros que sostenían la barandilla, y, dirigiendo una tímida sonrisa a Ganin, dijo:

—¿Podría quedarme un ratito en su dormitorio? Hoy es un día terriblemente aburrido para mí.

Mentalmente, Ganin replicó, mientras abría la puerta de la pensión: «No creas que, por el simple hecho de que te aburras, voy a permitir que coquetees conmigo». Pero en voz alta, repuso:

—Lo lamento infinito, pero ahora estoy ocupado. En cualquier otra ocasión, tendré mucho gusto.

—¡Qué pena! —dijo Kolin, entrando en el piso detrás de Ganin y cerrando la puerta.

Pero la puerta no se cerró, debido a que alguien la había cogido con una gran mano morena, mientras un vozarrón de bajo decía con acento berlinés:

—Un momento, caballeros.

Ganin y Kolin volvieron la cabeza. Un cartero fornido, de grandes bigotes, cruzó el umbral:

—¿Vive aquí Herr Alfyorov?

—Primera puerta a la izquierda —dijo Ganin.

—Muchas gracias —dijo casi cantando el cartero, que, poco después, llamaba a la puerta indicada.

Era un telegrama.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó febrilmente Alfyorov, cogiendo el telegrama con torpes dedos engarabitados.

Tan excitado estaba que, al principio, ni siquiera pudo descifrar el mensaje escrito en débiles letras formando una línea irregular: LLEGO SÁBADO 8 MAÑANA. De repente, Alfyorov comprendió, lanzó un suspiro y se persignó.

—¡Gracias, Dios mío! ¡Viene!

Sonrió anchamente y, con las manos en sus huesudos muslos, se sentó en el borde de la cama, donde comenzó a balancearse hacia delante y hacia atrás. Sus ojos aguados parpadeaban muy aprisa, y un inclinado cilindro de luz solar doraba su barba color estiércol.

Sehr gut. ¡Pasado mañana! Sehr gut. ¡Hay que ver en qué estado se encuentran mis zapatos! Mashenka quedará de una pieza… En fin, de todos modos nos las arreglaremos para sobrevivir, de un modo u otro. Alquilaremos un pisito barato. Mashenka decidirá qué haremos. Pero, entre tanto, viviremos aquí una temporada. Afortunadamente, hay una puerta entre los dos dormitorios.

Poco después, Alfyorov salía al pasillo y llamaba a la puerta del dormitorio contiguo.

Ganin pensó: «¿Es que no pueden dejarme en paz, hoy?».

Yendo al grano, Alfyorov comenzó, mientras miraba descaradamente a su alrededor:

—Gleb Lvovich, ¿cuándo se va usted?

Ganin le miró irritado:

—Mi nombre de pila es Lev. Procure usted acordarse.

Preocupado únicamente por sus asuntos, Alfyorov preguntó:

—Pero supongo que se va el sábado, ¿verdad? Tendremos que cambiar la posición de la cama. Y también la del armario, para que no ciegue la puerta que comunica una habitación con la otra.

—Efectivamente, me voy —replicó Ganin.

Y, una vez más, igual que durante el almuerzo, el día anterior, se sintió profundamente incómodo. Excitado, Alfyorov dijo:

—¡Excelente, excelente…! Lamento haberle incomodado, Gleb Lvovich.

Y, lanzando una última ojeada al dormitorio, se dirigió a ruidosas zancadas hacia la puerta.

Cuando estuvo fuera, Ganin musitó:

—Imbécil… ¡Que se vaya al cuerno! ¿Qué deliciosos recuerdos me ocupaban ahora? ¡Ah, sí! La noche, la lluvia, las blancas columnas…

La untuosa voz de Alfyorov gritaba en el corredor:

—¡Lydia Nikolaevna! ¡Lydia Nikolaevna!

Irritado, Ganin pensó: «¡No hay modo de librarse de él! Hoy no voy a almorzar aquí. ¡Basta ya!».

El asfalto de la calle tenía un matiz violáceo, y los rayos del sol jugueteaban con los radios de las ruedas de los automóviles. Cerca de la cervecería había un garaje por cuya puerta abierta a la interior oscuridad salía un tierno olor a carburo. Y este casual aroma ayudó a Ganin a recordar más vívidamente aquellos lluviosos días de fines de agosto y primeros de septiembre, en Rusia, así como el torrente de felicidad que los espectros de su vida berlinesa parecían empeñados en interrumpir sin cesar.

Salía de la iluminada casa de campo, se sumía en las negras y burbujeantes tinieblas, y encendía la suave llama del faro de la bicicleta. Y, ahora, al inhalar el olor a carburo, lo recordó todo al instante: las húmedas hierbas azotando su móvil pierna y metiéndose por entre los radios de la bicicleta; el disco de lechosa luz que absorbía y disolvía la oscuridad; los diferentes objetos que de ella surgían, ahora una ondulada charca, ahora un brillante guijarro, después las planchas del puente cubiertas de estiércol, y, por fin, la manecilla de la portezuela en la verja, que cruzaba, con el peral empapado de lluvia a un lado, venciéndose hacia su hombro.

Ahora, a través de los torrentes nocturnos, percibía la lenta rotación de las columnas, iluminadas por el mismo suave chorro de luz del faro de su bicicleta. Allí, en el porche con seis columnas de la cerrada mansión de un desconocido, Ganin era saludado por una fría fragancia, por una mezcla de perfume y de húmeda estameña, y aquel beso de la lluvia otoñal era tan largo y profundo que, después, grandes manchas luminosas nadaban ante sus ojos, y el rumoroso sonido de la lluvia contra las anchas ramas y las infinitas hojas parecía adquirir renovadas fuerzas. Con dedos mojados por la lluvia, abría la portezuela de vidrio del farol, y soplaba la llama, matándola. Procedente de la oscuridad, una húmeda y fuerte presión de aire envolvía a los enamorados. Mashenka, ahora sentada en la deslucida balaustrada, le acariciaba las sienes con la fría palma de su mano pequeña, y él podía percibir en la oscuridad la vaga línea del empapado lazo que la muchacha llevaba en el pelo, y el sonriente resplandor de sus ojos.

En la móvil oscuridad, el fuerte y amplio chaparrón caía por entre los tilos ante el porche, haciendo gemir sus troncos, reforzados con anillas de hierro para protegerlos en su ancianidad. Y, entre los sonidos de la noche otoñal, Ganin desabrochaba la blusa da Mashenka, y besaba su ardiente clavícula, mientras Mashenka guardaba silencio, y sólo sus ojos destellaban débilmente, y la piel de su pecho desnudo iba enfriándose lentamente con el contacto de sus labios y del húmedo aire nocturno. Hablaban poco. Estaba demasiado oscuro todo para hablar. Cuando, por fin, Ganin encendía una cerilla para mirar la hora, Mashenka parpadeaba, y apartaba de su mejilla un húmedo mechón de pelo. Ganin rodeaba con un brazo el cuerpo de Mashenka, mientras empujaba la bicicleta por el sillín, y así, lentamente, se alejaban en la noche, que ahora era sólo llovizna. Primero descendían por el sendero hasta el puente, y allí se despedían con melancolía, largamente, como si se separaran para mucho tiempo.

Y aquella negra noche tormentosa, la víspera de su regreso a Petersburgo para iniciar el curso, en que se encontraron por última vez en el porche con columnas, ocurrió algo terrible e imprevisto, premonición quizá de todas las desdichas venideras. Aquella noche la lluvia era especialmente ruidosa, y el encuentro de los enamorados especialmente tierno. De repente, Mashenka lanzó un grito y bajó de la balaustrada. A la luz de la cerilla, Ganin vio que el postigo de una de las ventanas que daban al porche estaba abierto, y que un rostro humano, con la blanca nariz aplastada, se encontraba pegado al vidrio negruzco. El rostro se movió, desapareciendo de su vista, pero los dos habían tenido tiempo para percibir el rojizo cabello y la boca badulaque del hijo del guarda, muchacho obsceno y malhablado, de unos veinte años de edad, que siempre se cruzaba con ellos en los senderos del parque. En un furioso salto, Ganin se abalanzó hacia la ventana, hizo añicos el vidrio con la espalda y saltó a la helada oscuridad. Llevado por la inercia golpeó con la cabeza un pecho poderoso, que el golpe dejó sin aliento. En el instante siguiente, los dos, cogidos, rodaban por el piso de madera, despertando ecos, chocando con muertos muebles protegidos con fundas. Después de liberar la mano derecha, Ganin comenzó a golpear con su puño, duro como una roca, el húmedo rostro que, bruscamente, vio debajo de él. Ganin no se levantó hasta que el poderoso cuerpo, que él había clavado al suelo, quedó bruscamente relajado y comenzó a gemir. Jadeante, tropezando con suaves ángulos en la oscuridad, llegó a la ventana, y, por ella, saltó al porche, donde encontró a Mashenka aterrorizada y sollozando. Entonces, Ganin notó que algo cálido y con gusto a hierro escapaba de su boca, y que se había producido cortes en las manos con las astillas del cristal. A la mañana siguiente partía para San Petersburgo, y cuando se dirigía a la estación, en el coche cerrado que rodaba suavemente con un sordo sonido, a través de la ventanilla vio a Mashenka, paseando a lo largo del camino en compañía de sus amigas. La carrocería, forrada de cuero negro, la ocultó inmediatamente a su vista, y como sea que Ganin no iba solo, no osó mirar hacia atrás a través de la ovalada apertura trasera.

Aquel día del mes de septiembre, el destino le dio por anticipado, la sensación de su futuro alejamiento de Mashenka, de su alejamiento de Rusia.

Fue como una tortura previa, como un misterioso anuncio. Había una peculiar tristeza en los fresnos, en el rojo color de llama de su fruto, alejándose uno tras otro, perdiéndose en el gris horizonte, y le parecía increíble que en la próxima primavera pudiera ver de nuevo aquellos campos, ese solitario promontorio, estos meditativos postes de telégrafo.

En la casa de San Petersburgo, todo le pareció recién limpiado, brillante y positivo, como todo suele parecer siempre cuando se regresa de vacaciones en el campo. Volvieron a comenzar las clases. Cursaba el penúltimo curso. No sintió la menor atracción hacia los estudios. Cayeron las primeras nieves, y las barandillas de hierro, las grupas de los indiferentes caballos, los montones de leña de las barcazas quedaron cubiertos por una delgada capa blanca, aterciopelada.

Hasta el mes de noviembre Mashenka no regresó a San Petersburgo. Se encontraron bajo el mismo arco en que Liza muere, en La dama de picas de Tchaikovsky. Grandes y suaves copos de nieve caían verticalmente por el aire gris, como vidrio opaco. En aquel primer encuentro en San Petersburgo, Mashenka le causó la impresión de haber experimentado un sutil cambio, debido, quizás, a que llevaba sombrero y abrigo de pieles. Aquel día comenzó la nueva y nevada época de su amor. Les era difícil concertar sus encuentros. Los largos paseos sobre el hielo resultaban atroces, y encontrar un lugar cálido en el que estuvieran solos, en los museos y en los cines, era más atroz todavía. Lógicamente, en sus frecuentes y lacerantemente tiernas cartas, cartas que se escribían los días en que no podían verse (Ganin vivía en el Muelle Inglés, y Mashenka en la calle Caravana), los dos recordaban los senderos del parque y el aroma de las hojas caídas como algo inimaginablemente amado, e ido para siempre. Quizá tan sólo lo hacían para avivar su amor con agridulces recuerdos, pero quizá se daban cuenta de que, verdaderamente, el más dulce período de su felicidad había ya terminado. Por la tarde, se llamaban por teléfono, para averiguar si la carta había llegado, o para concertar una cita. Mashenka le recitaba fragmentos de poemillas, reía cálidamente, y se colocaba el teléfono en el pecho, en cuyo instante Ganin imaginaba que oía el latir de su corazón.

Y así hablaban durante horas.

Aquel invierno, Mashenka llevó un abrigo de pieles grises y chanclos suecos sobre los zapatos que utilizaba para ir por casa. Ganin nunca la vio resfriada, ni siquiera con frío. Las heladas y las nevadas sólo servían para infundirle más vida. En plena nevada, con viento helado y en una oscura calleja, Mashenka era capaz de quedarse con los hombros al aire. Los copos de nieve le producían cosquillas, sonreía a través de sus mojadas pestañas, y oprimía contra su cuerpo la cabeza de Ganin, mientras del gorro de astracán de éste caía una nevada en miniatura sobre los desnudos senos de la muchacha.

Estos encuentros con viento y hielo eran más penosos para él que para ella. Ganin pensaba que el amor que los unía a los dos se estaba marchitando como consecuencia de estas incompletas efusiones. El amor exige intimidad, cobijo, refugio. Y ellos carecían de refugio. Los familiares de cada uno de ellos no conocían al otro. Su secreto, que tan maravilloso fue al principio, era ahora una carga. Ganin comenzó a pensar que nada tendría que objetar si Mashenka se convertía en su amante, incluso si ello ocurría únicamente en amuebladas habitaciones de alquiler. Y esta idea persistió en su mente, de un modo totalmente independiente de sus sentimientos de deseo, que ya comenzaban a menguar bajo la tortura de sus deficientes encuentros.

Y así pasaron el invierno, recordando el campo, soñando en el próximo verano, peleándose alguna que otra vez impulsados por los celos, oprimiéndose las manos bajo las burdas mantas de los trineos de alquiler. Entonces, a primeros de año, Mashenka tuvo que irse a Moscú.

Sorprendentemente, esta partida fue un alivio para Ganin.

Sabía que Mashenka proyectaba trasladarse, el verano siguiente, a una casita que sus padres tenían en la tierra de que eran oriundos, cerca de San Petersburgo. Al principio, Ganin pensó mucho en este retorno. Imaginó un nuevo verano, nuevos encuentros, y escribió conmovedoras cartas a Mashenka, pero luego la frecuencia de sus cartas disminuyó, y cuando su familia se trasladó a la finca en el campo, a mediados de mayo, Ganin dejó de escribir a la muchacha. Al mismo tiempo, encontró tiempo para iniciar y terminar una aventura con una encantadora rubia, cuyo marido estaba luchando en Galitzia.

Entonces, Mashenka regresó.

Su voz sonó débilmente, muy lejana, como un sonido leve emitido junto al teléfono, al otro extremo del hilo, como el susurro de una caracola, y, alguna que otra vez, otra voz, más distante todavía, se cruzaba, interrumpiendo sus palabras, prosiguiendo una conversación con otra persona situada en una cuarta dimensión. El teléfono de la casa de campo en que se encontraba Mashenka era antiguo, con manivela, y entre ella y él mediaban treinta millas de rugiente oscuridad.

—Iré a verte —gritó Ganin—. He dicho que iré a verte. En bicicleta. Será cuestión de un par de horas.

—… no quiere volver a Voskresensk, ¿oyes? Papá no quiere alquilar una dacha en Voskresensk. Desde donde tú estás hasta este pueblo hay treinta…

Una voz ajena, terció:

—No olvides traerme las botas.

Entonces, a través de los zumbidos, volvió a oír a Mashenka, en miniatura, como si hablara por un telescopio puesto al revés. Y cuando Mashenka se desvaneció totalmente, Ganin se apoyó en la pared y tuvo la sensación de que los oídos le ardían.

Inició el viaje a las tres de la tarde, con camisa y sin corbata, pantalones de futbolista, calzado con zapatos de suela de goma y sin calcetines. Gracias a tener el viento a favor, avanzó aprisa, sorteando los baches de la carretera, y sin dejar de acordarse de cómo solía pasar en bicicleta junto a Mashenka, antes de conocerla.

Cuando llevaba recorridas unas diez millas, se le reventó el neumático de la rueda trasera. Pasó largo rato ocupado en repararlo, sentado en la cuneta. Los pájaros cantaban en los campos a uno y otro lado de la carretera, y pasó un descapotable gris, levantando una nube de polvo, con dos militares que llevaban unas gafas protectoras que les daban aspecto de lechuza. Con el neumático ya reparado, lo hinchó cuanto pudo, y prosiguió su camino, consciente de no haber previsto aquel contratiempo y de llevar ya una hora de retraso. Abandonó la carretera y penetró en un sendero que cruzaba un bosque, sendero que le había recomendado un mujik. Después tomó una curva, pero se equivocó, y estuvo pedaleando largo rato, hasta que de nuevo se encontró en la carretera. Descansó, y tomó un tentempié en un pueblecito, y después, cuando sólo le faltaban ocho millas para llegar, pasó por encima de una afilada piedra, y el neumático que antes había reventado se deshinchó con un lento silbido.

Oscurecía ya cuando llegó al pueblecito en que Mashenka pasaba el verano. Le esperaba en la puerta de entrada al parque público, tal como habían quedado, pero la muchacha ya había perdido toda esperanza de que él llegara, debido a que le estaba esperando desde las seis. Al verle, se emocionó tanto que tropezó, y poco le faltó para caer al suelo. Iba con un diáfano vestido blanco que Ganin no le había visto aún. No llevaba el lazo negro, por lo que su adorable cabecita parecía todavía más pequeña. Lucía flores azules en el pelo recogido.

Aquella noche, en la extraña y furtivamente creciente oscuridad, bajo los tilos de aquel espacioso parque público, sobre una piedra plana profundamente hundida en el césped, Ganin, en el curso de unas breves efusiones, llegó a amarla más intensamente que en cualquier otro instante, y dejó de amarla, así se lo pareció en aquel momento, para siempre jamás.

Al principio, hablaron en un apasionado murmullo, hablaron del largo período pasado sin verse, de que un gusano de luz que brillaba en la hierba parecía un semáforo. Y los amados ojos tártaros resplandecían muy cerca de su rostro, y el blanco vestido parecía relumbrar en la oscuridad. Y aquella fragancia, Dios mío, aquella fragancia de Mashenka, inaprensible, única en el mundo…

—Soy tuya, haz lo que quieras conmigo —dijo Mashenka.

En silencio, palpitante el corazón, Ganin se inclinó hacia ella y recorrió con las manos sus suaves y frías piernas. Pero el parque público estaba plagado de extraños sonidos de roce, parecía que en todo momento alguien se estuviera acercando tras los arbustos, el frío y la dureza de la piedra le producían dolor en las rodillas, y Mashenka yacía allí excesivamente sumisa, excesivamente quieta.

Ganin se detuvo. Luego, emitió una risotada breve y torpe.

—Tengo la impresión de que aquí, cerca, hay alguien.

Y se puso en pie. Mashenka suspiró, se arregló el vestido —una mancha blancuzca— y también se levantó.

Mientras caminaban hacia la puerta de entrada al parque, por un sendero moteado por la luz de la luna, Mashenka se inclinó y cogió una de las luciérnagas verde-pálidas que antes habían contemplado. La sostuvo en la palma de la mano, acercó la cabeza a ella, la examinó detenidamente, se echó a reír, y dijo en una rara parodia del habla de una muchacha de pueblo:

—¡Válgame Dios, si sólo es un gusanito frío!

Entonces fue cuando Ganin, cansado, enojado consigo mismo, muerto de frío en su delgada camisa, decidió que todo había terminado, que había dejado de estar enamorado de Mashenka. Pocos minutos después, mientras pedaleaba a la luz de la luna, camino de casa, por la pálida superficie de la carretera, supo que jamás volvería a visitar a Mashenka.

Pasó el verano, durante el cual Mashenka no le escribió ni le telefoneó, y Ganin estuvo ocupado en otros asuntos y otras emociones.

De nuevo volvió Ganin a San Petersburgo para pasar el invierno, aprobó los exámenes finales —que se celebraron mucho antes de lo normal, en diciembre—, e ingresó en la Escuela Militar Mikhailov como cadete. El verano siguiente, en el año de la revolución, volvió a ver a Mashenka.

Faltaba poco para el anochecer, y Ganin se encontraba en el andén de la estación de Varsovia. El tren que se llevaría a los veraneantes que pensaban pasar las vacaciones en sus dachas acababa de entrar en vías.

Mientras esperaba que sonara la campana dándole salida, Ganin comenzó a pasear arriba y abajo por el sucio andén. En el momento en que contemplaba una carretilla averiada, comenzó a pensar en algo muy diferente, o sea en el tiroteo ocurrido el día anterior en la Perspectiva Nevski. Al mismo tiempo, le molestaba recordar que no había podido entrar en contacto por teléfono con su familia, en la finca, lo que suponía tener que ir allí, desde la estación del pueblo, en coche de alquiler.

Cuando sonó el tercer aviso, se dirigió hacia el único vagón azul, y comenzó a subir los peldaños, camino de la plataforma, y allí, mirándole desde lo alto, se encontraba Mashenka. En el curso del último año había cambiado. Quizás estaba un poco más delgada, y vestía un extraño abrigo azul con cinturón. Ganin la saludó torpemente, oyó un sonido de entrechocar de parachoques y el tren se puso en marcha. Se quedaron de pie en la plataforma. Mashenka seguramente le había visto antes, y, adrede, había subido a un vagón azul, pese a que siempre viajaba en vagón amarillo, por lo que ahora, con billete de segunda, no se atrevía a entrar en el vagón de primera. Llevaba en la mano una barra de chocolate Bighen y Robinson, de la que rompió una porción que ofreció a Ganin.

Verla le produjo una terrible tristeza. Había en el aspecto de Mashenka algo raro, algo revelador de timidez. Sonreía mucho menos, y volvía constantemente la cara hacia otro lado. En su cuello tierno había marcas lívidas, como la sombra de una gargantilla, que le sentaban muy bien. Ganin parloteó diciéndole mil y una tonterías, le mostró la marca que una bala había dejado en una de sus botas al rozarla, y le habló de política, mientras el tren avanzaba traqueteando por entre turberas ardientes en el torrente del ocaso. El grisáceo humo de las turberas se arrastraba suavemente por el suelo, formando lo que parecían ser dos olas de niebla que escoltaban el paso del convoy.

Mashenka bajó en la primera estación, y durante largo rato, Ganin, desde la plataforma del vagón, contempló la figura azul que se iba, y cuanto más se alejaba la figura, con mayor claridad comprendía Ganin que nunca la olvidaría. Mashenka no volvió la cabeza. De la creciente oscuridad surgía el aroma de las flores veraniegas.

Cuando el tren reanudó la marcha, Ganin entró en el vagón. Estaba a oscuras porque, por lo visto, el jefe de tren había considerado innecesario encender las luces de los vagones vacíos. Se tumbó boca arriba en el listado asiento en forma de diván, y, a través de la puerta abierta y de la ventanilla del corredor, contempló los delgados cables que surgían del humo de la turba ardiendo, y los últimos rayos dorados del sol arriba. Le causaba una extraña y ultraterrena sensación viajar en aquel vagón vacío y traqueteante, entre bocanadas de humo grisáceo, por lo que muy curiosos pensamientos cruzaron su mente, como si todo lo que estaba ocurriendo hubiera ya ocurrido con anterioridad, como si ya hubiera yacido allí, igual que ahora, con las manos en el cogote, en la sonora oscuridad con corrientes de aire, como si el mismo humoso ocaso hubiera pasado, vasto y sonoro, tras las mismas ventanas.

Y no volvió a ver a Mashenka.

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